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lunes, 17 de enero de 2022

RESUMEN DE LA “LLUVIA DE FUEGO” DE LEOPOLDO LUGONES

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Este cuento forma parte del libro Las fuerzas extrañas publicado en 1906, el cual no tuvo una buena acogida entre el público, aunque con el tiempo adquirió notoriedad como precursor del género de literatura fantástica. Su autor, el argentino Leopoldo Lugones fue versátil y prolífico, incursionando en la poesía, el ensayo y el cuento con variados géneros. En el tema fantástico y por curiosidad biográfica este cuento resulta imprescindible, pues expresa su mayor capacidad para generar escenarios memorables y descubre cómo la idea suicida ya estaba firmemente asentada en la mente del autor. La inexplicable motivación para el suicidio de Leopoldo Lugones[1] dibuja una calca de lo que señala al final de este cuento. Su capacidad para elaborar propuestas fantásticas influyó en Borges, quien lo consideró un maestro en varios sentidos[2] y lo ha dejado asentado con firmeza como uno de los pioneros más brillantes de la literatura fantástica.  

Argumento

El protagonista es un hombre maduro y rico que vive ocioso en una gran casona, rodeado de lujos y con esclavos que lo atienden. El ambiente evoca a la leyenda de Sodoma y Gomorra, en el subtítulo se señala “Evocación de un descarnado de Gomorra” además de la señalización hacia poblaciones vecinas.[3] Esa población está entre un lago y el desierto, donde se comunica con un próspero comercio en el puerto y caminos aledaños. El ambiente es de ebullición y diversión, con un ambiente de costumbres libertinas; sin embargo, el protagonista se dice cansado de las orgías y que está apartado de cualquier contacto carnal, por lo que únicamente se entretiene en comer y en lecturas.

El protagonista presume se bienestar y riquezas, en especial, que disfruta de abundante comida y ociosidad, cuando comienza un detalle inquietante de ocasionales granizos de cobre que caen desde un cielo claro. El comienzo no parece haber peligro pues esos metales ardientes caen muy esporádicamente. Aunque él está intranquilo el fresco toldo bajo el cual va a disfrutar de su comida le representa la sensación de seguridad.[4] Sin embargo, un granizo de cobre golpea la espalda del esclavo que le servía y lo lastima. A partir de ese momento percibe el peligro y otros detalles le atemorizan, como el espanto de sus pájaros.

Desde ese momento el protagonista piensa en huir, pero el apego a sus posesiones y la dificultad imaginada lo retienen. En esa jornada los daños en la ciudad no son excesivos y al día siguiente hay toques de campañas de alegría y la población se vuelca a festejar que ha terminado ilesos. En la descripción de la fiesta popular se evidencia la lujuria imperante en las costumbres, apuntando sobre distintas prácticas sexuales, aunque el autor únicamente describe sin proferir ninguna censura moral. En ese ambiente relajado, el protagonista invita a dos amigos a comer y luego realiza un paseo por la alegre población.

Esa misma noche, el protagonista despierta sobresaltado pues la verdadera tormenta de fuego se ha desatado sobre el lugar. Su servidumbre y caballos han huido, para asomarse se protege con una tina en la espalda, comprendiendo que ya le resulta imposible escapar. Al saberse perdido, recupera el aplomo y revisa la condición de su hogar, que está bien diseñado para no sucumbir al incendio, cuenta con abundantes provisiones y hasta con un pomo de vino envenenado, el cual le da una sensación de control ante la fatalidad.

Sube a su terraza para observar el espectáculo de la tragedia a su alrededor: con fuegos variados y árboles espantosamente quemados; lamentos lejanos de perros, de gente huyendo y explosiones esporádicas; olor a carne quemada y humos densos; y “trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa”. Erizado por el terrible espectáculo, el protagonista se refugia en la oscuridad de su sótano, sin embargo, le invade un sentimiento infantil que lo hace llorar de miedo y sin rubor.

Cuando se derrumba un techo se dedica a reforzar algunos puntos; luego descansa, duerme; se sobresalta; bebe y se esconde en el sótano como el sitio más seguro de su casa. Pasa un tiempo y las lámparas se agotan, por lo que esa oscuridad lo empuja a salir. La ciudad está por completo destruida, que le parece “mucho a un escorial volcánico”. Entre la destrucción se levanta otro sobreviviente, que ha agotado sus provisiones y, de paso, señala que apuñaló a un propietario. El protagonista le ofrece su bodega que aún guarda provisiones.

En eso los interrumpe una polvareda que se acerca. La esperanza de ayuda desde alguna ciudad próxima se desvanece al mirar que son leones acercándose en manada, pero ya no son las fieras normales, sino la cúspide del espectáculo dantesco. Los leones están furiosos de sed y enloquecidos de cataclismo, en condiciones terribles “Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares (…) las garras pustulosas, chorreando sangre”. Rondan los surtidores secos de la ciudad destruida y agotados por la desesperación, lanzas un rugido lastimero que al protagonista le parece lo más horrible que ha experimentado: “cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed…”

Regresa la lluvia de fuego y el protagonista se refugia solitario en su sótano, donde toma un baño fúnebre antes de apurar su pomo de veneno.

El cuarto elemento

Para los alquimistas el fuego representaba el cuarto elemento (a veces el primero) de los cuatro grecolatinos,[5] por tratarse del más liviano, el que se eleva en ascenso incontrolable y fuente de la purificación final. Anotemos que Lugones fue un gran esotérico, interesado por la física y los misterios metafísicos, más allá de lo evidente; en especial, sus cuentos desatan esa vena metafísica. En esta narración el fuego funciona como un protagonista trágico que con desconcertante fuerza ataca desde el cielo a una ciudad y sus alrededores, devastando la comarca entera.

El elemento fuego, por su naturaleza, opera elevándose en el sentido de la flama, por lo que el relato funciona mediante una anomalía. La manera de resolver que el fuego baje es mediante los granizos de cobre, descendiendo del firmamento sin evidencia de una trayectoria ni de una fuente material remota como un volcán. La flama se materializa misteriosamente cual el maná descendía de los cielos y ataca con indiferencia.

Ese fuego celeste ataca de modo múltiple: daña la piel al caer (una quemadura dolorosa por pequeña que sea), provoca incendios y una terrible sed, en el extremo de que la trastorna y contamina al agua. Hay una desertificación del sitio, aunque dos fuentes de agua quedan como bastiones que dan alguna defensa, como el lago que refresca el aire y la cisterna oculta en el sótano del protagonista.

El residuo de este fuego son gotas de cobre en el suelo, que siendo pocas, parecen hasta un regalo para llevarse a los calderos, pero al acumularse trastornan la tierra y el paisaje, provocando la ruina generalizada. Aquí sucede un salto cualitativo como con las avalanchas de nieve: lo poco da curiosidad, lo mucho abruma y destruye.

La regla esotérica indica que “el fuego purifica”, sin embargo, este caso no alcanza a vislumbrarse tan purificación ni renacimiento, cuando el relato termina en la destrucción.

La causa y la leyenda bíblica

La causa de ese ataque del cuarto elemento no se hace explícita, pero los antecedentes de las leyendas bíblicas deberían ser suficientes para orientar al lector contemporáneo. Aunque el texto no asume las justificaciones religiosas, sí supone ese antecedente. La narración bíblica relata que Dios condenó a Sodoma y Gomorra, junto con algunas otras poblaciones vecinas, debido a su extrema impiedad y desenfreno; cuando Abraham intervino solicitando clemencia. A manera de prueba Dios envió a dos ángeles disfrazados para visitar al pariente Lot, quien era un piadoso. En Sodoma, los habitantes intentaron abusar de los visitantes celestiales, sin lograrlo, con lo cual sellaron su condena. A Lot y su familia se les permitió retirarse antes de que una lluvia de azufre y fuego destruyera esa urbe. En este relato el azufre bíblico se sustituye con el cobre ardiente en forma de granizo, que en sucesivas jornadas destroza el sitio.

Ahora bien, de manera literal en el cuento Lluvia de fuego jamás aparecen Jehová, Lot, los ángeles visitantes ni cualquier argumento sobre el pecado religioso; lo que sí destaca es el ambiente que sugiere ese relato bíblico: la ciudad antigua y un aire de desenfreno sodomita. Para la posteridad los excesos y vicios de ese relato pasarían como diversidades, en cuanto los niveles de transgresiones del deseo varían sus estándares. Por ejemplo, el protagonista confiesa con naturalidad haber cometido orgías, aunque se ha cansado por lo que abandonó cualquier comercio sexual. Lo más significativo en el terreno de transgresiones se anuncia el día de fiesta posterior a la primera lluvia cuando se describe prostitución, homoerotismo y zoofilia. La presencia de un asesinato resulta atenuada, cuando es cometida por el segundo sobreviviente, conforme cabe atribuirlo a la desesperación y el hambre.

El protagonista

Del protagonista no hay un nombre, aunque señala su soltería, riqueza y lo entrado en cincuenta años, que desde hace una década no participa en ninguna orgía. Posee una mansión donde se entretiene con pájaros, peces y su jardín, además de una mesa generosa para la cual presume de experto. Su capacidad culinaria le hace merecedor a un busto municipal.

La salud está algo deteriorada, señalado por la miopía y ocasionales ataques de gota. Le gusta compartir la mesa con pocos amigos y dedicarse a su propiedad, por lo que se siente ajeno a la ciudad, que para él es como un desierto. Su mansión y gustos son facilitados por un grupo de esclavos domésticos, a quienes parece tratar de manera considerada.

De ánimo tranquilo, aunque sujeto a temores sobre lo que sobreviene, en lo cual él es más sensible que sus conciudadanos. En la narrativa oscila entre percepciones de insensibilidad ante la tragedia y su desastre, así como arrebatos de emoción extrema.

Además, el protagonista es un hombre que está retirado del vicio y no merece alguna calificación por actitudes demasiado impías. En ese sentido, para el protagonista no existe un sentido de castigo eficiente, sino una catástrofe sin auténtica culpa, más allá de que no decide huir cuando pudiera. Entonces para un observador casi neutral, la apocalipsis de su urbe semeja a un acontecimiento natural, sin reclamo hacia la divinidad.  

Ante el entorno adverso se abate, aunque aprovecha las condiciones de su mansión para sobrevivir. Registra con sensibilidad los detalles del ambiente y se mantiene alerta en cada giro de la tragedia. Con lo inevitable de su final él siente satisfacción de controlar su destino al reservarse una botella de veneno. Que lleva a sus labios, aunque quedan unos puntos suspensivos dando oportunidad a que el acto no finalice.

Personajes secundarios

El papel de los personajes complementarios resulta bastante discreto, con excepción de la manada de leones. Cabría agruparlos bajo criterios sencillos de la siguiente manera. Personajes complementarios ligados con el protagonista: sus esclavos y dos amigos que lo visitan. Personajes festivos y exóticos de la ciudad los cuales son como luces artificiales para mostrar el libertinaje del sitio, lo cuales poseen cierta fuerza descriptiva y representan el ambiente de la población. El último sobreviviente con el cual se encuentra brevemente, le comparte con indiferencia que ha asesinado a una persona, en respuesta a las confidencias el protagonista le invita a comer en su bodega.

La manada de leones adquiere un papel destacado, como el rasgo inusual y de empuje extremo en mitad de la tragedia; donde irónicamente la manada funciona como un personaje. La irrupción de la manada simboliza la ruptura de los órdenes naturales en una conflagración confusa y desgarradora.[6] Esa presencia le da más realismo a la fantasía y más fantasía al realismo en una pasmosa convergencia. La descripción es adolorida y lastimosa, así como plena de detalles precisos que intensifican el dramatismo del final. Ese grupo de leones integran un conglomerado de mártires, donde juntan los destrozos con una especie de inocencia, como si las bestias mantuvieran el signo del candor cuando sus miradas imploran. Ellos son la vitalidad desesperada por sobrevivir, que está condenada a perecer, por lo que la violencia natural salta hasta lo sobrecogedor; y esa condición se condensa en el peculiar rugido-lamento de los felinos derrotados por el fuego, la sed y el abandono. Entonces para los leones “su horror era ciego, es decir, más espantoso (…) esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed…”[7] Ahí el cuento levanta un rasgo metafísico, señalando un sesgo de eternidad aplastando la vitalidad animal, con un signo terrible y, además, imposible de comprender. Finalmente, con la última lluvia la desbandada de los leones apunta al paralelo final del protagonista, que se refugia para una opción suicida.

Destrucciones y sinsentidos

La narración resulta apocalíptica y pesimista por más que se delimite a un sitio y a una persona, porque el individuo aislado aquí representa la hipótesis de cualquier destino universal ante la muerte.

Aunque el relato presupone una justificación de las leyendas religiosas para la destrucción de la población, el autor con sagacidad las deja en un segundo plano, con lo cual la catástrofe no tiene una justificación tan palpable. Si los habitantes de esa Gomorra de ficción debían o no ser destruidos lo deja al criterio del lector, porque incluso los protagonistas no se dan tiempo para colocarse en ese tenor.

La destrucción se describe en un sentido paulatino, por etapas, de tal manera que adquiere un tono dramático y una intensidad creciente. En dos etapas pareciera surgir una esperanza que resulta vana, después del primer día, cuando los habitantes se ilusionan con que nada sucedió, y en la última jornada, cuando la polvareda de los leones maltrechos es confundida.

Al protagonista, es cierto, le falta fuerza en su resorte vital por lo cual prefiere no intentar una fuga del área incendiada, lo cual se justifica por su edad y condiciones físicas limitadas. Sin embargo, ante lo inevitable el protagonista acaricia una salida que vale llamarla estoica, pues ante lo inevitable de la muerte prefiere controlar el momento y modo exacto al envenenarse. Esa idea suicida le reporta un ápice de dignidad mayor ante la tragedia, entre tantos conciudadanos abatidos, pareciera ser el único que lo hará por su propia mano; de tal manera, que el suicidio da un mínimo sentido al contexto del sinsentido.

Estilo

Dentro del género fantástico, Lugones emplea una prosa muy refinada con una amplio vocabulario y variados recursos estilísticos. Predominan las descripciones breves y realistas, que apelan a todos los sentidos, con una vigorosa composición visual y sonora. La mayor parte del cuento emplea descripciones rápidas; aunque algunas se extienden conforme son útiles para la intensidad del relato, como la visión de la ciudad devastada o la invasión de los leones martirizados.

En medio de las descripciones realistas, desde el comienzo de este cuento irrumpe el elemento fantástico de los granizos de fuego y la lluvia de fuego mantiene un tono de veracidad. En ese sentido, el protagonista apa rece como un narrador objetivo, que es capaz de mirar fríamente el ambiente y sus propios terrores, por lo cual resulta creíble por más que observe prodigios. Esa veracidad le proporciona intensidad y soltura al relato de Lluvia de fuego, con lo cual la lectura se cumple con soltura.

NOTAS:

[1] “Lugones había bebido un vaso de whisky con cianuro y, así, puso fin a su vida, el 18 de febrero de 1938.” En entrevista a Graciela Perrone, ex directora de la Biblioteca Nacional del Maestro de Argentina. En https://www.cultura.gob.ar/luces-y-sombras-de-leopoldo-lugones_7137/

[2] La admiración de Borges por Lugones se desborda en el prólogo de El Hacedor, donde fantasea en una entrevista imposible: “Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.”

[3] La referencia en el mismo cuento a las vecinas Adama y Seboim.

[4] “Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba… ¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.” Lugones, Lluvia de fuego.

[5] Véase, Timeo de Platón.

[6] Sobre el sentido de la “manada” en la tensión psíquica y el flujo de las series, véase Mil mesetas de Gilles Deleuze.

[7] Lluvia de fuego, p. 7.

 

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