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sábado, 15 de enero de 2022

SALVANDO AL SUICIDA MANIERISTA

 



 

Por Carlos Valdés Martín

Cuando regresó de Brasil después de estudiar posgrado, organizaron tremenda fiesta en su casa. Nos lo dijo Renato, su hermano menor, tras el memorable partido de fútbol cuando alcanzamos la final. Fue glorioso llegar a la final, aunque luego quedamos frustrados y con un sabor amargo, pues el árbitro anuló dos goles y marcó un penal en nuestra contra. Aullábamos como campeones sin corona a los 16 años, alborotados con ganas de festejarlo y llorarlo, al mismo tiempo, aunque esa fue otra historia. 

Ese fin de semana, su padre, Tiburcio, juntó dos motivos para celebrar en su casa. A esa edad los padres nos permitían celebrar con cerveza, aunque no era legal para nosotros, los menores de edad. Ahí conocimos al hermano Gabriel Austreberto Díaz Madero que con un piano Yamaha dedicó una melodía. Interpretó “Las Mañanitas”, con un arreglo improvisado de letra para celebrar que el equipo Zair era campeón sin corona en la alcaldía “Benito Juárez”, vituperando al contrincante equipo Huracán.

—Estas son las pataditas que goleaba el Rey David…

Cursábamos el segundo año de escuela preparatoria, cuando al terminar las clases, Renato nos citó a Álvaro y a mí, en calidad de los mejores amigos. Estaba angustiado por el temor de que su hermano mayor se suicidara, pues Gabriel tenía un historial de antecedentes con arrebatos irracionales, depresiones y eso ensombrecía a Renato, quien siempre fue un chico bien comportado. Había husmeado en el cuarto y encontró un diario manuscrito, ahí Gabriel se lamentaba que veía un abismo como una fosa a sus pies, pues lo había rechazado su amor. Cuando él regresó al país entonces Laila, la chica que pretendió en la licenciatura, ya estaba comprometida en esponsales.

En casa de Álvaro vivía una prima cercana a la edad de Gabriel. Surgió la peregrina idea de que ella sería perfecta para enamorar a Gabriel, con lo que él olvidara sus tristezas. Suponíamos que un joven con novia no incubaría salidas desesperadas. Ninguno de los tres amigos comprendíamos qué sucedía dentro de la cabeza de los suicidas y, en principio, nos amoldamos a esas opiniones de Renato. Hasta un año después cursaríamos una clase “optativa” con temas de psicología, así que cada quien compartió sus fantasías y convicciones, con la promesa de que a nadie le comentáramos, cual chivatos delatores.

La prima, de nombre Paloma, sí se interesó por salvar a Gabriel y ella se ingenió un pretexto para visitarlo. Ella inventó que estaba entrando en un negocio y la maestría de Gabriel fue en economía. Paloma usaba minifaldas de infarto, así que no sería viable que él se resistiera a ayudarla, fingiendo que arriesgaba su futuro en un negocio ruinoso.

Que la pariente se involucrara con Gabriel propició una racha de intensa complicidad. A diario nos reuníamos al terminar las clases y procurábamos hacer juntos las tareas. Nos sentimos una especie de súper-héroes de ocasión. Procuramos visitar la casa de Renato que era espaciosa y fisgábamos en dirección del cuarto aislado de Gabriel, para adivinar sobre las visitas de Paloma.

El acercamiento de Paloma con Gabriel funcionó por unas semanas. Después a ella no le agradó lo suficiente y comenzó a coquetear con otro que le gustaba más. Como nunca falta un chismoso ni la indiscreción, después de tres meses Gabriel se dio cuenta de que ella intimaba con un señor; así que primero enfureció, luego entristeció y se encerró en su cuarto.

El amigo Álvaro no jugaba fútbol, esa era la única diferencia importante entre nosotros. Él era más despierto en asuntos mundanos y presumía que ya había transitado por noviazgos apasionados. A mí me daba pavor embarazar a una chica así que huía de compromisos, en ese sentido salir con Martha no era un romance serio, sino un “mientras tanto”. Sin embargo, sentía envidia por las aventuras que contaba Álvaro, por ejemplo, al falsear una credencial para llevar a un motel a su novia. El galán era Renato, quien afirmaba rotundamente que su padre lo presionaba y que hasta terminar la carrera le permitiría tener novia.

Álvaro era más aventajado fuera de la escuela, no solamente con las mujeres. En las vacaciones siempre había tenido trabajos temporales, por lo que sabía arreglar automóviles o cómo pasar la frontera con la cajuela llena de fayuca. Por lo mismo, cuando el romance de Gabriel se terminó, Renato le urgía a Álvaro una nueva solución. No sé cómo logró una oferta para clases en el American, que era un colegio prestigiado. Gabriel tomó esa oportunidad, sin embargo, no disipó su amenaza.

Recuerdo que era un domingo, cuando regresaba de entrenar con el equipo de futbol, que Renato urgió que lo acompañara pues algo raro pasaba en su casa y sospechaba un desenlace con Gabriel. Lo que sucedió fue enredado y telenovelesco. El señor Tiburcio tenía un cuarto con ventana hacia la calle y permanecía atisbando a la espera de los hijos. Antes de llegar gritó con fuerza apresurando para que Renato subiera, como lo iba acompañando, me puso un palmo de narices y mandó a esperar a la sala. Lo primero que imaginé fue una regañina a Renato y no alcancé a entender las palabras que traspasaban la puerta. Unos minutos después llegó a la casa la hermana menor, Asunción, acompañada por un chofer amodorrado, que se retiró de inmediato. La hermana era un año menor a nosotros y saludó con prisa. Subió al cuarto y las voces del padre cambiaron de tono. Luego bajó la chica y pidió que la acompañara a buscar en el cuarto de Gabriel, hasta el final del patio y separado de la construcción principal. En ese cuarto había un buró pequeño junto a la cama, con un compartimento sin llave. Lo abrió y me preguntó si ese objeto era una pistola. Le dije que sí lo era; respondió que evitáramos tocar nada más. Regresamos a la sala, volvió a subir. Cesaron los gritos esporádicos y bajó Renato.

—Gabriel se fue y dejó una carta amenazando de suicidio, pero no se llevó la pistola. Es mejor que te vayas, la cosa está complicada. Mamá se separó de papá, luego te explico.

Al día siguiente supimos que había aparecido un hermanastro de la misma edad de Gabriel, lo cual enfureció a Cristina, la madre. Gabriel había dejado una carta dirigida al padre amenazando suicidarse, pero Renato creía que él se había ido para acompañar a Cristina. Esos días Renato dudaba si buscar a su madre o quedarse en la casa paterna. Pero Cristina no quería recibir a sus hijos, argumentando que se alojaba en un cuartucho provisional arriba del callejón del “Chat”.

Unas semanas después el padre recibió una fotografía a color con el cuerpo de Gabriel cubierto de sangre, donde se conjeturaba un accidente fatal. La imagen mostraba el cuerpo recostado lateralmente con las piernas y manos de tal manera que el cuerpo completo semejaba una letra G estilo gótico; las ropas pulcras y con una variedad de tonos cual arcoíris desde la sangre sobre la cabeza hasta unos calcetines que (detalle raro) parecían morados; el rostro con una sonrisa, incluso daba una sensación de un maquillaje discreto. La fotografía traía escrito a mano: “Su hijo murió”. Llamaron a la policía sin que sirvieran de nada, más que para generar un boletín de personas extraviadas, pues el investigador puso en duda la veracidad de la fotografía y dijo que no había pista verídica: “Despistados como un frutero manido”, sentenció enigmático.

Entonces Renato faltó al futbol y a muchas clases. Sus ojeras se tornaron oscuras y bajó de peso, siempre decía que había perdido el apetito. Cuando asistía a la escuela lo interceptábamos Álvaro y yo para tranquilizarlo, ayudarlo con las tareas y enterarnos de cualquier novedad. La incógnita creció y el cadáver del hermano nunca se encontró. A Renato le entró una obsesión por lograr que Cristina regresara a la casa, aunque ella rechazara que el hermanastro fuera parte de esa familia. Después de unos meses, Renato simpatizaba con su hermanastro que se llamaba Matías y, con énfasis retórico, sostenía que ese joven no era un mequetrefe.

Al comenzar las vacaciones Álvaro tuvo una idea loca que le gustó a Renato: fingir un secuestro. Renato se fascinó con la idea de que un autosecuestro obligaría a su madre a regresar; luego, en señal de que sus planes eran serios, consiguió dinero para pagar tres días en el “Hotel Lemuria”, un sitio inhospitalario. Tuve la impresión de que Renato desistiría y que, al reflexionar, Álvaro empujaría hacia la sensatez. Fingir un secuestro sobrepasaba las bromas juveniles y provocaría hasta deshonra a los ojos del estudiantado. Renato replicaba que él no pediría rescate alguno, que bastaba la angustia que sentiría Cristina, con lo cual “el ave volvería al nido”. Mostró una carta hecha con recortes de periódicos dirigida a la madre. Por la manera en que el mensaje estaba redactado se descubría que lo mandaba su hijo. Lo hice notar burlándome de Renato:

—Te descobijas con tus charadas y lo único que ganarás será una zurra inolvidable. 

No sé si siempre Álvaro chanceó para entretenerse con la resolución e ingenuidad de Renato. Al mirar esos recortes, también Álvaro lo rechazó con tono de burla.

—Ni un zopilote borracho te creería.

Renato estaba tan ilusionado con su tonto plan que echó a llorar. Ante esas lágrimas de desesperación, Álvaro ofreció convencer a Cristina para que volviera al hogar.

Ni tardo ni perezoso, esa misma noche, Álvaro visitó a la madre de Renato con un ramo de rosas rojas, lo cual era un detalle inoperante, pero él insistió que, en sí mismas, son un argumento. De momento la visita y súplica no tuvo el efecto deseado, pero la señora sí accedió a hablar más seguido con Renato y la hermana. Al cabo de unos meses, los papás de Renato se arreglaron y la señora regresó a la casa, condicionado a que el padre alejara al hijastro. Supimos que el padre consiguió para el hijastro un trabajo en la provincia.

El siguiente año Renato dejó de tener ojeras oscuras y recuperó su peso normal. Al finalizar la preparatoria esa familia emigró de la ciudad siguiendo al señor Tiburcio que cambió de empleo, mudándose a Nuevo León.

Cuando estaba cursando la licenciatura Renato le avisó a Álvaro y él a mí. Entonces la verdad salió a la luz: que Gabriel había emigrado a los Estados Unidos en secreto y de manera ilegal. Gabriel fingió su muerte para castigar a su progenitor, por el amorío infiel y reconocer a un hermanastro a quien odiaba intensamente.

Con su larga simulación Gabriel mortificó a la familia. Aunque la madre sí supo que Gabriel fingía su muerte, pero le había jurado no revelarlo y, en su descargo, ella misma quedó furiosa con el señor Tiburcio por lo que fue cómplice de la treta. Cuando la señora regresó con los demás hijos se portaba solícita y cariñosa, más que antes. Al pasar los meses tampoco recibió ninguna noticia y dudó si la versión de Gabriel con la fotografía no sería una tragedia camuflada, donde el hijo inventaba una versión para aligerar su sufrimiento inicial. En la sala de la casa, la señora puso una veladora ante la fotografía de graduación de Gabriel y si se llegaba a apagar reaccionaba con un comportamiento histérico. Siguió pasando el tiempo sin más noticias, Cristina temió que la muerte fingida resultara real, entonces guardar ese secreto fue atroz; así que sus lamentos melancólicos y las lágrimas ante la fotografía de Gabriel eran auténticos. En ese tenor Cristina sostuvo su silencio hasta que el susodicho dio señales de vida. El señor Tiburcio pretendió mostrarse fuerte ante la adversidad, marcando un ceño fruncido que ahondó sus arrugas. A la hermana se le diagnosticó una depresión y en los años sucesivos acudió con un siquiatra. 

Cuando Renato volvió a la ciudad, platicamos y confesó que estaba más que decepcionado hasta perturbado por su hermano y madre. Él había sufrido como una tragedia real esa falsa muerte de Gabriel. Su amargura, primero, la canalizó renunciando a la carrera de ingeniero que le ilusionaba y, después, embarcándose en la marina mercante para alejarse del país y sus recuerdos, rondando por mares y puertos sin un rumbo fijo. El mar le ayudaba a ahogar sus penas igual que el alcohol. Cuando comenzó la nueva vida de Renato, en ocasiones hacía una llamada de larga distancia para reportarse con su padre o saludar a un amigo. Después dejó de llamar, pasaron los años y nunca más supe de él. Cuando Álvaro ya era mayor me mostró la última carta que Renato le compartió, con una parte dirigida a Gabriel, la cual terminaba diciendo que “vengar la amargura de un suicidio fingido con un suicidio verdadero no tiene ningún sentido.” Y, en eso invocó la herejía de que Cristo, siendo Dios, para morir en la cruz debió cometer suicidio, pues ningún judas ni romano ni sanedrín eran capaces de doblegarlo.

 

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