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sábado, 22 de abril de 2023

ENSUEÑO DE UNA MAQUETA CIRCULANDO

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Avancé en grupo, pasando de una edificación quebrada hacia otra, cruzando corredores y patios con escombros. La fuente de la destrucción se había apaciguado y, con mayor motivo, urgía encontrar una salida definitiva para descubrir un destino.  

Supe que arriba de nosotros, avanzando en sentido contrario y con un movimiento onírico se deslizaba ese cielo perturbado. Nadie más notaba ese movimiento sutil y en contraflujo. Con tanta destrucción en las jornadas previas, con murallas cayéndose y rascacielos abatidos de pesadilla ¿quién se ocupaba del aspecto tranquilo del cielo?

Desde antes, los derrumbes se habían terminado y las paredes altas presentaban suficientes grietas para atravesar entre ellas. Así, que los humanos avanzamos sin pausa. Al olvidarse los derrumbes agobiantes, la urgencia fue alejarse. En una muralla derribada con vista hacia el Norte, el amigo Benito con su mochila scout se reunió con nosotros. ¿Al Norte? Las miradas señalaban hacia la misma dirección. Él tenía experiencia en orientación, sin embargo, las brújulas estaban enloquecidas y, de los celulares ni hablar, estaban sin señal. Sin GPS de referencia satelital, ni las tradicionales brújulas imantadas, ni el cielo habitual para las referencias astronómicas.

Ese día no había desesperación, sino un impulso firme por avanzar hasta salir por completo de la ciudad y encontrar el Templo en lo alto. Los indicios en la ruta indicaban que volvíamos al mismo lugar, como si la traza de la urbe se volviera una cinta Moebius por efecto de los derrumbes.

En la tercera vuelta circunvolución comprendí que nadie se cansaba, ninguno dormitaba y siempre avanzábamos en una vigilia permanente. Algunos proponían detener el paso, pero la mayoría se resistía.

Por frustración decidí andar lento. Insistían en que me apurara y resistía a la prisa. Caminé tan lento que el grupo parecía perdido. Cuando desaparecieron de mi vista, se abrió una grieta entre las nubes y más allá el cielo despuntaba con intenso multicolor. Un cielo de naranja y turquesa daba una vista hermosa.

Cuando me detuve por completo, sentí desesperación por avanzar otra vez. Me resistí, eran tres ocasiones recorriendo por los mismos sitios o, al menos las indicaciones, volvían a ser tan familiares como los recuerdos.

Escalé con extraña facilidad sobre unos escombros que subían una muralla y alcancé una almena. Seguí subiendo y ese extraño cielo me rodeaba. Desde arriba vi llegar al grupo que adelantaba de prisa. Eran los mismos amigos, al mismo paso. En el grupo del piso también estaba yo.

¿Cómo podía estar en dos partes? Algo seguía descompuesto en ese mundo.

Grité hacia abajo y nadie escuchaba. Comprendí que si no escuchaba nadie es porque no querían saber o, peor aún, no merecían saberlo; así, que me prometí mantener la más estricta discreción.

Conforme ellos avanzaban, el cielo se movió en sentido contrario, como una cinta para caminata artificial. El equilibrio del avance del grupo y el cielo eran asombrosamente equiparables.

El cielo regresaba al mismo punto, coincidiendo con el grupo de amigos que daba la quinta vuelta por la ciudad. La vuelta no era un círculo estricto, sino especie de circunvalación, que daba una sutil diferencia en cada viaje; como si unos engranajes empujaran en una dirección ligeramente modificada.

El cielo raso era hermoso, como aire condensado, donde predominaba una mezcla de tonos azules y anaranjados. Con todo y la belleza de ese ambiente, mejor que el panorama de la ciudad herrumbrosa, pero sentí la urgencia de no alejarme del grupo. En un santiamén bajé, pensando en qué significa “e pluribus unum”. “De los muchos, uno”: da sensación de unidad, la importancia del grupo. Era un pensamiento intrigante, aunque distractor, pues entre estar arriba y abajo no recordaba las transiciones del descenso. Bajé y por ningún lado apareció lo que pareció ser mi cuerpo visto desde arriba. Como si acabara de despertar quedé más preocupado por no recordar exactamente cómo bajé, que por comprobar quién era la persona que desde arriba resultaba tan idéntica a mí.

Benito usaba una ropa tan parecida a la mía que me despreocupé. Luego le expliqué a Estefanía que era inútil seguir avanzando en línea recta. La convencí de subir en el mismo montículo y mirar de cerca ese “cielo raso”. ¿Cómo escapar? Ella admiró ese cielo azul-naranja y, en un instante sintió la misma premura por regresar con el grupo.

Abajo apresuramos el paso y seguimos a la cola del contingente.

Al último, un señor regordete y simpático que daba clases en una secundaria, le sugerí cambiar de ruta, tomar en otra dirección. Respondió con languidez:

—Es mejor repetir la misma ruta hacia delante. Al menos, hasta el anochecer.

Cambié de interlocutor, una señora que me resultaba conocida. Delgada y enérgica, con un tono cardiovascular que traslucía por sus venas enérgicas; incluso, parecía que cada paso sería el inicio de una maratón. Explicó que se contenía para no correr, que la ruta le parecía estimulante. Le sugerí que desviara su ruta, ella respondió que ni los marineros:

—No es aceptable moverse a babor o estribor.

Lo dijo riéndose y confesó que una vez quiso dedicarse a trabajar en un crucero, pero dormía demasiado cuando estaba sobre el mar, le asaltaba una especie de narcolepsia. Se detuvo en seco y empezó a argumentar con gestos de fastidio. Señaló que la única dirección real es hacia adelante, que moverse hacia la derecha o la izquierda es un giro, pero al girarse para avanzar de nuevo se está en posición frontal.

—Sin una buena brújula de referencias, terminaremos confundidos, dando zigzagueos. Pero terminamos encaminados hacia el frente, que es la única ruta. Por cierto, me gusta que me llamen por mi nombre completo, Samantha.

Había olvidado su nombre, de hecho, el de los demás también. Con excepción de Estefanía, Benito y el mío no recordaba lo demás, pero no me angustiaba. Era imposible definir si se trataba de cansancio o una suerte de desesperación lo que dejaba de lado los nombres.

Decir que la ruta es recta es una simplificación. A los lados se observan los vestigios de la destrucción, con edificios derruidos y vacíos, paredes agrietadas, La línea no es perfecta, para ser más precisos hay curvaturas suaves que se van compensando, como sucede con las “ondas sobre las aguas tranquilas”.

Resultaría viable descansar, sin embargo, no hay ningún sitio acogedor. Los apartamentos vacíos que están a los costados lucen tétricos y quizá haya muertos o heridos. En el grupo hay un médico, algo obeso, con sonrisa bonachona, que explicó que sería inútil intentar rescatar heridos en esa circunstancia.

—Lo urgente es que los sobrevivientes alcancemos la nueva ciudad. Las últimas noticias son sobre esa ciudad brillante, un talismán potente sobre la sólida montaña. Terminando la ciudad está la parte más sólida del planeta entero. Ahí está el único refugio. Los heridos de las ruinas están condenados, no tienen cura.

La mujer que se llama Samantha le objetó que si hubiera un niño vivo no sería humano el abandonarlo. El médico concedió:

—Claro, si fuera un niño sano se puede unir al grupo. Lo que debe quedar claro es que no somos un grupo de rescatistas, sino los sobrevivientes de la ciudad.

Estefanía preguntó por los perros extraviados. El médico volvió a la elocuencia que disipa argumentos de pesadilla:

—Los lomitos peludos que hayan sobrevivido no tardarían en alcanzarnos. Llámenlos y ellos vendrán, los “lomitos” son más inteligentes que nosotros y vendrán en cualquier momento.

Más allá de las edificaciones dañadas y las bardas laterales había un silencio difuso. Ni siquiera se escuchaban los pájaros, aunque sí creyeron escuchar grillos al cruzar un jardín.

Mientras caminábamos, a cada rato surgían nuevas pláticas, casi siempre esperanzadoras:

—A la distancia se divisa un grupo que también está escapando.

Uno que decía ser ingeniero llevaba un pequeño binocular que compartía de mano en mano. Cada que alguien los miraba decía:

—Sí, son personas, que parecen tener prisa.

—Por más que les gritamos que esperen, no se detienen.

El ánimo era tan optimista que nadie pensó en contarnos, por más que, a veces, el número de los integrados parecía aumentar o disminuir. El estimado eran más de treinta. Cada vez que alguno propuso contarnos Benito y el médico se opusieron con rudeza:

—Es una tontería, como dejarse llevar por el miedo. Aquí no hay fieras ni selvas. Nos vemos perfectamente, así que es absurdo contarnos y hacer listas.

Su autoridad correspondía con el ánimo vigilante para seguir avante y la tranquilidad de que no se aproximaba a noche, que las partes derrumbadas no se interpondrían en este camino.

Las pláticas más animadas surgían cuando alguien afirmaba que estábamos pasando por un sitio repetido:

—Esa pared marrón de canteras ya la habíamos atravesado —afirmaba uno—, sin dudarlo la reconozco.

—Las canteras marrones son las típicas desde la fundación de la ciudad —objetaba otro, mientras agitaba las manos en énfasis polémico.

Los más curiosos se detenían, tocaban las canteras, levantaban algún pedrusco colorido y con rapidez terminaban por desinteresarse.

En el grupo había dos hermanos adolescentes. La chica era rubia de trenzas, el varón era de pelo negro y crespo, con la tez apiñonada. Eran los más juguetones, como si dos simpáticos monitos saltaran entre las ramas, buscaban montículos para escalarlos, desde ahí gritar como si ganaran un Everest y regresar hacia el grupo. A veces se arrojaban pequeñas piedras o rompían ramas para jugar a las espadas. Afirmaban que su tío estaba en el grupo y que sus padres los esperaban ya en la ciudad sobre la montaña. Las conjeturas sobre la distancia para alcanzar esa ciudad anhelada se animaban continuamente.

—Debemos guardar fuerzas, porque el camino cerca de la montaña sí es difícil, mientras sigamos en el área metropolitana será miel sobre hojuelas, luego viene lo difícil.

La sensación de que andábamos perdidos en un enorme semicírculo se disipó cuando encontramos unas grietas abismales obstaculizándonos el avanzar. La oscuridad de las grietas no permitía calcular su profundidad, pero no eran muy anchas. A lo mucho un par de metros. Demasiado para que lo saltaran las personas mayores. En los alrededores había tablones gruesos y firmes que se podían colocar a modo de pequeños puentes. No eran más que tres grietas oscuras y los tablones estaban disponibles a la vera del camino. Lo intrigante era que el grupo que estaba adelante en lugar de dejar los tablones, los hayan retirado, con una especie de envidia. Eso mereció una condena unánime. La voz cantante fue de la mujer más grande entre todos:

—¡Egoístas! Esos han de ser unos hijos de puerca. Que bien saben que estamos tras de ellos. ¿Qué ganan haciéndonos la vida difícil? ¡Tirar los tablones después de pasar!

El comentario siguió siendo desagradable, mientras en un esfuerzo colectivo poníamos los mejores tablones en posición. Juntando dos tablones bastaba para dar una sensación de seguridad. Los adolescentes no contribuyeron, se entretuvieron lanzando guijarros hacia la oscuridad abismal con contando los segundos que tardaba en devolverse un ruido. La niña gritó con alegría, como si hubiera recibido un regalo:

—¡Este es el más profundo!

El hermano en un arranque de soberbia juvenil tomó impulso y de un gran salto alcanzó el otro lado. Precisamente sobre la grieta más profunda. De nuevo la más vieja vociferó:

—¡No te atrevas a hacerlo! Es muy peligroso, si te caes nadie te podría sacar.

—No hay cuerdas, no hay escaleras, te perderías en el abismo.

La cara del chico fue de decepción, como que esperaba haberse ganado el aplauso. Y murmuró que no lo volvería a hacer.

Al pasar las grietas comenzaba a disiparse la ciudad. Todavía a los lados había edificaciones derruidas, pero cada vez más pequeñas y humildes. Más lejos parecían solares baldíos, con pequeñas rejas flanqueando el camino. De nuevo, el camino casi era recto, con pequeñas oscilaciones, suaves como oleadas acariciantes.

Adelante, con el catalejo, se percibía que el otro grupo estaba detenido y parecía avivar una fogata. No llegaba la noche, como en las fronteras boreales, pero el frío estaba descendiendo. La mejor opción fue hacer una fogata propia y para eso servían los tablones. Breve destino de tabla: hace unos momentos puente y al siguiente alimento del fuego.

Alrededor de la fogata nos sentamos todos en una herradura grande, mirando hacia el otro campamento. Después de la ofensa de los tablones ninguno quería darles alcance, ahora que estaban detenidos.

El médico comenzó a contar su vida.  No supimos quién sacó de una gran bolsa unos bocados blancos y gelatinosos, como si fuera el maná enviado por Jehová. Parecía que nadie tenía hambre, pero hubiera sido una grosería rechazar el único bocado después de tan largas jornadas. Masticamos muy despacio para no demostrar que había una falta de sabor evidente en los bocadillos. El médico aprovechó para intensificar su monólogo, remontándose a sus días de infancia, cuando surgió su vocación, aunque bajó el tono tanto que fue un zumbido suave, como el de las abejas. Algunos se sentaron y otros recostaron en el prado para admirar más la hoguera que el “zum zum” del soliloquio.

El grupo descansaba menos los adolescentes, que encontraron un montículo para brincar y arbustos que servían de acolchonado. El chico se lanzaba de un brinco al arbusto como si fuera una piscina. Aterrizaba en la enramada, sonaba el crujir de ramas y resonaba su risa.

Mientras crepitaba la fogata me recosté y hurgué en el cielo anochecido, que tenía nuevas mezclas de azul y anaranjado. Los colores celestes habían corrido hacia un tono marítimo, mientras el naranja languidecía hacia un rojo mortecino, como de unas brazas remanentes, agonizando después de la hoguera. Recostado miré ese cielo, intentando comprobar que estaba detenido y respetaba la inmovilidad de quienes descansábamos en la tierra. No había estrellas, sino nubes como grumos de pintura.

Llamé a la chica para comprobar una ocurrencia. Ella se había aburrido de ver a su hermano que seguía lanzándose contra los arbustos que le servían de colchones. Le expliqué que la premiaría si lanzaba una piedra que chocara contra el cielo. Ella de dos brincos fue a compartir el reto con su hermano. Regresaron y mostraron que habían conseguido un puñado de piedras que acumularon en los bolsillos.

—Lancen desde más atrás, que no nos vayan a caer pedruscos encima.

Se desplazaron, estiraron los brazos como haciendo cálculos. Primeo ella se decidió a lanzar. Cuando el proyectil alcanzó su punto más alto hubo un ruido como un roce.

—Eso no cuenta, ha sido nada más un "rozón" —objetó el hermano.

Ella torció la boca en señal retadora. Él lanzó de una manera descompuesta, la piedra resbaló de su mano.

—Ha sido el sudor, que me resbala —se disculpó el hermano y comenzó a frotar su palma en el suelo.

Ella soltó una leve risa y metió mano al bolsillo entre la falda. Seleccionó su guijarro, tomó impulso y lo lanzó con más fuerza. Me levanté para observar mejor. La trayectoria fue indudable, el pedrusco se estrelló en lo más alto. Lanzó un sonido y regresó a suelo. Ella se alegró con un sonido: “Yujuyú.”

Los del grupo que no dormitaban voltearon la cara para preguntar qué sucedía. Les respondí con frase críptica:

—La alegría galvanizada en un experimento… os hará libres.

El enorme demiurgo que nos soñaba a todos se inquietó. Casi despierta, aunque justo antes de desperezarse levantó la tapa de la gigantesca maqueta planetaria y, por el lado del oriente, la abrió. Con los ojos cerrados miró a este mundo permanecer tranquilo. Al levantar la tapa dejó una luz brillante solar, que marcaba rumbo hacia el Templo que los diminutos seguíamos buscando.

La niña dijo:

—Había ensoñado que amanece, pero nunca había visto uno. Sí, es más hermoso soñar despierta que amanece para que lo soñado adquiera pasaporte de la realidad.