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sábado, 31 de diciembre de 2022

EN LOS 365 DE 365 DÍAS LA BELLEZA EN LA CONSTRUCCIÓN

 



La Belleza existe en el ADN de la construcción y, sin lugar a dudas, desde el antiguo gremio constructor y en la masonería como organización entroncada con esa antigua asociación de los edificadores de catedrales. De hecho, la aspiración vital de las antiguas civilizaciones se ligó a sus propios conceptos de belleza y ninguna cultura notable se elevó sin manifestar su gusto estético.  

De los reinos greco-latinos heredamos una concepción clásica de la Belleza, la cual incluye nociones de proporción, perfección y el modelo del cuerpo humano. Si bien la modernidad romántica y la posmodernidad han revolucionado sus valores estéticos, no por ello, ha menguado su importancia.

La sencillez de las columnas resultaba en un criterio de Belleza grecolatina, ejemplificada en el Partenón. Esa sencillez ahora se contrasta con la complicación un estilo llamado “salomónico”, retomado en el periodo barroco, tal como apreciamos en el Badaquino de la Basílica de San Pedro, elaborado por el genial Bernini.

Por tradición, la Belleza quedó asociada con el aspecto femenino, sin que esto implique un vínculo exclusivo. Para el clasicismo, la cualidad de Venus irradiaba hacia cualquier naturaleza, bañándola de una especie de fulgor irresistible.

Los constructores clásicos y casi todos los modernos han intentado que la belleza infunda una vitalidad indiscutible a las obras arquitectónicas. Las fórmulas constructivas son distintas, pero la belleza garantiza su atractivo.

Si bien, la Belleza en sí es un valor, hay quienes consideran indispensable que se alíe con la utilidad. Cuando la construcción posee todos los valores técnicos de solidez, comodidad, eficacia, practicidad y está coronada por una Belleza llamativa, entonces vale estimarla perfecta.

La permanencia de las construcciones coronadas por belleza garantiza que ésta se ostente en los 365 de 365 días de cada año. Este criterio no se limita a la edificación material, pues cuando hay construcción intelectual, social o espiritual también el elemento de Belleza resulta un aspecto clave para garantizar su resultado.

jueves, 29 de diciembre de 2022

VIUDAS DEL CONSTITUCIONALISMO EN LA CORRIDA



 

Por Carlos Valdés Martín

Hay historias que son tan coincidentes y simbólicas que sorprende no haya sido diseñadas por un guionista juguetón que traza el libreto del Destino. ¿El Acaso es ingenioso o el Destino se esmera en argumentar con filigranas? Hay coincidencia entre el viaje del teniente (luego será general) Francisco Mújica (revolucionario michoacano) para firmar el Plan de Guadalupe (1913), aunada a su oratoria radical durante el Congreso constituyente de 1917. Hay una tragedia posterior que desemboca en la rebelión militar contra el amado jefe del Constitucionalismo, Venustiano Carranza (1920). Estos datos sueltos muestran una conflagración de desgracias que son conjugadas con acontecimientos felices: amarguras y dulces en la bebida. Debajo de tales hechos documentados en los libros de historia acontecen los eventos de quienes se mantuvieron fuera de los reflectores y después de probar las agitaciones revolucionarias regresaron a sus familias.

Mi abuelo Agripino era en el año 1910 un joven próspero nativo de Saltillo, Coahuila, arraigado con su familia en Guadalajara, Jalisco, que escapó una noche para que no lo capturaran los soldados porfiristas. Sin previsiones ni avisos ese abuelo dejó el hogar a dos hijos en manos de una madre católica y depresiva, mientras se remontaba hacia el Norte donde tenía esperanza de escapar de la prisión forzada. Regresó a su hogar hasta que triunfó el bando rebelde y juró que su enrolamiento con el carrancismo fue ocasional. Por el contexto del regreso a la familia, es lógico que Agripino disimuló lo relevante, pero encontré un testimonio interesante.

Los seres normales somos hijos del azar, pero pocos lo asumen; los personajes fuera de lo común relatan provenir de una virgen al modo de Cristo, pero este relato es sobre personas ordinarias transformadas por ocasiones extraordinarias. Entre las tribus desérticas de Oriente se respetaba con especial devoción a las viudas y sus hijos eran merecedores de las mismas deferencias que ellas. Aquí relato una circunstancia anormal,

Cuando la fibra del poder ha desaparecido de súbito y comienza un cataclismo insensible por las calles y campos de un gran país, hay circunstancias anormales. Sucedió al terminar 1910 en todo México, pero los libros de historia no cuentan lo que acontecía en las ciudades cuando un simple ciudadano se convertía en perseguido por simpatizar con un Club Antirreleccionista y eso le sucedió al abuelo. La campaña en favor de Francisco I. Madero había despertado una gran simpatía en Guadalajara como en otras partes del país; en especial, los profesionistas jóvenes que comenzaban a abrirse paso en la vida, sentían que el anciano Porfirio Díaz no representaba al país que soñaban. A partir de una declaración, de un día para otro, los antirreleccionistas legales más notorios se convirtieron en ilegales y fueron perseguidos. Precisemos que por “notorios” no significaba integrar el Comité Directivo, cualquier detalle o situación anecdótica colocaba al partidario antireeleccionista como un objetivo de persecución.

En esta anécdota el joven clasemediero era fuereño, del norte del país y con un nivel de estudios contables. Su matrimonio y los primeros hijos no “le asentaron la cabeza” como para abstenerse de curiosear en las elecciones de 1910. En esos años se suponía que el país era ya una democracia regida por los principios liberales; sin embargo, el legado del presidente Benito Juárez y la Constitución de 1857 poco a poco se habían degradado en letra muerta. Durante la vejez del presidente Porfirio Díaz, él quedó convertido en sempiterno gobernante, engolosinado en relegirse por siempre. Los gestos inocentes de acudir a un mitin y firmar una proclama bastaron para que Agripino fuera señalado en las listas de enemigos del régimen.

La mayoría de los miembros de los clubes antirreeleccionistas no comprendieron lo delicado de los días que se avecinaban cuando fue detenido su candidato Francisco I. Madero. El joven Agripino tampoco lo entendió y no anticipó ningún plan de escapatoria.

Las noches de otoño son templadas en Guadalajara, el clima es perfecto para pasear y visitar amistades. Los paseos en los jardines y alrededor del kiosco eran lo acostumbrado, en días de fiesta acudía una orquesta para amenizar el atardecer con las melodías más gustadas.  

La noche otoñal era agradable, cuando un cuñado, Bonifacio, lo alcanzó apresurado y estrechó su mano sudorosa, Agripino percibió que algo alarmante estaba sucediendo. Se lo dijo al oído, pero en voz fuerte y temblorosa, por eso desagradable:  

—Están deteniendo a los del Club, porque ya empezó la “bola”.

La Revolución fue tan sorprendente que acuñaron un nombre jocoso para designarla, se inventó la “bola”. El joven Agripino hizo la señal de silencio y el cuñado comprendió su indiscreción, se disculpó también al oído. El peligro, en esos años, era un asunto exclusivo de varones así que alejó a su esposa con los niños dándole unas monedas para golosinas. Lo pequeños apenas caminaban, pero sí entendían la palabra “dulce”. La mirada mortificada de la esposa Acela (en honor a una virgen francesa) lo dejó entristecido.

En una esquina solitaria, el cuñado dio informes pormenorizados de lo que acontecía en la comandancia municipal donde ya había una decena de detenidos. De súbito Agripino descubrió que no había pensado en las consecuencias de sus protestas. Sintió que la tierra se volvía blanda bajo sus pies y la calle oscilaba; se detuvo de una pared para no caer. El cuñado no notó ese momento que debilidad que pasó como un suspiro y habló de que debía escapar a la brevedad, incluso que no regresara a su casa:

—En lo posible me hago cargo de mi hermanita y sus hijos. De la comida yo me encargo, luego usted me empareja, ya cuando el peligro haya pasado, ya pagará cuando Dios lo diga.

Los informes del cuñado eran exactos pues él era proveedor del municipio y conocía a los jefes de seguridad locales.

Acordaron que Agripino se escondería en el establo de Romero, un lechero amigo suyo, mientras el cuñado acompañaba a Acela a la casa y sacaba un dinero escondido en un frasco de vidrio. No eran muchas monedas, pero sí unas de oro, que representaban los ahorros del último año de trabajo esforzado.

El establo era maloliente como cualquiera, tapizado en los pisos de paja para facilitar la limpieza. El amigo Romero le ofreció su auxilio:

—Es que se están cargando a los del Club Antirreeleccionista.

—¿No les aplicarán la famosa “ley fuga”?

El temor se difundió por la costumbre cruel de simular que los detenidos se escapaban para ultimarlos sin más trámite.  

La prisa del cuñado fue afortunada, pues solamente habían pasado unos minutos cuando un soldado tocó a la puerta y ella inventó que su marido había salido por negocios desde la mañana rumbo a Colima (dirección antagónica a la real) y hasta facilitó una dirección precisa de un vendedor de dulces de coco (sin ninguna relación con la oposición política).

Por su parte, Acela no hizo comentarios ante las revelaciones de su hermano Bonifacio. Un miedo desconocido la inundó, temió que al final las cosas empeorarían, Lo único para Acela era proteger a los hijos y fingir que nada malo sucedía. Creyó que era un castigo y prueba de Dios, por lo que actuó cual un feligrés rigorista, más por ansiedad que por devoción, incrementando los rezos y la recitación del rosario antes de dormir. El insomnio la invadía y sentía mareos, por lo que evitaba salir a la calle. En apariencia exterior ella se sobrepuso, lloró en privado para que no la miraran sus niños; se lamentó únicamente con el confesor. Utilizó un velo oscuro para salir a la calle, pretextando la molestia por el sol, conforme anticipaba una condición de la viudez.

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Aunque Agripino no dejó notas de escape, el único destino para su viaje improvisado era su natal Coahuila. Esa provincia estaba lista para ser un bastión revolucionario, sin embargo, cuando desde la distancia se dice “revolución” la gente se imagina que el país entero está en llamas y sucedía de manera diferente. Las comarcas y regiones rurales reciben con indiferencia los sucesos que les parecen exteriores, las ciudades son indolentes hasta que algo las arrastra. Al principio pareció que la proclama del 20 de noviembre no había tenido ecos en ninguna región; así, los primeros brotes fueron rápidamente reprimidos, como en el ataque a la familia Serdán en la lejana Puebla. 

Cuando él llegó a las afueras de Saltillo, el pueblo estaba inquieto, pero sin ánimos de una rebelión. Sus padres idearon un truco para ocultarlo:

—Diremos que eres el sobrino Rafael, de por sí que estás cambiado, casi no te pareces al jovencito Agripino que salió de aquí.

—Además aquí todos se apellidan Valdés, así que te disimularás en el ambiente.

Los planes simples funcionan mejor que los complicados, sobre todo, en una ciudad que no se guiaba por papeles ni identificaciones, donde la comunicación era de oídas.

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Tras dos meses sin noticias Acela ya se asumía viuda. En eso apareció en Guadalajara el hermano Oscar con noticias de Agripino. Como la rebelión parecía no avanzar el ambiente se distendía, creyeron que el asunto se solucionaría con permanecer oculto unos meses más. La calma resultó ilusoria, las nubes de tormenta social se fueron condensando hasta que las regiones empezaron a arder. En especial la extensa región de Chihuahua se volvió incontrolable para el gobierno.

A Acela no le gustaba el sonido de los silbatos en las estaciones de tren, le enchinaban la piel. Por excepción acompañó a Oscar para retener una ilusión que lo acercara al esposo distante.

—Te juro que siempre piensa en ti, que no tiene ojos para ninguna y en cuanto sea seguro él regresará. Ya sabes que aquí está vedado para él.

—Sí, mi hermano Bonifacio está al pendiente.

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Unos meses después la toma de Ciudad Juárez derrumbó el ánimo del viejo Porfirio Díaz, quien prefirió negociar para detener la tormenta revolucionaria que se desataba. El dictador prefirió el destierro a cargar con la responsabilidad de una guerra civil y hundir lo que él creía su prestigio incólume.

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El ánimo de Acela había enfermado en una modalidad de depresión; pero ese mal no ofrecía evidencias para la medicina mexicana de 1911. Ella nada más se había vuelto más devota, más miedosa, un poco más callada y miraba los atardeceres como ausente… se le llamaba melancolía. Cuando regresó Agripino ella se disculpaba continuamente:

—No es por ti, ya se me pasará, nada más estoy algo desanimada.

Conforme fue pasando el tiempo se volvió friolenta en primavera, así, agregaba chalinas y camisas con cuello alto. En actividades simples las fuerzas le fallaban y se le caían los trastes al lavarlos; se quejaba de dolores de espalda.

—No te preocupes por mí, trajina para nuestros hijos que están hermosos.

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Con una mujer de espíritu melancólico hubiera sido un desatino comentar que bajo nombre falso de Rafael Valdés adquirió instrucción militar en las afueras de Saltillo. Lo había hecho bajo los auspicios del gobierno local, de origen porfirista, pero pertinazmente proclive al maderismo insurrecto. El triunfo de Madero llegó tan rápido y la oportunidad de regresar con ello, así que las instrucciones militares quedaron inconclusas. La singular dificultad de un camino está en su iniciación.

¿Agripino poseyó el temperamento bélico? En definitiva, no lo fue por vocación. Las circunstancias marcan a las personas y la persecución que había sufrido más la noticia ominosa de que miembros de su Club habían sido asesinados en Guadalajara, se combinaron para que la armas fueran una tentación. Una vez enrolado, en sus primeras prácticas se lastimó la mano izquierda al abrir la cámara de cartuchos de un rifle. Sin tardar en curarse la herida, ésta sí le demostró que sus habilidades como soldado no eran las mejores, por lo que evitó convertirse en un militar profesional.

Con Madero en la presidencia, sus partidarios se sintieron ganadores y entusiastas con las expectativas. Volvió la actividad civil y económica a desarrollarse con normalidad durante un par de años.

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Acela notó que en su vientre crecía otro hijo, cuando por segunda ocasión el periodo de tranquilidad del país terminó con el golpe de Estado de Victoriano Huerta.

La primera huida de Agripino provocó la segunda, pues sacó las consecuencias de la alianza del militar golpista con los prominentes nostálgicos de Porfirio Díaz, adivinando un nuevo periodo de persecuciones. Tuvo razón de sobra para actuar rápido. Además, que esa segunda vez sí tenía su plan previsto con su cuñado: dinero escondido en un cinturón (llamados víboras), un baúl de viaje preparado y una identificación falsa a nombre del primo Rafael.

Ese día no lo acompañó Acela al andén de trenes de Guadalajara, cuando el sitio semejaba una fotografía de inmovilidad a pesar de la agitación. El atardecer de súbito abandonó su color anaranjado para cuajar en un cristal helado y eso que la ciudad merecía el mote de “eterna primavera”. Eran los hielos que coagulaban de su cerebro, de las noches invernales de infancia alrededor de la Sierra de Arteaga cuando su padre relataba los asaltos de los “apaches” contra las caravanas de ganaderos. Su padre, don Zeferino, creció en Texas cuando eran tierras mexicanas, luego el desplazamiento de la frontera lo enconó con esas praderas desérticas. Su último hogar lo tomó para avecindarse en la Sierra junto a Saltillo. En algún año compró vacas del otro lado, cuando había peligrosos ataques de apaches; entonces sí era excelente negocio. Con los años desaparecieron los nómadas, el peligro y el negocio… todo se desgranó como arenas de reloj. En las noches, ya cansado Zeferino se divertía espantando a sus hijos con relatos de las terribles andanzas de los salvajes a los que atribuía carnicerías y maldades contrarias a su Señor Jesucristo, o más bien, a la bondad de su madre Crucita que era adorada alrededor de la comarca por su generosidad proverbial. Esas noches de cuentos sangrientos se atrincheraron en los recuerdos de Agripino, ambientados con el frío se colaba entre una rendija de la cabaña y no lo dejaba dormir. Los ruidos de animales nocturnos semejaban enemigos feroces que asechaban hasta que salía el sol…

Atrás del andén de ferrocarriles con su gentío que va y viene, con los pasos perdidos de quienes no tienen ruta ni hora de llegada, las locomotoras marcaban un ritmo a la nueva vida: entre puntual y apresurado. Para él si había un destino lejano a su hogar y querencia.

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En su terruño natal volvió la duda. Antes de que Agripino optara, la decisión lo tomó de la mano. ¿Esconderse en la seguridad o enrolarse en la “fiesta de las balas”? Unas semanas después del asesinato de Madero y el golpe de Estado, el gobernador de Coahuila se alistaba para la sublevación. En la primavera ya estaba proclamado un llamado Plan de Guadalupe donde Venustiano Carranza invitaba a la insurrección.

En esos días conoció a un joven militar con dotes de orador, entonces con fogosos veintitantos años, quien lo convenció:

—Si eres torpe para las armas, pues hace falta alguien listo para los números y si sabes inglés, pues hasta el jefe te mandará a comprar y negociar por vituallas y armas del otro lado. La paga ya se verá.

Las dotes de Agripino como contador y comerciante eran superiores a las de militar, aunque hay periodos revueltos que no separan entre una y otra profesión.

—Habrá paga si ganamos, si no, pues, encomendarnos al Gran Arquitecto.

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Debido a que el mártir Madero también era oriundo de Coahuila, el fervor para sumarse a la causa cundió como chispa en pradera seca. El problema inicial era el reclutamiento masivo de inexpertos, en cambio las famosas huestes del Estado vecino, Chihuahua ya eran experimentadas en combates. Había una base de soldados profesionales locales y se agregaron mandos con experiencia de otras regiones. A las nuevas tropas se les designó como Ejército Constitucionalista.

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Este protagonista tuvo su bautizo de fuego en un paraje desértico, cuando la tropa descendió del tren y se pertrechó en una ladera. En la contraparte disparaban unos cien de los llamados huertistas, soldados pertrechados, aunque sin moral de combate.

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Sigue un relato en primera persona extraído una carta manuscrita, mostrando lo que sucedió esa jornada:

Voceó un herido:

—No nos moverán. 

Antes nos habían movido, con espacio espectral, entre una polvareda; la locomotora comenzó a chillar por la aplicación de frenos, con un sonido agrio y metálico que taladraba los oídos. Escuchaba unos disparos en la lejanía, algo relacionado con un enemigo indefinido. De pronto, una bala atravesó la pared de metal y desapareció junto con el silencio. Más silencio selló la detención de la máquina. Un instante después gritaban que nos atacaban.

—¿Por dónde?— Contestaba.

Algunos señalaban en direcciones confusas, cuando bajamos dos decenas de pasajeros. Viajábamos juntos en el vagón de carga que estaba acondicionado con bancas de madera para los desplazamientos.

Agarramos con fuerza los fusiles y pistolas (por temor y ansiedad, hasta dolían las manos), mirando hacia la distancia y buscando hacia dónde disparar.

—¡Agáchense y cúbranse!

Distinguimos al otro lado del tren el punto del conflicto, desde donde provenían disparos. Nos separaba el mismo tren, así que nos movimos por los costados, hasta obtener puntos de disparo. Para ese momento se habían bajado muchos de los nuestros y preguntaban entre ellos, seguramente lo mismo que nuestro contingente. Señalé con la mano hacia dónde avanzar con cautela.

Uno de los nuestros que salió de entre los vagones hacia la prominencia donde venían los disparos cayó fulminado. Fue un movimiento uniforme como un árbol talado y dejó de moverse… para siempre. Un charco de sangre se formó a su costado. Cuando recuperamos su cadáver tenía los ojos abiertos, mirando a la lejanía.

—Con cuidado, todavía ¡no avancen!

Era la voz del capitán con experiencia en enfrentamientos. Distribuía a los soldados, usando al tren como un parapeto. Algunos vagones ofrecían ventanas y colocó ahí más fuerzas. Comenzó un tiroteo nutrido que era como una melodía melancólica y fija.

La mayoría nos cubríamos tras los vagones y no alcanzábamos a mirar lo peor del tiroteo.

Uno que otro disparo alcanzaba a herir a nuestros tiradores entre los vagones. Volvió el capitán de apellido Méndez:

—Hay que rodearlos desde los dos extremos, pero es peligroso, necesito voluntarios.

Sin pensarlo levanté la mano. Nuestro grupo tomó por la derecha y lentamente nos asomamos por el cabo del tren. Al ver en dirección de la loma comprendí que el ataque era suicida, pues no había dónde protegerse mientras se avanzara hacia donde tronaban los disparos enemigos. Más a la derecha había otra loma y quizá desde ahí lograríamos una posición ventajosa en contra de la tropa enemiga.

Intercambiamos opiniones y en vez de avanzar mandamos un emisario con el capitán para proponerle la alternativa. Regresó corriendo:

—Que está bien, que suban por la otra loma, pero rápido.

Platicamos entre nosotros y convenimos que ir corriendo en grupo daba oportunidad de alcanzar la loma, con la esperanza de que el enemigo no se diera cuenta rápido, como estaba enfrascado intercambiando tiros con nuestra gente en el tren. Fue mi turno de ir a preguntar al capitán, pero cuando regresé con la respuesta ya habían salido los reclutas. Cuando miré bien, la ruta hacia la loma buscada fue cruzada por tres cuerpos… Supuse que los tres estaban muertos. Los diez que alcanzaron la loma se parapetaron con astucia para cazar al enemigo.

Mis compañeros se agachaban como reptiles, pegados al piso para buscar posiciones de disparo. El tiempo se movía lento, mientras ellos se acomodaban; cuando comprendí que eso sellaba mi primer combate y que algunos no terminarían la jornada.

¿Cómo tomaría mi mujer la noticia si quedara viuda? Esta guerra me disgustó al adelantar consecuencias. Pedí a Dios que no me llevara tan pronto, que soy padre.

Retrocedí y me deslicé adentro del vagón. Ahí estaban acurrucados cinco compañeros, con gesto de que no intervendrían en la refriega. Arrastrando por el piso del vagón los alcancé con ademanes suaves y susurrando para que comprendieran que el miedo es normal en los primerizos. Uno me susurró:

—Apenas soñé con una calavera y no vaya ser que hoy venga por mí.

Escuché los disparos desde la posición ventajosa alcanzada por los nuestros. Dos acordamos asomarnos con cautela para descubrir la situación de la batalla. El vagón tenía ventana, así que con cautela comprobé que la loma sí había servido para diezmar al enemigo. Los contrarios parecían estar retirándose. Me animé y solté unos disparos contra figuras que se alejaban, aunque el blanco resultaba lejano tuve la impresión de haber derribado a alguno. Volteé con los del vagón y les expliqué risueño. Sin mediar más palabras otros se asomaron por la misma ventana y comenzaron a disparar. Uno confirmó:

—Sí, ellos están huyendo.

Volví a correr hacia atrás del tren para pedir instrucciones al capitán. Ordenó reforzar la loma pues no era seguro que el enemigo se hubiera retirado.

Regresé al vagón y expliqué las órdenes. Esta vez ya se sentían valientes y como que estábamos derrotando al enemigo, así que no dudaron. Todavía sonaban disparos desde la posición enemiga, pero ya eran pocos. Los nuestros tiraban más y algunos gritaban que íbamos ganando. El acuerdo fue correr desde el tren hacia la loma para reforzar a los nuestros.

Corrimos con ganas, pero en el trayecto un par de disparos dejaron dos caídos. Uno se arrastró tras un matorral y otro quedó con la cara hacia el polvo, como muerto, con sangre en el costado y sin moverse ni quejarse.

La posición de la loma daba un parapeto natural. Disparé por rabia, sintiendo la obligación de vengarme por el muerto.

Poco después los contrarios dejaron de disparar. Desde atrás del tren los nuestros gritaban que si se rendían entonces no los matarían. En la posición enemiga hubo respuesta de rendición.

**

En el bando ganador hubo alegría, gritos y manotazos. Alguno consiguió una botella de mezcal y corrió de mano en mano. Un alborotador tomó un palo y empezó a golpear unos asientos, mientras los demás festejaban su tontería. Unos brincaban arriba de los vagones y corrían por los techos. Había alegría y risas descontroladas. Entre las risas y los empujones a un recluta se le escapó un tiro de su pistola que atravesó mi pantorrilla y el pie de un muchacho muy joven de quien no supe el nombre. El recluta se apellida Méndez, de inmediato se siguió lamentando y agitando la mano, por lo que se le escapó un segundo disparo que rebotó contra el techo y se incrustó en el muslo de otro soldado. Ya no alcancé a ver quién, pero me confirmaron que golpearon al del accidente. El capitán los castigó con cárcel por algún tiempo y le quitaron su paga para repartirla entre los heridos. El penúltimo vagón servía de enfermería. Me aplicaron un torniquete, muy doloroso, por tan apretado con unas cuerdas. En un hospital de campaña me cambiaron ese torniquete, limpiaron la herida y la cosieron. La bala que había salido y no se alojó en la pierna, pero se quedó en el pie del siguiente. A él si le abrieron en un hospital de la ciudad y encontraron la bala, que se atoró con el tobillo.

La herida no fue tan mala pues obligó a que me enviaran a la administración y no estar en el campo de batalla, donde no se sabe a quién visitará la calaca. Dos meses después ya estaba caminando.  

**

En esos años, la identificación de los caídos no era confiable y los reportes de las bajas se enviaban en breves frases por los telégrafos: frases cortas y apresuradas que salían por los aparatos de la clave Morse. Lo usual era que en cada estación de ferrocarriles permaneciera un telegrafista para dar los informes y hacer las anotaciones de vías, en especial, para advertir qué bando había controlado la próxima estación de tren.

Después de esa refriega en el ferrocarril el telégrafo señaló la muerte de Sres. Herrada, López, Escárcega y Valdés. En la ciudad de Saltillo, con ese informe hubo quien asumió que el muerto era Agripino Valdés, así que lo retransmitió a los parientes y, luego, en Guadalajara su esposa se consideró viuda. Ella vistió de riguroso negro para demostrar el luto. Las atenciones de su hermano Bonifacio y otros parientes no mejoraron el ánimo de Acela. Así, pasaron meses de tristezas y lamentaciones, hasta que llegó un nuevo telegrama confirmando lo contrario.  

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Tal como las vidas se devaluaban en batallas constantes, también el dinero se convirtió en emisiones de billetes devaluados, que apodaban bilimbiques. Cuando el Ejército Constitucionalista bajó por la zona Este del país él se restableció en la capital de Jalisco. Agripino llegó a la misma estación de trenes de Guadalajara, vestido de civil, con experiencia en la administración del Ejército.

En su nuevo puesto, Agripino sorprendió al organizar una corrida de toros inusual. Para asistir se aceptaban los billetes revolucionarios, a cambio se entregaban alimentos (granos de maíz, trigo, cebada) y entradas a una corrida de toros diferente. Al termina la corrida de toros, los bilimbiques se juntaron por cajones y se colocaron al centro de la pequeña plaza de toros. Ahí se les prendió fuego en una fogata con patrocinio oficial, como parte de una “desmonetización”. Por esto se entendía sacar billetes devaluados de circulación para el regreso a las monedas de plata, que representaban la nostalgia del periodo prerrevolucionario. Frente a la hoguera de billetes, Agripino se subió a un cajón de madera y lanzó un breve discurso, llamando a confiar en el nuevo gobierno y a actuar con civilidad. En el momento más emotivo llamó a tres viudas para entregar unas elegantes máquinas de costura importadas, marca Singer, y cajas con alimentos. Al terminal la entrega de premios los asistentes aplaudieron, mientras se disipaba el humo de los billetes quemados.