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domingo, 25 de diciembre de 2022

EMPÉDOCLES EN MÉXICO

 




Por Carlos Valdés Martín

 

La última vez que sus admiradores lo vieron fue cuando comenzaba la erupción del Monte Etna. Antes de eso la fama del griego Empédocles creció cuando con mancias curó a enfermos de la peste. Le regalaron prolijamente, pero él se conformaba con unas sandalias adornadas por broches de bronce con un ave fénix. El sabio sanador era modesto, aunque excéntrico al vestir, pegó un círculo dorado en su frente. Los enemigos —los cuales nunca le escasean a cualquiera que destaca— rumoraban sobre oro lujoso, sus seguidores afirmaban que era un modesto bronce bruñido, que una devota limpiaba para abrillantar.

Al pie del volcán se cerró la noche, desapareció la Luna y las antorchas se apagaron bajo una furiosa lluvia. Los admiradores cantaron y oraron porque esperaban que él actuara como nunca. Cuando llegaron los rayos algunos afirmaron que Empédocles voló hacia el cono para apagar al volcán. De cualquier manera, en los siguientes días el Etna vomitó su ardiente lava hasta agotarse. Cuando volvió la calma unos expedicionarios, afirmaron que había una sandalia con el fénix de bronce, chamuscada entre las cenizas calcinantes.

En la época actual, a un costado del barrio de Tepito en México, surgió un popular mendicante que afirmaba que reencarnó a Empédocles. Sostenía que él con su presencia salvaría a la capital de un próximo volcán o de otras calamidades. Siglos antes de la llegada de los cristianos a América, el cerro de Copilco había estallado y devorado los alrededores, originando lo hoy son pedregales negros. La gente siempre desestimaba esa amenaza, pero su manera de vociferar resultaba entretenida:

—No compren la quiniela de los alcahuetes, a ellos no les daría la combinación ganadora, por avaros lo desmerecen. Reciban bendiciones de Anáhuac que les da Quetzalcóatl y desoigan a los quintacolumnistas. Recuerden al rey poeta Nezahualcóyotl, así absténganse de homofobia, que él amó a su hermano el Hombre entre nopales de púas y cemapsúchiles floridos. Quíten mi hambre que serán salvados de “Chimino animal del demonio” con un báculo que aparta las garrapatas de los saltimbanquis…  

De primera impresión era una palabrería caótica salpicada de notas exóticas; al prestarle atención, quedaba claro que solicitaba para su desayuno, porque a cambio él los protegería contra sismos y lluvias de fuego.

Por más que acataba la voz interior, mostraba sus diferencias, así, el círculo en la frente lo eligió plateado, elaborado con un recorte de aluminio. Ese círculo, más grande que una hostia, lo sujetaba con un listón que no tapaba los bordes brillosos. Para recordar las sandalias de su encarnación previa clavaba tachuelas decoradas al costado de su tacón, y, además, incluía unas guardas metálicas en los costados de la suela para sonar al caminar. Las tachuelas se adornaban con minúsculas decoraciones de floraciones, rectángulos y caricaturas, agrupadas en una galaxia indefinida.

La cronista urbana Deyanira Mendoza se interesó en esta rencarnación de Empédocles, así que lo invitó a una céntrica cantina, Mascota, para obtener la verdad en el franqueo de unas copas. Vaya que el entrevistado sí sabía de la biografía. Confesó que sí lo estudió desde la escuela media, aunque insistía que su real conocimiento fue por ensoñaciones y voces que le indicaban que aquél vivía dentro de su cabeza.

—Lo de la orilla del volcán sí fue cierto. Eso me provocaba miedo, pero ahora es una convicción. A cambio, queda el don de detener los terremotos, siempre y cuando se demuestre la caridad de los habitantes de la capital. Pero no soy pordiosero y mi conciencia no acepta limosnas; entonces parloteo para despertar en los paseantes su instinto bondadoso, encausado a conjurar el desastre. Del sismo vendría la erupción y se destruiría todo, a menos que repita el sacrificio de mi vida anterior.

Ella no tiene un juicio definido, la impresión primera corresponde a un soñador con una locura inofensiva. A la cronista le interesó ahondar la teoría del Amor y la Discordia enfrentados y chorreando cual venas que alimentan al cosmos.

—¿Ganará el Amor a la Discordia?

—Durante milenios habrá lucha y reconciliación, de la eternidad y sobre su desenlace no sé responder. En el magma ardiente existe el Amor, en su extremo que lucha por salir, por elevarse de la manera más desordenada. En ese estado de la materia, el Amor está en la frontera de Discordia. El mundo animal mira con horror la escapatoria de esa pasión amorosa que funde las piedras. El magma al rojo es el Amor que busca a la Discordia en estado más puro, es lo que más se parece a ella, es el estado puro de su pasión. Ese es un Amor breve que purifica, que se come a la Discordia y el ciclo comienza desde cero, como piedras nuevas, testimonio de un extremo.

Como Empédocles se animó y franqueó, ella lo empezó a contrariar para extraer al máximo sus opiniones bajo la confusión y el folklorismo. Ella empezó a explicar de las placas tectónicas, las evidencias del “Círculo de Fuego” alrededor del Océano Pacífico, las evidencias del comportamiento cíclico, la acumulación de fuerzas geológicas, los sustratos del subsuelo, el efecto a distancia del movimiento tectónico y hasta de la historia natural de los sismos en la Ciudad de México. A lo cual, en tono jocoso, respondió:

—La coincidencia de los días 19 de septiembre no la explica nada más que una repetición karmática. La probabilidad matemática y las placas tectónicas no explican la coincidencia. La humillación de Quetzalcóatl ocurrió en esa fecha, así que hasta la tierra recuerda que es la fecha para temblar. Cuando los actuales mexicanos con su contrición y arrepentimiento auténtico, curen el karma de expulsar al dios civilizador para conservar el lado sombrío de la culpa, entonces no habrá tales coincidencias imposibles de explicar por medios matemáticos.

La cronista Deyanira responde que no existe testimonio que marque una fecha de la expulsión del legendario civilizador. Como Empédocles sigue necio con su explicación de los sismos y ella insiste que él no tiene ideas claras, en sus respuestas le insiste y machaca sobre el subsuelo de fangos dejados por el antiguo lago, los análisis de las capas sucesivas de compresibilidad y los estudios de mecánica de suelos elaborados por ingenieros de la UNAM.

¿Cómo demostrar que él posee al antiguo Empédocles dentro de sí? La discusión llega a un punto sin retorno. Unos días después hay una cita fatídica entre el extraño y la cronista.

—Te lo demostraré si alcanzamos el borde del Popocatépetl.

La ruta de ascenso está bloqueada por la entrada principal, donde unos Guardias malencarados detienen a cualquier intruso. Para los que saben de veredas hay rutas alternas a la cima que saltan con facilidad el retén de la carretera asfaltada. Por la vereda escasean los pinos y se incrementa la impresión de arena formada de fragmentos pómez, recuerdos milenarios de las erupciones volcánicas. Después de una cuneta bloqueada por una mole dejan la camioneta para seguir a pie. Ella va equipada con un teléfono de calidad para filmar la aventura, sin embargo, la pila está calentándose por una falla oculta.

—Hay que dar testimonio, si no de nada valdrá.

—Lo propuse porque tengo palabra honorable, bajo el cielo de Anáhuac y por las grafías de la Grecia heroica.

Por su parte la cronista Deyanira oculta su nerviosismo. Un cómplice que prometió acompañarlos faltó a la cita. Avanzan con lentitud, hundiendo los zapatos entre la suave arena que opaca al sonido usual del zapateo y respiran el frío de la montaña. Por acuerdo hablan en voz baja para evitar ser oídos a la distancia. El cielo está parcialmente nublado y el sol está descendiendo hacia sus espaldas.

En su fuero interno Deyanira sigue incrédula ante la oferta de que se filme el lanzamiento hacia la boca ardiente del volcán. Ella se ha documentado, una de las narraciones legendarias sobre el final del antiguo Empédocles relataba eso, y el tema fue recreado por un drama de Höldelin. Hay otras versiones sobre una huida o muerte del filósofo, pero su acompañante insiste en que la trágica es la auténtica.

La mente de la cronista está dividida entre la curiosidad y el asombro, la oportunidad de filmar algo tan increíble que la vuelva famosa (en youtube, TikTok, Twitter e Instagram), que la proyecte como una youtuber célebre. Teme que una interpretación maliciosa la convierta en cómplice de un crimen, aunque sea un suicidio de alguien alterado. Por eso le pregunta mientras filma, planteando que será mejor desistir, para que no haya sombra a dudas:

—No me parece buena idea eso de lanzarse a lava ardiente, lo mejor es desistir. Lo invito a que abandone esa pretensión. Nada más lo acompañaré antes de la orilla para que desista.

—Si los Oráculos se escribieron en hace milenios, si las Parcas marcaron el Destino, entonces resulta inútil resistirse o apurarlo. Si no hay un Destino propio del regreso de Empédocles, entonces será imposible precipitarse en el horror donde Hefesto elabora sus herrajes.

—De veras no lo haga, que voy a gritar.

—Quedó de acompañarme a la orilla. Tenga, al menos, su palabra de honor.

Conforme la discusión comienza a hacerse áspera, él saca una roja manaza que guarda entre su ropa. La muestra hacia el aire y explica:

—Esta manzana de Hespérides hará la prueba perfecta. Si al arrojarla hacia la lava ardiente se conserva intacta, entonces el volcán recibirá mi espíritu y lavará las faltas, en cambio, si su materia chilla, grita y humea...

Él da una pausa, ella pregunta:

—¿Qué si se chamusca la manzana?

—Entonces no me debo lanzar. Regresaré con docilidad, con la pena de que usted crea que soy un hablador. Me tragaré el orgullo, aunque usted le diga al mundo que lo mío son patrañas.

—Su comentario no va a tranquilizarme.

Continua el intercambio de palabras, cuando se descubren a la vista de una zona humeante con lava volcánica. Se observan algunos delgados hilos entre grandes costras oscuras, los hilos brillan con el naranja de las rocas derretidas.

En Deyanira se dispara un resorte de “instinto de conservación”. Por más que su acompañante le ha parecido un tipo manso, por su cabeza pasa el melodrama donde una doncella es arrojada a un Cenote después de ser conducida con engaños. Ella confirma que ya no está dispuesta proseguir.

—No avanzaré—suena con voz dulce, controlando no delatar sus temores.

Empédocles responde que lanzará la manzana y ella calcula que falta un trecho para que él cumpla su intención. Por llevarle la contra ella afirma que él no tiene fuerza suficiente para que la manzana vuele hasta la zona de lava. Él mira con atención y comprende que ella le gana esa discusión por lo que entra en un silencio incómodo.  

La dirección de viento aleja los humos volcánicos, por lo cual no respiran gases. Para romper con su frustración, Empédocles agita los brazos en el aire:

—No he llegado hasta la cumbre del Gigante Dormido para ni siquiera intentar la prueba de esta fruta Hespéride.

—No avanzaré.

—Solamente lo suficiente para que la manzana alcance la meta.

—Si intenta correr hacia el peligro voy a huir en sentido contrario y no lo esperaré.

—Desde ahí —señala un sitio accesible— lanzaré la manzana. Ese lugar está cerca. No crea que soy un simple loco, le demostraré que soy de confiar.

Empédocles descendió por la pendiente del cono con paso lento, los adornos en los zapatos suenan y provocan amagos de resbalase. La arena se había convertido en roca negra, que no congeniaba con sus adornos, los rechazaba. Había algunas grietas de fondo incierto por lo que caminaba con cuidado, avanzando con lentitud.

Mientras él se alejaba, ella miraba el camino para volver sola sobre sus pasos. Pensaba que si él seguía y alcanzaba la zona candente desaparecería. Además, si el viento cambiaba de rumbo también habría un riesgo, que ella no atinaba a precisar.

Prende el teléfono para observar si logrará filmarlo y la impresión no le convence. En la filmación la figura de él es muy pequeña, la bruma del cono del volcán distorsiona y está a punto de terminarse la batería.

Conforme él se alejaba, una nube oscura se estabilizó sobre el cráter, por lo que el ambiente se ensombreció y enfrió. Hacia el lado derecho del cráter vio alguna figura pequeña en movimiento, suponiendo que eran guardias patrullando la zona prohibida. Ella movió la mano como intentando señalar a Empédocles que regresara. La movió en absoluto silencio y se agachó temiendo ser descubierta. Él no volteaba, estaba interesado en no caerse en alguna grieta oscura.

—Chhhtttss — Ella hizo ruidos con la boca sin resultados— chhhtttss.  

Él volteó y descubrió que ya no la alcanzaba a ver. Las pulsaciones agitadas pasaban por el cuello y repercutían en la cinta que sostenía si círculo metálico. Levantó la mano derecha para mostrar la manzana. Giró para buscarla a Deyanira, pero no alcanzaba a distinguirla por el oscurecimiento y la bruma que comenzaba a condensarse.

—Voy a cumplir.

Agitó la mano y la lanzó al aire. Más que ver imaginó que el fruto alcanzaba el magma. El ruido ahogado de la caída le hizo suponer que sí había cumplido. La mala visión no le permitía comprobar si el fruto seguía intacto o comenzaba a quemarse entre chirridos y lamentaciones vegetales. Lo primero que pensó fue en acercarse, pero al agacharse tocó una roca que estaba caliente así que le vinieron visiones insoportables de un cuerpo quemándose. Quizá era su miedo animal que había reprimido, quizá era la voz ancestral del filósofo recordando su trágico final. Durante unos minutos siguió luchando contra su miedo para seguir adelante. Por su parte, Deyanira sentía que ya era momento de alejarse, pues la idiotez terminaría aconsejando al hombre.

Empédocles había dominado su temor para seguir avanzando, cuando las imperceptibles partículas eléctricas de la nube azotaron con electricidad acumulada. Estalló un relámpago hacia algún punto en el cono. El súbito rugido resonó y la breve luz dio un tono irreal al cono rodeados de rocas. Deyanira se sobresaltó con la sensación de un animal herido, mientras se decía: “Hasta el cielo dice que estar aquí es estúpido. Me voy de aquí antes de que empiece una tormenta.” Siente una diminuta gota en la nariz y apura su ruta de regreso: “Antes de que la lluvia borre las huellas.”

Adentro del cono volcánico, Empédocles siente un calambre en el estómago provocado por ansiedad. El calambre intenso obliga a doblarse para avanzar gateando. El instinto de conservación detiene el flujo de pensamientos para que sus piernas y manos se muevan con lentitud en sentido contrario al peligro. Siente que está subiendo, aunque ha perdido los puntos de referencia. A cada avance el calambre va cediendo en intensidad. Palpando las rocas y conteniendo el dolor el tiempo se alarga, mientras las palmas y dedos se acostumbran a la presión de la negra lava petrificada. Cada avance es difícil. Preferiría regresar hacia el sitio donde dejó a Deyanira, pero desvía unos cien metros hacia el sur. Mientras el cuerpo suba hay una ruta de salida. Al moverse siente las primeras gotas precipitándose y, entre las grietas, escucha que hay hervores diminutos. Tras los hervores hay nuevos vapores, mezcla de agua con sulfatos amargos. Sigue tras lo que indica una pendiente ascendente, en la expectativa de alejarse, efectúa correcciones de rumbo guiándose por la luminosidad de un Sol de ocaso más allá de la loma alrededor del cono. Cuando cree alcanzar la parte superior las gotas se han convertido en llovizna y estalla otro relámpago. Con tristeza comprueba que ella ha desaparecido. Al ceder el calambre, regresa el hilo de sus pensamientos: “El agua quizá enfriará la lava y regresará tanto o más candente. Y no sé qué pasó con la fruta Hespéride... En sí, ella en quién confié me abandona; así, queda roto del viejo Empédocles. ¿Qué con el compromiso para detener volcanes y terremotos? Derrumbado en cenizas y nieves de olvido. Lanzarme de cabeza ya no tiene un propósito. El original filósofo desapareció y ahora no está en condiciones de obligarme a nada. Permanece callado, las palabras antiguas y extrañas ya no vienen. Ese terror que sentí era su miedo de él, su antiguo espanto ante el Monte Etna…” Agotado por el acalambramiento, Empédocles mexicano se arrodilla y abraza una piedra. Imagina la parte central de una letra “ye” (la voz hubiera dicho “i griega”), donde los caminos se abren en direcciones contrarias. “¿Y ahora hacia dónde?”.

Deyanira alcanza la camioneta cuando la lluvia arrecia y teme que la vereda sea intransitable si espera otro minuto. Al alejarse lamenta que si él no aparece lo que ella gravó será testimonio de un suicida. Lo filmado señala hacia una complicidad por torpeza u omisión ante la tragedia. Se promete que lo ocultará hasta que Empédocles reaparezca a salvo. Apaga el teléfono antes de que se agote la batería.

Abrazando a la roca, Empédocles solloza por la voz interior perdida y la ligereza ¿Quién fue él hasta ese día? Antes despertaba para declarar apresurado lo que exigía su voz interior. Bajo este nuevo silencio su pasada agitación diaria en las calles del barrio populoso se convertía en un carnaval de conciencias fetichizadas. El presente semejaba más una pesadilla; se lamentaba que se desvanecieran sus ensoñaciones y justificantes sin absolutamente nada para sustituirlas. El frío de la montaña avanzaba con rapidez y chocaba contra los vapores cálidos que lo rodeaban. No ha salido la Luna. Un escalofrío recorre su frente para darse cuenta que el círculo de lámina ha caído, pero es imposible distinguir el suelo a esa hora. Han desapareciendo los vestigios de Empédocles. Esa roca incómoda a su pecho, aunque sí despide algún calor. No hay manera de alejarse de la cima mientras no surja claridad entre esos cielos. Teme terminar congelado si esa noche cae nieve y grita para probar suerte:

—¡Alguien que ayude!

El grito provoca la agitación de gases sulfurosos y empieza a toser. Alrededor el silencio persiste y las brumas van condensándose por el frío.

En la ciudad, una voz interior, inesperada y con olor a un fénix que regresa, empuja a Deyanira hacia un teléfono de emergencia por el extravío de su entrevistado.

 

 

 

 

 

 

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