Música


Vistas de página en total

sábado, 10 de diciembre de 2022

VENTURA DEL ESCRITOR MANCO

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Quedar manco es lo peor para un profesional, por caso y ejemplo, para un escritor. Además, está el sentido de incapacidad, cuando queda el bloqueo ante la página en blanco. Así que ejemplificar con la artritis deformante y la amputación de las falanges en los dedos resultó el extremo. El pintor ciego, el cantante mudo, el músico sordo, el pintor tullido y el escritor manco juntan un ramillete con las adversidades.

El predio quedó revuelto por el tornado que asoló el pueblo. Poco antes, al atardecer se agolparon las nubes, se cerró el cielo y comenzó la tormenta, que rápidamente se acompaño con furia de rayos. En minutos desembocó en un tornado que arrastró ramas, cables, láminas y basura en todas direcciones. El peligro del tornado pasó muy rápido. Un metro cuadrado del techo de la casa de tío Tom salió volando por los aires, aunque por precaución se había encerrado en el sótano. La familia salió ilesa, pero tenían encargado al gato Delio y se extravió. Una partida de bomberos voluntarios estaba ayudando con los heridos de otras casas y moviendo los obstáculos de las calles, revisando si las construcciones eran seguras. Los tragafuegos no se daban abasto ante tanto estropicio.

Tom llevó a su tía Sally al hospital por lo de su diabetes, la policlínica que está en la ciudad más cercana. Por eso me encargaron buscar al gato, Delio.

Atrás de la casa de Tom está el “Bastión olvidado”, una construcción grande y abandonada que pretendió ser un gimnasio con instalaciones para juegos. Después de agotar la búsqueda en la propia casa de Tom me dirigí hacia el vecino Bastión. La parte más alta de ahí solamente cuenta con dos pisos rematados por unas almenas de ladrillos con picos de lámina.

La tarde se volvió noche y solamente tenía la lámpara del celular para alumbrarme entre un panorama de ramas revueltas y basura. Los electricistas alrededor del pueblo se esforzaban para reparar las líneas de tensión.

Me interné en el Bastión, acompañado por Bruce, un amigo fiel y bicho raro, que salió corriendo a buscarme en cuanto cesó el temporal. Una puerta principal de lámina oxidada se había doblado y permitía el paso franco. Recorrimos con calma la construcción y comprobé el polvo acumulado. Mi nariz se quejó por una sensación de pimiento acedado. Después de ese recorrido tuve la impresión de un chillido de gato hacia el patrio trasero.

Llegué con facilidad al patio trasero y ahí reinaba más desorden con acumulación de basura. Bordeé pilas de madera, bicicletas oxidadas y mosaicos sin utilizar. El chillido provenía de un punto cercano. Buscando y moviendo ramas secas encontré una vieja cisterna a nivel del suelo, rota en varias entradas de cemento. Asomé la cabeza por un hueco y distinguí a Delio. Me reconoció y se acercó con confianza, pero estaba un par de metros abajo y no había escalera. Podía bajar brincando, aunque el regreso podría fallar. En la semi oscuridad el suelo no estaba claro si tenía profundidad o si la capa de agua era engañosa.

En la cisterna sus hoyos más grandes asomaban bordes irregulares y metales. Decidí bajar por el hueco más grande deslizando un tronco seco que diera oportunidad para regresar. Antes de meterme a la cisterna le grité a Bruce para que ayudara. Bruce suele ser miedoso ante los riesgos físicos y dijo lo esperado:

—Mejor llamemos a los bomberos.

Los tragafuegos estaban ocupados con servicios más urgentes, así que se negaron. Me impacienté por bajar, mientras el gato Delio maullaba con más insistencia. Asomé la cabeza por el hoyo mayor y por algo de lodo resbalé. En la caída mi mano se atoró con una lámina muy filosa. Así fue como perdí dos dedos derechos: el índice y el medio.  

Bruce corrió rápido por ayuda y fue una buena elección. De inmediato fui la prioridad de los bomberos.

La entrada fue al hospital de especialidades junto a un enfermo terminal que gritaba día y noche. El otro gritaba por todos los pacientes y los multiplicaba, causaba pena ajena tantos gritos desesperados. Gritaba que agonizaba hasta morir y que lo perseguían demonios de cuernos puntiagudos para arrastrarlo al infierno. El gritón no estaba peor de la cabeza que del cuerpo; sus males (nos avisaron) eran terminales en carne y espíritu, así que terminó muriendo pocos días después. Lamentaba la premonición del final inminente y que su invasión de gritos molestaba tanto que su fallecimiento fue interpretado (confieso) como una bendición en el pabellón de enfermos.

Por mi parte, perdí el tiempo con la tensión de ese hospital y no entendí que únicamente habían recuperado una falange. Tampoco entendí por qué no regresaba mi madre de la lejana ciudad, si yo estaba tan mal. Bruce se preocupó y fue atento, hizo lo que pudo a pesar de los limitados recursos. Los bomberos creían que el gato se comió el otro dedo o que se perdió en la cañería que estaba al fondo de la cisterna.

Recuperar el dedo índice con una operación me alegró, al mismo tiempo que provocó una sensación de falta absoluta de la falange del dedo medio. Si había regresado a tiempo un dedo ¿por qué no regresaba el otro? Por más que el dolor constante de la parte de la mano recuperada era mayor a la parte perdida, en mi pecho creció una sensación terrible de ausencia.

Tuve pesadillas recurrentes de que el dedo perdido viajaba en el estómago del gato Delio. Esto no me hacía odiar al gato real, pues sentía que había un doble metafísico del mínimo que se llevó una parte material de mi ser.

Cuando me recuperé en lo básico, salí del hospital y me recomendaron un periodo de cuidados para el dedo salvado. La sensibilidad y la movilidad eran malas, pero sentía un gran optimismo por el dedo reimplantado.

Lo que me sucedió lo relacioné con un árbol cercano que desde niños lo llamábamos el “árbol de los dedos”, por la forma de unas flores amarillas que brotaban una vez a año. Por eso cuando supe que sería derribado organicé un plan para conservarlo y trasladarlo junto a la casa de mi abuela. Se dice fácil, pero resultó una proeza trasplantar el árbol, por la cuestión de conservar las raíces y conseguir una grúa capaz de moverlo.

 

Cuando volvió Karen, la hija de Dorothy, decidió que seríamos novios, aunque no lo dijo abiertamente. Por mi parte no estaba de ánimo para el romance, entonces evadí las señales (una llamada, una petición y una visita) y seguí con el tema de recobrar el dedo perdido.  La recuperación se mantenía a nivel de obsesión, con pensamientos recurrentes y actividades que estaban enfocadas a su obtención.

En la búsqueda seguí una pauta absurda: buscar al gato y convencerlo de que devolviera el apéndice perdido. Ya se sabe que platicar con un animal no lleva a ninguna parte. De cualquier manera, lo hacía cuando visitaba al dueño, como si estuviera jugando, le pedía al gato Delio su ayuda: “Minino, devuélveme el dedo que tragaste”. En respuesta él ronroneaba y acercaba el lomo para una caricia. Nunca obtuve la respuesta y por desquite pensaba en oxímorones del tipo “este gato está aperrado en no hablar”, hasta que recuperaba sentido del humor y perdonaba la falta imaginaria del micifuz.  

Con un guante de piel rígida que ayudaba a disimular bastante la ausencia, sin embargo, agregaba torpeza en las actividades diarias. Entonces no siempre utilizaba el guante, de tal manera que la tensión entre usarlo y dejarlo implicaba memorias desagradables.

La siguiente parte era igual de ingenua: recolectaba flores del árbol trasplantado y las guardaba en frascos. Preparaba pastas, infusiones y emplastos florales que no servían para lo que imaginaba. Esa alquimia fantasiosa terminó por aburrirme después de meses.

En este relato se supone que la parte racional de la búsqueda era investigar sobre una prótesis de dedo. Sin embargo, el resultado fue ambiguo. Hubo dos caras, en lo estético resultó y en lo funcional no encontré el remedio esperado. Para la estética bastó una falange de silicona que, por su diseño, elogiaré como un triunfo. Tras las pruebas hubo una prótesis con el color perfecto, la textura exacta y comodidad en su colocación. La objeción es que faltaba fuerza, pero con el tiempo ya había adquirido la maña de emplear otros dedos para suplir las acciones de agarre y sustento. El intentar una prótesis con mayores funcionalidades no resultó práctico, pues su instalación dolía o dañaba al resto del dedo. Bajo tales premisas, la sensatez y la ciencia médica recomendaron que únicamente adoptara la prótesis estética.

El índice se había vuelto más torpe y el medio sostenía una silicona estética. En una noche de luna llena, mirando la silueta de mis manos contra el cielo estrellado, es que me vino en gana volver a utilizar un teclado. Un poco como terapia ocupacional, otro poco como un reto empecé a utilizar las manos completas para escribir.

El comienzo fue doloroso y torpe, con la mano más hábil haciendo un ridículo intento, sumado a las molestias provenientes de las heridas. Al principio, fue mover las manos por moverlas, pues ambas se habían vuelto bastante poco torpes. Repasar el teclado con ejercicios repetitivos, mediante sílabas recomendadas por un antiguo método de taquimecanógrafas.

El paso decisivo fue abandonar la prótesis estética cuando tecleaba. Desde el punto de vista práctico era un resultado inevitable, pero para la autoestima resultó una decisión difícil.

De la práctica mecánica pasé a jugar a la creatividad. En un pequeño concurso estudiantil gané un reconocimiento por un cuento con la temática de Prometeo entregándole un fuego-placebo a los humanos. La cuestión es que el “fuego de los dioses” era lo que se suponía entregaba a los terrestres, pero era imposible dárselos, porque el “fuego de los dioses” confería la inmortalidad a los olímpicos. Así que Prometeo se las ingenia para crear un fuego de segunda calidad, el fuego físico que conocemos todos. Por una serie de equivocaciones, Zeus termina condenando a Prometeo, pues confunde la falsificación con un atentado, ya que los seres humanos están felices con su fuego físico.

Karen me visitó ese invierno en la casa de tío Tom, donde entonces vivía, bajo la perspectiva de independizarme. De alguna manera, ella tenía la sensibilidad de una enfermera, en eso de compadecerse del herido. Su vivo interés y aceptación por mi mano terminó por convencerme de que ella era digna de consideración.

En la noche anterior a Navidad, con el pretexto de mostrarle los borradores de otros cuentos la invité a mi cuarto. Los tíos salieron de compras a la ciudad vecina y no regresarían esa noche. Karen se adelantó a mis intenciones. Desde su llegada insistió que una parte de mi cuerpo desapareciera dentro del suyo. Explicó que eso aliviaría mis pesares y que dejaría de extrañar esa extremidad perdida. Sonriendo cerca de mi cuello, ella anticipaba lo que sucedería. Ella no exigió compromiso ni noviazgo, se limitó a una única advertencia: “No serás un prostipirugolfo que presuma la aventura con una chica incauta, a mí me corresponde el privilegio de contar lo que guste si es que quiero; así que promete que no lo contarás.”

Desaparecer dentro de un ser suave y terso, dentro de ella (la inimitable, la inaugural Karen) me conmocionó. Lo que antes fue una idea, una frialdad de pensamiento se derritió en una convicción; la cual, sin embargo, al despertar era ausencia y vacío. Cierto, que en la madrugada ella había huido, pues estaba inquieta por el regreso del tío Tom (figura de autoridad, además amigo de su madre).

Abrí los ojos y estaba solo en el cuarto, con la cama más revuelta que de costumbre. El frío entrando por la pierna izquierda que permaneció fuera de las cobijas, me obligó a acurrucarme. Metí lo más que pude la nariz bajo las cobijas y la tibieza regresó. Una frase lejana del tío Tom avisó que seguiría solo en casa.

El despertar sin Karen revolvió la escena de la pérdida y la sangre en la mano, ese dolor por la ausencia irreparable. Ese amanecer, permanecía cansado y mi mente torpe como un estanque en la madrugada. Entre la desesperación abúlica comenzó a surgir un rayo matinal de alegría, que era la adquisición del sentido. La pérdida adquiría sentido, perder algo del cuerpo abría un horizonte. Surge un destino, donde nace una disrupción cálida desde la ausencia, que ahora acostumbran llamarla “resiliencia”. Perder algo tan vital adquiría sentido, sin embargo, la proximidad de Karen fue fugaz. En ese momento intuí (correctamente) que para ella había sido un capricho con este amigo que la esquivaba. Esa noche ella fue la loba alfa que orina otro territorio y pasado mañana se aleja para aullar en otra colina. Confirmo: ella fingió que nada relevante había sucedido entre nosotros, lo cual fue desconcertante.  

**

Decían los antiguos que “la letra con sangre entra” para referirse a la educación autoritaria, aunque al terminar este relato, la fórmula resulta inversa. La divisa que resulta es: “la letra con sangre sale”. Cuando tecleo con intensidad, las falanges dañadas van llagándose y desde ahí gotea la sangre. El dolor físico se remedia con analgésicos, pero la sensación de pérdida y finitud únicamente la mitigo con esos nuevos sentidos que despertó Karen.  

 

 

 

 

No hay comentarios: