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domingo, 17 de septiembre de 2023

TROPEZAR CON LA CABEZA DE JUÁREZ

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

La escuela era tan pequeña que cualquier reto se lo encargaban al chico con fama de aplicado. La fama no se debía a que no hiciera alguna travesura o que tomara horas extras de clase, sino a que no interrumpía a los maestros en clase ni distraía a los condiscípulos. ¿No es suficiente mérito? En una escuela con un único salón, sí es mérito bastante permanecer concentrado sin armar alboroto.

Tampoco es fácil definir si es un castigo o un premio el representar a la escuela en un concurso regional, donde no existen recompensas. Si fuera una contienda deportiva o de grupos musicales sí habría interés. Pero ¿concursar por un dibujo sobre Benito Juárez? El prócer nacional estaba de moda entre los políticos mexicanos y hasta le habían dedicado estatuas enormes. En ese año 1976, por encargo del gobierno, habían levantado un extraño monumento, que se sigue llamando la “Cabeza de Juárez”. Se suponía que el encargado era un muralista famoso, pero que por su vejez no tenía fuerzas para dedicarse; entonces lo retomó en relevo un artista que con permiso utilizaba su mismo estilo. Ese monumento fue una recreación libre sobre un busto de tamaño monumental que no conserva los rasgos realistas del personaje, sino que generaba una especie de caricatura gigante.

El concurso estudiantil no era demasiado explícito en las bases y durante el Quinto Año de la escuela Primaria un alumno debe hacer caso a lo que marquen sus mayores. El maestro Adolfo era un tanto serio y de pocas palabras, sin mayor consulta me designó. Dijo sin preámbulos:

—Dibujas mejor que otros.

—Pero no he tomado clase de dibujo —respondí con inseguridad.

—Como sea eres hábil y en esta nota les encargo a tus padres que compren un block para dibujo de tal marca.

Mostró un papel anotado y me hizo que lo tomara de su escritorio de salón. Los compañeros murmuraron por tratarse de una situación inusual. Durante el recreo, junto con los amigos, revisamos el recado. Señalaba un cuaderno específico y unos lápices para dibujo de marca.

En la casa desconocía cuál reacción tendrían mis padres. De inmediato mi madre se puso contenta y mi papá interrogó si sentía vocación por convertirme en artista de la pintura. Les respondí lo que entendía:

—No es para tanto, simplemente es que los otros niños hacen unos garrapatos horribles. No se trata de que uno sea bueno r-e-a-l-m-e-n-t-e.

La última palabra pronunciada con lentitud para atajar cualquier discusión.

Entre las enciclopedias juveniles que había adquirido mi padre para reforzar la educación en casa, encontró una con un capítulo dedicado a los fundamentos del dibujo a lápiz. Mi madre era bastante práctica y preguntó por el tiempo.

—El concurso es hasta la otra una semana. El fin de semana el profesor me llevará a ver el modelo de la Cabeza de Juárez.

—Es un sitio polvoso, cerca de Nezahualcóyotl. Le diré que no se moleste, que yo mismo te llevaré.

Él se dirigió a teléfono de plástico color marfil, discó unos cuantos números. Contestó el maestro y se pusieron de acuerdo. La plática fue breve. Mi progenitor agradeció la distinción, preguntó el motivo para visitar ese monumento y qué se debía hacer.

Después de colgar me explicó con tono juguetón que ese monumento era el modelo del concurso y que la preparación era hacer un “boceto”. No entendí de qué se trataba un boceto y me explicó. A esa edad la única idea de un buen dibujo era lograr una imagen lo más parecida al modelo original.

Los lápices de colores fueron de tonos asombrosamente intensos, superiores a los lápices de los útiles escolares comunes. El complemento perfecto fue un sacapuntas metálico nuevo. Con los materiales no todo fue alegría, pues con el block de dibujo no me acomodé. La textura rugosa de las hojas resultó inesperada y avivó la expresión de mis inseguridades. Que una hoja se rompiera al despegarla del block acentuó las dudas.

Como sea durante la semana, en los ratos libres practiqué con los útiles adquiridos. Lo hacía de preferencia en hojas separadas, porque desconfiaba del block y el momento final, cuando la hoja dibujada se podría romper.

Prefería calcar primero las revistas de caricaturas y sobre ese ejercicio contornear y mejorar el dibujo. Desde el primer día, mirando sobre su el hombro, mi padre se esmeró en mostrarme secretos sobre cómo reducir los tonos de colores mediante la aplicación de un tallado con un fragmento de hoja y cómo ser más cuidadoso con los bordes de un dibujo.

La visita al monumento de referencia no resultó agradable. A papá se le descompuso el automóvil y se puso regañón. Un mecánico lo visitó a domicilio sin llegar a un acuerdo sobre el diagnóstico y el precio. Consiguió un servicio de taxi y se lamentó de que sería costoso que el chofer nos esperara:

—Te vas a tener que apurar con tu bosquejo de la Cabeza de Juárez.

Durante la travesía perdí la noción del tiempo, pero al llegar al parque seco que rodeaba la Cabeza tenía ganas de comer golosinas. Me quejé que con tanto polvo en el lugar el block se podía arruinar.

—Nos quedaremos dentro del auto; dibujarás adentro del taxi, nada más bajas la ventanilla.

Desde la acera, el monumento me pareció pequeño y feo. Lo expresé con una queja:

—Desde tanta distancia no se distingue muy bien, necesito acércame para que no haya errores.

—Entonces deja el block en el auto, no se vaya a ensuciar.

El taxista esperó en el auto, mientras padre e hijo caminábamos hacia la base del monumento. Al aproximarse se notaba lo grande de la construcción. Que abajo hubiera un enorme arco y arriba la cabeza solitaria no ofrecía una perspectiva armónica.

Mi padre que estaba al tanto de los comentarios de crítica a ese monumento no se resistió en burlarse:

—Dicen que es un monumento a la fealdad, que como Siqueiros no estaba disponible se lo encargaron a cualquier chalán, que no sabía nada.

Y siguió criticando la falta de estilo, la ausencia de contenidos, la mala calidad de los acabados.

—Parece más un monigote que un monumento.

Al regresar me preguntaba en silencio “Si está tan horrible ¿para qué lo encargan en un concurso?”

Dentro del taxi me apuré con un boceto, ocupándome de utilizar los colores más aproximados a la extraña cromatografía del monumento. Con el primer boceto mi papá no estaba satisfecho y me pidió que lo intentara con una imagen de perfil. El resultado de perfil a mí me pareció más desastroso, por una nariz muy puntiaguda. El tercer dibujo era idéntico al primero.

Cuando regresábamos mi padre se apuró a explicar una técnica para hacer retratos que comienza con líneas ligeras sobre un óvalo.

El calendario marcó el día señalado. El lugar del concurso de dibujo fue en el patio de una escuela primaria que al centro tenía un busto de Benito Juárez elaborado en bronce. Las órdenes fueron colocarnos sobre una banca de cemento para reproducir ese busto. Miré con sorpresa al maestro Adolfo quien estaba convencido que el modelo sería el monumento gigante de la Cabeza de Juárez.

Un tanto desconcertado, puse el block sobre mis piernas y cuando saqué mis colores surgió otro revés. Una señora de lentes con fondo de botella agitó la mano para mandar:

—Únicamente lápiz de carbón —mientras extendía la mano— que sea como este.

El maestro Adolfo se acercó a platicar con la señora y ella le entregó un lápiz grueso.

La punta del lápiz de carbón me pareció espantosa y me lamenté.

—Trata de afilarla con el cemento —recomendó el profesor.

Lo intenté sin éxito. La punta seguía siendo burda.

Miré con desconsuelo que los otros niños contaban con sus propios lápices de carbón con puntas bastante finas.

—Haz lo que puedas —dijo mi maestro y pasó su mano para levantar mi barbilla.

Comencé a hacer el boceto sin ánimo. Intenté el retrato en posición de tres cuartos, que es un truco favorecedor. Sentí que la imagen se resistía y que los contornos extraños de la Cabeza de Juárez se mezclaban con los reflejos de ese busto metálico.

Durante más de una hora batallé con el lápiz y con las tácticas para reducir los bordes. Ayudó la técnica del tallado con un papelito para que el resultado no fuera un desastre de manchas y borrones.  

Cuando nos retiramos el maestro Adolfo dijo:

—Ni te preocupes, Juárez es un hueso “duro de roer”, que ni los ejércitos franceses pudieron con él.

Tardé años para comprender que esa frase fue una humorada para endulzar el fracaso.