Por Carlos Valdés Martín
Habíamos
discutido por la palabra “crocodilo” y mi amigo defendía que estaba incluida en
el diccionario. Al día siguiente, el padre de mi amigo, nos levantó de
madrugada para visitar un bosque natural en las afueras de la ciudad. No
desayunamos en su casa, así que en automóvil me rugían las tripas de hambre,
aunque no pronuncié quejas. A ese amigo lo apodábamos “Ticho”, curiosa
contracción de su nombre de raíz indígena.
El señor Roberto
viajaba constantemente, así que a Ticho le daba mucha ilusión convivir el fin
de semana con su papá. El amigo estaba de muy buen humor durante el paseo,
mientras mis ojos insistían en cerrarse para rescatar el sueño perdido.
El papá Roberto
explicaba en un monólogo pausado las características de ese automóvil. Hablaba
del clutch y la inyección de gasolina modificada, de las vestiduras plásticas,
de la pintura con doble capa. Mi amigo le respondía con emoción: “Ah… ¡Qué
bien!” Incluso le preguntó en qué cumpleaños le permitiría manejar y él le
respondió que después de los quince años.
Tras una recta Ticho
comenzó a decir que “crocodilo” sí es una palabra correcta, que la consultó en
un viejo diccionario de la Real Academia. El papá no estaba de acuerdo, pero el
hijo fue elocuente para defender su opinión. La plática se desvió hacia las
motocicletas infantiles que rentaban en los alrededores del parque “La
Marquesa”, donde sí permitían que los chicos manejaran.
El padre siguió
explicando de los pistones de motor, las transmisiones automáticas y manuales,
de adaptaciones en los escapes y otras curiosidades automovilísticas. No sé si
el tiempo pasó volando o dormí sin notarlo, pero ya estábamos entrando a la
terracería, donde los baches y las piedras se sentían bajo el asiento.
Cuando nos
detuvimos ya estaba clareando la mañana. Descendimos frente a una cabaña rural,
de paredes sin pintar, mezcla de tabiques y cemento; coronada con un techo de
maderas sin curtir. De pie frente a la puerta un campesino enfundado en sarape
y con sombrero de ala ancha saludó con timidez.
Roberto estacionó
el automóvil cerca de una camioneta, donde dormitaba la familia Ortiz. Eran Alicia
la conductora y madre, el amigo Horacio y su hermana menor.
Al bajar del
automóvil el ambiente era frío, intensificado por una brisa que descendía del
bosque aledaño. Junto a la cabaña se levantaba de un lado una colina boscosa de
pinos jóvenes y al lado opuesto un prado llano donde se distinguía un
riachuelo.
Alicia bajó el
vidrio lateral que había condensado vapor. Los adultos se saludaron con
gentileza, mientras los niños nos acercamos hacia el asiento opuesto de la
camioneta. Horacio fingía que seguía dormido. Ticho aprovechó para molestar y
con el dedo escribió sobre el vapor del cristal: “Burro” y agregó una flecha
para señalar. Ticho fingió que a lo lejos distinguía un burro, pero eran vacas
y caballos que pastaban tranquilamente en la parte llana del paisaje. Gritó:
—¡Mira hay
burros! Y otros animales.
Cuando Horacio se
apeó no se había dado cuenta del letrero. Saludó alegremente a sus amigos y Ticho
tuvo que evidenciar su broma mientras los adultos se alejaban para descargar la
comida y los utensilios para el desayuno. Al comprender la broma, Horacio lanzó
un manotazo al aire como si fuera a pegarle a Ticho, que lo esquivó como en las
peleas de box. Luego, Horacio regresó a la ventanilla y escribió la palabra Ticho
abajo del letrero de Burro. Lanzó un gesto grosero con la mano, sacó la lengua,
y comenzó a reírse de buena gana. Los tres nos reímos. La risa despertó a la
hermana menor que había seguido recostada en el asiento trasero de la
camioneta. A ella todavía le interesaba más jugar con su muñeca, que
interactuar con los varones.
Cuando ya estaba
lista la parrilla con el desayuno llegó el doctor Macías con su hijo Alonso. Él
también llegó somnoliento, y de inmediato se alegró al ver tres amigos
dispuestos a divertirse.
Con cuatro niños
y espacio natural eso era un enorme patio de juegos. Había permiso para corretear
al aire libre mientras no nos perdiéramos por completo de la vista. De las
cajuelas sacamos una pelota para patear, un disco frisbee para lanzar y muchas canicas.
Alternativamente fuimos jugando futbol, al disco volador y a las canicas con “chiras
pelas”, intercaladas con correteos, lanzamiento de piedras, terrones y piñas
hacia una diana.
El campesino sacó
unas sillas para que los adultos estuvieran cómodos mientras desayunaban. Los
mayores comentaban de política, enfermedades, dinero y automóviles, mientras
desde la distancia vigilaban sus hijos y, según platicaban, también sonreían.
El campesino era
dueño de esa cabaña en un emplazamiento estratégico con una ligera elevación de
tierra, que permitía dominar la llanura con la vista. Alrededor de la parrilla
había unos cuantos árboles frondosos que daban frescura, pues al mediodía el
sol de montaña es inclemente.
El campesino
también rentaba caballos para dar la vuelta por el bosque, que montar era una
actividad estelar en esos paseos.
El Ticho y yo
nunca nos quejábamos de agotamiento en los juegos físicos, pero Horacio y Alonso
en una hora pedían cambiar a algo más sedentario. Alternábamos el futbol con el
tino a la diana; el corretear al disco volador con jugar a canicas
arrodillados. Horacio estaba orgulloso por la colección de canicas que había
traído: las esferas con tréboles de colores al interior, mezclas de ágatas y
transparencias tornasoladas.
El doctor Macías
le exigía a su hijo usar gorra para evitar las quemaduras del sol. Los demás
niños cuando los adultos no observaban nos burlábamos de esa precaución
paterna. Alonso se disculpaba y trataba de acomodarse la gorra. Horacio se
había aprendido nuevos chistes picarescos que protagonizaba “Pepito”.
Ticho insistía en
nadar en el pequeño río para calmar el calor. A la tercera vez que lo propuso,
todos los niños estuvimos de acuerdo. Los niños varones nos quitamos ropa para
entrar en el riachuelo. Horacio contaba con traje de baño y los demás chicos
quedamos en calzones. El agua era cristalina y su movimiento era suave. Ningún adulto sitió reparo, aunque Roberto se
ofreció para supervisarnos de cerca, por lo que se plantó a la orilla.
El ancho del
cauce variaba entre dos y cinco metros, mientras el fondo topaba en un metro.
Así, que no era necesario nadar para sostenerse y curiosear. La diversión era mojarse,
fingir que se nadaba y empujarse en turnos alternados.
Alonso distinguió
un movimiento en agua y dio una voz de atención. Sin pensarlo Ticho se lanzó de
cabeza al agua para atrapar algo que se movía.
—Por allá.
A la segunda
zambullida levantó el puño en gesto de triunfo. Adentro de la mano estaba
capturada una pequeña rana. Horacio acercó una bolsa de plástico transparente
para guardar ese pequeño trofeo. Dentro de la bolsa se agitaba temblorosa una
ranita verde.
Como no apareció
otro espécimen, decidimos avanzar por la ribera alejándonos de la cabaña.
Esperábamos que apareciera otra ranita. Ticho caminaba adentro del riachuelo,
cuando Horacio le indicó que estaba arrastrando algo con su pierna. El llamado
no hizo caso.
—Que tienes algo colgando.
Era un gusano
negro que se contorsionaba con lentitud. Tras enfocarse en esa sanguijuela hubo
breves gritos de espanto de los niños. Ticho salió corriendo del agua y buscó a
su padre que se mantuvo calmado ante la mancha rojiza que colgaba atrás de la
pantorrilla. Le indicó a su hijo que no intentara tocar al animal. Ticho
permaneció de pie, tembloroso y desconcertado, mientras el agua descendía de su
cuerpo. De inmediato el señor sacó un cigarro y lo encendió. Los niños
alrededor estábamos paralizados por el asombro, mirando cómo ese gusano se
movía aferrado al apierna de Ticho. En cuanto el cigarro estuvo encendido el
padre lo acercó al gusano. Bastó un instante donde el fuego tocó al gusano, que
se desprendió y cayó al suelo. Quedó un hilo de sangre escurriendo de la
pierna. En cuanto la sanguijuela cayó el señor la pisó con furia y la restregó
en el piso. Quedó una mancha de sangre marrón entre la tierra.
Los niños alborotamos como si se tratara de espectadores en
un campeonato y de nuestras bocas salieron alegres vocalizaciones. Los otros
padres se acercaron a toda prisa para enterarse de lo sucedido.
El doctor Macías usó una porción generosa de Ron Bacardí
para desinfectar la herida de Ticho, mientras explicaba que no era peligroso
como imaginaban los presentes y aplicó un vendolete.
En el camino de regreso y recuperado del susto, Ticho me
hizo prometer que se enfrentó a un pequeño “crocodilo” y salió victorioso.