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viernes, 8 de febrero de 2019

PRUEBA DE UNA CIVILIZACIÓN SUPREMA




Una característica usual que se atribuye a la divinidad es “inteligencia suprema” ¿Cómo acercarse de manera correcta a esta característica? Lo supremo parecería imposible, bastaría delimitar una inteligencia superior, para lo cual analizar las correlaciones entre niveles de civilizaciones sea lo conveniente.
En La voz del amo, Stanislav Lem conjetura qué sucedería si atrapamos un mensaje complejo elaborado por una civilización que ha evolucionado millones de años adelante de la nuestra. Reconocemos que unas décadas representan un salto tecnológico ¿qué sucederá con millones de años de civilizaciones maduras en ciencia y tecnología? El resultado sería paradójico, por efecto de una búsqueda hacia lo incomprensible, ya que el código primitivo no descifra al código superior.
El paso de los siglos implica un salto aún más radical y la prueba misma de una “civilización superior” desaparecería. El máximo ingeniero de la antigua Grecia fue Herón de Alejandría, pero si él recibiera en las manos un sencillo radio de pilas nunca comprendería qué designio existe en tal artefacto. Los principios científicos y técnicos en los que se basa la manufactura del radio jamás estuvieron al alcance de los antiguos y, por inteligente que fuese, Herón nunca resolvería ese proceso tecnológico. Por divertirnos, supongamos que el objeto apareció en ese siglo cuando no hay estaciones de radio, en la antigua ciudad de Alejandría en el siglo I d. C. y los sabios antiguos se reúnen para conjeturar sobre su naturaleza. Cuando los sabios atinen a prender el aparato se maravillarán por unos ruidos de estática y las luces del display. ¿Cómo interpretar los sonidos?... Una interrogación llevará a otra, sin oportunidad para que la congregación de los más sabios del siglo I d. C. lograse discernir qué prodigio están observando. Si radicalizamos este ejemplo, un microchip que apareciera en una época pretérita se interpretaría como una simple impresión sin ninguna relevancia.
La maravilla tecnológica de la electrónica y la radio escapaban del alcance, por tanto serían interpretadas como un misterio divino o como una insignificancia, que en términos de los griegos se remitirían al lenguaje enredado de los oráculos. En este ejemplo de tecnologías hay demasiados peldaños entre un nivel y otro para que el inferior comprenda al superior; sin embargo, en otro sentido presuponemos lo contrario, que ya resulta superior por tanto capaz de comprender a cualquiera inferior. Visto con más detenimiento, qué nos sucede si nos encontramos un nivel de pensamiento que sí sea superior al nuestro.  
Otro clásico argumento sobre la incomprensión hacia lo manifiestamente superior aparece en la novela Solaris del mismo Lem: “y vi de pronto el delgado folleto de Grattenstrom, uno de los autores más excéntricos de la literatura solarística. Yo conocía el folleto; era un ensayo dictado por la necesidad de comprender aquello que supera al hombre (…) trataba de demostrar que los logros más abstractos de la ciencia, las teorías más altaneras, las más altas conquistas matemáticas, no eran sino un progreso irrisorio, uno o dos pasos adelante, respecto de nuestra comprensión prehistórica, grosera, antropomórfica del mundo de alrededor.”[1] En el mismo argumento de esta novela, la presencia del planeta Solaris con manifestaciones misteriosas advierte que hay una inteligencia superior o hasta una divinidad que desde ese planeta se comunica con los exploradores espaciales.
Por regla de tres, los escalones superiores de la evolución resultan imposibles de comprender desde los peldaños muy inferiores.[2] La anatomía afirmó que la clave para entender a los organismos menos evolucionados estaba en los más evolucionados, dando pie también para comprender el encadenamiento de la misma tesis evolutiva. Si nuestros antepasados han interpretado a Dios con términos demasiado humanos, en exceso de antropomorfismo con pasiones y defectos de personas, conviene darnos el gusto de dar unos cuantos pasos imaginarios adelante para mostrar argumentos más conforme nuestro propio nivel. El novelista Asimov imaginó superar a la muerte por entropía cósmica alimentando un megacomputador que revirtiera la tendencia final, pues ante el Universo congelado y oscurecido, pronunciaría un bíblico: “¡Hágase la luz!”.[3]  

NOTAS:

[1] Stanislav Lem, Solaris, p. 94
[2] Debemos permanecer alerta ante cualquier intento de simplificar las escalas, pues siempre una “sensación” de superioridad con facilidad se convierte en prejuicio; pues los cambios de nivel son cualitativos y poseen enormes complejidades, tal como se esforzó en reinterpretar el pensamiento previo Levi-Strauss en El pensamiento salvaje.
[3] Isaac Asimov, La última pregunta.

viernes, 1 de febrero de 2019

LA FELICIDAD DEPENDE DEL VECINO RUSO

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Interrogar a un testigo resulta desgastante cuando una sola palabra o gesto puede condenar o salvar. El interrogatorio empezó tarde y es más tenso cuando uno posee sensibilidad para el drama. Declaraba Dimitri Ivanov, quien quedó citado como testigo, pero ¿se volvería el reo? Por más que hay cariño entre el suelo de México y Rusia, desde los años cuando aún se llamaba Unión Soviética y los emigrantes eran exóticos. Dejando fuera tecnicismos policíacos y detalles irrelevantes, de esa tragedia queda en claro lo siguiente:

Soy Dimitri, emigré a México desde niño y me avecindé con mis padres en Tacubaya, Distrito Federal (ahora Ciudad de México). Una primera amistad la tuve con una niña del barrio y la encontraba en el camino a la tienda de víveres. Cuando crecimos cambié de vecindario y después de casarme regresé a la misma colonia pues heredé una propiedad de mi padre.

“Corría el año 1970 cuando coincidimos en el camino del mercado y reanudamos la amistad. Esos días se proyectaba la película Patton, que a ella no le interesó cuando le platiqué, pues era de tema bélico, en cambio ella me platicó algo curioso en los siguientes días. Entramos en polémica pues su madre le había metido en la cabeza que “tu felicidad depende de la felicidad del vecino”. Y eso no lo decía en el sentido cristiano de “ama a tu prójimo como a ti mismo”, sino supersticioso. Cuando su madre se encontraba con cierto vecino contento ella regresaba radiante y el día entero sonría, cantaba sin motivo, se reía a menudo y no regañaba a sus hijos. Esos días atravesaba por una separación temporal de mi esposa y vi absurdo que “la felicidad dependa de un vecino”. En días sucesivos fuimos armando una polémica.”

Como interrogador debo aclarar que las sesiones de las películas con luces en la cabeza, hambre y pistola sobre la mesa no aplicaba por varias circunstancias. La primera porque el declarante Dimitri era de nacionalidad rusa o soviética —como se diga, que era lo mismo—, con conexiones en la embajada. Su padre había sido personal diplomático. El jefe de esta división policial trataba asuntos de implicaciones, así que distinguía las circunstancias. Cualquier maltrato a Dimitri sería un gran problema si resultaba inocente, incluso si fuera culpable, el caso se podría politizar. Así, mi trato era en extremo cauteloso. Lo escuchaba y ofrecía café en abundancia. Solamente nos acompañaba un mecanógrafo silencioso.

 Leonor —se llamaba y no que fuera una contracción— fue explicando el comportamiento de su madre y la transmisión de la sabiduría familiar, que incluía folklore rural, con sus proverbios. En este caso, su madre marcaba una convicción excesiva. El vecino, de apellido Mateos (de la estirpe de Moctezuma presumía) era mayor de edad, ya jubilado y paseaba seguido por el rumbo. En un principio, por malicia sospeché que la madre de Leonor disimulaba un romance y por eso expresaba tanta felicidad. Esa presunción surgió pronto, aunque dudé temiendo que resultara ofensiva para la progenitora. Intenté objetar con delicadeza, pero no resultó. Lanzó una queja, aunque se reía:

“—¡Eres un tonto, Dimitri! Ese señor Mateos está feo. ¿Cómo se te ocurre? Mi madre es casi una santa, por más que haya sido viuda, nunca se fijó en “viejos”.

“El resto de la visita al mercado la pasé explicando a Leonor que no era un romance lo que objetaba. Como sea mi interior rechazaba sus argumentos. ¿Cómo es que la alegría del vecino da tal felicidad sin una relación sentimental o hasta un romance? Leonor insistía en una versión cristiana y metafísica, donde la Providencia selecciona a un alma como una especie de ángel guardián que coloca en el vecindario. Esa persona única no es tu amante ni tu pariente ni tu amigo especial, sino que funciona como una estación de “Radio Felicidad Celestial”, donde su presencia contagia a tu alma de un dulce rocío.

“En ese año estaba separado y permanecía atento a las señales de esa vecina, conocidos desde jóvenes con la cual nunca antecedió un flirteo. Leonor transitó de una mezcla de enojo con ánimo cariñoso, por lo que comenzó a planchar y desarrugar el cuello de la camisa mientras platicaba.

“Esa plática me dejó inquieto, nos despedimos como amigos. Los días siguientes quedé dando vueltas a la discusión, anotando los pros y contras de intentar una relación con ella, sin decidirme a nada mientras tuviera esperanzas de restablecer mi matrimonio.”

En esta parte de la declaración llamó mi atención el énfasis que puso en que nunca antes había flirteado Dimitri con Leonor; lo cual era improbable. Él era muy rubio y de ojos azules, aunque sus rasgos faciales eran poco finos, con la nariz achatada como si hubiera atravesado por algunas peleas que le hayan roto el tabique nasal y no hubiera recibido la atención adecuada. Por la foto de la occisa indicaba una mujer agraciada, trigueña y apiñada, que siempre tuvo pretendientes. Resultaría curioso que no hubiera ningún flirteo antes. Como sea, ahí empieza una relación, si no real, al menos en la mente del declarante.

“Unos días después, paseando por la colonia, tropecé con el señor Mateos y me acerque a saludarlo. Buscaba alcanzar una impresión más firme para abonar a mi loca especulación de que hubiera entablado algo con la madre de Leonor. El hombre era una mezcla de razas, donde predominaban sus ojos verdes sobre una piel apiñadas, curtida por sol, arrugas hondas en la frente y mejillas. Su sonrisa ostentaba una dentadura postiza y en la mano un bastón de madera, avanzaba con dificultad, rondaría los ochenta años. Con esa imagen de anciano me resultaba imposible descubrir si unas décadas antes era apasionado o no. Entablé una breve plática recordándole cuando por primera vez acudí a esa colonia. Él se acordaba de mis padres y comenzó a decirme del auto de mi padre, que una vez le ayudó a arreglarlo, pues era aficionado a la mecánica y que, por sus achaques, ya no ejercía. Se acordó que una vez se quedó olvidado con él un objeto que apreciaba mi madre, con lo cual concertó una visita posterior.

“Cuando cumplí la promesa de visitarlo, salió a la puerta un niño que se identificó como su nieto y me entregó un pendiente de ámbar con forma de corazón. La joya estaba rodeada de una filigrana de una aleación amarilla y austera.”

El que Dimitri se tropiece con una persona relacionada con lo que acaba de platicar Marisela podría no ser una casualidad, sino una búsqueda, tipo rastreo. Si el ruso se preparó con la KGB con facilidad se entretendría “localizando” desconocidos por el motivo trivial que fuera y más cuando existiera un motivo de celo o de tomar otra ruta que lo conduzca hacia su objetivo.

“Esa misma tarde acudió a mi domicilio un abogado con una demanda de divorcio. Cuando agitó el oficio en las narices, sentí agravio, gesto despectivo; entonces enfurecí y lo empujé sin que llegáramos a los golpes.”

Le ofrecí a Dimitri más café, esperando que hiciera una pausa y en ese punto le hice un gesto al mecanógrafo, para que no perdiera detalle. La circunstancia de ese arranque y que se le clasificara como una persona violenta dependía de detalles como ese. El ruso continuó su relato.

“A diferencia de la costumbre acudí en la noche a las compras de víveres, por coincidencia la vecina rompió su rutina y fue de compras. El mal humor que arrastraba era evidente, aunque no quise platicarlo. Preferí cavilar qué hacer en mi defensa y repensar si valía la pena insistir en salvar una relación. Más de una vez preguntó Leonor sobre mi mal talante, ante lo cual le insistí que no me sucedía nada malo. Al día siguiente la vecina marcó desde un teléfono público (esas grandes casetas que ahora han desaparecido), era la primera vez que lo hacía. Dijo que pasó una velada espantosa:

“—Ya ves ahora tú eres el vecino del cual depende la felicidad.

“Por mi parte también pasé una noche horrible, de hecho, el timbrazo me despertó. Le respondí sin tacto:

“—No, vuelvas con esa tontería de tu madre.

“Me colgó sin más trámite. Intenté devolverle la llamada para conciliar y disculparme sin que ella contestara. Entre una y otra cosa me terminé ocupando en asuntos de trabajo. Al llegar la noche la pasé pensando en el matrimonio roto y si le señora tomaría represalias para que no viera más a mis hijos. Preferí ir solo al cine y no destilar angustias, lo cual es irónico, pues mirar destrucción y muerte en la pantalla grande facilitó olvidar mis furias.”

Bajo otras condiciones un mecánica de este tipo me hubiera impulsado a desviar la investigación en otro sentido: ir al cine en solitario resulta una coartada ideal para un engaño. Para malandros astutos, entrar ostensiblemente en un cinematógrafo y escabullirse sin ser notado, deja una coartada tan pública como falsa, para en esa hora perdida cometer un crimen... implica un reto. En este caso solamente daba elementos sicológicos que indicaba cómo Dimitri descargaba sus frustraciones.

“Una semana después ya se había desahogado la primera audiencia judicial y mi nuevo abogado hizo que sintiera que se precipitaba, de alguna manera, la victoria. Por la ilusión de un triunfo legal me sentí reanimado.

“Esa noche marcó Leonor alegre. Dijo que ella estaba eufórica. Su ánimo era sin relación con eventos propios, como adivinando un giro en las circunstancias y remató:

“—Ya ves que sí: la felicidad depende de la felicidad del vecino.

“Esa vez la llevé al departamento ahí le presumí el recetario que mencionaba sin orden: escalopa fundida, garnacha, huarache rebosado, tlayuda con cecina, totopos aderezados, chicharrón en tacos, tamal de dulce, chipilín original, empanada de cilantro, chapulines con perejil, huauzontle capeado, arroz sofrito, enchiladas verdes o rojas, enfrijoladas tradicionales, barbacoa, fajitas de res, pozole de cerdo y Chilapa, chichicuilotas horneadas, huevos de codorniz, quesadillas de sesos, aguachile de camarón, zacahuil, vuelve a la vida, romeritos, ceviche de pulpo, pipián, mole negro con pollo, pescado a la veracruzana, pejelagarto al ajillo, puerco encacahuatado, huevos rancheros, motuleños y guacamole.

“Ella respondió que se conformaba con un postrecito así que saqué otro listado: cocadas, ates, biznagas, churros, charritos, churros con chocolate, garapiñado, merengue, rompope, borrachitos, camotes dulces, mazapanes, trompadas de merengue, cogotes, cucuruchos, conejitos de chocolate, macedonia, calabaza dulce, chochitos, bombones, tamarindos, palanquetas, alegrías, amaranto, frutas almibaradas, cocoa líquida, helados de sabores, flan napolitano o de queso y hasta pastel imposible, caña en trozos, pasas y surtido de semillas.”

La mención tan prolija de platillos me pareció que ocultaba el objetivo de ganar tiempo para aderezar el relato, dando matices que disculpen la actuación de Dimitri… o bien, él sí es un ruso glotón que disfruta de la comida. Como sea abrió el apetito, saqué unas tortas que guardaba en el cajón desde el mediodía. Anticipaba que esta sesión se prolongaría y repartí las tortas. Avanzó la sesión más lento, pues el mecanógrafo solicitaba con la mano pausar algunas explicaciones mientras mordisqueaba.

“Respondió que se le había abierto el apetito. Después de cenar y platicar ella dijo que se estaba acalorando así que se quitó el suéter. Brincó en su pecho un collar de ámbar idéntico al que había devuelto el señor Mateos. En cuanto comencé a referir lo sucedido, ella respondió:

“—Tu madre… Ella los vendía. La mía contó que se lo compró. Que las piedras las importaba desde una mina en Siberia, que la ruta era complicada. Acá los engarzaba.

“La velada resultó encantadora y entonces en el instante mágico intenté besarla. Ella se resistió, falló la sintonía romántica. Gritó que yo era casado. Cuando se calmó, volvió a su argumento tonto de que “La felicidad depende del vecino” y le dio un nuevo giro, explicando que siendo novia de un casado se rompería el encantamiento.

“Después, cuando le dije a Leonor que viajaría a Irkusk para visitar a mi hermana, pues la habían hospitalizado, tampoco accedió a consumar la intimidad. Entendí que sí le gustaba, pero embonar nuestros calendarios sería difícil. Volvió a su argumento de que yo era el vecino con el secreto de su felicidad. Le expliqué que el collar de ámbar que le vendió mi madre a la suya no era auténtico. Saqué el de Mateos y los comparamos: textura, detalles, transparencia ante la luz. El argumento fue desagradable y como una venganza, ella quedó decepcionada. Como si demostrarle que una equivocación implicaba otra, en fin, desacreditaba su opinión.

“De la enfermedad y el viaje eran ciertos, pero la expectativa del juicio de divorcio había fracasado. Sucedió lo lógico y la  desilusión por la patria potestad perdida. Además en ese tiempo era la URSS y allá no faltó el burócrata que notara que este hijo de diplomático había eludido el servicio militar. Por reglamento acuartelado dos años. Había sido una elusión legal así que no me tacharon de desertor y únicamente quedé encerrado para una bodega militar en una villa ucraniana. Al comienzo, el sitio fue casi una prisión, pues los camaradas soldados del sitio sospechaban que yo era un espía, por mi acento mexicano y nadie allá creía en la buena suerte de un niño diplomático en el extranjero. Mi posición mejoró cuando el jefe de unidad, Arkadi Fedorov, se enteró que compartía su devoción por Plutonia.

“Mi hermana Nadia mandó un ejemplar del libro que leíamos de niños (ella conservaba todo, su departamento era literalmente una bodega). Cuando el jefe recibió el libro firmado por el autor  Vladímir Óbruchev, quedó agradecido. Entregó paquetes de cartas desde México. En el mismo grupo había un agente de la KGB obligado a leerlas antes de entregarlas, pero como no sabían español estaban aguardando la visita de uno que era descendiente de refugiados españoles. El traductor parecía que nunca iba a llegar, así que me confiaron que yo mismo hiciera el informe en ruso.”

El principio es dudar. Primero los soldados creen que es un espía interno. Y un agente de KGB debe estar familiarizado con sus procedimientos, en cambio un fuereño no tendría idea de las cartas interceptadas y revisadas. Y luego le confía tanto un agente que le deja hacer su trabajo, resulta sospechoso.  

“En las cartas Leonor elaboró un calendario sistemático y solicitaba que comparara sus días felices y tristes con los míos para confirmar de modo definitivo que eso… “…depende de la felicidad del vecino”. Tres fechas coincidían de manera extraordinaria, incluso en detalles. Supe que ella estaba comprometida en secreto con el dueño de una mercería de manualidades. Cuando él se divorció ella perdió el interés como por encantamiento. La fecha de mi divorcio y el de ese rival eran las mismas. Después Leonor se enredó con el dueño de una lavandería, también casado. Ella insistía que se interesaba mucho en mí como amigo… a menos que volviera casado desde Rusia con amor. Así que terminó siendo mentira eso de no andar con un casado. Preguntó si en este país se veía la película de James Bond, “Los diamantes son eternos”, lo cual leído bajo una mirada de KGB resultaría sospechoso, por un rumor sobre contrabando de diamantes bajo las narices de un ministerio comunista. Que el jefe recomendara incinerar esa única carta selló nuestra complicidad y desde entonces lo consideré un amigo. Lo demostró recomendándome para una distinción de heroísmo por haber matado a un oso que merodeaba por las instalaciones. Voy a aclarar que no fui yo, pero alguien lo hizo, el animal fue encontrado con dos balas. Quien lo hizo era un auténtico francotirador con un arma sin permiso para utilizarla, por eso se mantuvo anónimo. El protagonista sería un soldado hábil en la villa.”

En este punto, le volví a ofrecer café y le dije al mecanógrafo que se sirviera uno doble, porque parecía que cabeceaba de sueño. A Leonor la habían estrangulado, una persona que maneja armas con precisión no se rebaja a un procedimiento tan burdo. Me interesaba el arranque, si él realmente contaba con habilidad de tirador y lo disimulaba, saldría fácilmente a la luz. Le pregunté por sus armas favoritas. Respondió que sobre fusiles los Kalashnikov, sin que se mostrara emocionado. El dominio de las armas era requisito en el servicio militar, aunque a él lo asignaron a las tareas administrativas. De inmediato volvió a tema de su amiga.

“Las cartas de Leonor se volvieron esporádicas cuando me dijo que había cambiado de novio, ahora un farmacéutico igual casado, porque este último era celoso y veía criticable que ella estuviera carteándose conmigo, al otro lado del planeta. 

“Corría el año 1973 cuando lloré tres lágrimas en silencio al enterarme que había llegado la autorización donde señalaba el final de mi acuartelamiento. Fue un poco por gusto y otro poco porque extrañaría a los soldados, en especial a Arcadi.

“Juntar el dinero y la ruta de regreso a México fue una aventurera. Cuando regresé la casa de mis padres estaba espantosamente deteriorada, mis hijos no me reconocían por la barba que creció durante el viaje. Era lógico que buscara a viejas amistades.

“Tuve un mal presentimiento, sentí que algo feo había sucedido con Leonor.”

 “Toqué en el departamento de Leonor hace una semana y no contestó. Cuando al segundo día no contestó empecé a preguntar a los vecinos. Una vieja se preocupó porque dijo que ella a diario la ayudaba para sacar su perro porque ella estaba lastimada de una rodilla y le dolía al pasearlo. Por hacer tiempo y ganar la confianza me ofrecí a pasear al perro. Cuando regresé volví a tocar en la puerta de Leonor sin respuesta. Ese edificio tenía conserje que vivía en un cuarto pequeño en la azotea con la familia completa. Le pregunté y negó haber notado algo sospechoso. ¿Alguna visita? Dijo que el novio farmacéutico la frecuentaba. ¿Hace dos noches? El conserje no sabía y, al insistirle, trajo a su esposa, quien afirmó que sí acudió hace dos noches. Abreviaré por la hora que es: ayudados con un cerrajero abrimos junto con un grupo de vecinos. De la triste escena de mi amiga muerta usted debe contar con el detalle y hay muchos testigos. El detalle que he insistido del collar de ámbar estrellado como si lo hubieran azotado en la pared, eso confirmaba un arranque del canalla  casado y celoso. Ya era la madrugada cuando la policía acordonó el departamento. Les insistí desde ese momento que cogieran al farmacéutico, que huiría si no se movían rápido. Respondieron que esperarían a órdenes, pues ya no era un delito infraganti. ¡Cómo odié esa palabra “infraganti”! Sin dormir me aposté oculto cerca de la farmacia, en un café de chinos de esos que abren temprano. Se me ocurrió que si lo golpeaba por sorpresa el rufián confesaría. No tomé en cuenta a dos empleados suyos en la farmacia, así que se volvió un desigual pleito callejero. Cambié de objetivo y todos terminamos en la Delegación, yo acusándolo de la muerte de Leonor y él desviando la atención, suplicando que era un hombre casado e incapaz de un arranque de celos como el que argumenté.

“Hizo una pausa y dio un palmazo sobre la mesa de madera que nos separaba.”

Quien inventa una coartada, a veces la cree tan firmemente que llora y patalea, sufre arrebatos de furia persiguiendo al falso culpable… No se imaginan lo que encuentra uno en esta ruta. Así, que la tarea es distinguir entre lo auténtico y lo fingido, lo absurdo que termina siendo cierto, aparta la hipótesis realista que finaliza victoriosa entre humos artificiales. Mi impresión era que Dimitri sufría por la amiga y seguía furioso contra el farmacéutico. Su coartada de que se indignó y lo esperó al amanecer para liarse a golpes… resultaba convincente. Sin embargo, si en realidad él y Leonor ya eran amantes desde antes de que él volviera a su país, luego de tres años esperaba reconciliarse y hubiera un rechazo, también esas piezas encajarían a la perfección para pintarlo como un culpable que odia a su rival y pretende hundirlo con su propio asesinato. Esa versión era maquiavélica, pero encajaba.  Más aún su insistencia por él abrir el departamento junto con los vecinos le daría una coartada por si aparecían huellas digitales suyas en el sitio, las huellas que no hubiera borrado por descuido. Y si resultara que Dimitri es un KGB y su adiestramiento es superior al que aparenta su relato sobre el servicio militar extemporáneo. Bajo esa segunda hipótesis lo raro es que no haya matado de inmediato al farmacéutico rival. En fin, es difícil atar esos cabos sin más pruebas. En definitiva me debí distraer armando esta hipótesis mental, pues Dimitri se inquietó y sacó un as bajo la manga:

”Mi hermana guarda todo, estuvo feliz de conservar las cartas de Leonor, con ellas comprobarán que el farmacéutico era un despreciable tipo casado y celoso. Antes del crimen era difícil anticipar que era capaz de matarla, pero usted es investigador ¿o no?”

De alguna manera esa coartada era magnífica, aunque también posible que quedaran cabos sueltos. Le pregunté si él le escribía a la ahora difunta:

“Le envié unas cuantas postales. Lo que no se revela con breve precisión… no vale la pena decirlo… Y no lo digo por despreciarla a ella.”

Cuando Dimitri explicó que sí iba a rescatar las cartas, que su hermana accedería a mandar lo paquetes, concluí que con esas evidencias el jefe quedaría satisfecho, pues evitaría líos con la embajada de la URSS. Solté un suspiro de alivio. Para aligerar el ambiente, le pregunté si vería la película El padrino que estaba de moda, mientras ofrecía conseguirle un taxi nocturno. Y siguiendo la ligereza de la plática regresé a la supersticiosa frase de que la felicidad depende de la felicidad del vecino. Me respondió:

“Quien enviuda no es feliz”.

Detuvo sus palabras, noté un temblor en su mano. El taxi había llegado. Quedé sobresaltado conforme él se consideraba un “viudo”, aunque mi jefe preferirá la versión que lo aleje de la embajada.