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sábado, 4 de julio de 2015

LA SOLEDAD DEL TIRADOR DE PENALTIS





Por Carlos Valdés Martín

“Si llegara a presentarse la oportunidad tú lo tirarás.” Eso le dijo el entrenador mientras clavaba ojos turbios en dirección a su garganta. El futbolista tragó desconfianza acumulada y el peso de alguna maldición colectiva (una laguna hinchada con gotas de una generación completa). Seguía gravitando la leyenda, cada día más densa sobre la inutilidad de esos mexicanos para anotar penaltis. Aunque él se había convertido en un profesional y muy exitoso que entrenaba para lograr el gol en cada oportunidad.
Tras esas palabras, él se rascó la cabeza con nervios y advirtió que otros observaban casi con morbo. Lo asaltó una sensación oscura y cosquilleo en la nuca; un cosquilleo nervioso que no sentía desde la adolescencia. Luego de recibir esa futura responsabilidad de tirador designado, nada más que comentar y se retiró meditabundo.
Pasado el trance, en su departamento de lujo, lo comentó con su esposa embarazada. ¿Comentar sus temores sobre su desempeño en el deporte? Casi nunca hacía. Ella no entendía de deportes y solía desviar las conversaciones; aunque no entendiera lo dijo:
—Muchos creen que existe una especie de maldición sobre los tiradores de penaltis cuando México juega en los mundiales, pero voy a demostrar lo contrario.
—A lo mejor sí hay una maldición —soltó una carcajada, inusual en ella— ya sabes cómo son esos de Brasil, a lo peor contratan brujos para lanzar maldiciones; deberías consultar a un contra-brujo de Catemaco, dicen que sí hechizan.
 —Ya estamos concentrados todos los jugadores, no voy a viajar hasta un lejano pueblo —objetó enérgico el marido futbolista— para saciar una superstición.
—Pues quédate con tu maldición; al menos, sí me llevarás con el ginecólogo mañana ¿verdad que sí?
El jugador estrella asintió con la cabeza, entonces ella comenzó a hablar de cólicos y vestidos más amplios para la barriga voluminosa.
Esa misma noche el jugador sintió un peso extraño encima de la cama, sin poder despertarse sentía una masa opresiva y falta de respiración. La percepción fue meridiana: una masa fantasmal lo oprimía en inmovilizaba. En cuanto pudo agitó las manos, pero no gritó. Disipada la sensación, con tiento despertó a su señora:
—¿Sentiste algo raro, cariño?
Los días y noches siguientes transcurrieron sin sucesos extraños.  En los entrenamientos su encargo especial fue practicar tandas extras de tiros penales.
Las hojas del calendario cayeron hasta que comenzaron las rondas eliminatorias del mundial. Una noche la esposa sitió dolores y salieron de emergencia en camino a un hospital, aunque esa velada de tensión enorme resultaría una falsa alarma. Amaneció agotado y agobiado, con una molestia extraña de no recordar alguna pesadilla.
Transcurrió el día sin contratiempos y en la tarde se concentró la selección para el juego decisivo. Ese partido fue disputado y las fuerzas parecían equilibrarse entre los representantes de dos naciones. El marcador de empate prevalecía hacia el final, cuando por una falta del rival, el árbitro la decretó tiro penal. Entonces, surgió el momento temido donde un tiro penalti lo decidiría todo. Era el último minuto del partido y la clasificación dependía de convertir ese tiro en gol.
El delantero recordó la pesadez nocturna y sus temores de una maldición. Todos los tiradores mexicanos en una situación parecida habían fallado antes que él: en la raya de la decisión para alcanzar la siguiente ronda. Los compañeros del equipo se mordieron los labios; el entrenador movió la cabeza en sentido negativo y el público con cien mil gargantas ahogó su nerviosismo en un murmullo estrepitoso.
El jugador imaginó una línea de futbolistas cabizbajos y fracasados, que se mantenían a la distancia. El aire comenzó a volverse denso y sus zapatos pesaban. El portero enemigo hacía muecas fieras y crecía entre sus tres postes de meta. Él colocó la pelota en el manchón destinado, quitó cualquier brizna de pasto que estorbara. El árbitro alejó a los demás del área, levantó la mano y dio un silbatazo para indicar que era momento de desatar al destino.
El aire se tronaba más denso y colmado de augurios; el murmullo de los espectadores se colaba entre los poros. Tomó impulso, juntó sus ganas de lograrlo y, a partir de ese preciso instante, la soledad del tirador de penaltis inundó el estadio.

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