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miércoles, 1 de febrero de 2023

PUNZOCORTANTE ESCENA SANGRIENTA EN MORDOR

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

La señora Remigia se baja del tren metropolitano rumbo a una zona de México que popularmente llaman “Mordor”, cuando una dupla de asaltantes la ha seleccionado de víctima. El pelo entrecano la hace aparecer vieja, que no lo es; además, la estatura baja y figura rechoncha ocultan una musculatura enérgica y reflejos veloces.

Ellos son dos adolescentes con audífonos para escuchar su “corrido tumbado” favorito, mientras ellos se mimetizan con la multitud. Un cómplice avanza de frente y se precipita para distraer con un empujón y la frase “disculpe”; mientras el otro corta con un hábil navajazo la correa de una bolsita que carga Remigia. Para desgracia de todos, el lazo de la bolsita es de cuero con alma de acero, por lo que chirría con el navajazo y no se rompe. Por reflejo instinto, Remigia jala su bolso con una mano y con la otra suelta una cachetada contra el cómplice, dejando un arañazo en la mejilla. En reacción instantánea el otro cómplice empuja a Remigia por la espalda, mientras el abofeteado lanza un certero rodillazo contra el plexo solar de ella, que cae al piso con una costilla dañada.

En un instante los cómplices escapan corriendo entre el gentío del tren metropolitano. En simultáneo una testigo ocular grita: “¡Policía!” y un tercer cómplice se acerca para despistar vociferando que los perpetradores han huido en un sentido contrario al verdadero.

A Remigia le queda el dolor de una diminuta fisura en la costilla y la frustración del asalto. Acude a la oficina del Ministerio Público del Municipio a descargar su frustración, para darse cuenta que del asaltante únicamente sabe la complexión media y tez oscura, que vestía una chamarra parda sin señas particulares y una gorra que le ocultaba el pelo. El funcionario con ojeras oscuras y un diente flojo, que le baila chistoso entre las frases:

—Uy, mi señora santa, con esa falta de datos ¿Cómo se imagina que nuestra policía va a detener a los maleantes?

Ella le rebate que hay cámaras de vigilancia en el subterráneo del tren. El Ministerio siente eso como zasca, entonces le confiesa que esas cámaras subterráneas están descompuestas y concluye:

—Por la famosa austeridad, si ni para reponer llantas de mis patrulleros hay…

Sin resolver las frustraciones, Remigia encuentra que en la Clínica del Seguro Social no hay servicio de rayos X, por lo que no se enterará de qué va su golpe. En una farmacia de medicinas similares, consigue calmantes y pomada para el dolor.

En la noche decide que con su carnicero de confianza conseguirá un cuchillo para defenderla del próximo asaltante que se pase de listo. Un sobrino le consigue los videos sobre defensa personal con arma blanca que encuentra en Youtube. Una faltriquera tipo cangurera con cierre de velcro es idónea para esconder el arma.

Transcurren siete semanas hasta que Remigia consigue el arma blanca adecuada, la funda que se adapte a la cangurera y el ánimo para salir pertrechada de su domicilio. Esa madrugada atravesará el barrio que llaman El Charco, con mala fama de peligroso. Acudirá a visitar a Agustina, su comadre enferma, que le encargó cuidar su gatito mientras está convaleciente. Remigia conserva tantos gratos recuerdos que no se puede negar.

La comadre le invita el Uber y Remigia llega temprano a la casa ubicada al fondo de un callejón de la colonia peligrosa. Su comadre está postrada en cama por la enfermedad de lupus y tiene riesgo de adquirir toxoplasmosis.

Adentro de la casa el ambiente no pertenece al barrio pobre. La comadre ha sabido decorar y dotarse de vistosos enseres modernos, fruto de la laboriosidad y sagacidad de ella. El marido está enrolado en la Guardia Nacional, así que transcurren meses en compañía de mascotas y con ocio para la decoración interior. Luego sobrevino el lupus, así que médico le prescribió deshacerse de sus mascotas.

—Lo menos que puedo es hacerte un desayuno —mientras se olvida que el Uber, dijo que solamente la esperaría unos minutos— de esos “huevos rancheros” que tanto te gustan; hasta traje un frasquito con mi salsa fantástica de chile morita y durazno.

Pasan las horas en plática alegre y persuasiva, recordando desde cuándo se frecuentan. Los sueños de la escuela secundaria, cómo se embarazó Remigia en la preparatoria y que creía nunca se casaría arrastrando un crío. Luego casarse de blanco por la iglesia y que el primer marido se escapara con una cajera del supermercado Walmart. A las comadres les daba por reír y casi llorar con tantos subibajas de la vida.

Al mediodía la calle recibe un sol plomizo y deslumbrante. El detalle es que no ha llegado el Uber y Remigia carga una cajita especial para transportar un gato.

Sentado en el piso de la calle un pandillero suda la cruda de una noche de fiesta y excesos. Para el pandillero —agobiado por la sed acuciante y sensaciones tóxicas— la silueta de Remigia se le imagina una presa fácil. Una hembra de reflejo deslumbrante por la resolana, pero calcula que está inerme. Con lentitud él se incorpora, mete mano a un bolsillo ancho donde esconde una navaja de muelle. El pandillero siente que esa es su calle propia, un territorio que le pertenece y está amparado por la cadena de complicidades de la pandilla, que conecta con narcomenudistas, policías corruptos, lejanos capos de crimen organizado y hasta las cúpulas del gobierno que manda “abrazos y no balazos” en un baile de impunidades.

El pandillero imagina que su botín no lo ha visto y avanza despreocupadamente, pero Remigia está alerta. Ella lleva siete semanas completamente avivada ante cualquier movimiento sospechoso. De inmediato le da la espalda y abre la cangurera de velcro, esculca hasta alcanzar el cuchillo. Deja la caja con la mascota en el suelo. Quita la funda a su arma y la toma con fuerza en su mano diestra. Las escenas de videos le pasan por la mente.

El pandillero avanza en línea recta atravesando el arrollo vehicular. Mira alternativamente al piso y el cuello de su víctima. Ella se coloca de perfil para ocultar su mano diestra, mientras no pierde vista del cuerpo aproximándose.

Por una intuición rara de las que produce un exceso de adrenalina en la sangre, Remigia decide que cruzar la calle en sentido contrario evidenciará las intenciones del sujeto que se aproxima. Con la caja de la mascota en una mano y el cuchillo en otra ella se apura a cruzar la calle y dirigirse hacia el cruce de caminos. El pandillero corrige el rumbo para perseguir a su víctima. Ella incrementa sus sospechas y voltea la cabeza para mirar detalles de la figura hostil.

El pandillero alarga las zancadas para acortar distancias.

Remigia decide que no va a correr. Calcula los tiempos y sabe que estarán justo en la esquina cuando el sospechoso dé alcance. Mantiene el paso, dispuesta para soltar la jaula y girar extendiendo el brazo.

Ella recuerda un video de soldados marines entrenando y piensa: “Amagar a la altura de la cintura con movimientos de media luna”. Con el rabillo del ojo Remigia mira el inminente desenlace.

El pandillero ha estirado el brazo para jalar por el cabello a Remigia cuando mira el reflejo solar en un cuchillo afiladísimo que le corta el antebrazo. No es el miedo, sino la sorpresa lo que entorpece al pandillero, que suelta la navaja de resorte.

Remigia grita:

—¡Cajo! —en vez de decir “¡Carajo!”, como imaginó.

El pandillero responde con una voz que es un bramido infantil, con una larga: “Iiiiiiiiii”. Retrocede dos pasos, mientras la sangre abundante de su brazo lo marea. Él se marea ante su propia sangría y siente la honda debilidad, cuando se descubre collón ante una dama armada. Con la mano intenta obstruir ese líquido rojo y se olvida de atacar.

Él vuelve a bramar con otro largo “iiiiii”. Ella sigue agitando el cuchillo frente a él.

Al instante desde una ventana un vecino grita: “¡Auxilio!” Por mera casualidad, una patrulla da la vuelta para topar con la escena.

Remigia tenía memorizada una coartada para negar un delito y demostrar que su punzocortante no es homicida. Aunque ante el patrullero, ella olvida cualquier disculpa para afirmar con orgullo que sí lo intentó herir: “Directo al infierno con un carajo.”

 

 

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