Por Carlos Valdés Martín
Después de décadas con tratados
de libre comercio y modas de la globalidad, una oleada de nacionalismo le mete
miedo a los mercados mundiales, frustra la Unión Europea y agita la presidencia
de EUA. ¿Algo falló con la globalización? Sí, algo salió terriblemente mal.
Falló cuando ignora el tema nacional y las dificultades de las integraciones colectivas.[1]
Los amigos de la globalidad han apostado por esta falacia: que el mundo
es la premisa mayor, luego todos “estamos” en el mundo, entonces la nación no sirve
pues la sustituye el mundo.[2] Ese
disparate de olvidar a la nación carece de paternidad y no hay rastros de a
quién se le ocurrió, aunque ahora es un disparate muy popular que ha
distorsionado las Políticas Públicas, cuando ha permeado entre dirigentes.
Con esto no pretendo que la
Globalización, en tanto comercio y comunicación mundiales sea una sustancia
mala, sino que la nación y sus manifestaciones continúan existentes hoy como desde
hace un siglo o vente atrás.
Si la discusión se reduce a que
en el fondo la única patria verdadera es
el mundo, que la verdadera familia es la humanidad entera estoy de acuerdo
con la dirección del ideal; pero el ideal global se convierte en una tontería
cuando alguien pretenda que le arrebate la cama a mi señora para mandarla a
cualquier desconocido en una dirección al otro lado del globo, bajo el pretexto
de que vivimos globalizados y deben circular eficientemente los bienes. Si este
sencillo ejemplo de quitarle la cama a mi señora puesto contra la expropiación
enloquecida (típica del comunismo estatista, violatorio del mínimo derecho
humano, pero que también aplica para la seudo-religión de mercado), se
comprende con claridad para el caso individual, pareciera que se ignora en el
tema nacional.
Los tratados comerciales deben servir
para que muchas partes adquieran un contexto comercial adecuado, no para que
las trasnacionales adquieran un título de los “amos del planeta”. Olvidar que
las personas seguirán habitando dentro de fronteras nacionales y que las
migraciones implican procesos de adaptación junto con el respeto de derechos,
trae excesos y disparates. En cualquier hogar se invitaría a un huésped
temporal con cordialidad siempre que existe un mutuo acuerdo, de ahí el
impresionante éxito de la hotelería del “Air B&B”; pero que no se meta
subrepticiamente una persona sin avisarte entre las sombras de la noche a tu
domicilio, porque esa irrupción será aborrecible. Y si al ejemplo le agregamos
cientos de visitantes que entran forzando la puerta de tu domicilio, pues la
situación se volverá harto conflictiva. La diferencia entre migración aceptada
frente a una invasión obligada resulta bastante clara, por eso se regula la
migración por el país receptor. Incluso la emigración forzada (por
circunstancias adversas de guerras y desastres) en grandes grupos de refugiados
se regula y las Naciones Unidas intervienen para aliviar esa clase de crisis.[3] Que las
Comisiones pro Refugiados de la ONU merezcan elogio y subsidios no significa
que cualquiera se desplace de cualquier modo por el planeta y, menos, una masa
de población.
Las entidades entre las que se
mueven las migraciones son naciones, pues casi no quedan territorios vacíos en
el planeta que no se atribuyan. El ignorar el tema nacional por los
representantes políticos empuja hacia terribles dilemas. Quien ha extraviado la
ruta en una carretera desconocida no siente las consecuencias sino minutos,
horas o hasta días más tarde —pero la escala de la cuestión pública suele ser
mayor. Olvidar por completo el tema nacional implica ese extravío completo que
tiempo después resultará en enormes problemas. El extravío de la brújula
nacional de otros países se descubre justo cuando el Presidente norteamericano
Donald Trump despierta su propio interés nacional. La gestión de Trump —con su
discurso tan áspero y falto de diplomacia y tacto— revela la obviedad que cada
nación posee su propio interés y donde el previo acuerdo mutuo no desaparece
los intereses distintos.
Bajo los tratados comerciales
internacionales, la red de comunicación mundial, el tramado de empresas
trasnacionales… era bastante obvio y siempre había estado ahí este dinosaurio:
la nación forma una textura de intereses y perfiles propios de las distintas
comunidades. Afirman los teóricos de la biología que bajo las capas de cerebro
modernas poseemos un sistema animal diferenciado que llaman reptiliano, después uno intermedio que
corresponde a los mamíferos (límbico)
y sobre de ellos la capa final del desarrollo humano (neo-córtex). En esta metáfora, la nación tampoco abarca la
estructura más elemental, abajo está la familia, con sus variaciones y más
básico el individuo, a su lado lo genérico “social”, pero el fenómeno nacional resulta
crucial para la organización en comunidades políticas. A la fecha, la nación posee
el monopolio de la soberanía, por ese motivo, olvidar la nación se convierte en
un error crucial.
La corrección del olvido nacional
no recomienda una vuelta al nacionalismo simplón ni a la xenofobia. Como en la
medicina, la dosis correcta entre
nacionalismo y apertura exterior (con bienvenida a corrientes foráneas) marca
una clave de la salud política. Aunque la cantidad sea un tema a debatir y
cambiando en el tiempo, recordemos que siempre cualquier medicina se expide definiendo
su cantidad. Incluso existe una rama de la medicina dedicada a definir la
cantidad correcta en que se administra y se llama “posología”. En efecto, el dilema no es entre cero nacionalismo contra
cien por ciento de nacionalismo, sino ¿cuál es la cantidad correcta de
nacionalismo para que funcione sanamente cada país?
La dosis cero de nacionalismo
implica perder la ruta política al pretender una igualación entre el interés
nacional y el extranjero; una sobredosis
nos trae disparates como los excesos del ultra etarra, que plantaba bombas por clamar
una patria separada (burda imitación de lo que sucedió exitosamente con el
independentismo y la descolonización). La dosis no es la misma para países
distintos y épocas diferentes. Los ejemplos de las sobredosis nacionalistas
resultan ampliamente conocidos, aunque algunos casos son engañosos, por ejemplo
Stalin disfrazaba su nacionalismo
gran ruso bajo la máscara de internacionalismo proletario.
Hay evidencia bastante de que
existen intereses específicos de las poblaciones nacionales y un afán de
mantener sus perfiles culturales locales, junto con fenómenos económicos y de
comunicación. Las políticas públicas deben mantener una brújula precisa para
satisfacer los fundamentos de la soberanía, con los contextos internacionales.
Esconder la cabeza bajo la tierra, en la política del avestruz, no solucionará
las contradicciones ni las especificidades nacionales. Los proyectos de
integración que no ofrezcan bastante a las naciones en términos de identidad y
respeto, están bajo riesgo de estallar en conflictos de viejos o nuevos
nacionalismos. Entregar dinero o promesas de mejores empleos a cambio de abatir
las naciones, al final terminará despertando los rencores contra las promesas
vagas. La Unión Europea no ha terminado de cristalizar, justo cuando algunas “old nations” sienten que la
globalización las aproxima al peligroso acantilado en un canto de sirenas.
NOTAS:
[1]
El título original fue “Los nacionalismos que matáis gozan de cabal salud”, parafrasea
la cita: “Los muertos que matáis gozan de cabal salud”. Sobre la cual existe
una discusión sobre su autoría, pues desde el siglo de oro español se ha
manoseado.
[2]
La verdad de que la interconexión es una ventaja (las naciones ricas poseen un
comercio exterior impetuoso) se exagera para crear una falacia, que desaparece
la parte-nacional en el todo-global. Y el comercio exterior no implica a toda
la relación inter-nacional.
[3]
La escala de los acontecimientos sí importa. ¿Qué diferencia a un gato mascota
de un tigre peligroso? En esencia, el tamaño sí importa.
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