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jueves, 23 de febrero de 2023

EXAMEN DE INOCENCIA

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

Estaba bajo amenaza de expulsión y no lo entendía, lo tomaba a broma. Braulio ignoró las advertencias del “sentido común”, cuando guardaba en la mochila un tesoro inesperado ¿Quién no se intoxica con una fortuna encontrada por casualidad? El estudiante Braulio era impulsivo, rayando en lo absurdo y, para su infortunio, le desagradaba a la directora, doña Catalina, la dueña de la escuela. Si, en verdad, Braulio estaba advertido: por reincidencia con la próxima falta, le llegaría su expulsión definitiva. Los alumnos aplicados del liceo recelábamos de los desplantes de Braulio y nos aconsejábamos.

Era una escuela secundaria, con alumnos entre los doce y quince años, de concurrencia mixta. Su estatuto académico era privado, sin demasiadas pretensiones económicas, que presumía de un nivel exigente y con estándares pedagógico alternativos.

Entre los maestros de la escuela secundaria Alexis llevaba un récord extraño. Él era quien más amenazaba, aunque no cumplía con los castigos, por lo mismo su prestigio resultó ambiguo. Afirmaba cuestiones raras como que dormía en una cama de clavos y que su cabecera era de piedra bruta. Presumía que cursaba una maestría y que hasta los licenciados eran mediocres frente a los cursos “muy superiores”. Lanzaba bromas hirientes para quien no entendía sus clases de biología, como que la leche es blanca por causa de los “cerebros de mosquito devorados por las vacas”, mientras un buey se sobaba a sus espaldas. Para Braulio ese maestro susurró que había preparado una cuerda de horca suavizada con manteca de cerdo. Platicar sobre animales le afilaba el sentido del sarcasmo.

En eso sonó la chicharra y comenzó el recreo. Era lo más alentador después la clase del maestro Alexis, que impartía justo antes del recreo del mediodía. El patio retumbaba con griteríos, brincos y alharacas. Bajo la algarabía de la hora de recreación se integraban los grupos afines, ya sea para compartir almuerzos, jugar desafíos, contar novedades o compartir información del gremio estudiantil. Los aficionados al deporte nos juntábamos en el extremo del patio escolar, donde botaban las pelotas según la temporada. Predominaba el fútbol de coladeras o a escala entre el grupo deportista. Además, el maestro de deportes nos hacía encargos para que aprendiéramos otras disciplinas deportivas como voleibol y básquetbol, para lo cual había dos canastas de prácticas.

Braulio se juntaba con un grupo de no deportistas, integrado en un trío de lo que después se llamarían looser (por influjo del inglés). Ellos preferían almorzar con calma, intercambiando sándwiches, tortas, fruta y golosinas que traían desde sus casas. Lo otro que les entretenía más a esos looser eran las revistas cómicas y de historietas del momento, con tantas variedades dispares como Archie, Memín Pingüin, Disneylandia, La Familia Burrón, Duda, el Libro vaquero, Lágrimas y risas, Fantomas… Ellos preferían sentarse en una banca de cemento junto a un muro gris, que recibía la frescura de un árbol de laurel frondoso. Ese día el grupo looser rompió su rutina y se dirigió a la zona de deportistas, la cual está alejada de la vista del prefecto.

Para asuntos confidenciales los alumnos hacíamos bolita (los pochos decían: team-back) y se encargaba a uno de vigía. Nos juntamos los deportistas y los loosers para recibir una tremenda novedad de Braulio. El maestro Alexis olvidó en el escritorio un folder conteniendo el examen final del curso de Biología. Braulio afirmaba que venía dificilísimo.  

—Viene un examen con saña, es para tronar a todos. Esta vez nadie pasará ni de panzazo.

Varios dudamos que fuera cierta esa versión, así que él invitó a una visita urgente para comprobarlo en su casa. Su hogar estaba cerca de la escuela. La visita no sería difícil, bastaba pretextar alguna tarea apremiante. Así, que se formó una comisión.

Braulio tenía un perro simpático, era uno de raza dóberman color café con manchas, que llamaba Bozo, como un payaso popular. Por más que esa raza tenía mala fama por agresiva, este animal era dócil y hasta cariñoso. Por la urgencia, esa misma tarde dos colegiales conseguimos permiso para visitarlo, bajo pretexto de una tarea que él tenía el apunte, porque no nos dio tiempo de copiar el pizarrón y alguien se adelantó con un borrador. Allá la dificultad era que Marcela, la única hermana carnal de Braulio, cinco años mayor, era metiche y le jugaba en contra, así que aguardamos a que se metiera en su habitación a ver la televisión.

Reunidos en su habitación Braulio demostró que había ocultado con cuidado su “tesoro”, arriba del closet, sobre una repisa alta, disimulado entre unas revistas usadas, reunidas en una caja. Fue sacando las revistas una a una:

El Santo contra las momias; Rarotonga, reina del África; Pato Donald viaja por el mundo; la Pequeña Lulu se escapa; Fantomas la amenaza elegante; un Asterix empastado… Y el secreto mejor guardado de la Isla Pirata.

Agitó en el aire un folder caqui que traía unas hojas engrapadas, que salieron volando con la agitación.

—Bruto, que lo rompes.

—Son papeles, nada les pasa.

Los tres no sentamos sobre la cama de Braulio para ver el examen sustraído. Eran hojas blancas tamaño carta, con un rótulo en plumón rojo de encabezado que sí apuntaba “Examen Final de Biología.” De inmediato comenzaban líneas trazadas a mano, con un número y guion a la derecha. Algunas eran preguntas directas y otras eran acompañadas de alternativas. Las preguntas sencillas eran del tipo “¿Cuáles son los aminoácidos del ADN?” o “Diferencias entre fanerógamas y criptógamas”. Luego había otras de las cuales desconocíamos el significado de las palabras, como “partogénesis en haploides”; “ciclo de los licopodios”; etc.

En la última hoja había un letrero inexplicable, con letras más grandes y rojas: “T-amo Mar”. Seguido de un corazón dibujado en dos trazos curvos. Lo más extraño era que parecía escrito con lápiz labial. Estábamos tan absortos y atemorizados que no prestamos suficiente atención a ese último letrero.

El primer impulso fue copiar el examen completo, porque llevarlo a fotocopiar lo consideramos demasiado arriesgado y, además, confirmaría el hurto del examen. Platicamos mientras decidíamos qué era lo correcto y la opción de deshacer el enredo.

—Ahora sí nos reventó el maestro, mira que hasta parece amable —lamentó Edgar—. Si lo copiamos y estudiamos, cuando la mayoría no lo hemos ni visto en clase, será tan obvio responder bien. Sería tan obvio.

—Miren —les comenté— al final del escrito viene una fecha; esa debe ser la fecha del examen final.

Discutimos si correspondía al calendario escolar y parecía coincidir. Discutimos si era la letra del maestro Alexis y la comparamos con unos recados y observaciones a las tareas. En todo, esa letra era idéntica.

—Y lo tenemos que devolver lo más pronto, porque cuando se dé cuenta que perdió el examen con seguridad lo cambia por un más morrocotudo de difícil.

Utilizamos el cuaderno rayado de Edgar para hacer anotaciones sobre el examen. Luego arrancamos las hojas por precaución. Y discutimos cómo devolverlo, considerando que sería fácil al menos que el encargado se pusiera nervioso. En cuanto el maestro Alexis dejara sus cuadernos sobre el escritorio del salón, bastaría con que dos alumnos comenzaran una pelea en el pasillo para que el maestro corriera a calmarlos. Ese tipo de situaciones habían sucedido en ocasiones anteriores, así que confiábamos en que se repitiera artificialmente.

—Deben hacerlo Toño y el Cochinilla, de por sí son escandalosos y de mucha confianza, que esto no se sepa.

—¿Entonces lo mejor es devolverlo al maestro Alexis? ¿No hay duda?

Seguimos discutiendo qué hacer. El plan acordado era la única alternativa, al mismo tiempo, honorable y razonable.

Que un maestro hiciera un examen diferente a lo estudiado en clases, para los alumnos se consideraba una falta y acto de villanía desproporcionada. Bajo la óptica de lo desproporcionado de un examen imposible, el hecho de enterarse de un examen perdido por casualidad no parecía una falta moral, a menos que lo descubrieran los maestros. Porque si los maestros descubrían la sustracción sí había consecuencias. Ninguno dudaba que Braulio terminaría expulsado y a él ninguno le tenía enojo. Anticipar su expulsión provocaba conmiseración. Bajo tal amenaza parecía mejor no estudiar ni difundir ese examen. La única opción resultaba en devolver con urgencia el texto. La explicación ante los demás alumnos era algo que discutimos hasta tarde. Lo verosímil fue un examen de la licenciatura universitaria y no para nuestro nivel.

Después estaba el qué hacer en caso de que sí recibiéramos un examen dificilísimo y eso no lo alcanzamos a acordar. Lo importante era “borrar huellas” y que no expulsaran a Braulio como autor material. Urgía regresar la situación a su punto original, antes de la sustracción. La idea de devolverlo fue de Edgar. De momento pareció genial, con una mezcla de valentía y astucia digna de la Odisea.

Como al “mal paso hay que darle prisa”, el día de la devolución llegó en la misma semana.

El Toño y el Cochinilla se comportaron a la altura, pero lo demás hubo una falla de ejecución. El Cochinilla el gritó al Toño que le birló su torta y se la había comido. Gritaron y se jalonearon de los suéteres, amenazando con pelear. De inmediato salió Alexis para regañarlos y obligarlos a entrar a la clase. La calma volvió tan rápido, que Edgar se puso nervioso y no colocó bien el folder bajo los libros y cuadernos de Alexis, dejando el folder solamente sobre el escritorio, sin cubrirlo.

En ese mismo momento Alexis notó la alteración de papeles y miró el contenido del folder. El maestro miró alrededor del salón con un tono retador, mientras los alumnos terminaban de ocupar sus lugares.

—¿Quién me dejó un presente en el escritorio? Que levante la mano, se merece una recompensa.

Con lo acostumbrado a las ironías de ese maestro, el resto del salón de clases no entendió nada. En un instante Alexis cambió de opinión y distrajo la atención del grupo en otra dirección.  

—¡Olvídenlo! Vamos a la clase, abran su cuaderno de Biología en la página 67, donde viene la anatomía de las flores.

Impartió la clase con mucha energía, como si estuviera en una carrera. No dio oportunidad a que algún alumno preguntara sobre qué “presente” habló al comienzo de la sesión. Salió corriendo al sonar la chicharra, cuidando de no dejar nada en el escritorio.

El temido chisme no llegó a la dirección. Regularmente Braulio sí se acordaba de la complicidad, se acercaba a mí y a Edgar para refrendar un recuerdo. Proponía que estudiáramos juntos, que lo visitáramos. Por mi parte, accedí a visitarlo. En una de esas visitas me enteré que Marcela estudiaba en la misma escuela superior de Biología que nuestro profesor.

A partir de esa revelación, puse en duda la versión de Braulio sobre cómo obtuvo el examen. En la perspectiva de que su hermana y el profesor se conocían surgía un cosmos de posibilidades para hacer llegar un examen de biología rematado con un recado amoroso. Por otro lado, parecía un disparate que la hermana tuviera un examen universitario de Alexis y aprovechara para mandarle un recado romántico por medio de los alumnos de secundaria que no tenían ni idea de qué se traían entre ellos. Por mi cabeza pasaron hipótesis más descabelladas para unir a Alexis y Marcela, lo cual hacía más difícil abrir el tema con Braulio. Opté por el silencio hasta no tener algún indicio concluyente.

Braulio quedó molesto ante mi negativa para estudiar juntos, mientras exigía que ninguno contestara perfecto el examen, porque eso evidenciaría la falta.

Transcurrieron dos meses hasta la llegada del temido examen final. El examen final no tenía ninguna relación con lo descubierto por Braulio. El maestro Alexis preguntó únicamente lo expuesto en el salón de clases. Entre los 20 incisos del examen final no había complicaciones ni preguntas capciosas. Nada de preguntas extrañas sobre “partogénesis en haploides”.

Por un pacto explícito, para ratificar nuestra inocencia, los tres que tuvimos a la vista el examen sustraído, teníamos el compromiso de dejar alguna respuesta intencionadamente incorrecta. Edgar no cumplió con ese pacto. Cuando le pedimos una explicación a Edgar, recitó un verso para el 28 de diciembre:

—“Inocente palomita que te has dejado engañar, hoy por ser día de los inocentes, nada se debe prestar”.

Luego supimos que él estaba buscando una beca por buenas calificaciones.

Años después coincidí en una fiesta con el maestro Alexis. Comentamos las anécdotas de cuando él fue nuestro profesor. De modo inevitable le confesé la anécdota del examen devuelto. Él negó con la cabeza diciendo:

—Esa Marcela era tremenda, mira que engañarlos para mandarme un recado.

Cuando lo cuestioné si habían relacionado íntimamente, Alexis negó con la cabeza, pero se le encarnaron las mejillas, signo exagerado de quien falla al mentir.

 

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