sábado, 23 de octubre de 2010
EL DESIERTO Y EL ANHELO DE “TIERRA PROMETIDA”
Por Carlos Valdés Martín
A la orilla
Colocados a la orilla, con los pies firmes todavía aferrados ante el desfiladero terrible, provoca expectativa y asombro. Esa vastedad de arenas parece imposible de atravesar, esa hostilidad hundiéndose hasta la lejanía, que permanece atrapada entre el sol y el calor insoportables. Esta visión tan seca como deslumbrante nos entrega la ironía de una conversión en lo contrario, pues, en distinta situación, el sol y su calor se sienten como agentes naturales benditos, y al astro rey las religiones y mitos lo honran unánimes. El calor posee el magnetismo originario de los cuerpos, la búsqueda instintiva de una satisfacción cutánea, pero en el Desierto el sol se convierte en herida y el calor en quemadura.
Desde una orilla segura, la vista de Desierto nos invita a alejarnos, a mantenernos con cautela dentro de la zona de sobrevivencia.
Y cuando rebasamos la orilla, pasamos el umbral, quizá por descuido, entonces tomamos conciencia de esa naturaleza hostil. Ya adentrados en mitad de la zona desértica aparece en todas direcciones una naturaleza diseñada para animales distintos a los humanos, nuestra fragilidad se hace patente con cada gota de sudor. Con un rápido golpe de vista descubrimos que un Desierto circundante dibuja la antítesis del Edén; y si desconociéramos la posibilidad de un Paraíso, por una deducción de contrarios, imaginamos un territorio sin esas arenas infinitas ni soles ardientes. Acosados por el Desierto al Paraíso lo percibimos como un oasis bendito.
Los habitantes permanentes del Desierto hacen el prodigio alquímico con su entorno, pues al hostil oro de las arenas lo convierten en elixir de sobrevivencia. La adaptación humana al Desierto, vista sin cuidado parece un milagro más enigmático que los relatos de milagros bíblicos.
En este texto se revela el efecto que la vivencia y la idea del Desierto generan sobre la interpretación y la apropiación de las tierras para los pueblos. En particular, la experiencia o la presencia del Desierto resulta un eficaz catalizador para generar la visión de una Tierra Prometida, esa contraparte de vida casi utópica para los pueblos. Luego de la adversidad aparece un espejismo, ya convertido (más temprano que tarde) en realidad.
El Desierto como el Mal, en los pueblos fronterizos: egipcios versus Seth
La verdad puede comenzar con una exageración y luego el exceso, cuando tropieza con su límite, nos regresa un conocimiento. Quizá la simplificación egipcia proviene de un efecto de geografía, pues ellos simplifican y colocan a Seth en una posición completamente ruin, el dios desértico asesina a su hermano y no contento con su acto fratricida, también desmiembra a su víctima, repartiéndolo en escondrijos separados para garantizar su aniquilación . El mítico ingenio de Isis le permite rescatar las partes del asesinado y obtener una fórmula mágica para reintegrar a su hermano, pero el remedio lo terminará confinando al reino de los muertos, donde gobierna los destinos.
En esta perspectiva, el Desierto no posee funciones benéficas, pues el pueblo del Nilo prefiere asentarse en la fértil orilla, a salvo de las inclemencias subsaharianas. Luego de muchos siglos como agriculturas y ciudadanos, los egipcios no sentían atracción por las quemantes arenas y la distancia ante Seth parecía la actitud más sana. Al Desierto además le atribuían aires maléficos y las fuentes de las enfermedades, arrastradas junto con las molestas tormentas de arena.
Como tentación: proyección psicológica
Con el mismo magnetismo paradójico de las otras regiones remotas para la imaginación, estas tierras resultan apropiadas para proyecciones mentales extrañas, particularmente para los deseos y las amenazas. Entonces el Desierto, la contrario a su evidencia física, resulta un espacio adecuado para las aventuras ideadas por nuestra mente, ya sea con conquistas amorosas o peligros descomunales. Para la psicología, tales narraciones de seducciones y monstruos resultan efecto de una proyección comprensible, para la mitología reflejan el traspaso de un umbral misterioso.
Dice Campbell: “Las regiones de lo desconocido (desiertos, selvas, ma¬res profundos, tierras extrañas, etc.) son libre campo para la proyección de los contenidos inconscientes. La libido incestuosa y la “destrudo” (el “tánatos” nota CVM) parricida, son reflejadas en con¬tra del individuo y de su sociedad en forma que sugieren tratamientos de violencia y peligrosos y complicados pla¬ceres; no sólo como ogros sino como sirenas de belleza misteriosamente seductora y nostálgica.” Esta revelación nos indica que los territorios del Desierto (a manera de ocasional paradoja) abren las puertas de la imaginación para libido y tanatos, en manifestaciones más intensas, de tal manera que sobre el fondo de tal territorio, las operaciones creativas se acentúan. En el Desierto imaginamos una operación tanto de purificación como de tentación, tanto de fragua como de aniquilación.
Escenario para el Asceta
Conforme se establece una vocación y mentalidad de asceta, resulta el Desierto su telón de fondo más propicio. Lo podemos complementar con la caverna definida como signo de reclusión voluntaria y encierro de la persona hasta lo más hondo de su existencia solitaria. Y el asceta perfecto ha de moverse entre la oscuridad absoluta de la caverna y la planicie insondable del Desierto circundante, así estableciendo los dos polos de una vocación unitaria: expiar en soledad para escapar de este mundo terrenal. La oscuridad y el sol se combinan como dos probetas alquímicas para ofrecer una purificación mental, proveedoras de dos resequedades (la desecación agua y la sequía de la luz, nacida de la oscuridad voluntaria) más allá de lo humanamente posible, para adentrarse a un espacio místico.
Mientra el buscador de oro se adentra por las arenas desérticas, jurando que representan un espacio transitorio, del cual escapará victorioso, por su parte el asceta no pretende desconocer la adversidad desértica. El asceta busca ese escenario y lo dignifica como método de martirio y purificación, pues la falta de vegetación es una garantía para reducir las tentaciones al mínimo, y hasta un factor para anularlas por completo. Al contrario del ciudadano normal que incrementa sus proyecciones mentales en un escenario vacío, el asceta pretende que el vacío se mantenga inalterado, y que su mente sea la contagiada por ese “nihil”. Por eso el asceta escapando de tentaciones y de cargas materiales, en contra-flujo del pensamiento cotidiano y los perfumes de la civilización, se arrincona para protegerse de la carne y de la abundancia, esculpiendo con rudeza su perfil de paria volitivo. De manera completamente voluntaria y buscando una ganancia metafísica el asceta demuestra que existe un sendero contrario al ordinario de los intereses y la economía, un contraflujo frente a la utilidad cotidiana. Por más que sea una huella de excepción, el asceta se esconde como cargando una culpa, la vergüenza de mostrar la ciudadano normal que la obligación de la existencia, además de pesada puede también ser superflua. Así, en el calcinante ambiente del Desierto, en algún ventarrón agresivo la “pneuma” del asceta se identifica con el súbito destino de las arenas superficiales y saldrá volando del cuerpo, como protesta del instinto hedonista que reniega de una existencia reducida al nivel de la hojarasca.
Como terror primero
Siguiendo con la figura de Seth, el dios del Desierto, su compleja imagen ya nos presenta la idea de enfrentamiento ante un terror indefinido. La complejidad de su representación egipcia con una cabeza de animal indefinible nos transporta hasta una región de las mixturas no asimilables por la forma. La simple composición de un animal y ser humano permitía una imagen sincrética, y hasta positiva cuando se admiraba al animal, como los centauros y hombres-tigre, pero su mixtura con un glifo abigarrado no busca asimilarse. La esfinge causa terror a los griegos, la gárgola a los góticos, el demonio a los cristianos… casi por regla una mixtura semi-animal con humano abre una expresión de la zona del miedo, un área de las emociones deslizándose hacia la oscura puerta del pánico. La unidad entre esa figura de Seth con el complejo animal, nos permite asociar directamente el Desierto con el terror. También las otras cualidades de Seth como dios de la guerra, las tormentas y la violencia, van en el mismo sentido, pues el terror y las emociones destructivas las localizan los egipcios y hebreos en el Desierto .
También en el éxodo hebreo el Desierto, luego de la huida de Egipto, se comporta como el gran castigo. Ese territorio, en sí mismo es punitivo y fuente de fatalidad, el anhelo por escapar del ambiente hostil será un motor evidente para buscar una tierra prometida por su Dios. El Desierto es un castigo y el morir en su ámbito representa un gran castigo; de hecho la narración indica que muere la generación del Desierto y Moisés no alcaza la tierra prometida. De ahí, se desprende que el Desierto implica el tránsito de la muerte, del cual se debe escapar mediante la fe y los milagros monoteístas.
Como forja: aztecas
En un pasaje del Zarathustra, Nietzsche muestra que la visión del Desierto como una forja para el espíritu sigue siendo una imagen corriente y efectiva, incluso entre los pueblos donde no existen las regiones desérticas. Bastan los relatos lejanos para observar el gran efecto moral y emotivo provocado por los Desiertos. Nos dice: “Veraz - así llamo yo a quien se marcha a desiertos sin dioses y ha hecho pedazos su corazón venerador.
En medio de la arena amarilla, y quemado por el sol, ciertamente mira a hurtadillas, sediento, hacia los oasis abundantes en fuentes, en donde seres vivos reposan bajo oscuros árboles.
Pero su sed no le persuade a hacerse igual a aquellos comodones: pues donde hay oasis, allí hay también imágenes de ídolos.
Hambrienta, violenta, solitaria, sin dios: así es como se quiere a sí misma la voluntad leonina.
Emancipada de la felicidad de los siervos, redimida de dioses y adoraciones, impávida y pavorosa, grande y solitaria: así es la voluntad del veraz.
En el desierto han habitado desde siempre los veraces, los espíritus libres, como señores del desierto; pero en las ciudades habitan los bien alimentados y famosos sabios, - los animales de tiro.”
El filósofo se imagina leones habitando el desierto, entre las arenas rugiendo las fieras del espíritu, rechazando las tentaciones de la comodidad y entregados a su ascetismo voluntario. Tras los elementos contrapuestos del Desierto, se genera el efecto de una fragua, y los elementos antagónicos deberían fortalecer el espíritu. No en balde las grandes religiones monoteístas provienen del Desierto, incluyendo la sobrevivencia entre la adversidad. Tras la forja severa del Desierto emergen los profetas.
El misterioso arte de la producción en el Desierto
El bosquimano se convirtió en un pueblo de cuerpo menudo, ágil y resistente, bien adaptado al extremo del Desierto de Kalahari. En una zona agreste y casi carente de vida, ese pueblo ha mostrado una capacidad extraordinaria de adaptación, inventando recursos y conservando técnicas ancestrales para obtener los medios de vida dentro de un entorno casi imposible. Sobrevivir en ese entorno seco y hostil parece una hazaña, que se convierte en vida cotidiana, al menos el agua y el alimento debe producirse cada día, arrancándolo de rincones increíbles, arañando madrigueras de animales y termitas, succionando la entraña de la tierra.
Y en mitad de esa imagen de una casi escasez absoluta se crean los diversos componentes de una sociedad humana, pues ellos se mantienen como grupo, establecen sus lazos familiares, definen su cultura, conservan sus tradiciones y creencias, estableciendo un sentido definido para sus existencias.
La escasez casi absoluta de recursos económico pareciera ofrecer una frontera final para la imaginación literaria (afín al náufrago, el extraviado…) y hasta sociológica, pero no doblega a sus habitantes, quienes convierten ese extremo en una rutina a la cual están perfectamente amoldados. Y al quedar inmersos en el Desierto los bosquimanos ya no sienten el efecto de una hostilidad tremenda, sino que el Desierto se ha convertido en el agua para el pez. Han sido los pueblos fronterizos (egipcios, israelitas…), quienes entran y salen del Desierto, quienes despiertan y mantienen la aguda conciencia de esa hostilidad desértica contra la existencia.
Y bajo esa perspectiva del fuereño, el arte de producir vida dentro del Desierto es tan misterioso que se atribuye a una intervención milagrosa, mediante la creación del maná que salvó a los israelitas, escapando por la travesía del Sinaí. A la distancia, ese simple aferrarse a la existencia en medio de la resequedad más extrema nos parece tan imposible como milagroso.
Como imagen para los ciudadanos no desérticos
Cuando los pueblos habitan alejados por completo del código rigorista del Desierto, esa planicie seca les resulta una imagen divertida, con un encanto de espejo reseco y sin complicaciones. La imaginación del estilo “Western” ha demostrado esa situación, porque la imagen supuesta del Cowboy se convierte en un artículo de consumo fácil entre población ajenas al rigor del Desierto.
La simple visión de la resequedad unida con el duelo a muerte generan un discurso coherente; el Desierto del espíritu y la pobreza imaginativa parecen entrelazar una imagen de individuo moderno que se alegra con narraciones de forajidos y sheriffs que se enfrentan al mediodía, en encrucijadas polvorientas. En fin, la existencia de ese discurso imaginario del Western habla más de la mentalidad y psicología del consumidor urbano, el habitante de la selvática urbe de concreto y acero que del habitante original de las rancherías durante los años de la colonización.
Desde la cómoda distancia mental del ciudadano urbano, la mítica movilidad libre del Cowboy y las amplitudes desérticas parecen un vergel de libres desplazamientos, en vez de un erial de miserias, esa zona parece una autopista para correr libre a caballo, sin preocuparse de nada. Asimismo, el acceso cinematográfico a las armas permite al espectador urbano imaginarse desplazándose en un código primitivo, de matar o morir, en una violencia anodina pero adosada con un código de honor simple: el pistolero más rápido sobrevive.
La combinación de la aridez, la amplitud y el duelo a muerte constante, nos indica una modalidad de escasez emotiva, un ansia de mantenerse exterior a las preocupaciones modernas y las perspectivas complejas, adheridos a un simple signo de machismo (una simplificación axiológica). Y en este análisis quedan de lado las cualidades positivas y el aliento nacionalista de muchos relatos de vaqueros, porque ese discurso del Western llegó a convertirse en una parte integrante del pasado nacional norteamericano (la leyenda de los primero pobladores rústicos, tan típica de las naciones modernas).
El sublime: Kant
Con una perspectiva más amplia, más hondamente estética, casi diríamos una vista embriagada con el perfume de la belleza, cambia el horizonte. El Desierto, embellecido con la mirada desde la estética, nos revela nuevas cualidades, ahora resulta el portador de un nuevo tipo de belleza. Entonces el agudo filósofo Kant, flotando sobre el plácido lago de lo bello, descubre un enfoque más próximo a la sensibilidad romántica, distinta de la apreciación clásica, y nos propone la categoría de lo sublime para comprender el arte.
Dice: “Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico, a lo segundo lo noble, y a lo último lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica. / De ahí que los grandes, vastos desiertos, como el inmenso Chamo en la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto terribles sombras, duendes y fantasmas. / Lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado.” En este orden de impresión estética, el Desierto corresponde con mucha exactitud al concepto de lo sublime pues impresiona con un dejo de terror o melancolía, es enorme y sencillo. Incluso pareciera que tal idea de lo sublime estuviera dedicado al Desierto impresionando con su belleza al alma, pero no resulta así. Asimismo, por una evidente asociación de ideas, el Desierto ofrece la imagen de la soledad, el escenario adecuado para provocar el aislamiento y un recordatorio de un destino singular.
Esto nos sirve para alertarnos respecto de la complejidad del Desierto y no caer en una interpretación simplista como si este fenómeno encarnara al mal. Su lado hostil y siniestro, también ha de utilizarse como una plataforma para extraer las fuerzas vitales y una emoción artística, generando la paradoja de una revitalización por medio de la sequedad.
Hacia una economía de la escasez perfecta
¿Puede existir una teoría y práctica de la economía de la escasez perfecta? Parece una imposibilidad, como una geometría sostenida por la ausencia completa de espacio o una matemática de los no-números. El caso resulta tan extraño porque la economía comienza por la riqueza, el valor, los bienes, la producción o algún extremo que considere estos elementos de manera directa (el producto de un país, el ingreso de la población) o indirecta (la finanzas y su especulación, los sistemas contables, las leyes sobre el comercio, etc.). Si dejamos por vacía la referencia al objeto económico pareciera inútil entretenerse imaginando algún tipo de teoría sobre economía.
Asumiendo la condición extrema, entonces no existen productos sobrantes para entregar en mercancías, no existe le ciclo agrícola entonces, no se conservan los granos, ni hay productos para heredar hacia un posterior ciclo productivo, tampoco tiene sentido la cuenta de lo acopiado, ni resulta útil un objeto (o convención social y legal) como medida de cambio… Sin alcanzar un vacío económico perfecto, quedan unos pocos bienes a considerar como económicos que se mantienen: las herramientas de caza como el arco y la flecha, los recipientes del agua y la cocina, unos leños con usos múltiples, una minúscula prenda de ropa, el rústico telar manual para confeccionar la ropa… Bastan esos pocos elementos para que no esté evaporada la economía, por tanto no resulta inviable una teoría de escasez perfecta.
Sin embargo, la existencia del bosquimano presenta algunos elementos para el cuadro de una “escasez perfecta”. Debajo de esa imagen de “los pueblos sin historia”, entre estas tribus ni siquiera la intención de crear un desarrollo, no existen modalidades de acumulación de capital, la más simple de las reproducciones es la única vía abierta. En medio de esa hostilidad ambiental no existe una tendencia al crecimiento poblacional, por unos pocos miembros de más y las tribus se dividen, y cada fracción sigue su vía seminómada para buscar el sustento.
La condición proletaria o paria se identifica con esta escasez del habitante desértico, y por una ironía de las distancias superadas, el moderno desheredado de una sociedad rica se identifica con el bosquimano acosado por la dureza del ambiente. Pero el entendimiento tribal proporciona resignación, y los bravos habitantes de las arenas habitan como presos en una jaula de la cual no están interesados escapar, mientras el ciudadano moderno se irrita contra su entorno, siente un hostigamiento y una opresión por una miseria artificial. La adversidad natural se acepta como destino, pero la adversidad provocada por un sistema social genera un descontento contra el sello artificioso de una desgracia.
Casi epílogo el Desierto como apetito: la imagen y el derecho a una Tierra Prometida
La ansiedad y hasta agresividad militar por lograr tierras fértiles queda justificada (en el claroscuro de la ideología) por la aterradora imagen del Desierto. El designio del buscador de una nueva tierra no resulta plenamente comprensible mientras no identifiquemos el interior de esta condición, porque existe urgencia vital de los nómadas desérticos. El hambre aguda de tierras emerge luego de la experiencia del Desierto, pues la experiencia de una geografía extrema genera una presión en contrasentido. La vivencia al borde de la muerte, la aguda sed y el quemante rayo solar son ingredientes para avivar un deseo, un anhelo de bienestar en la mitad de otro ambiente más benigno. Bajo la traumática experiencia de la existencia reseca entre arenas calcinantes, las zonas fértiles y templadas funcionan como un imán paradisiaco, pero ese poderoso efecto se perdería con rapidez sin el recuerdo permanente de la difícil travesía desértica. Pareciera que los aztecas conservaron la memoria de una traumática travesía desde la mítica Aztlán hasta Tenochtitlán, pero después de la conquista española los aztecas perdieron ese recuerdo para contentarse con la cosmogonía cristiana. Por su parte, el pueblo judío conservó cuidadosamente la memoria de la hostilidad de las arenas como parte de su cultura religiosa y la integró a su voluntad de vivir y poseer tierras; y tras una odisea milenaria esa voluntad persistente recobró su ímpetu luego de siglos de diáspora. En este tema, pareciera mantener su vigencia socio-histórica (y psicológica) la llamada “ley física del resorte”, donde una fuerte presión en sentido opresivo, acumula energía hasta que produce la reacción en sentido contrario y de modo explosivo.
Verdadero epílogo: las arenas de oro, la transmutación final
Mientras mantenemos la imagen del desierto cercada por un seco realismo será siempre el erial sin vida, la tumba anticipada, le sendero hacia la nada calcinada. Pero cuando nos atrevemos a soltar las amarras de la imaginación creativa descubrimos el vergel de las arenas de oro, la metamorfosis del espacio abierto en el confín de las posibilidades. Así como los ascetas buscaban una muralla desértica en contra de las tentaciones, facilitándoles su camino celestial, también muchos viajeros han descubierto en los parajes arenosos, el camino anhelado a las riquezas sublimes. El relato bíblico descubre un alimento celestial que se condensaba durante las madrugadas desérticas, llamado “maná”, una misteriosa aglomeración de rocío matinal aderezado por la mano invisible de Jehová, para alimento de su pueblo. Este alimento metamorfoseado, mitad ausencia (simple vacío desértico) y mitad presencia celestial bendita, se configura como el maná, la sustancia de vida o la esencia última. Y acontece una paradoja, pues el erial sin vida, resulta un refugio final que alimenta, así la infertilidad se convierte en nutrición ideal, la resequedad deriva en efluvio revitalizante. En fin, con la imaginación creadora adquirimos en el paraje más despoblado ese aliento de la existencia, para seguir caminando hasta las fuentes más esenciales, hasta las mismísimas “arenas de oro”, metáfora de los granos del más puro espíritu.
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