miércoles, 13 de octubre de 2010
LA PRIMERA CLASE PARA ADULTOS
Por Carlos Valdés Martín
Esa mano de mujer tocaba la mía con tanta suavidad que imaginé se desvanecería si la apretaba, entonces con gracia y suavidad conducía a la mía, invitándome a seguir adelante y era más tersa que rebozo de seda. Casi sin tocar pero se amoldaba a mi mano, entonces me avergoncé un poco al comprender que de la mía salía una sensación callosa y áspera. Mientras duró, ella transmitía frescura como si soplara una brisa, así dejé de sudar y mis pasos inseguros no fueron torpes, al menos no los sentí tropezar.
Después de unos segundos había abandonado los nervios, ya estaba de pié en mitad de un patio y casi olvido el propósito para acudir ahí. Donde quedé parado era un patio amplio y sin sombra, pero por la emoción no abrí los ojos, sino apreté los párpados. Así, preferí seguir con los ojos cerrados como si estuviera soñando y recordar un poco mejor esa sensación de una mano como de suave guante. Vagando entre imágenes de la memoria, finalmente recordé la cabellera larga de la prima Camila, cuando jugando ella lo usaba para provocarme inocentes cosquillas en la cara. Esa suavidad sedosa del cabello era la sensación más próxima, pero le faltaba frescura y el efecto sedante de hace unos instantes. Y con todo, ese tacto no fue completamente etéreo, dejó insinuado el olor de una mezcla de perfume parecido a la lavanda y el gis. No me atreví a subir los dedos hasta la cara para averiguar el aroma preciso que dejó su rastro, sentí rubor pues temí que fuera un gesto indecente.
Me hubiera gustado repetir la experiencia de inmediato y dejarme guiar por el mismo suave contacto, pero el instante afortunado quedó atrás y ella, seguramente, ya no estaba en el patio.
Atravesé por una racha de ideas cobardes, entonces pensé en regresar a la casa y abandonar ese sitio; cuando un asistente me tomó del brazo, sin conocernos ni presentarse, y susurró casi al oído “vamos, ya es hora, vamos rápido”. Ante la sorpresa y la verdad encerrada en esa frase no opuse ninguna resistencia, y sólo atiné a decirle al desconocido mi nombre para presentarme “Alberto”.
Casi sin darme cuenta, ya estaba sentado al extremo de la primera fila.
Disimulé la felicidad de que ella, la de manos mágicas, estuviera hablando al frente del salón. Ese esfuerzo para disimular serenidad me mantuvo concentrado por completo en mis pensamientos. Desentendido del duro asiento de madera y del ruido de los últimos al llegar, procuré no llamar la atención. Me imaginé discreto y silencioso como un muerto aparentemente olvidado, cuando el día de su velorio descubre de súbito que el barrio entero lo estimaba con sinceridad. Y si los vecinos del barrio acuden llorando, con muchas flores blancas y amarillas trenzadas en coronas funerarias, entonces no se levantaría el muerto para agradecer, seguiría recostado sin suspirar entre almohadones y madera. En realidad, no tuve la sensación de velorio pues hubiera habido tristeza alrededor, entonces recordé una promoción comercial para gente rica en un programa de radio donde explicaban una “clase de primera” en un avión. Imaginé que en ese vuelo no respiraría mejor que aquí, pues ahora volvía a recibir desde la distancia esa mezcla olorosa de lavanda y gis. Así, procuré permanecer quieto arropando esa sensación.
Seguí escuchando sin prestar real atención, aunque así resultaría difícil repetir luego las explicaciones.
Sin darme cuenta cómo, ella franqueó la distancia y se situó junto a mí; emanaba ese aroma agradable, mientras seguía dando explicaciones para el grupo de asistentes, hasta que finalmente, me tomó el brazo por la muñeca para que el dedo descubriera una pequeña superficie metálica. Coloqué dócil el índice donde ella quiso y, por primera vez, sentí ese metal fresco y liso con el repujado de una letra Braille. Mi dedo empezó a deslizarse sobre un minúsculo relieve de la letra A y entendí que un ciego puede ver letras.
Y después, cuando salió del salón, por la pequeña distancia de una letra Alberto traspasó una espesa sombra que lo cercaba desde su infancia.
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