sábado, 28 de mayo de 2011
DIOSES PECADORES
Por Carlos Valdés Martín
“y los dioses les enseñaron a pecar...”
Triste canción de amor, Alejandro Lora
El vínculo entre la divinidad y concepto del pecado me atrapó en un brillante artículo de E. Lot-Falk sobre cuentos populares esquimales. En esas narraciones de los esquimales destacaba con evidencia: cada vez que un ser mitológico ascendía a la categoría de dios, en el origen del ascenso ocurrían pecados, pues los episodios tortuosos abrían camino hacia una potencia mágica. Cuando según la leyenda esquimal, el personaje mítico cometía su pecado, ahí aparecía el medio para convertirlo en divinidad. El citado Lot-Falk ilumina muy clara esa relación entre divinización y ruptura de un código ético, pero no lo relaciona con el concepto de “divinidad” porque considera tales seres mitológicos esquimales por debajo de los “verdaderos dioses”, definiendo una figura intermedia y no tan poderosos como los dioses de otros pueblos. Las figuras clave de las leyendas esquimales representadas por la mujer del mar, el gran dios lunar y la diosa solar surgen de un episodio de incesto, pues “También ellos se han puesto fuera de la sociedad cometiendo el acto más criminal de todos, el incesto, él deliberadamente, ella involuntariamente. Cuando ella (la diosa solar) identifica a su hermano (el dios lunar) en el visitante nocturno, se corta los senos y se los tira a la cara: ‘¡Cómetelos si tanto me quieres’” .
En el amplio círculo de las principales religiones monoteístas, la vinculación entre la divinidad y el pecado emerge como un antagonismo simple. Para el monoteísmo, en su aspecto más conocido, la divinidad repele el pecado y precisamente el papel de Dios implica desterrar al pecado del mundo. Sin embargo, más allá de la apariencia, en el plano oculto del fenómeno religioso, la relación parece más compleja que una sencilla ecuación esencial.
En tradiciones más cercanas a nuestra cultura occidental, una relación de causa directa entre el pecado y la seudo-divinidad, de manera evidente genera entes negativos, por ejemplo, las brujas y vampiros nacen por pecado o ruptura de los códigos éticos. Las leyendas y narraciones aceptan que estos personajes oscuros y poderosos (aunque preferimos imaginarlos finalmente derrotados) brotan de una transgresión, de una caída en el mal. Esos seres malignos, especialmente, surgen de una búsqueda de poder excesivo que los convierte en fantasmas mágicos, pero ese su sobre-poder contiene una ironía interior karmática. La leyenda de Drácula, en la versión clásica , hace nacer al personaje de la pena insuperable debida a la muerte de su amada, y entonces obsesionado por su deseo de recuperar la vida de la amada, cae en la blasfemia. La blasfemia de Drácula le confiere vida eterna pero castigada con una sed tóxica, padeciendo una alimentación parasitaria, y surge el motivo para buscar una reencarnación de su amada en los siglos posteriores.
Bajo una óptica judeo-cristiana original, la referencia general al mal como esencia demoniaca se sustenta en una leyenda de conversión de una antigua divinidad (el ángel vanidoso) en el diablo. El inicio del mal en el confín terrestre ocurre con la caída de un ángel soberbio que se subleva contra Dios, por ese camino surge Luzbel. La categoría de divinidad preexistía, pero la ruptura del código ético abre la grieta hacia el terreno de la mala divinidad, el diablo .
En la perspectiva mitológica griega no existen dioses completamente malos (así, ellos no imaginan un demonio en sentido estricto), pero sí la lucha doméstica entre los dioses ofrece un peculiar panorama. La ruptura generacional y la lucha entre hijos y padres ocupa el primer plano en la formación de la legión divina, porque el terrible Cronos, el antiguo soberano, devoraba a sus hijos, hasta que Zeus escapa a esa suerte, pues se rebela contra el padre para conquistar la victoria y desterrarlo al inframundo. Zeus rompe un código de sumisión, pero establece un nuevo orden, ahí el pecado no resulta evidente, sin embargo, la imagen pecaminosa de matar al padre marca indeleble la fundación de su nueva dinastía. Ese origen pecaminoso de la generación de Zeus atrajo las profecías de una posterior caída de los dioses, por una segunda rebelión de los vencidos . De hecho, acorde al sicoanálisis freudiano la derrota de Cronos traería ya un “pecado original”, porque el deseo de muerte del padre sustenta el inicio de esta moral. El pecado de Zeus sucede pero yace oculto, como si para aceptar el pecado inicial se debiera colocar un velo, una justificación sobre esa violencia originaria para resaltar una desgracia primera, porque el pseudo-orden del padre Cronos fue peor.
La figura del hijo-niño matón, quien por una acción de violencia originaria inaugura un nuevo orden, se plasma todavía más clara con Huitzilopochtli, cuando su madre sufre la persecución de los 400 hijos anteriores y una hija, la Coyolxauhqui (quien era líder del clan guerrero). Los hermanos alebrestados persiguen a la propia madre de 400 dioses, pues no aceptan que nazca el nuevo varón. A escondidas la madre pare al nuevo vástago, Huitzilopochtli, que nace armado y listo para derrotar a todos sus hermanos en singular batalla. La lucha ocurre de tal manera que la hermana mayor es vencida y desbarrancada para quedar como la diosa descoyuntada, plasmada en el monumental monolito que simboliza a Coyolxauhqui. De nuevo el pecado guerrero y la muerte de los hermanos (asesinato con filicidio) se cubre con una cortina legendaria para justificar (sin lugar a dudas para el sistema de creencias) la violencia del dios. La narración ofrece justificación extrema y poética porque actúa un solo hijo y, por si faltara un detalle más pintoresco, recién nacido para hacer la guerra. El dios emerge del vientre armado y capaz para pecar matando, pero al defender a la madre (la representación de la tierra misma) ya queda legitimada esa ruptura del código ético, y así funciona para establecer un nuevo orden dinástico.
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La fundación de la divinidad no es suficiente para determinar la relación entre los dioses y el pecado. Entre los griegos repetidamente queda evidenciado, que sus dioses no se obligan a seguir las normas éticas de los humanos, y sus actividades celestiales rebasan las fronteras de lo real y lo moral, incluyendo los apetitos amorosos o las contenciones a la violencia. De sobra son conocidas las aventuras amorosas de Zeus, quien alegremente busca amoríos en los confines del mundo Helenístico, cazando-seduciendo-engañando-enamorando a las hembras atractivas y así sembrando su simiente entre el cielo y el infierno traspasando la tierra. Se podría suponer que la relación entre los dioses y el pecado acontece porque el poder divino-mágico (por tanto de acción) le permitía a esos dioses hacer cualquier portento; entonces en esa sobre-actuación portentosa el código ético humano era inaplicable a ellos, por eso jamás habrían de definirse como “dioses pecadores” en sentido estricto.
Sin embargo, destaca con escándalo y sin sitio para dudas que los dioses helenísticos rompían el código ético repetidamente durante sus aventuras míticas. La relación de contradicción entre la ética de los griegos y la mitología queda dramáticamente establecida en la obra de Esquilo llamada Prometeo encadenado. Efectivamente ya la anécdota era aleccionadora, pues la entrega del fuego y el principio civilizatorio mismo, la realizó Prometeo en contra del designio de los demás dioses. La corte del Olimpo deseaba que los humanos permanecieran ignorantes de las técnicas, sin saberes eficaces ni medios abundantes de vida, pero Prometeo se compadeció de la triste de suerte de los hombres, desorientados y hambrientos en la tierra, motivo por el cual robó el fuego, el elemento que constituía un secreto divino. Así, el héroe de la civilización es marcado como singular ladrón para los dioses y por lo mismo recibe un cruel castigo eterno, pues cada día un buitre desgarraba las entrañas de Prometeo encadenado sobre la roca del acantilado y por la noche las entrañas del dios se regeneraban, para repetir su castigo al día siguiente. Sin embargo, si el fuego simboliza el progreso hacia la civilización, entonces ésta también emana del fruto de la desobediencia y así la humanización se designa como hija de un pecado. Con esta leyenda los narradores dibujaron en claro, un conflicto de intereses entre humanos y dioses, pero además también en la tragedia de Esquilo descuella que, simultáneamente, Zeus personificaba al dios supremo y al villano de las leyendas griegas, pues sus acciones carecían de justicia y causaban daño a inocentes. Esta marcada dualidad de supremo gobernante y agente de un acto ruin aparece igualmente en la leyenda de la doncella Ío, pues la desventurada era una joven inocente, que engañada se convierte en amante del padre de los dioses, pero ese amorío es descubierto y enfurece a Hera, la esposa de Zeus. A causa de esos amoríos Ío resulta transformada en vaca para ocultarla de la ira de la madre de los dioses, pero la metamorfosis también termina siendo inútil porque Hera manda un gran tábano eterno para martirizar por siempre a la muchacha convertida en vaca.
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Hasta aquí parecería que la argumentación no atañe a las religiones monoteístas o el cristianismo, como si con las posteriores religiones hubiera desaparecido la relación de causa directa entre la divinidad y el pecado, pero este corte resulta dudoso. El nacimiento de Cristo establece una relación compleja y hasta contradictoria entre la pureza y el pecado, porque su madre es una mujer casada y a la vez virgen. La divinidad del “espíritu santo” se posa sobre la mujer casada-virgen para engendrar a su hijo divino. Cuando consideramos las múltiples uniones carnales incluidas en la mitología de Zeus por la manera explícita del relato aceptamos que existe una intención sexual y su acto de relacionarse con una mortal busca la naturaleza placentera y hasta simplemente carnal. El Dios judeo-cristiano omnipotente existe en un nivel de abstracción tal que excluye la sexualidad de antemano, pero la “inmaculada concepción” indica una relación (animal personificado-humano receptor) evocadora de las anteriores manifestaciones religiosas, y en ese sentido, comparte la estructura de la transgresión del pecado, porque la divinidad pura debe encarnar, convertir en la materialidad y así rompe con su código de absoluto previo, su entidad celestial.
Dentro del círculo más íntimo de seguidores de Cristo queda incluida una mujer, Magdalena, con lo cual se manifiesta el contacto estrecho entre el principio de divinidad encarnada y la encarnación femenina del pecado (ella es identificada por tradición como prostituta sin que exista una narrativa concluyente para atribuirle ese oficio). Esta cercanía de principios, a nivel de las metáforas teológicas, indicaría que la divinidad es impermeable al pecado, que su relación de contacto con la carne material no la contamina. En este caso pareciera un discurso colocado en las antípodas de las mitologías de esquimales, porque allá la ruptura del código ético fundaba a la divinidad misma, mientras que aquí pareciera tal la pureza anti-pecadora de la divinidad que la ruptura del código ético no la altera (y más aún, la divinidad va a redimir el pecado mundano), sin embargo, la oposición radical es aparente. De alguna manera, la visión de la divinidad abstracta asume que la interpretación moral humana propia es limitada, y que la definición de pecado en base aspectos tan cotidianos como la actividad sexual no queda a la altura del concepto esencial de divinidad; mientras el pecado sería la ruptura del código ético social, por su lado la esencia de divinidad implica un rebasamiento radical de ese código ético social (histórico particular). De cualquier manera la posición de divinidad y pecado respecto del ras de suelo humano quedan colocados en un más allá, ese es el común denominador (trascender la esfera humana), la diferencia sería la posición de arriba (divina) y abajo (pecado); sin embargo, especialmente, la ubicación de abajo para el pecado sexual carece de peso específico o no refiera a una geometría mental de aceptación universal. En la mayoría de los pueblos antiguos la sexualidad corresponde al reino celeste, un atributo de los dioses, porque la energía sexual otorga la vida y además su potencia, precisamente, sirve de vehículo para elevar la conciencia más allá de sus barreras ordinarias, entonces la explosión sexual orgásmica participa de los atributos de la divinidad. Por lo mismo, la explosión sexual resulta atributo de la divinidad, sobre todo, en los pueblos antiguos y en las religiones posteriores la relación persiste (como un amor infinito e ilimitado de origen divino), aunque queda velado el componente sexual exteriorizándose sólo el nivel abstracto, el amor sin cuerpo.
Siguiendo con el contenido metafórico del cristianismo, parece significativo que las dos mujeres importantes del círculo íntimo de Cristo manifiesten una polaridad fuera de lo normal: la virgen madre que concibe por vínculo con la divinidad y la mujer prostituta, que se santifica (al menos en el relato religioso). La relación es polar, pero sigue indicando, que la encarnación de la divinidad gravita próxima a las formas extremas de la sexualidad femenina (la cual resulta más fuerte que la sexualidad masculina, observada como reproducción y la figura más energética de la especie). Esta argumentación significa que, en sí misma, la sexualidad no encierra pecado, pero el código cotidiano de los pueblos, define delimitaciones donde establecen sus formas pecaminosas. Sin embargo, esta interpretación del pecado sexual por los pueblos entra en contradicción con la esencia de la sexualidad, que como fuerza universal encierra ya sustancia de la divinidad, por lo mismo entre la cualidades típicas de la divinidad debe estar la plenitud de la fuerza sexual (la generadora del universo entero) o su metamorfosis abstracta, el amor universal. Ahora bien, la integración de la sexualidad con el concepto de divinidad implica, por lógica de las interpretaciones, un proceso de desmaterialización, que es mayor mientras más abstracta sea la religión. Al divinizarse la sexualidad pierde su materia corporal y queda principalmente plasmada como energía creativa o vinculante, pero como la desmaterialización no es completa ofrece reflejos interesantes en los relatos mencionados. El concepto cristiano de una virgen indica ese tipo de unidad entre divinidad y sexualidad, que desmaterializa a la sexualidad pero la menciona de entrada, cuando la conserva como “inmaculada concepción” y como pureza “radiante” de la virgen. Lo “radiante” indica una fórmula de visión dorada típicamente homogénea con la percepción humana de la sexualidad, equivalente a la metáfora de cuando define a una mujer bella como radiante, o cuando se siente que una pareja feliz irradia alegría alrededor, precisamente, porque esta energía brota expansiva y luminosa.
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La relación de los dioses con la muerte parece menos clara, porque, de manera casi instintiva, los pueblos la asumen como la peor desgracia. Manejándonos en un nivel alto de abstracción asumimos que existen dos poderes básicos: dar la vida y arrancarla . El equilibrio biológico elemental oscila entre los dos polos, y además el resto del metabolismo se nutre y decanta entre estos dos extremos. La sexualidad manifiesta la potencia que otorga la vida, pero la muerte se presenta como su complemento, y en una operación lógica elemental, ambos extremos se hacen equivalentes en el equilibrio natural, por eso los atributos de las principales divinidades (omnipotentes) quedan incompletos sin su capacidad mortífera. El círculo lógico íntegro del atributo de la divinidad suprema no lo dibujamos completo con el Génesis, pues termina completo con un Apocalipsis, alfa enlazado con omega. Incluso, si ese fin del universo no se cumple efectivamente (porque nunca sucede todavía), pero debe incluirse dentro de los atributos del Creador su capacidad o libre opción para aniquilar su propia obra; de lo contrario el Creador se rebajaría al nivel de ente condicionado y no manifestaría al Absoluto.
Sin embargo, entre los atributos posibles del mal en primer sitio emerge la muerte su núcleo esencial y aquí sí entramos en un callejón muy estrecho. Si los poderes de la destrucción permanecen a plenitud engarzados en la divinidad, el pensamiento nos indicaría a la divinidad benévola convirtiéndose en su contrario, ofreciendo el espectáculo del difícil paso desde Vishnú hasta Shiva. Por esa contradicción interior (en ciertos contextos teológicos e ideológicos) conviene asilar al mal personificado y permitir una especie de divinidad maligna, encargándose de encarnar la pesadilla de la humanidad; con lo anterior, queda evidenciada una lógica funcional para la existencia del mal personificado, como una anti-divinidad en la mayoría de las religiones, pero no está explicado. En las leyendas de fundación de las nuevas dinastías de dioses está claro que la divinidad superior contiene la potencia de la destrucción y entonces el mayor rango de un dios depende de su rango guerrero, ejemplificado en su arma, como el rayo de Zeus. Pero la justificación moral de estas acciones belicosas del dios supremo debe convencer por completo y sin resquicios. Sin embargo, la presencia de la muerte y las demás calamidades en el mundo debe alejarse del arbitrio directo de la divinidad bondadosa, para mantener el atributo esencial de la divinidad positiva, indicando que la muerte debe convertirse en su contrario: vida más allá de la muerte.
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Para las sociedades humanas dentro de su código ético la muerte no está completamente excluida, la violencia se excluye en un amplio campo pero persiste un cauce definido para dirigir la destrucción. Esto es bastante lógico si entendemos que las sociedades hasta hoy conocidas se basan en escasez material y una latente sobre-abundancia de personas, pues la cantidad de habitantes constantemente rebasa los medios de sustentación disponibles . De esa manera los códigos morales de los pueblos impiden el asesinato entre semejantes, cuidan su unidad interna y aceptan excepciones importantes a la condena general del asesinato para bendecir las guerras contra pueblos enemigos y para castigar criminales internos. Hasta hoy, de hecho existe una distribución de la muerte como una fórmula de organización y cohesión social. Los casos curiosos de sacrificios humanos rituales horrorizan a una mentalidad cristiana o civilizada, pero contienen una fuerte lógica de distribución económica de la muerte para esos pueblos que practicaban sacrificios humanos. Bajo esa misma estructura moral y social de los pueblos antiguos resulta perfectamente entendible la predilección por dioses guerreros. Y en esas mitologías, incluso posiciones incómodas o lamentables, como la guerra sucesoria con el padre o los hermanos, sean aceptadas como aventuras normales del dios supremo.
A manera de epílogo
La oposición entre el pecado y el no pecado, posee la relatividad de las coordenadas humanas, porque lo que antes fue ética luego se convertiría en pecado y viceversa. Las desdichas bíblicas de Onán versan sobre ese punto, porque desposarse inmediatamente con la viuda de hermano fallecido era la costumbre entre los judíos y otros pueblos de Asia; sucedió la muerte del hermano de Onán, quien heredaba automáticamente a una viuda como esposa . La costumbre y el código ético hebreos sancionaban que desposarse con la viuda acontecía por una vía automática, y evitar ese denominado “matrimonio levítico” implicaba un castigo cruel. El esperma de su estirpe se perdió entre matorrales de esas lejanas tierras pues Onán repudió a la viuda-cuñada-esposa. Ese repudio de Onán le merece un castigo severo, pero después los judíos y las sociedades civilizadas rechazarían esa adquisición automática de viudas como una costumbre bárbara e inmoral. El campo de las consideraciones morales ha cambiado en función de condiciones prácticas y también por una especie de dialéctica de la transformación de posiciones interpretativas y revoluciones éticas. Entre las formas religiosas aparentemente más primitivas como las de esquimales y las formas monoteístas existe una enorme distancia y mediación. En el monoteísmo la divinidad emerge más abstracta, y el proceso de abstracción del concepto mismo de divinidad ofrece menos puntos de contacto con el concepto de pecado. Sin embargo, con los dos grandes escollos patentes dentro del concepto de la transgresión moral (transgresión sexual y de muerte), vemos que todavía con el monoteísmo persiste una dinámica peculiar de relación entre la divinidad y el pecado. Ante la interrogante, tenemos la indicación de que el concepto de pecado ordinario que hemos manejado es muy relativo y hasta precario, porque los códigos morales de nuestros pueblos y antecesores son restringidos. Una vez que hemos entrado en un concepto de divinidad monoteísta nos encontramos con que el absoluto de Dios adquiere su completa dimensión, en cambio los códigos morales siguen dentro de marcos cuestionables, por eso la parte absoluta (Dios) debe de fundar y desbordar a la parte relativa (pecado). Esta simple consideración implica descubrir que el manejo moral y sexual de las religiones puede y debe ser relativizado por la misma existencia del sistema teológico de la religión, y hasta las narraciones ortodoxas de las religiones conducen a esta interpretación: la divinidad no teme al pecado.
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