martes, 17 de mayo de 2011
EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO
Por Carlos Valdés Martín
El sufrimiento es un hecho y un misterio
El hecho del sufrimiento es también base negativa de las civilizaciones y las culturas. Recalco que el sufrimiento es un hecho, una llegada fáctica del mundo material, una incursión de la naturaleza en la humanidad, una revelación de la fragilidad absoluta de la vida individual y una catarsis de la vida colectiva. El sufrimiento no se inventa durante la hominización, sino se hereda de la animalidad, pues su base inicial es ya la vida biológica con la constitución corporal propensa a golpes, heridas, hambre intensa, enfermedades y muerte. En primer lugar, representa una invasión negativa de la sensibilidad en la condición humana, pero no es un sentido particular, no es una sensación especial como el hambre sino que es una generalización de segundo nivel: el conjunto de las sensaciones desagradables o insoportables forma el sufrimiento. En su base es concepto físico, pero se debe ampliar (como en casi cualquier necesidad humana) a su nivel específico de sufrir humano, como el sufrimiento amoroso, como la ausencia de Dios, etc., donde el modo de sufrimiento, en cada caso es resultado de relaciones culturales y humanas.
El sufrimiento es misterioso, porque también resulta opaco, cuando se oculta en sus raíces y en sus consecuencias. Siempre el preguntar “¿por qué?” nos arroja hacia un misterio, a la interrogante de si existe una condición de posibilidad absoluta que está dando base al sufrimiento; lleva a indagar si es condición individual lo que propende al sufrir o si bastará con eliminar las condiciones materiales para eliminar también las condiciones subjetivas del sufrir. Pero el misterio se debe ahondar, también nos debemos preguntar si la condición humana general es una vocación para sufrir, y así complementamos la definición de ser humano cuando unimos al homo sapiens con el homo que sufre. En los límites imaginarios de lo profundo, también la condición del padecer se imagina como propia de los dioses y la mitología no excluye el sufrimiento de los dioses y de sus representantes más destacados; incluso, la santidad es el resultado de recorrer el camino del sufrimiento, de tal manera que Buda deviene en asceta que se martiriza la carne, o la divinidad incluye su inmersión en el dolor, de tal modo que Cristo tiene que padecer la pasión de la cruz, el sacrificio máximo para mostrar su plena potencia redentora. Digamos, pues, que la plenitud de la divinidad incluye la inundación del sufrimiento.
Doble dolor del sinsentido del sufrimiento
Decir que algo es misterioso, implica por default que también consideramos que su sentido no es claro, su revelación exige esfuerzos grandes o su verdad está reservada a unos pocos iniciados. Pero, al mismo tiempo, el misterio acerca del dolor es un incremento del dolor, porque la falta de sentido, la ausencia de claridad es también un padecimiento, inclusive un padecimiento muy intenso. Muchas veces el único consuelo de una situación adversa y dolorosa es la convicción de que se conoce el motivo del sufrimiento, la justificación de que el dolor no ha sido en vano y que llevará hacia la consecución de un bien. Con esta misma observación ya está definida la estructura del sacrifico, que se diferencia de la pérdida sin sentido, porque el sacrificio es la pérdida para generar un bien. Si un borrego muere en el campo a mandíbulas de un lobo esto es una pérdida dolorosa para su dueño y no existe un consuelo; en cambio, si muere el borrego en un altar sacrificial entregado por su dueño entonces esa muerte debe atraer el favor de los dioses; incluso, el sacrificio quizá aplaca la ira divina en forma del lobo que diezma los rebaños. La pérdida de un borrego es la misma, pero el sentido ha cambiado completamente, y con el sacrificio el dolor se ha asimilado a la cultura y a un ritual que busca generar bienes a cambio de pérdidas. De hecho el concepto de santidad está marcado por el padecer, la penitencia ha sido su camino casi invariable.
Digamos que el sinsentido es en sí mismo un sufrimiento; el sinsentido de una pérdida implica un padecimiento directo, pero una pérdida con sentido no es una negación. En esto el sufrir tiene la estructura del proceso de trabajo, pues el esfuerzo y la pérdida de materiales (destrucción del medio en el producto final) debe estar convertida en una finalidad, en un producto terminado que (al menos simbólicamente) se considere un bien. Visto como operación material, el acto del sacrificio es un proceso de trabajo, donde la aniquilación de un borrego genera un producto final que es el mismo ritual religioso, que ofrece una gratificación simbólica y una promesa subjetiva de una abundancia mayor a cambio del sacrificio del animal ritual. De igual manera la muerte en la tortura de la cruz romana es una desgracia, que se convierte en un bien, al interpretarse con el sentido de redención, de liberación mística de los males del mundo. En cierto sentido, todo esfuerzo y proceso de trabajo penoso es una cruz, que solamente por su sentido obtiene gratificación; por tanto la falta de sentido de cualquier proceso de trabajo esconde un gran dolor para quienes lo realizan .
El sentido del sufrimiento, o la reinterpretación del sufrimiento como remedio, ejemplificado en la angustia existencialista
La reinterpretación no alivia el sufrimiento físico, aunque existen ciertos márgenes donde una alteración de conciencia sí alivia. El ejemplo extremo son estados de hipnosis donde el sufrimiento físico desaparece del horizonte de la conciencia, de tal modo que se puede practicar el faquirismo o hasta una operación de cirugía sin que el sujeto hipnotizado perciba dolor. En general, a pesar de la reinterpretación que se haga el dolor físico queda incólume, sin embargo no ocurre lo mismo con la vida material, con la física de los materiales culturales, donde la totalidad del contenido “padecido” de un acontecimiento depende de su interpretación. La mayoría de las comedias de enredos se basan en la interpretación y la reinterpretación de hechos que pasan del dolor a la risa, de la ira a la satisfacción.
En el vértice de esta situación está la compleja interpretación existencialista de la angustia. En esta interpretación la permanencia del sufrimiento como fondo humano, bajo la figura de la angustia, abría el camino a una especie de placer subjetivo, una situación en la cual la libertad disfrutaba de su responsabilidad angustiosa. En la interpretación existencialista de la angustia hay una especie de juego de paradojas, porque la aceptación de una negación ontológica llevaba al camino de un disfrute, porque la libertad era también un placer o mejor el único verdadero disfrute (la única condición humana). La libertad humana sería el origen de la angustia, porque la existencia de la libertad implica que las decisiones humanas son densas, pesadas, de responsabilidad absoluta, por lo que originan angustia. En el contexto de la filosofía existencialista cualquier reinterpretación de la condición humana no liberaría completamente el sufrimiento, porque permanecería la angustia esencial que emana de la libertad humana. Para el existencialismo ateo de Sartre con el progreso se podría eliminar cualquier causa de sufrimiento menos la esencial: la angustia emanada de la libertad.
Fundamentación ontológica del sufrimiento
Deberíamos buscar una fundamentación ontológica del sufrimiento, además de la condición empírica material de la cual emana. El sufrimiento físico es evidente, pero el sufrimiento espiritual o moral debe tomar cartas de ciudadanía.
Por el camino de los contrarios parecería que el sufrir define el opuesto del gozar, y que la dialéctica nos indica que el gozar requiere de su contrario. El lema sería que no hay gozo sin dolor, y no por un sentido sadomasoquista, porque el sadomasoquismo sería la versión burda y no ontológica, sino por el motivo que nos indica el drama literario: para llegar a un final feliz intenso se debe transitar por el malestar, se debe sufrir oposición para conocer el gran amor. Acontece un efecto de resorte aplicado en la conciencia humana, el padecer tensa más fuertemente hacia la felicidad del goce, quien no conoce la negación también será insensible a la realización. En ese sentido, es el bien quien utiliza y abusa del mal, pues lo hace cómplice de su triunfo final. Con esto tendríamos más que suficiente justificación ontológica de la existencia misma del problema del sufrimiento.
En su estructura general, la relación entre sufrimiento y gozo es similar a la relación entre necesidad y satisfacción, sin embargo, no podemos asimilar completamente sufrimiento con necesidad. Podría interpretarse el sufrimiento como una condición de la necesidad humana, como un sobrante negativo de la condición general de escasez, pero especificando el sufrimiento como vértice negativo, como individualización de la negatividad también rebasa estas mismas determinaciones de la necesidad. La característica ontológica de la necesidad contiene un matiz más económico, más fríamente genérico, en cambio el sufrimiento posee un cariz trágico, la señal de lo irrepetible (como ese sufrimiento concreto en el aquí y ahora). Mientras la necesidad es el hueco de la repetición (la máquina de la naturaleza para regresar como hambre unas horas después de cada comida) enclavada en la existencia, en cambio el sufrimiento es el clavo sobre la cruz que indica las dimensiones longitudinal y vertical del aquí y ahora. Claro, la relación entre necesidad y sufrimiento es de alianza, de integración de un campo solidario de negaciones, pero no son sinónimos. La necesidad está más preparada para la generalidad de la ontología, y el sufrimiento para la generalidad de la antropología, de la historia, de la sicología. Así como la necesidad es el llamado a la satisfacción, también el sufrimiento invoca el llamado a su cesación, sea parcial como consolación o total como alivio definitivo. Para el ser práctico del humano la necesidad se ha complementado con la capacidad, pues se engarzan mutuamente y se retroalimentan pasando de la finalidad a la realización y transitando por la posibilidad. La relación entre el sufrimiento y el goce es similar a la relación entre la necesidad y la capacidad, pero no posee la misma estructura directa y debe ser estudiada con más detenimiento.
La negación de la celebración del sufrimiento como sicología: masoquismo
Uno de los espectáculos más desconcertantes es la existencia del masoquismo sicológico, que es la necesidad de sufrimiento propio para obtener un goce sexual, que se complementa con el sadismo como goce con el sufrimiento ajeno. Lo desconcertante radica en una negación fáctica del sufrimiento, su transmutación aparentemente inmediata en su contrario.
Aceptar el masoquismo como lo que aparenta ser significaría trivializar el sufrimiento, hacerlo desaparecer del campo de consideraciones, por la mera identificación con su contrario, el goce. Si aceptásemos ingenuamente las declaraciones masoquistas entonces el sufrimiento dejaría de definir un problema, para convertirse en una trivialidad, una exótica afirmación de la vida. Por lo mismo, la sicología se ha adelantado para negar que el masoquismo sea lo que aparenta, para rechazar lo que el sujeto masoquista diría sobre su situación: que le gusta el maltrato y el dolor. La sicología acierta negando que el masoquismo sea sincero en sus declaraciones, para descubrir una compleja relación, en la cual tras la mascarada del sufrimiento se esconde un goce, pero siempre como un evento secundario y enmascarado. Incluso las principales interpretaciones sicológicas propenden a negar la existencia de un placer en el dolor; al contrario, interpretan el masoquismo como un resorte primario para una satisfacción sexual secundaria (Freud) o una adaptación repetitiva a una condición de sufrimiento de hecho (Reich). De tal manera, para la sicología no existiría una asimilación libre (electiva) del dolor como placer, sino una compleja mezcla de niveles sicológicos con circunstancias reales (formativas de una psique individual). El resultado estaría en una “coraza caractereológica” o neurosis que impide a la persona masoquista el acceso directo al placer sexual, por lo que desvía el placer sexual hacia símbolos escondidos en el castigo (cuero, látigos, color negro, cadenas, etc.), que son simbolizaciones del contenido especifico sexual, propios del código del placer; así, las representaciones forman un código de sustituciones donde el cuero sustituye a la piel desnuda, el látigo al falo, la herida a la vagina, la máscara al rostro, etc.
La deificación del sufrimiento: el dios sufriente en el sacrificio y como Cristo
Si con la sicología nos podemos desconcertar con la celebración del sufrimiento ocurrida en el masoquismo, luego con la religión nos debemos asombrar completamente con la deificación del sufrimiento. De entrada parecería que las dimensiones negativas que percibimos claramente en nuestra existencia deberían de salir completamente del campo de la divinidad; todo lo que nos parece limitado y malo debería de ser superado y rechazado por el concepto de divinidad. Si el mundo humano y profano nos parece que contiene ignorancia, maldad, enfermedad, impotencia y muerte como sus atributos negativos, entonces el conjunto de lo divino (por tanto las cualidades de Dios) nos parece que incluyen conocimiento, bondad, sanidad, omnipotencia, infinitud y vida eterna. Entonces nos parece desconcertante 1a interpretación del sufrimiento y muerte de Dios, por medio de las encarnaciones que busque cualquier religión, pero especialmente la muy conocida pasión de Cristo.
Desde un punto de vista simplemente lógico estamos en una conversión en su contrario, porque la negación intensa de la vida concreta del individuo se convierte en su afirmación superior, en su misticismo; si bien, desde el punto de vista de una compensación sicológica esta conversión es comprensible, también contradice el examen de las relaciones directas, es tomar la noche por el día. Retomando este mismo argumento, la profanación extrema de la vida está en el sufrimiento fáctico, la presencia de la dolorosa destrucción de la persona es lo que más la niega y la profana; pero la interpretación está en la antípoda, en la conversión del plomo (dolor y muerte) en oro (santidad y eternidad). La cadena del pensamiento al saltar desde el sufrimiento hasta la divinidad ha recorrido la senda completa y está en el polo opuesto, y el resultado es desconcertante. En una anécdota teológica se ha repetido que los demás pueblos descreían del poder de Cristo porque estaba encadenado a un sufrimiento, se compadecían de él y no lo veían espontáneamente como divino, bajo lo que parecería ser un sentimiento ingenuo, pero representativo; de tal modo, que la aceptación de la unión de la divinidad plena con el sufrimiento pleno es una construcción posterior o una revelación que no estaba integrada en las mitologías previas al cristianismo. Claro que es casi universal la presencia de dioses que sufren, la existencia de eventos dolorosos en las historias de dioses, pero no se había llegado a convertir en personaje central a quien carga la pasión dolorosa, la pasión no se había convertido en el evento central y su instrumento de tortura no era su símbolo más reconocido. Como ejemplo de religiones anteriores tenemos que ya los dioses prehispánicos de los aztecas tenían su relato de inmolación, la historia del Quinto Sol, donde se deben entregar a la pira ardiente los más valientes dioses para parir un nuevo mundo. Pero entonces el sufrimiento no era el centro universal de la redención, aunque era muy general la estructura de los sacrificios (los griegos Prometeo encadenado y Ceres sacrificada, la azteca Coyolxauhqui descuartizada, el escandinavo Baldir muerto).
La ideología hedonista (no sacrificial) ¿resuelve el problema del sufrimiento?
Desde hace mucho he creído que existe una retroalimentación negativa entre la ideología del sacrificio (incluyendo la exaltación de las imágenes del dolor, el sufrimiento divino) con la negación humana; veo que existe un vínculo sicológico que retroalimenta la adversidad con sus símbolos. En ese sentido me ha parecido que la ideología hedonista es más adecuada a nuestro tiempo presente, y por hedonismo entiendo la afirmación del cuerpo y los placeres como más fundamentales que las objetivaciones y los sufrimientos. Esta línea de pensamiento está ligada a la interpretación de la libido fundadora de la sicología de W. Reich y la meta-historia de Herbert Marcuse y su visión de una civilización no represiva . Sin embargo, antes de Reich debemos recordar a Freud, quien definió el inconsciente y su mecánica de operación básica. De hecho tenemos dos interpretaciones de Freud, en la primera la sicología individual se forma por el choque entre principio de placer con principio de realidad, de tal modo que la formación de los mecanismos de defensa y de las neurosis es resultado topológico de un choque entre tendencias opuestas, pero que la fuerza esencial que sale desde el individuo es la libido, una tendencia a la satisfacción placentera universal, por medio de la liberación de las tensiones sexuales. La libido es una tendencia originaria que se transforma, es una fuerza plástica que desplaza sus objetos de satisfacción y sus modos de gratificación los varía, pasando desde tendencias orales hacia las diferentes terminales nerviosas del cuerpo. Sin embargo, el esquema de Freud fue modificado y lo varió para interpretar dos energías originales de la mente, para completar la libido con una presencia de tánatos, nombre del instinto de muerte . Reich rechazó frontalmente la reformulación de un instinto de muerte porque traía nocivas consecuencias interpretativas (en especial para la perspectiva de trascendencia histórica) y le parecía carente de fundamento. De existir el tánatos como energía esencial éste sería el motor que llevaría hacia el sacrifico, hacia la negación de la vida.
La lucha personal de Reich como fundador de la sexología política fue la creación de un movimiento en defensa de la vida que se afirmara en el cuerpo y fuera opuesto a las ideologías del sacrificio. Él se enfrentó a dos grandes tendencias políticas que le parecían enfermedades mentales: el fascismo y el estalinismo. Ambas tendencias, el fascismo y el estalinismo, exigían una dosis enorme de sufrimiento social a las masas, inflingido voluntariamente bajo la forma de amor de los dirigentes, disciplina salvaje, sometimiento a las leyes represivas, aventuras de guerras... En ese contexto la exaltación del sufrimiento era aceptar las guerras como una respuesta natural a las exigencias políticas. Reich luchó bajo la bandera del hedonismo sexual en contra de las ideologías autoritarias y militaristas de su tiempo; su explicación contiene muchos tecnicismos, pero básicamente la podemos resumir en que el placer intenso afirma sicológicamente la vida, mientras que la ausencia de placer afirma sicológicamente la muerte .
Sin embargo, es evidente que enarbolar la bandera del placer no va a solucionar la integridad del problema humano del sufrimiento. De forma directa, la terapia sexual contribuirá a la solución del sufrimiento directamente sexual. Incluso cierto placer intensificado también genera un dolor individual intenso, porque se abren las compuertas del carácter, en términos técnicos se rompe parcialmente la coraza caractereológica que bloquea la conciencia de un dolor reprimido.
El futuro (utopismo y religión) como consuelo del sufrimiento ¿es suficiente el bálsamo?
La vida social, en su belleza, justicia o plenitud (pasada, presente o futura) no parece ahora un consuelo suficiente para el padecimiento individual, marco esta idea aquí porque debe resaltar la diferencia entre lo personal y lo social. Si hacemos una comparación social, tomando alguna especie de promedio o compensación de elementos para una valoración sobre el sufrimiento, terminamos satisfechos, al comparar que en el año 1 existió una hambruna que mató a mil personas, pero que en el año 2 hubo una abundancia de alimentos que permitió un incremento de población en mil personas. Desde el punto de vista del conjunto matemático social tenemos una población resultante igual, estabilidad en el conjunto de población y equilibrio entre las muertes y los nacimientos. Desde el punto de vista social como conjunto la relación entre la hambruna del año 1 y la abundancia del año 2 no es problemática, al contrario finaliza una “población estable o hasta equilibrada”. Desde el punto de vista social resulta hasta racional que exista un equilibrio ecológico entre la muerte y el nacimiento, así que la muerte queda como asunto individual mientras que el género pervive, la sociedad ha mantenido su tamaño, o como dijera Marx respecto de la acumulación, estamos en una reproducción simple, donde solamente cambia la composición de edades del grupo pero la masa continúa como la misma. Incluso se podría aseverar que la muerte es casi indiferente desde el punto de vista social, mientras no afecte a la masa final de población; simplemente es el curso natural de la contradicción entre individuo y género, porque el individuo debe morir y el género debe pervivir .
Bajo figura agradable o molesta el género humano debe pervivir al individuo concreto, ese es el hecho básico de la sociedad, de la continuación de la especie, la lógica biológica que perpetúa nuevos individuos en cada generación. La figura de un futuro agradable en extremo es la idea de las utopías, y esto lo comparte el comunismo, simplemente que ha tomado una figura especial y ofrece una fundamentación más o menos científica para ese porvenir. Si el futuro fuese desagradable sería una mortificación más para la persona, pero si es agradable regala un motivo de gratificación, incluso como proyección y como trascendencia personal, porque en la sociedad se cumplen o frustran los fines individuales. Supongamos que el futuro cumple hasta mi más recóndito deseo, que la continuación del mañana se dibuja hermosa, que hasta las futuras generaciones guardan un recuerdo amoroso de mi persona, que les soy entrañablemente simpático, y hasta me conceden un discreto monumento (un gesto de inmortalidad). Ese panorama es de una gloriosa exaltación para mi vida ahora, encuentro una deliciosa comunión con lo que todavía no ha sucedido, y ese es un tiempo inexistente pero me debo regocijar con lo que todavía no pasa, hasta hago mis viajes imaginarios al futuro e invento mis pláticas con los sucesores perfectos con los cuales intercambio opiniones y afectos, me siento su hermano consanguíneo y formando parte de esa comunidad perfecta del mañana... Sin embargo, ese gusto no deja de ser mi gusto ahora con lo que todavía no acontece, es mi felicidad presente con imágenes mentales de lo que no ha sucedido... Pero el sufrimiento humano proviene de distintas fuentes y el bálsamo futurista exclusivamente puede remediar contra los males de un círculo delimitado; así, en mi fuero interno me revuelco de indignación por la injusticia de hoy, para reconfortarme con la justicia de mañana, y la visión de un modelo de justicia social superior me da fuerzas para afrontar los dolores de la injusticia presente.
El bálsamo al sufrimiento depende de lo que todavía no sucede, pero además existe la estructura básica y maravillosa de la reconversión interpretativa, de tal manera que el hambre de ahora se convierte en combatividad, en esfuerzo denodado que manifiesta un sentido, en glorificación de la lucha presente por un porvenir mejor. Sin embargo, quien está fuera de esa estructura mental no resuelve sus problemas y también los sufrimientos que están externos a esa estructura de significados como podrían ser dolores amorosos, enfermedades, etc. no tendrían consuelo alguno.
En gran medida, la religión ofrece la misma estructura de consuelos a futuro que presenta el comunismo, por lo mismo existe el debate histórico donde el comunismo materialista espetó que “la religión es el opio del pueblo” y la práctica estalinista demostró que el ideal comunista también se usó perversamente como opio para el pueblo. En ese sentido la religión sirve como un bálsamo de resignificación del sufrimiento para reconvertir padecimientos, reducirlos o hasta convertirlos en su contrario, sin embargo, esto no es suficiente siempre por las mismas razones anteriores.
En general, los bálsamos ideológicos para el sufrimiento, mediante justificaciones ideológicas diversas, dentro de lo cual estaría en un primer plano la religión, han tenido un poderío sorprendente. Aún así, los bálsamos ideológicos son más bien anestésicos y no un remedio final contra el sufrimiento; aportan resistencia más que inmunidad. Tal como ejemplificamos, lo más probable es que una pena amorosa nunca sea reconfortada por la religión, porque la pérdida del amor es directamente dolorosa en términos de pasión amorosa. También si nos fijamos en lo trivial, por igual un simple dolor físico como un golpe de martillo en los dedos no encuentra su recompensa en la religión, y así como esos porrazos, la vida cotidiana encuentra un mar de golpes, de tropiezos y de adversidades...
Tendencia histórica: disminución fáctica del sufrimiento (confort, alivio del dolor, salud...). El círculo de las buenas conciencias
El sufrimiento es el gran reto de la humanidad interpretado en términos de física, de cuerpo enfermo, de lastimaduras, de golpes, de hambres, de envejecimiento... incluso se podría hablar de un universo de sufrimiento humano, de una gran catarata de adversidades físicas que afectan al cuerpo de tal modo que en situaciones concretas no es viable evitar. En este sentido, el sufrimiento es la profundidad misma en el pozo de la necesidad humana. No se puede considerar que el sufrimiento concreto y corporal sea un fenómeno secundario, a menos que se adopte una interpretación demasiado ideológica, demasiado antimaterial. La problemática del cuerpo agredido por la naturaleza externa o sus contradicciones aparece en la existencia de la enfermedad, pero también debemos incluir el tema de la inevitable decadencia del cuerpo, el envejecimiento y la irrupción de la muerte. Si bien esto de la enfermedad y el padecimiento corporal podrían delimitarse como el campo inmediato del sufrimiento humano, no por ello es poco relevante. De hecho esto es crucial y gran parte de los esfuerzos de la humanidad traducidos en producción y medicina, consumo y tecnología se enfocan a combatir el sufrimiento inmediato, la lucha contra las adversidades del cuerpo.
La tendencia de la civilización es hacia la reducción del sufrimiento, porque la antítesis física del sufrimiento es el confort. Si en una sociedad futura el confort fuera completo y absoluto, entonces se rompería la tensión interior que también genera el resorte del esfuerzo, así quedaría rota la dialéctica del proceso de trabajo. Aunque el confort absoluto está apuntado en la tendencia histórica a la reducción del tiempo de trabajo hacia el cero, pero un futuro de confort absoluto es mera especulación, y no parece viable que suceda finalmente. Todavía ignorantes de este confín del pleno confort (ideal de la sociedad de bienestar, lo que para una sociedad es bienestar, para el individuo se define en confort universal), el paso a paso de cada invención que reduce el campo de la enfermedad, que disminuye el horizontes de las hambrunas, que baja el esfuerzo físico directo del trabajo, que simplifica las actividades del hogar, que reduce peligros del medio ambiente... es un paso a paso que hace camino en una sola dirección, y esa orientación indica la vida carente de sufrimiento inmediato, sin el martirio del cuerpo.
Cierta situaciones o valoraciones culturales pueden ir en contra de la tendencia general confortable, pero entonces son notables, son extraordinarias, precisamente por nadar a contracorriente, y pienso especialmente en el faquir y el ermitaño, que ejemplifican estrategias de vida que imponen el sufrimiento como ideal. Pero el faquir y el ermitaño adoptan actitudes ejemplares antimateralistas, que tratan de mostrar que el cuerpo es nihil frente al alma, que la materia se doblega ante la mente; adoptan el camino religioso de la liberación del karma terrenal. Según los relatos, parece ser que en sociedades anteriores el ascetismo era más común, pues la aceptación del sufrimiento autoinflingido era bien aceptado como una forma de vida y se multiplicaban las disciplinas y los silicios. En ese entonces los encierros monásticos eran acompañados de torturas voluntarias, las procesiones católicas exhibían su componente de penitencia cruel, lo ayunos eran moneda corriente, los castigos corporales no se veía con escándalo; es decir, además de un mayor sufrimiento espontáneo por enfermedades, trabajos insanos y hambrunas se agregaba la pesadumbre por causa de una autoimposición. Hasta el momento ignoro el motivo completo de tales heridas infligidas por propia mano, pero creo que estaban dentro de un horizonte en el que el dolor era suficientemente común para no escandalizarse por su repetición voluntaria. Otro motivo del faquirismo y ascetismo marca una paradoja, pues aparece como una técnica anestésica, que borra el dolor del campo la conciencia mediante su aplicación bajo formas hipnóticas, de trance y la sobre-producción de neurotransmisores anestésicos y placenteros.
Al acercarse nuestro tiempo, conforme el horizonte cotidiano está invadido por el confort entonces la herida por propia mano se va convirtiendo en excepción y luego un escándalo. Pienso en las imágenes del siglo XIX donde las luchas políticas todavía debían terminar exhibidas en largas picotas, con el pueblo vitoreando; hasta las mujeres y los niños debían acudir a ese espectáculo de los cadalsos, que ahora nos parecen violencia inaudita y bárbara. Pero al principio del siglo XIX la exhibición de cabezas clavadas en picotas no era escandalosa, sino que comenzaba a provocar un escándalo; los siglos anteriores habían permanecidos como anestesiados al escándalo de violencias públicas. Posiblemente antes el horizonte del sufrimiento cotidiano era tan fuerte, que el sufrimiento de otros, convertido en violencia social, no era extraño, aunque por excepción, sí algunas buenas conciencias se escandalizaban de tal violencia, pero esa era todavía una sensibilidad marginal. En el transcurso del siglo XIX ocurrió un cambio cualitativo de la sensibilidad social promedio, de tal modo que los extremos del sufrimiento se fueron enajenando de la conciencia popular, y las fuentes del sufrimiento intencional fueron condenadas masivamente y con fuerza: la tortura, la pena de muerte, las mutilaciones, las matanzas indiscriminadas, la enfermedad sin auxilio... Pero no sólo esos fenómenos de sufrimiento intencional fueron condenados, sino que también los efectos no intencionales se combatieron, asentándose en una nueva sensibilidad: la enfermedad fue atacada con la medicina pública, el hambre fue atacada con la intervención del Estado benefactor, la miseria laboral fue atacada por los sindicatos y las leyes laborales, la miseria extrema fue atacada por diversas instituciones asistenciales y el seguro de desempleo. En el transcurso del siglo XIX, el sentido común de las diversas clases sociales se enfrentó a las formas de sufrimiento , y se movilizaron esfuerzos sociales; las luchas de las clases menesterosos tuvieron resultados favorables. El proceso continuó de forma irregular en el siglo XX y ha tenido diversos frutos en el XXI.
En cierto sentido, se puede afirmar la existencia de un círculo virtuoso entre la reducción del sufrimiento general y una mentalidad que propugnaba por la aplicación de medidas con un sentido humanitario que reducían las condiciones del sufrimiento. Una gran porción de estos cambios vino desde el movimiento independiente de los trabajadores y otros grupos marginados como las naciones colonizadas, pero finalmente hasta las élites privilegiadas fueron subyugadas ante este cambio de los tiempos, y cedieron ante las demandas fundamentales de sectores diversos de la población exigiendo terminar con sus miserias y padecimientos. Este proceso de dos siglos, marcaría una dialéctica de las buenas conciencias, que surgen en condiciones materiales más bonancibles, por lo que las llamadas “buenas conciencias” (que muchas veces también son ciudadanos irascibles y saturados de indignación moral) no desean ver un horizonte de horrores en su entorno; luego si las intenciones filantrópicas de las buenas conciencias se convierten en acciones eficaces de bienestar social, entonces se crea un entorno más favorable. El resultado de un entorno favorable (con menos sufrimiento, con más necesidades satisfechas, más rico) es que se multiplican las “buenas conciencias”, que se convierten en el criterio promedio de la nueva sociedad. Esto dibuja un círculo virtuoso, en que las peores condiciones de una sociedad, sus condiciones agudas de sufrimiento (enfermedad, dolor, violencia, etc.) quedan en el foco de ataque de la sociedad, por lo que la colectividad rebasa sus premisas de sufrimiento exaltado, tan características de siglos anteriores.
La conservación fáctica de un núcleo irreductible de sufrimiento: enfermedad, miseria, separación y finalmente muerte
En medio del color blanco, la conservación de un punto de color negro es más notable, la simple ley recíproca de los contrastes nos indica que la conservación de un islote de sufrimiento humano intenso dentro de un mar de confort resulta más notable. Esta situación implica una explosión de la caridad social y de la filantropía como jamás antes existió. Esto no significa que antes del siglo XIX no existiera caridad social o filantropía, pero implica un cambio de su posición y significado. Antes la caridad era una parte de una solidaridad comunal bien fundada; por ejemplo, si en una tribu se destruía una choza, de forma bastante espontánea los vecinos se congregaban y colectivamente reconstruían la choza de la víctima. Pero desde el ascenso del capitalismo, el individualismo hace que no exista una relación de pertenencia a comunidades integradas, entonces la relación con la víctima de una desgracia es más individualizada y casual. El motivo de la ayuda no surge del apoyo hacia una persona conocida como parte del grupo propio, sino que la vista del miserable causa un sufrimiento ajeno evidente, que resulta insoportable a la vista de las buenas conciencias. La mera visión de la miseria invita a la caridad, no tiene que haber una solidaridad personal, después de la ayuda el limosnero desaparece del campo vital de la buena conciencia caritativa. La filantropía es una forma más organizada, pero también demuestra una sensibilidad alérgica ante la desgracia ajena, basta que exista una víctima para generar el deseo de ayudar.
Entonces se conserva un núcleo fáctico del sufrimiento: enfermedad, miseria, separación y muerte. Si profundizamos el planteamiento, finalmente, el nivel insuperable permanece en la muerte, que además significa la convergencia de los demás temas, porque la negación parcial del cuerpo, del la relación humana y con la riqueza material se condensan en la muerte, porque sin tan negación radical del ser humano, casi cualquiera de las otras negaciones sería remediable, porque se tendría el “tiempo suficiente” para remediarla o consolarla. El caso más claro es la enfermedad, porque si su final amenazante no fuera la muerte, entonces sería completamente otra cosa, carecería de la hondura existencial que posee; digamos, que la enfermedad curable es un episodio, pero toda enfermedad mortal preludia una tragedia. En ese sentido, el sufrimiento es radical debido al horizonte de la muerte, porque lo definitivo está en juego con el dolor humano; en cambio, la desaparición del horizonte de la muerte podría hacer que cualquier sufrimiento fuera un episodio irrelevante o una difícil vicisitud para un final feliz.
En ese sentido el problema del sufrimiento es el problema de la muerte, que si queda superada, también el sufrimiento se relativiza y hasta se convierte en cómplice de su contrario. Por esa razón es que la idea de la continuidad de la vida es el eje central de las verdaderas interpretaciones hedonistas. La única forma de superar una cultura sacrificial es por medio de la continuidad de la vida. La esperanza de la continuidad de la vida se puede interpretar como continuidad del género humano (la continuidad vital de un proyecto generoso) o por medio de la continuidad de la vida individual en el horizonte religioso. El secreto de la admiración del Che Guevara como ídolo de la revolución latinoamericana es esto mismo, porque dentro de la figura del guerrillero heroico está la esperanza (con ropaje materialista) de que el sacrificio de la sangre individual trasmute en la continuidad de la vida colectiva. Este cambio (sacrificio) de la individualidad de Guevara por la causa justiciera, que es también vida, representa la transmutación del plomo en oro, porque la existencia cotidiana se ha sublimado en heroísmo perpetuando la sociedad. Sin embargo, en ese sentido el heroísmo revolucionario está imbuido de mística del sacrificio, porque la relación entre el individuo y la especie humana mantiene una cadena trágica, porque en la muerte acontece la victoria de la especie frente al individuo. En la continuidad de la vida de la especie está una esperanza optimista, pero insuficiente, porque la vida individual siempre es concreta e irrepetible, tampoco existe realmente una vida de especie flotando por encima de los individuos existentes. La superación extrema de una cultura del sacrificio estaría basada en la creencia en la continuidad de la vida concreta, en la pervivencia del espíritu vital individual; así, la creencia en la reencarnación da la opción de una indiferencia relativa al círculo del mundo material, pero no debe engendrar la pérdida de lo más valioso: la esencia de la vida.
El dolor de una teoría o la conciencia infeliz
Algunas interpretaciones teóricas de la realidad contienen el sello de un aguijón que acosa a sus autores, porque la misma interpretación del mundo también es una acusación en contra de sus intérpretes. Esto se ejemplifica completamente con Foucault y su teoría del poder. En esa interpretación de la sociedad existe un efecto boomerang, causado por la extensión de la maldad del poder que abarcaría el conjunto de las prácticas sociales. Esta es una interpretación crítica pero torturada, porque también el saber (cualquier saber inclusive el propio) está marcado por un deseo y una realidad de poder, en el sentido negativo de control disciplinario y limitación del sujeto conocido. En ese sentido, hasta la teoría con que está revelando y denunciando Foucault (por vez primera, digamos) la penetración universal del poder, también (en alguna medida) es cómplice del poder , porque está ampliando el campo de los controles, de la introducción del control disciplinario en el individuo. Esa teoría del poder, por tanto, está marcada por un sello de culpabilidad, por una especie de pecado original, porque la intención de conocer denunciado al poder está ensombrecida por la verdad del conocer, que también implica una potencia. En este ejemplo, Foucault supone que el poder rebasa al saber, que los desborda y lo atrapa en sus redes; el momento fundador está en el poder, en el control social, respecto del cual el saber está subordinado. Para este francés, la esencia maligna incrustada en la sociedad es el poder, entonces el crítico se ha convertido en servidor involuntario del poder, al generar efectos de verdad.
Con lo anterior estoy describiendo una forma sutil de sufrimiento, es una sombra meramente intelectual, que acusa o acosa al portador de una teoría por sus limitaciones inmanentes. El ejemplo es curiosamente redondo porque el lado de la crítica moral “foucoltiana” se convierte en una autocrítica forzada, el fiscal se convierte en el reo (para acudir a metáforas carcelarias con las cuales jugaba Foucault ).
Esta forma de sufrimiento puramente intelectual, de manera directa me conduce a la interpretación de Hegel de la base de la infelicidad, su estructura espiritual, mostrada en la Femomenología del Espíritu. Hegel indica que la conciencia infeliz, por fuerza es aquélla que mira su fundamento como separado de ella misma, observando su esencia como lejana de su existencia, el ser presente. Por ejemplo, para la conciencia religiosa la tragedia consiste en su incapacidad para encontrar a su Dios, sintiendo que su divinidad la tiene abandonada y no le da respuesta a sus ruegos. Dios sería la esencia íntima y el fundamento de la conciencia religiosa, pero si ignora la esencia de su comunidad con la divinidad, siempre la verá como ajena a sí misma. Sin embargo, en un sentido fenomenológico es la conciencia infeliz lo que ha puesto la imagen de Dios como su esencia interior, como la plenitud de su esencia. En base a lo anterior se puede observar que la interpretación de Foucault sobre el poder posee la estructura de la “conciencia desgraciada” porque el poder ha rebasado a la interpretación y se le afirma como su fundamento, pero un fundamento que permanece ajeno a la persona que lo interpreta, que se mantiene como su esencia negativa, como su enajenación permanente. Siguiendo esta línea de razonamiento, en todo momento el sufrimiento también es un estado de conciencia de separación, una situación de enajenación parcial o general de sujeto respecto de su fundamento o de su consecuencia, respecto de su esencia o de su existencia. Por lo mismo, el concepto de “conciencia infeliz”, al nivel de generalidad ofrecido por Hegel, ofrece las claves para la superación ideológica de la caída general en la infelicidad y la aptitud para el sufrimiento.
Mientras el nivel del sufrimiento corporal (dolor físico, enfermedad, vejez, invalidez, etc.) depende de un progreso de la especie humana (analgésicos, medicinas, terapias, atenciones, etc.), el nivel consciente y humano del sufrimiento depende de la interpretación que se ofrece. La clave filosófica para superar el sufrimiento humano es “recuperar el fundamento de las conciencia”, aunque existen muchos componentes concretos de esta afirmación. Al recuperar el fundamento de la conciencia se inicia la clarificación de los mayores enigmas de la existencia; entonces el primer fundamento indica que la conciencia es esencial al mundo y para la conciencia la existencia aparece continua; en otras palabras, el primer fundamento es la continuidad de la vida de la conciencia.
Entre el Espíritu Absoluto hegeliano, el Nirvana budista y la utopía
Una clave de la filosofía hegeliana es recuperar el fundamento de la conciencia, operación mental y espiritual que disuelve la oposición histórica entre el sujeto (en sus diversos niveles) con el objeto, para llegar a una fase superior de pleno reconocimiento . Ese estado superior de pleno reconocimiento, en tal filosofía recibe el nombre de “Espíritu Absoluto”, porque el espíritu humano, después de metamorfosearse durante la larga trayectoria de la historia, descubre que el fundamento está en el espíritu mismo. Después de una larga trayectoria histórica universal el espíritu humano se descubre como el actor secreto del largo camino, y encuentra que no existe una diferencia esencial con la cual desgarrarse ante un mundo adverso, descubre este espíritu que las grandes realizaciones significativas (arte, religión, filosofía y Estado político) son las diversas formas de emanación del mismo espíritu. Para el filósofo alemán el espíritu humano es una emanación dialéctica de una creación divina, el conjunto del universo emana de la deidad objetivada en mundo. El largo camino encuentra su secreto en la redondez; al final del viaje el espíritu se encuentra observándose a sí mismo, pero como objetos externos; en lo diverso se encuentra la mismidad, por eso Hegel le llama el Espíritu Absoluto. En esta filosofía la tragedia de la historia ha sido superada, aunque sea sólo en la mente humana, en la inteligencia, pasando de la enajenación a la reconciliación y en este terreno el legado filosófico señala hacia la recuperación del fundamento de la conciencia, habitando en un terreno de la “eticidad” y la idealidad.
Podemos comparar esta operación filosófica con la operación mental de la iluminación mística. Mediante la iluminación mística, ejemplificada en su versión budista, se opera un progresivo vaciamiento de la mente respecto de los contenidos accidentales del mundo; en especial, se combaten los apetitos humanos y las pasiones, que originan el sufrimiento. Ciertamente, el sufrimiento es su sentimiento humano, un estado de conciencia, por lo que cuando son abandonados todos los sentimientos de apetencia, solidariamente también debe desaparecer el sufrimiento. Si bien, el camino del abandono de los apetitos humano, en su sentido místico completo, es una vía que no parece apta para las multitudes, para sus iniciados mantiene un contenido concreto, es una vía que altera radicalmente el estado de conciencia. El acercamiento al Nirvana es una separación de la conciencia respecto del mundo material, para acercarse hacia una esencia divina; pero desde el punto de vista de esta indagación, esa esencia divina aquí se identifica con la recuperación del fundamento de la conciencia. Porque en el proceso de iluminación la separación del mundo de los apetitos y de la sensibilidad implica que la conciencia no se pierde, sino que se mantiene en sí, que están captando sus propios signos, se llena de sí misma mediante el paradójico abandono del yo. Mientras la conciencia abandona su “yo” no se disuelve en una masa informe, sino que implica la integración de la conciencia a un absoluto; la conciencia arriba a una figura absoluta, donde el fundamento están en sí misma (el dios interior, la esencia divina). Adicionalmente, en el plano religioso se espera que el estado de Nirvana implique que la conciencia sale del círculo de las reencarnaciones para integrarse en un nivel superior de existencia, que se identifica con el nihil originario del universo (el Ser idéntico a la Nada). La solución humana que ofrece el camino budista es de introspección individual, implicando que se desinteresa del mundo. Este retiro del mundo implica un misticismo que prefiere moverse en ciertos ámbitos privados, y busca la soledad de las tranquilas meditaciones como su mejor campo de acción. En la soledad se recupera la plenitud de la conciencia individual mediante el acceso a un estado superior de conciencia, tan especial que su referencia a términos humano cotidianos pierde piso, es decir, que no se explica el estado místico de Nirvana en términos cotidianos, de práctica utilitaria.
Las diversas concepciones utópicas de mejores sociedades opuestas a las miserias presentes, de alguna manera implican que la esencia de la conciencia humana está en el futuro, pues en el presente esa esencia permanece como esclavizada o simple potencia. Ante el desgarramiento presente de las conciencias, ante su sufrimiento, el bálsamo está en el arreglo futuro de la situación social. Siendo la sociedad el fundamento general de los individuos, su contexto social corregido (vuelto utopía) se supone como la fuente evidente de la felicidad. Sin embargo, la mejor de la sociedades no supone la superación de la contradicción entre el individuo y especie que está marcada por el fenómeno de la muerte, y ya encontramos que un núcleo esencial del sufrimiento humano está en la existencia de la muerte misma. A mayor perfección de la sociedad (o del mundo en general) la perspectiva de su pérdida absoluta por la muerte del individuo, mayor es la dosis de posible sufrimiento; la posibilidad de sufrimiento por la perspectiva de la pérdida es mayor debido a que con una mejor calidad de vida su pérdida sería una conclusión más desgarradora. El pobre habitante de una estepa fría, que reside entre penurias y trabajos, adversidades grandes y alegrías mínimas en sus jornadas, aquejado por dolores incurables y enfermedades perniciosas, creo que ha estado más dispuesto a la aceptación de su muerte. En cambio, el rico habitante de una sociedad (ahora aún utópica y) variada (donde el ocio creativo lo capacita para el arte y la cultura universal, donde la salud es el sello de su cuerpo, donde las diversiones no escasean, donde sus capacidades se despliegan al máximo, donde sus necesidades no quedan postergadas ni reprimidas) creo que no estará resignado a aceptar su muerte. Quizá ni el pobre estepario ni el rico “utopita” estarán por completo resignados con su muerte, su propia muerte.
Una definición válida de una sociedad utópica es la de una sociedad de abate las causas de sufrimiento humano. En esa sociedad perfecta queda el núcleo problemático de la muerte, renovación de la contradicción entre individuo y especie, porque no se vislumbra ninguna posibilidad técnica de una inmortalidad biológica. Entonces, esa sociedad utópica estaría dejando el gran hueco, y hasta seria mayor el pozo, al quedar la conciencia de la muerte individual como fuente del sufrimiento. De nuevo, el remedio al sufrimiento estaría fuera del plano práctico, porque la solución para que la conciencia recupere su fundamento queda en un plano intelectual parcial. El caso es similar al Espíritu Absoluto, ahora con una “Sociedad Absoluta”, porque el individuo debería estar feliz porque vive dentro de una sociedad feliz, que lo afirma completamente en su existencia. Al abandonar su puesto en la especie, el individuo debería estar feliz porque compartió un mundo social perfecto, pero su muerte no le causaría felicidad. Después de una larga historia de apropiación, donde la existencia se ha perfeccionado para hacerse mejor, el individuo cae en el abismo de la muerte y nada se recupera, porque nadie arrastra sus bienes (ni materiales, ni su sociedad hipotéticamente perfecta) hasta la tumba.
El camino de regreso a la vida es el camino que permite una identificación constante con las riquezas del mundo, entonces el rico y abundante “utopita” sueña con jamás perder su feliz condición de miembro de una sociedad feliz. En el contexto cristiano de su sociedad Hegel no podía pensar en término de reencarnación, pero su dialéctica del espíritu describe una constante operación semejante a la reencarnación como re-espiritualización; pero opera sobre categorías conceptuales, ya que el paso de la tesis a la antítesis y una síntesis, significa la conservación de los contrarios sobre niveles superiores, y como motor de los contrarios siempre está el espíritu objetivado. Siempre el espíritu objetivado es una encarnación (pensamiento cristalizado en realidad), pero en el hegelianismo, lo que reencarna es el espíritu general, sin garantía individual de recuperación del mismo espíritu. Por su parte, el budismo cree tan firmemente en la reencarnación, que su búsqueda reside en escapar de la cadena de las reencarnaciones para salir del sufrimiento del mundo.
Cada una de estas visiones ofrece un tipo de salida ante los sufrimientos parciales de la vida, y ante el gran trasfondo de sufrimiento erigido con la muerte. Especialmente, ante sufrimientos físicos parciales la mejoría de la sociedad y sus dispositivos parece una respuesta atinada (analgésicos, consultorios, medicinas, terapias, curaciones…). Respecto a las formas culturales (mentales, psicológicas incluso) de sufrimiento, como las éticas y estéticas las recomendaciones hegelianas para recuperar el fundamento de la conciencia en sí, resultan importantes. Finalmente, ante la muerte individual sólo la inexistencia de la misma, la cadena de reencarnaciones parece ser el consuelo final; sin embargo, la misma religión budista (quizá la que más firmemente cree en la reencarnación) nos indica que ésta se debe superar para conquistar una perfección suprema (Nirvana). Si la reencarnación fuera la solución ante la muerte individual, entonces la reencarnación todavía se presenta como una frontera, como una barrera a superarse para alcanzar el plano místico de verdadera superación del sufrimiento. Bajo esta óptica esotérica el sufrimiento posee una extraña utilidad, pues define la misteriosa clave que invita a salir de la existencia misma del mundo, rompiendo la cadena infinita del sufrimiento temporal.
Salidas para el presente
Desde una perspectiva práctica, dos salidas últimas al sufrimiento permanecen fuera del alcance de las personas normales, pues la utopía por definición pertenece a un futuro demasiado lejano y el Nirvana se reserva para una élite de los monjes iluminados.
Aunque parece un camino difícil, el ciudadano puede conquistar esa comprensión superadora del sufrimiento por diversas vías. Si revisamos el contenido de diversas escuelas psicológicas (como el psicoanálisis humanista), filosóficas (como el existencialismo), esotéricas (como la cábala) e iniciáticas (como la masonería) descubriremos que coinciden con el planteamiento de la filosofía de Hegel: resulta posible conquistar el fundamento de la conciencia.
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