Por Carlos Valdés Martín
Cuentan que en el amanecer de los
tiempos, cuando las palabras se volvieron usuales entonces abundaban los
parloteos, pues los antiguos estaban tan emocionados con ese aire sonoro que
sale de las bocas que no paraban. Ellos al platicar mucho se olvidaron de los
tiempos grises, cuando sufrían de tan flacos y que en sus gargantas no salían
auténticas palabras sino gruñidos y gargarismos sin contenido. En cambio, todos
alternaban entre vociferar y murmurar contentísimos con su capacidad de
platicar, en especial las mujeres que convivían, porque los hombres se iban de
cacería y para no ahuyentar a las capturas se guarda silencio en jornadas
enteras. Pero quien se callaba en un largo día de cacería sentía ganas de
compensar parloteando hasta el anochecer, alrededor de una buena fogata mientras
cocía una pierna de bisonte o de antílope.
De tanto platicar se generaban momentos
de confusión, lo cual tampoco es conveniente. Entonces surgió una gran idea…
provocar un silencio antes de una palabra importante o también en mitad de
alguna. Ciertas palabras merecían una atención aplicando el silencio, uno
respetuoso o angustioso según fuera el caso.[1]
Digamos que descubrieron que ellos mismos eran hombres, hembras, hermanos,
hijos o humanos… colocando ese espacio silencioso y de respiración antes de la
palabra adquirían mejor el sentido de su importancia. Las situaciones que les
deslumbraban merecían también ese respeto como lo heroico, lo hermoso y las
hazañas. A veces, también lo desagradable y peligroso merecía dar una pauta
silenciosa presentándose antes de hambre, horror y hecatombe. En los nombres de
la divinidad y de sus servidores convenía esa pausa como en Horus, Hermes y el
celoso Jehovah[2]
la colocó en varias posiciones, para los servidores se empleó el antiguo hierofante, que hierático daba su holocausto
o el medioeval prefería su homilía en
un latín[3]
hermético. Esta relación es
incompleta si descuidamos palabras que nos dan cobijo como el hogar, de otras que proporcionan
dignidad como el honor, surgimiento
inesperado de interjecciones y también un sentido como la herencia.
En expresiones como ah, eh, huy, bah y oh del español, esa importancia de la H
parece colarse por la puerta de atrás, pues una interjección es una exclamación sin palabra definida, algo así como
un instante “pre-gramatical”, para mostrar un sentimiento o una indicación. El
argumento es que la H le proporciona una mayor importancia a esas expresiones
donde está naciendo el lenguaje.
Convencidos
de que la H proporciona ese enorme servicio al dar una pausa de silencio cuando
vamos a pronunciar una palabra de alguna importancia podemos concluir. Sabemos
que cada idioma arrastra las huellas de sus propios pueblos, por tanto, el
empleo de una consonante que en realidad es un silencio o una exhalación muda
varía en cada latitud. Las lenguas de raíz latina y las anglosajonas sí
conservan ese revente silencio para la letra H… ¿En otros idiomas lejanos cómo
funciona el silencio reverente en la palabra?
[1] Esto no es una
historia de la etimología de la H, que varió según cada pueblo, sino una noción
rescatada de un viejo manuscrito sobre la influencia del hebreo, que conectaba
con Favre de Olivie.
[2] Que la hache
aparezca al final podría fantásticamente atribuirse a que la escritura hebrea
opera de derecha a izquierda, en sentido opuesto a la predominante en el resto
del mundo. Entonces en Jehovah colocada al final ¿Se colocaría al principio en
realidad?
[3] Durante casi toda la
historia de la iglesia católica las misas se pronunciaron en latín, hasta el siglo
XX se modificó esa práctica. La orden provino del Papa Pablo VI, quien ofició
la primera misa en lengua italiana local el 7 de marzo de 1965 y lo mismo
indicó para el resto del mundo.
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