Música


Vistas de página en total

jueves, 27 de agosto de 2015

ESPINAS DE DRAGÓN





Por Carlos Valdés Martín





Moví el texto dificultando su lectura, sin que el vecino pareciera perturbarse con tal descortesía El viajero era corpulento y torpe, sentado en el asiento contiguo del tren. Sobre mi hombro, alcanzaba a leer el libro de cuentos. Le insinué que fisgonear el libro del vecino era descortés. Durante un momento, él fingía no husmear y luego clavaba la mirada.
Recién había tomado ese texto en la estación del tren. No conocía a la autora, ni nadie me lo recomendó, pero encontré una curiosa coincidencia de nombres. Los boletos para el concierto nocturno, presumían a la Directora de orquesta, una virtuosa con nombre de ave.
Fui descifrando qué clase de vecino insistía en invadir mi lectura. Daba vistazos mientras él se pasmaba ojeando mis párrafos. Comencé con la hipótesis del excéntrico, seguí con la del tarado y terminé convencido que era un orate.
En sorprendente coincidencia, el personaje principal del cuento parecía aludirlo en este pasaje:
Desde un puente de piedra sobre el río que cruza la ciudad, miré un bulto flotando y alejándose. Le dije con sorpresa que eso sobresaliente no era una simple rama con hojas sino una oreja flotando. Lo dije hasta con temor por la opinión extraña. Era otoño, una rama seca desprendida, había caído desde la orilla y se sobreponía al cuerpo a la deriva. La corriente del río siempre avanza afuera de la comarca, saca nuestra basura junto con cualquier secreto impúdico. Alondra movió la cabeza con impaciencia, mientras oteaba la lejanía del río:
—Nada más, ramas secas y tu alucinación… reverdeciendo.
Advertí su impaciencia, así que retrocedí y fingí que reconocía mi disparate:
—Claro, a la distancia sería un prodigio distinguir entre viejas hojas retorcidas y lóbulos de una oreja muerta, arrastrada entre el limo y en condiciones de putrefacción.
Mejores prodigios de vista se logran en la claridad del mediodía, aunque debí aceptar que la luz del atardecer era plomiza, una luz casi lúgubre y confusa en sí misma. Ella cambió el tema y recordó su reunión de poesía para la presentación de las “Vírgenes Vestales” o doncellas de fuego. Ninguna de sus dos amigas con pretensiones de poetisa me agrada, aunque Alondra no abandonaría su pasión poética por nada, ni siquiera por el refugio hogareño que hemos construido; la creería capaz de vender a nuestros niños en un mercado de esclavos con tal de no abandonar sus recitales poéticos. Reconozco que he exagerado otra vez, ella sería incapaz de desprenderse de los críos, le basta con enviarlos a campamentos de vacaciones.
Insistí en acompañarla en un taxi, aunque ella condicionó a apearse unas cuadras antes. No es por ella misma, sino el capricho de Belinda, la supuesta poetisa de éxito que odia a los hombres con la fiereza de sus desengaños. ¿Qué culpa tengo yo de esa amargura de Parca despechada?
Estos tres días, Alondra ha permanecido inusualmente callada arruinando mis breves vacaciones. Pocos días de asueto no son un tesoro, aunque ella debería agradecer que esta vez le gané la discusión a mi jefe, quien siempre sabotea que los empleados vacacionen. Le pregunté si no habría escuchado sobre algún asesinato en nuestra ciudad, de ordinario tan tranquila. Rechazó con un “no” monosilábico y siguió mirando al horizonte que oscurecía.
El taxista trató de ser cordial y nos informó que en su aldea, contigua a esta ciudad, sí había ocurrido una desaparición y él sospechaba lo peor:
—La policía supone una fuga por amoríos adúlteros.
El recorrido fue breve hasta que Alondra bajó y continué el viaje, acompañado con las elucubraciones del chofer, hasta que agradecí sus informes con una generosa propina. Supongo que la propina fue extraordinaria y quizá hasta confundí la denominación del billete que le entregué. Como sea, el chofer insistió en que intercambiásemos teléfonos y hasta regalarme un próximo viaje.
Ella regresó a medianoche preocupada por su gata parda. No supe qué le extrañaba esa vez, la felina solía salir por las ventilas rotas y era inútil retenerla. Recibí regaños injustos:
—Deberías preocuparte por ella un poco, me hace más compañía que tú, siempre acaparado con trabajos burocráticos e interminables.”

Hasta ese punto el personaje me provocaba alguna ternura, pero el siguiente detalle me desagradó, pues amo a las mascotas:
“Intenté una justificación con prudencia, pero la andanada de palabras fue creciendo, hasta que estallé:
—Ese animal es un foco de infección, enfermaré por su culpa; es un costal de toxoplasmosis.
Las paredes de ladrillo y rocas volcánicas temblaban con el subsecuente regaño que brotó de sus labios. Procuré disculparme, exponer que estaba fastidiado por otras razones, que ofender al gato no era para tanto, que mis pulmones estaban dañados desde siempre.
Agotadas mis disculpas, Alondra tomó pastillas para el dolor y se retiró a dormir a su cuarto separado: un espacio separado es una alegoría sobre Virginia Wolf, no un hecho.  
La discrepancia parecía terminada pero ella colocó sobre la mesa del comedor su cuaderno de apuntes; escrito de su puño y letra:
“Dulce transparencia del velo virginal, despertando el anhelo más intenso/ la flor enloquecida convertida en sierpe, en pétalo hambriento/ devorando fuentes de fuego/ senos desnudos, ahogando vestales/ en hecatombe de velos bramando: /quiero, quiero.”
¡Vaya palabras más desfachatadas, para surgir de su mano, antes tan casta! Recordé su inocencia, cuando la conocí en la escuela. Ella miraba los atardeceres y deshojaba las margaritas, mientras leía versos clásicos. El planeta entero desfallece bajo una oleada de lujuria y hasta las esposas inmaculadas se contagian de lascivia.
Por mi parte, mantenía ocultos unos calmantes en el botiquín. Una mezcla generosa de antidepresivos con tranquilizantes era lo que me rescataba de esas noches oscuras. Hace tiempo había discutido mucho con Alondra sobre mi psiquiatra, al que ella llamada despectivamente un charlatán. Pero él, un emigrante tunecino (a quien yo salvé una vez el pellejo, en una anécdota que no explicaré), era el único que había logrado sacarme de ese abismo de las mañanas grises y del cielo derrumbándose. Las últimas dos semanas mi ánimo parecía restablecido, incluso indagaba discretamente un empleo mejor, por eso las súbitas vacaciones y el interés renovado por hacer las paces con mi esposa.
No habían transcurrido ni diez minutos cuando puse música de Beethoven y escuché la brisa de un claro de luna. Sentado en un sillón mullido y tapado con un cobertor me ganó el ensueño. En la madrugada desperté con un ruido de ramas crujientes y descubrí varias grietas nuevas en el techo.
Amaneció sin novedad, pero esa misma tarde me enteré que Alondra mintió al informar que acudiría con una tal Teodora. El taxista agradecido y cómplice era comunicativo; de inmediato, tras conducirla me informó. Dio detalles del sitio exacto: una casa por entero sospechosa, con una luz amarilla afuera, y una fuente bucólica adornando la entrada. Los cortinajes semitransparentes adivinaban cuerpos recostados en estado de excitación estática.”  

Aproveché para comparar si el estado mental del cuento se aproximaba al vecino fisgón, pero su situación de estar absorto, no me permitió una conclusión.
“Le pedí que pasara por mí, en el estado de exaltación que sentía no atinaba a anotar la dirección. Alertado de los peligros que asechan en los “sitios de perdición”, guardé en el bolsillo una pequeña pistola, el calibre mínimo; en caso de urgencia, la intención sería asustar, pues el arma solía quedar descargada.
La rapidez era el factor para sorprenderla y terminar su falso teatro de ama de casa, entonces develar a la casquivana oculta. Tras un par de minutos el taxista amigable tocaba a mi puerta.
Agradecí su disposición servicial y cómplice, sin embargo, el corto viaje fue horrible. La lluvia había comenzado unos minutos antes, después en el camino pisó un bache y reventó su neumático. Era un mal presagio, así que pretendí desistir, pero el chofer aseguró que Alondra permanecía en la dirección revelada y que la distancia era corta, incluso para recorrerla caminando. Por si faltara amabilidad, ofreció prestarme su pequeño paraguas.
En unos minutos la tarde se había convertido en noche, y al asomar la cabeza fuera del auto comprendí lo frío que estaba el ambiente. Como sea, quedaría salpicado y con los zapatos mojados, entonces temí quedar derretido, junto con mi ánimo. La lluvia tuvo un efecto contrario: robusteció el agravio. No era suficiente la infidelidad, también este cornudo recibía la ofensa del agua y el frío. Unos rayos lejanos recordaban que Zeus castigaba desde los cielos tormentosos.
Recorrí con rapidez unas pocas cuadras, apretando el paso y procurando aprovechar pequeñas salientes y techos de las casas. La numeración de la última calle era por entero regular y al final, miré el sitio designado hasta con asco.
La puerta estaba abierta y cedió sin empujar, el aroma embriagante me sugirió una casa de citas y ambiente de perdición. Una música mística disimulaba cualquier doblez de intenciones. Pensé: “Lo usual es ocultar el pecado.”
La luz interior era incierta. Las figuras caían en el ambiente del claroscuro, por eso, adivinaba más que mirar con ojos claros. Un murmullo enervante se sobreponía a la música y lo seguí para resolver ese desvarío. A la engañosa penumbra se sumaban los hilos confusos de inciensos colocados hacia los extremos de cada habitación.
La cara extraña, marcada por ojos grandes y casi lacrimosos; una cabeza medio calva aunque fuerte; diríase, una cebolla a medio pelar por los años. Sus manos se extendían en la espalda de Alondra, en un ritual impúdico y misterioso. Manos callosas y con dedos angulosos: si los martillos de Vulcano asestaran pequeños golpes laterales, moldearían esas falanges con cuadrículas de igual rudeza.
De ella distinguí la nuca y una hilera de brillantes chispas alineadas sobre su dorso. El cabello negro recogido, mostraba la nuca y el cuello con la espalda límpida, inconfundibles sellos del matrimonio perpetuo, hasta con las luces apagadas adivinaría quien era ella. Las brillantes chispas en doble hilera me desconcertaron; incluso, luego de lo sucedido todavía era incapaz de determinar su origen.
Juro que la pistola era solamente para amenazar, pero —sin que hubiera transitado algún pensamiento u orden por mi cabeza— el arma soltó un tiro súbito y limpio sobre el pecho del extraño. El color dorado metálico y hasta artificioso que cubría esa pistola provocaba este equívoca ilusión: debía ser un simple juguete; jamás nadie la tomó en serio, ni el abuelo que la heredó en un lote de cachivaches para sus descendientes.”

Alcanzado ese punto, observé con detenimiento, por si existía el bulto típico del arma oculta en la cintura del vecino, y respiré hondo al suponer que no había nada. En mi fuero interior, decidí que me alejaría en la primera oportunidad. Continué la lectura:
“Tras el disparo ella se encorvó del pavor, cual gato de oscuridades. Estaba recostada sobre una mesa cubierta de tela, un artificio curioso y hasta indescriptible, por tan sencillo: el doble cuadrado para recostar un cuerpo, que no era una cama ni una mesa para comer, especie de híbrido y mutante del mobiliario. Y sobre ese metro de altura ella se encorvó, cual quimera sorpresiva, colocada entre sus extremidades y amenazando al universo con una ofensiva contra esa arma.
En esa extraña pose de arco completamente tenso y desconcertado, Alondra amenazó sin palabras, con una especie de graznido de cisne encarnado y lo hizo desnuda, olvidada de cualquier pudor. Las agujas sobre su lomo resultaban aterradoras y temblé, mis tripas crujieron y confundido, solté el arma. Comencé a agacharme, hasta encogerme sobre las rodillas; doblegado por cansancio súbito y debilidad en las extremidades.
El hombrecillo calvo, se agitaba en el suelo agarrándose el pecho y noté que lo arropaba una bata blanca con un letrero indicando: “Acupunturista.”
La mirada de Alondra destilaba confusión y condena, sin descontar también un dolor físico, que se salía desde su espalda encorvada y con escamas de agujas, cual dragón escapado desde la región del hielo. Quedé aturdido por el aroma espeso y confuso que provenía desde todas partes.
Alondra comenzó a lanzar maldiciones contra mí, junto con Otelo y todos los de esa estirpe degenerada: los celosos delirantes.” 

En ese punto del relato, el tren bajó la velocidad para alcanzar otra estación y comencé la maniobra para guardar el libro en el portafolio. El pasajero se apuró a hablar con el gesto de un acusado ante el tribunal judicial:
—Eso no fue como parece, el arma quedaba descargada, pero lo que sucedió luego fue una conspiración, el taxista amable resultó un traidor que había colocado subrepticiamente balas...
—¿Cómo…? —pregunté refiriéndome a cómo él se animaba a importunar, no a que uno se interesara en más explicaciones y siguió:
—Es forzoso, el taxista jamás confesó, pero encaja en el perfil del amante vengativo, siendo el villano mismo que actuó por su iniciativa o alentado por Belinda, esa falsa amiga y larva espectral.
—No tengo tiempo de escucharle —respondí y apresuré el paso para colocarme justo frente a la puerta en el instante del descenso.
El tipo se incorporó como si fuera a bajar también en ese mismo sitio y dio unos pasos, aunque en zigzag como si dudara. Espantado, decidí que correría si insistía en seguirme. Arqueó las cejas y sus ojos saltaron, cual médium poseso por el más allá, y con tono de ultratumba, advirtió:
—Si tocas con un solo dedo a Alondra te las verás con…
No esperé a que terminara la frase y corrí por el andén hasta cerciorarme de que no me seguía. Busqué un basurero en una calle discreta y en su fondo sobresalía un amasijo de esqueletos de pescado. Ahí rompí los boletos para el concierto, no fuera a ser que… 

sábado, 8 de agosto de 2015

CÍRCULO PERFECTO O CUMBRE







Nota: Si miran de cerca el cuadro de William Blake titulado Newton, entonces verán cómo del compás surge la mitad del círculo y se inscribe en el triángulo, que representa geométricamente a la montaña y su cumbre. La imagen sobrepuesta es un espléndido ascenso alpino.

Por Carlos Valdés Martín

Tras una semana desde el trágico accidente de su padrastro, encontré a Bernardo en la cafetería de nuestra escuela preparatoria. Dejó su cuaderno pautado que rayaba con apuntes nerviosos y me saludó con efusividad. Ocultaba su luto reciente bajo súbitos entusiasmos y nociones intrigantes, con variaciones de ánimo que lo alejaban de su tristeza. Luego de mirarme de arriba a abajo, dijo:

—Es que ya no hay nada más, te digo, Pepe, que he llegado al momento cumbre, nada más queda por esperar.

Bernardo hablaba y manoteaba para dar énfasis a su afirmación. Soltó que lo suyo con Victorina se había consumado tras el velorio. Acostumbrado a anteriores declaraciones ilusorias sobre romances inexistentes y, además, sorprendido por verlo tan animado, le respondí apuntando hacia el extremo último de su argumento:

—Con diecisiete años y ya —solté una palabra difícil de rebatir para un católico— pontificas sobre las fronteras últimas de la existencia.

Ante esta objeción, regresó al comienzo del argumento, mientras se levantaba y su camiseta demasiado corta (sello del crecimiento apresurado) mostraba unos pelillos sobre su barriga adolescente. Así, defendió su interpretación:

—Eso dices tú, Pepe, que no te has enamorado así; una noche con Victorina está más allá del paraíso.

Para mí, la imagen de Victorina resultaba sosa; era una estudiante fácil de confundir entre diez mil. Delgada y sonriente, pero nada llamativa para voltear la cabeza a su paso.

De pronto, se hizo un silencio en el recinto de la cafetería, cuando entró la nueva maestra de matemáticas, una brasileña apiñonada y de pechos prominentes. Recién ingresada a la planta docente, ella procuraba demostrar un trato agradable, aunque con acento de extranjera no le entendíamos bien cuando enseñaba. Bastaba su presencia para tensar los instintos, mientras intentábamos disimularlo. Siendo inexpertos en el arte del disimulo, fallábamos. De inmediato intercambiamos miradas y me aproximé al oído de Bernardo para cuchichear: “Te cambio a todas las Victorinas del mundo por una sola monumental”. Atisbando en dirección a la maestra, guiñé para apuntalar el argumento ante mi amigo. La maestra miró con atención el guiño y lo interpretó como si fuera asunto de su incumbencia. Bernardo se dio cuenta y pellizcó mi mano para exigir más discreción. Sin alterarse, la maestra se acercó con sigilo desde el otro extremo de la cafetería.

Al llegar, cruzó los brazos y quedó clavada junto a nuestra mesa. La profesora sonreía, mientras saludaba con tono amable en portuñol. Ella Preguntó algo que no comprendimos ni alcanzamos a responder con una explicación coherente. Apiadada de nuestra turbación de adolescentes, la maestra se alejó con prudencia y no regresó más. Hice prometer a Bernardo que no comentaríamos con nadie del guiño, porque temía que fuera interpretado como una falta estudiantil.

Frente a la evidencia, logré convencer a Bernardo de  que esa maestra significaba una elevación hacia un terreno inaccesible, porque, ante el imposible, resulta inútil lamentarse. El amigo Bernardo regresó al debate y se despidió con una frase que copié en un cuaderno de notas:

—Una cumbre hace olvidar —suspiró y enseñó los dientes— a otra cumbre, pero en una existencia entera habrá una o, cuando mucho, dos; lo demás es silencio.

Me alejé cavilando si era una exageración ese amorío de Bernardo y, de inmediato, recordé con preocupación el calendario de los exámenes finales de la escuela preparatoria.

**

Bernardo se inscribió en otra facultad, entonces nos frecuentamos menos y tardaron tres años para abordar una plática del tema. Cuando nos reunimos en una taquería sobre avenida Insurgentes, él estaba nostálgico y casi abatido:

—Viajar a París y encontrar a Celinne fue sublime… una noche de luna llena bajo la Torre Eiffel no habrá ya… no más nada.

Le respondí para contrariarlo y avivar la polémica:

—Ni siquiera he visto una foto, hasta debe ser chimuela; tus gustos por las extranjeras son extraños.

—En verdad desde que regresé a este país, nada me sabe bien.

Unos minutos más tarde, llegó Fede, un amigo gordo. De cuerpo curvo y sensual, disfrutaba y reía al sostener cada antojo y colocarle salsa. También sonreía con burla cuando Bernardo y yo nos enfrascábamos en discusiones de aire filosófico:

—Déjense de honduras, se les va a cuajar la leche; menos libros y más donas.

—Es que Bernardo se está volviendo nietzscheano.

—No es tan simple, pero tuvo razón cuando dijo que “los que me sigan deben tener piernas muy grandes para pisar de cumbre en cumbre” y Zaratustra se retiró para convivir con bestias.

Asentí:

—Suena grandioso.

—Ja, ja; se trata de pisar como gallitos, pero a las muchachitas— el gordo Fede volvió a reír mientras abría la boca y tragaba, dejando un trozo de jamón en la mejilla—, eso sí es máxima; digo, lo máximo — habló con lentitud, por efecto del bocado.

Lo refuté:

—Confundes a Nietzsche con Condorito, el de las caricaturas.

Fede torcía la boca y no le importaba, con sinceridad era impermeable ante nuestras andanadas de esnobismo, no se dejaba agarrar a “librazos”. Encogía los hombros y tramaba su siguiente broma.

Regresó Bernardo a los puntos sublimes:

—Ese es el mensaje; solamente importan esos momentos cumbre; nada más interesa, el resto es sangre, sudor y…

Interrumpió Fede:

—Tacos, puros tacos; lo demás son puros deliciosos tacos, no salgas con lágrimas de hambre, que todos aspiramos a dar el brinco hasta el jet set y ligarnos a las estrellas; pero jamás sucederá, jamás habrá ninguna que ame a nuestro aprendiz de Cuasimodo: el galante de Bernardo.

El aludido retrocedió agraviado en su ánimo y se levantó de la silla. Fede lo hería por simple diversión y no porque Bernardo fuese feo, pero sí temía excesivamente el serlo. Bernardo respiraba con aspaviento y caminaba dando vueltas, decía que practicaba una técnica yogui.

Fede susurró en lo bajo: “Touché” y pidió otra orden de viandas al mesero. Por experiencia reconocía la fragilidad del amigo: su resistencia para soportar esas ironías sobre su fealdad era limitada.

Me levanté y abracé a Bernardo por el hombro, para salir juntos del restaurante pretextando fumar cigarrillos. Afuera y con un pitillo en la mano, Bernardo retomó el hilo de sus pensamientos:

—Todo el secreto está en coronar pronto el Everest de la existencia y luego morir, como el Werther de Goethe, que no se suicida por despecho, sino por la imposibilidad de subir. Adoró a Carlota y no habría dama más fantástica. Su pequeño mundo era aquel burgo alemán y fuera de allí, solamente un precipicio de tinieblas, copado por sombras ordinarias.   

Afuera, los automóviles avanzaban indiferentes esa tarde del sábado y los transeúntes no se ocupaban más que de sí mismos. El amigo, recuperado de esa burla, ya platicaba con entusiasmo creciente. Levantaba la voz y, sentir los pasos de desconocidos acercándose, súbitamente la bajaba:

—Esa noche en París lo fue todo; ella me entendía y hasta le propuse un pacto suicida, ¿te imaginas que lo último en tu vida sea cerrar los ojos entre los brazos de la amada bajo la luna de París?

Había recibido suficiente castigo con las burlas de Fede y anticipaba que contrariarlo agüitaría la plática, pero no lo resistí:

—No estás diciendo la verdad estricta, estás adornando tu versión para no dejar que el burlón de Fede gane.

Incómodo con su insinceridad, Bernardo bajó la mirada y rectificó:

—Claro, no es serio lo de suicidarse, mi Pepe; la verdad estábamos tan borrachos que me dormí en seguida. Celinne quería platicar; así son las chicas, les gusta platicar antes y después del sexo, y empujan hacia conversaciones insípidas o color de rosa… Esta vez sí sucedió, y no por darte gusto contaré los detalles, pero sí sucedió. Además, siempre es mejor dormir para que no nos comprometan en matrimonio.

**

Habíamos pactado un reto a 30 carambolas a tres bandas. No había cambiado tanto Bernardo cuando, tras otra vuelta del calendario, nos reunimos en un billar de la zona popular. Solos, dos amigos, que bebíamos sodas y recordábamos anécdotas. Cuando suenan las superficies pulidas de los marfiles blancos y rojos, le facilitan otro argumento a Bernardo:

—Nada más importa, sino el instante cuando la bola blanca recorre sus tres bandas y alcanza a la bola de objetivo; es difícil, pero si fuera más sencillo, aburriría.

Yo asentía con la cabeza para que siguiera y así lo hizo:

—Para mí, ahora es Henrieta la cúspide, la mujer perfecta; una escandinava digna de pasarela. Deberías conocerla. En cuanto junte suficiente para el avión, nos juntaremos y ese será el día definitivo.

—¿La anterior no fue el momento cumbre?

—En esa coordenada, amigo Pepe, del espacio y tiempo sí lo fue, pero Celinne, la francesa, resultó ser una loca.

Disimulé la sospecha de que gran parte de esos romances eran relatos con aire inflado entre las fantasías de Bernardo, coloridas pinturas de lo que anhelaba.

El choque de las bolas en las otras mesas era un rumor cálido y cómplice. Sobre la pared frontal, un reloj de carátula grande y manecillas anticuadas parecía detenerse.

Por mi parte, la existencia entraba en otra carretera. Ese mismísimo día había sido maravilloso para mí, pero ¿cumbre? Una existencia reciente de esposo joven marcaba una meseta exclusiva y allanada por gratificaciones cotidianas; con rutinas pesadas y ratos libres. Los días se parecían en la agenda, aunque —eso sí, con intensidad— bañados por un sol esplendoroso: ganaba suficiente; mi mujer era un ramillete de perfecciones; nuestro primer bebé brillaba de tan sano y sus monerías me mantenían chiflado de contento. Esa tarde dominical la visita de la suegra, pactada en una reunión solo para mujeres, proporcionaba un respiro. Jamás imaginé que las presiones cotidianas para un joven casado resultaran tan agradables y las noches tan perfectas, superando el ocasional llanto infantil. Resumí lo mejor que pude ese cambio en mi vida y aspiraciones:

—Llevo tres años que en gastos y presiones todo es cuesta arriba, pero mírame con cuidado, los demás amigos dicen que la felicidad traspira por mis poros. Despierto en las madrugadas sonriendo y duermo riendo; no imagino que me pudiera ir mejor. Exigirle algo más al matrimonio sería una insensatez.

Bernardo estiró la mano para agarrar un objeto imaginario y agitó el brazo simulando agitar una medalla:

—Ya se te olvidó Nietzsche: “Cuando hables con mujeres, no olvides el látigo”.

—Recuerda que él murió solitario y enfermo, su recomendación de falso Casanova nunca le valió para nada.

Mi amigo Bernardo soltó la medalla imaginaria, luego miró la carátula redonda del cronómetro sobre la pared, como si ahí se concentraran unas montañas transparentes e hizo un gesto de atrapar la lejanía con la mano diestra:

—Cuando obtenga otro momento cumbre, rabiarás de envidia y por tanta envidia abandonarás esa comodidad del casado, para volver a las alas del amor libre; es la libertad el hada mágica de la pasión.

Para anticiparme a la respuesta, disparé una bola blanca, usando el efecto “renversé”, que se deslizó precisa y, adueñado de otro punto a favor, le respondí con ánimo de superioridad:

—Te voy a ganar este juego y, además, cuando la muerte descienda con el velo de respeto que merecen los poetas, depositará una guirnalda con un letrero memorable: “Perdió el juego de carambolas ante Pepe Arconada, el 17 de abril”.

Bernardo meneó la cabeza indicando su negativa:

—En la sesera del casado no entran las razones de los poetas.

Un sonido seco de vidrio rompiéndose interrumpió, cuando, al otro lado del salón, un desconocido gritaba y agitaba una botella rota: “A ver si eres tan macho. ¡Con mi damita no te metes!”

Una adolescente atractiva, enfundada en shorts ajustados y de cadera sensual, se interpuso entre los dos pleitistas. Estiró las manos para detener al de la botella sin tocarlo, mientras le gritaba: “¡No hay nada, estás como loco!”. Repitió varias veces la frase, mientras otros curiosos también vociferaban que se calmara y amagaban con acercarse, aunque sin rebasar la distancia del brazo con la botella afilada. La chica siguió repitiendo la frase en varios tonos agudos, lo cual calmó al tipo, hasta que soltó su arma improvisada.

Entró un policía al local acompañado por empleados y se dirigió al rijoso. El policía traía la mano sobre una pistola al cinto y hablaba tan bajito que no lo escuchábamos. Señaló hacia afuera y el rijoso lo siguió con paso lento. Los curiosos hicieron una especie de valla y luego empezaron a salir, mientras los empleados vociferaban que antes pagaran sus cuentas.

**

La siguiente noticia de Bernardo fue una llamada de larga distancia, cargada de frustraciones:

—La sueca resultó una desquiciada…Mira que invitarme a su departamento, cuando resultó que seguía casada, amamantando a un bebé. No sé en qué cabeza cabe...

El amigo explicó su odisea entre un flechazo romántico a primera vista, un dulce coqueteo epistolar, las promesas de su amor y una comedia de equivocaciones. A la distancia la confusión surgió cuando ella parecía divorciada, cuando en realidad era un disgusto temporal. Por su parte, Bernardo debió de presumir una holgura y un currículum inexistente. El malentendido estalló en cuanto visitó la ciudad extranjera. Después de que colgué lo imaginé trabajando de camarero o lavaplatos en Estocolmo con el corazón doblado y guardado en una maleta del aeropuerto. Atando cabos ella no estaba desquiciada, sino que él malinterpretaba el idioma sueco y, en su pobre inglés, confundió un enojo con el divorcio y fantaseó un complicado relato.

**

Tras la desventura de Bernardo en Suecia y su regreso, una noticia triste nos conmovió, avisando acerca del fallecimiento de Fede. Un modesto funeral reunió a los compañeros de escuela. De ese día triste, se grabó en la memoria el rostro de Fede bajo el cristal del féretro. Un rostro maquillado y alterado, como si hubiera recibido una inyección de cera para moldear, quedando el contorno facial perfectamente redondo.

 

Durante el velorio, Bernardo lucía afectado, incluso más compungido que la misma madre de Fede. Mientras la señora se ocupaba de rezar con monotonía, él se paseaba afuera y encendía cigarrillos, los apagaba sin consumirlos y se quejaba en los pasillos:

—Nunca alcanzó una cumbre, se conformó con poco y terminó apocado.

Continué en silencio y pensé: “¡Lástima por el camarada, Fede! Su muerte prematura era previsible para la ciencia médica, pero sigo sorprendido.”

Acompañaba a Bernardo por los pasillos, cada vez que comenzaba monólogos y los interrumpía. Continuó con paso errático y volvió a decir, lejos de la familia, por lo inoportuno de sus ocurrencias:

—Es que no te has dado cuenta de que los gordos son circulares, igual que la felicidad. No hay cómo agarrarlos ni a la felicidad.

Meses después, Bernardo me visitó en la casa familiar. Al final de esa visitación, sin más testigos, le dibujé círculos y rectas sobre una servilleta donde expliqué que los geómetras griegos consideraban el círculo como la figura perfecta y sinónimo de la justicia. Por sus muecas, Bernardo no estaba convencido, cuando argumenté acerca del avance hacia el horizonte, donde uno persigue esa línea imaginaria y siente acercarse, pero nunca llega. He descubierto que el círculo es una figura fascinante, se aplica a la rutina laboral, a mi corazón y hasta para la muerte.  Con el círculo reina la ambigüedad, pues si alguien caminara sobre un círculo perfecto siempre pisaría la “cumbre” y descubriría que sigue subiendo; paradójicamente al acelerarse percibiría que está bajando y cada avance lo obliga a descender, arrastrado hacia su caída. Cuando el caminante sobre el círculo reflexionara de modo completo, se daría cuenta de que siempre permanece equidistante del centro. Esa equidistancia perpetua respecto al centro implica la justicia divina que argumentaban los pitagóricos. Si se mira en el tiempo, el círculo perfecto dibuja el problema del ahora absoluto, que siempre está equidistante de un infinito pasado y de otro infinito porvenir; la distancia del ahora siempre es la misma respecto de los infinitos pasado y porvenir. Por eso los geómetras concluyeron que el círculo perfecto es único, representando al Ser y a la Eternidad, bajo la modalidad personificada. En cambio, las cumbres son plurales, cual montañas; ellas son las hijas superiores del triángulo y su misterioso potencial. Cuando esto se traduce en términos de felicidad, la recordada está separada por la barrera infranqueable del “ya no es” y la futura, también distante, por el “todavía no es”. La felicidad futura podrá acontecer, pero si es un “momento” no deja de estar sometido a la ley de lo pasajero; para el tiempo fluyendo, cual río, el acto de conquistar es lo mismo que perder: sometidos a la rueda de la existencia que tanto disgusta a los budistas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando habitamos sobre una rueda de naturaleza feliz? Permaneceríamos sobre una cumbre-meseta espléndida, donde, al caminar, jamás nos alejaríamos del centro, por más que sucedan tribulaciones o excentricidades de la existencia. Para que esta explicación sea completa, deberíamos asumir que toda muerte es ilusión; ahí está el punto de Arquímedes, pues quien cree con sinceridad en la aniquilación del espíritu, busca un placebo para darle sentido a su vida. Nadie escapa de su propio centro, así que subir hasta la cumbre sería un placebo. Irónicamente, nadie es capaz de mirar su propio centro, pues se esconde muy adentro. El buscador necesitaría haber purificado sus sentidos, al modo que recomendaba William Blake, de limpiar las puertas de la percepción para captar el infinito tal cual es.

Quedé embelesado cuando reuní tales ideas en una exposición consistente acompañada por un dibujo, pero el amigo Bernardo seguía trastornado por la nostalgia de una europea desdeñosa y no captaba el tropel de argumentos que se redondearon a partir de los días que siguieron a la angustia tras mirar una cara redonda bajo la ventanilla del féretro.

**

Para Bernardo el mal efecto del clima nórdico sumado a la decepción desplazó sus intereses. Su nueva vocación incluía la geografía tropical. Con una racha de fortuna económica en los bolsillos, desvió su entusiasmo hacia las regiones cálidas, donde sentía ambientes de dulzura y candidez, a tono con la leyenda del buen salvaje patentada por Rousseau. De cuando en cuando, enviaba postales desde Tahití y Borneo para comentar que merecían ser elevados a la calidad de “patrimonio de la humanidad” y, para redondear, sus playas certificadas de paraíso terrenal. Los motivos no siempre eran viajes reales, bastaba una ocurrencia para que regalara esas impresiones postales, hoy pasadas de moda. Después supe que había siguido un curso de arqueología. Al platicar por teléfono, parecía entusiasmado:

—Dejar algo para la humanidad, que las generaciones futuras reciban tu contribución; ahí veo una cumbre, una que no sea fugaz, una que justifique mis esfuerzos y pague las pestañas perdidas leyendo libros.

Pasaron los años, mis hijos nacieron gemelos, varones sanos y alegres; poco después quebró la próspera empresa donde idealizaba una jubilación dorada. El amor y el matrimonio se escurrieron por un desfiladero apresurado de deudas y privaciones. Extrañaba la plenitud matrimonial de los años buenos y lamentaba las tristezas que deja la separación. Entré al lado oscuro del círculo, pero las dificultades económicas me mostraron un pliegue distinto: luchar y esforzarme más. Así de sencillo y de incomprensible, bastaba luchar rabiosamente por salir adelante, El cansancio era suficiente para destilar adrenalina y reírme solitario ante el espejo del baño cuando miraba mis arrugas prematuras alrededor de los ojos. Terminados los años de felicidad bajo la “familia perfecta”, entonces, el trabajo duro y hasta obsesivo me regocijaba. De la agitación laboral saltaba al descanso, con fines de semana candorosos como papá divorciado y, luego, noches de bar para solteros. Esa existencia repetitiva era intensa y sin fisuras aburridas, a pesar de faltarme novia y extrañar a mi ex “mujer perfecta”, para entonces metamorfoseada en la “bruja perfecta”.

Cuando regresaba a la ciudad, el amigo Bernardo acostumbraba buscar a los amigos. Con quien lo escuchara se quejaba de los campamentos de exploración: interminables jornadas regidas por rigor y método para escarbar entre piedras y casi ninguna diversión. Advirtió, con pesimismo, que el sueño de los arqueólogos jóvenes por descubrir otra tumba al estilo de Pakal, jamás se concretaría.

**

En el bar, Bernardo sacó una fotografía cuadrada y pequeña que parecía hecha en un estudio antiguo: mostraba a una guapa morena de rasgos orientales, ojos almendrados, sonriendo entre unas hojas elegantes. Esas luces y el vestido combinaban perfectamente con un ambiente selvático.

—Encontré a otra musa entre las tierras vírgenes y ella —especulando con un valor tradicionalista— lo es también. Su pureza e inocencia me cautivaron entre el gentío de Bangkok; su aura de belleza repelía a la multitud, la gente vulgar se alejaba para abrirle paso. Fue irresistible su presencia y la seguí. Con señas gentiles me acerqué, avancé apuntando hacia mi corazón y, luego, hincándome para demostrar sinceridad. Otras veces los curiosos llaman a la policía cuando intento convencer con señas y mímicas. ¿No te conté la vez que me detuvo un policía en Grecia? Bueno —se interrumpió y volvió a su anécdota— Ella era hostess en un bar así que tuve suerte. Ella se rio tanto cuando intenté alcanzarla y me hinqué ante la puerta del bar, por fortuna llamó a un mesero que parloteaba en inglés.

Después de otros desvíos en la plática regresó a explicar su última cima de amor. Juró que esa relación era tan sincera e intensa que ella pronto se reuniría con él, en cuanto encontrara el modo de encargar a sus dos hijas con sus parientes.

—¿No dijiste que era virgen?

—En su alma, en su actitud de inocencia... a eso me refería.

Hubiese sido rudo insistir para refutar su linda narración, en cambio, lo desmentí mentalmente sin abrir la boca: Él de ninguna manera había conquistado a la hostess del bar, le demostró su amor con aspavientos y ella respondió con vanas promesas para sacar algún provecho. Este esquema repetía el caso sueco, aunque a la inversa. Sin embargo, él sudaba al asumirse feliz, mientras contaba su aventura.

Recordé días de la infancia, cuando conocí a Bernardo. Fuimos vecinos de la misma calle y amigos antes de cursar la misma preparatoria. Estaba el niño Bernardo montado en la bicicleta recién regalada el día de Reyes. Esa vez, yo no recibí nada y pateaba una humilde pelota de goma que encontré extraviada en la calle, pero me divertía tanto como él. En esos días de infancia, su padrastro resultó ser el adinerado en el barrio humilde. Con el paso de los años, la comparación económica entre nuestras familias se fue emparejando.

Durante una semana seguida, Bernardo juró que su bicicleta regalada era lo mejor que jamás le había sucedido. No se bajaba, a cualquier sito quería ir sobre ella, hasta me invitó a subir atrás, aunque se le dificultaba pedalear con un pasajero. Al terminar la primera semana, dejó la bicicleta guardada y comenzó a patear el mismo balón de goma que compartíamos los chicos de la cuadra, y así siguió Bernardo varios meses: uno más entre un puñado de niños de barrio. Luego llegó su fiesta de cumpleaños y quedó fascinado por un regalo de “hombres de acción”, con los cuales jugó una semana continua en solitario, hasta que regresó conmigo y los demás chicos a corretear balones.

**

La última comunicación directa de Bernardo fue un correo, donde explicaba, con detalle y euforia, acerca de una oportunidad en una expedición científica hasta la zona profunda y selvática de Nueva Guinea. Un lugar remoto, donde incluso aseveraba que había caníbales. Daba decenas de razones por las cuales esa empresa sería extraordinaria, en síntesis: el pago era excelente, había unas ruinas inexploradas con potenciales descubrimientos sobre una civilización desconocida, y después, esperando que la fortuna le sonriera, él recibiría reconocimiento público por la expedición.

En una posdata de la carta, él regresó a lo que se había convertido en una discusión por episodios. Dibujó un círculo a mano y lo tachó, al lado con una sola línea trazó una montaña picuda y la palomeó. Abajo indicó: “El círculo se puede romper y la cumbre me desafía, extraviada entre brumas.” Terminó su argumento con un tono melodramático: “Veo, por fin, esa cúspide en la cercanía; mi existencia entera ha valido la pena si soy capaz de conquistarla.”

**

Transcurrieron tres meses cuando la hermana de Bernardo avisó que se había perdido la comunicación y que no encontraban rastros de él. Ella pidió informes y ayuda a la embajada, pero fue infructuosa su pesquisa. Las circunstancias esta tragedia me recordaban la muerte de Michael Rockefeller Jr., el heredero más rico del planeta, trágicamente extraviado entre los caníbales de Nueva Guinea.

Aunque vivía fuera de la ciudad y me mudaba con frecuencia por cuestiones laborales, mantuve el cuidado de preguntar continuamente a la hermana por noticias. Ella agradecía el interés y se alegraba, aunque al platicar, con cada comunicación, iba entrando en mayor desesperación. Una vez que la llamé y prorrumpió en un llanto desconsolado, no supe qué decirle. Después de esa ocasión, tuve la impresión que mis llamadas perjudicaban más que ayudar.  Otra vez la hermana me dejó un mensaje de voz en tono desesperado y hasta enardecido, donde estaba acusando a las autoridades locales de haber abandonado la búsqueda.

Desde la desaparición definitiva de Bernardo, los meses se convirtieron en años y sus familiares nunca se resignaron por completo.

 

**

Hace unos pocos días platiqué con algunos amigos de la escuela. Al calor del vino tinto, Alfonso estaba alegre e inspirado. Le recordé los viejos debates con Bernardo sobre los mejores momentos de la vida:

—Ya se extinguieron los caníbales y hasta las selvas vírgenes, incluso también los exploradores. Bernardo con una buena estrella hubiera sido el Indiana Jones de nuestro país…

—¿Recuerdas —levantó los ojos como mirando a la lejanía— lo que le decías sobre las cumbres y los círculos?

—Cuando viajas —respondí, pausando para dar un mejor argumento— sobre un círculo colosal creerás que recorres un plano, como la Tierra o, más bien, la curva obligatoria de cada existencia te regresa al punto de origen. 

—Como… ¿un círculo donde todos los momentos serían diferentes e intensos a la vez?

—No imagines un círculo vulgar —le aclaré con énfasis—, sino un círculo perfecto, donde el centro es tu propia vida. La superficie del gran círculo es confusa, atraviesa valles, abismos y montañas. Sus materiales integran la felicidad y, a veces, cada paso se extravía entre brumas y abismos, sin saber si alcanza una cumbre o serpentea al costado del abismo. Mientras el corazón late sin descanso, permanece en el ahora supremo, donde habita la felicidad, aunque no te des cuenta.

—Aunque esta vida no sea perfecta, —este amigo estudió leyes y así lo interpretaba— mantiene su derecho constitucional a serlo, y aquí demando que este decreto sea cumplido.

Dicho lo anterior, me incorporé, estirando el cuello para continuar. Imposté una voz gruesa, invocando a un supuesto senador de la Roma clásica y, levantando la copa con tinto, propuse una sentencia:

—Una cumbre es la otra cara del círculo infinito… lo demás es silencio.