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jueves, 27 de agosto de 2015

ESPINAS DE DRAGÓN





Por Carlos Valdés Martín





Moví el texto dificultando su lectura, sin que el vecino pareciera perturbarse con tal descortesía El viajero era corpulento y torpe, sentado en el asiento contiguo del tren. Sobre mi hombro, alcanzaba a leer el libro de cuentos. Le insinué que fisgonear el libro del vecino era descortés. Durante un momento, él fingía no husmear y luego clavaba la mirada.
Recién había tomado ese texto en la estación del tren. No conocía a la autora, ni nadie me lo recomendó, pero encontré una curiosa coincidencia de nombres. Los boletos para el concierto nocturno, presumían a la Directora de orquesta, una virtuosa con nombre de ave.
Fui descifrando qué clase de vecino insistía en invadir mi lectura. Daba vistazos mientras él se pasmaba ojeando mis párrafos. Comencé con la hipótesis del excéntrico, seguí con la del tarado y terminé convencido que era un orate.
En sorprendente coincidencia, el personaje principal del cuento parecía aludirlo en este pasaje:
Desde un puente de piedra sobre el río que cruza la ciudad, miré un bulto flotando y alejándose. Le dije con sorpresa que eso sobresaliente no era una simple rama con hojas sino una oreja flotando. Lo dije hasta con temor por la opinión extraña. Era otoño, una rama seca desprendida, había caído desde la orilla y se sobreponía al cuerpo a la deriva. La corriente del río siempre avanza afuera de la comarca, saca nuestra basura junto con cualquier secreto impúdico. Alondra movió la cabeza con impaciencia, mientras oteaba la lejanía del río:
—Nada más, ramas secas y tu alucinación… reverdeciendo.
Advertí su impaciencia, así que retrocedí y fingí que reconocía mi disparate:
—Claro, a la distancia sería un prodigio distinguir entre viejas hojas retorcidas y lóbulos de una oreja muerta, arrastrada entre el limo y en condiciones de putrefacción.
Mejores prodigios de vista se logran en la claridad del mediodía, aunque debí aceptar que la luz del atardecer era plomiza, una luz casi lúgubre y confusa en sí misma. Ella cambió el tema y recordó su reunión de poesía para la presentación de las “Vírgenes Vestales” o doncellas de fuego. Ninguna de sus dos amigas con pretensiones de poetisa me agrada, aunque Alondra no abandonaría su pasión poética por nada, ni siquiera por el refugio hogareño que hemos construido; la creería capaz de vender a nuestros niños en un mercado de esclavos con tal de no abandonar sus recitales poéticos. Reconozco que he exagerado otra vez, ella sería incapaz de desprenderse de los críos, le basta con enviarlos a campamentos de vacaciones.
Insistí en acompañarla en un taxi, aunque ella condicionó a apearse unas cuadras antes. No es por ella misma, sino el capricho de Belinda, la supuesta poetisa de éxito que odia a los hombres con la fiereza de sus desengaños. ¿Qué culpa tengo yo de esa amargura de Parca despechada?
Estos tres días, Alondra ha permanecido inusualmente callada arruinando mis breves vacaciones. Pocos días de asueto no son un tesoro, aunque ella debería agradecer que esta vez le gané la discusión a mi jefe, quien siempre sabotea que los empleados vacacionen. Le pregunté si no habría escuchado sobre algún asesinato en nuestra ciudad, de ordinario tan tranquila. Rechazó con un “no” monosilábico y siguió mirando al horizonte que oscurecía.
El taxista trató de ser cordial y nos informó que en su aldea, contigua a esta ciudad, sí había ocurrido una desaparición y él sospechaba lo peor:
—La policía supone una fuga por amoríos adúlteros.
El recorrido fue breve hasta que Alondra bajó y continué el viaje, acompañado con las elucubraciones del chofer, hasta que agradecí sus informes con una generosa propina. Supongo que la propina fue extraordinaria y quizá hasta confundí la denominación del billete que le entregué. Como sea, el chofer insistió en que intercambiásemos teléfonos y hasta regalarme un próximo viaje.
Ella regresó a medianoche preocupada por su gata parda. No supe qué le extrañaba esa vez, la felina solía salir por las ventilas rotas y era inútil retenerla. Recibí regaños injustos:
—Deberías preocuparte por ella un poco, me hace más compañía que tú, siempre acaparado con trabajos burocráticos e interminables.”

Hasta ese punto el personaje me provocaba alguna ternura, pero el siguiente detalle me desagradó, pues amo a las mascotas:
“Intenté una justificación con prudencia, pero la andanada de palabras fue creciendo, hasta que estallé:
—Ese animal es un foco de infección, enfermaré por su culpa; es un costal de toxoplasmosis.
Las paredes de ladrillo y rocas volcánicas temblaban con el subsecuente regaño que brotó de sus labios. Procuré disculparme, exponer que estaba fastidiado por otras razones, que ofender al gato no era para tanto, que mis pulmones estaban dañados desde siempre.
Agotadas mis disculpas, Alondra tomó pastillas para el dolor y se retiró a dormir a su cuarto separado: un espacio separado es una alegoría sobre Virginia Wolf, no un hecho.  
La discrepancia parecía terminada pero ella colocó sobre la mesa del comedor su cuaderno de apuntes; escrito de su puño y letra:
“Dulce transparencia del velo virginal, despertando el anhelo más intenso/ la flor enloquecida convertida en sierpe, en pétalo hambriento/ devorando fuentes de fuego/ senos desnudos, ahogando vestales/ en hecatombe de velos bramando: /quiero, quiero.”
¡Vaya palabras más desfachatadas, para surgir de su mano, antes tan casta! Recordé su inocencia, cuando la conocí en la escuela. Ella miraba los atardeceres y deshojaba las margaritas, mientras leía versos clásicos. El planeta entero desfallece bajo una oleada de lujuria y hasta las esposas inmaculadas se contagian de lascivia.
Por mi parte, mantenía ocultos unos calmantes en el botiquín. Una mezcla generosa de antidepresivos con tranquilizantes era lo que me rescataba de esas noches oscuras. Hace tiempo había discutido mucho con Alondra sobre mi psiquiatra, al que ella llamada despectivamente un charlatán. Pero él, un emigrante tunecino (a quien yo salvé una vez el pellejo, en una anécdota que no explicaré), era el único que había logrado sacarme de ese abismo de las mañanas grises y del cielo derrumbándose. Las últimas dos semanas mi ánimo parecía restablecido, incluso indagaba discretamente un empleo mejor, por eso las súbitas vacaciones y el interés renovado por hacer las paces con mi esposa.
No habían transcurrido ni diez minutos cuando puse música de Beethoven y escuché la brisa de un claro de luna. Sentado en un sillón mullido y tapado con un cobertor me ganó el ensueño. En la madrugada desperté con un ruido de ramas crujientes y descubrí varias grietas nuevas en el techo.
Amaneció sin novedad, pero esa misma tarde me enteré que Alondra mintió al informar que acudiría con una tal Teodora. El taxista agradecido y cómplice era comunicativo; de inmediato, tras conducirla me informó. Dio detalles del sitio exacto: una casa por entero sospechosa, con una luz amarilla afuera, y una fuente bucólica adornando la entrada. Los cortinajes semitransparentes adivinaban cuerpos recostados en estado de excitación estática.”  

Aproveché para comparar si el estado mental del cuento se aproximaba al vecino fisgón, pero su situación de estar absorto, no me permitió una conclusión.
“Le pedí que pasara por mí, en el estado de exaltación que sentía no atinaba a anotar la dirección. Alertado de los peligros que asechan en los “sitios de perdición”, guardé en el bolsillo una pequeña pistola, el calibre mínimo; en caso de urgencia, la intención sería asustar, pues el arma solía quedar descargada.
La rapidez era el factor para sorprenderla y terminar su falso teatro de ama de casa, entonces develar a la casquivana oculta. Tras un par de minutos el taxista amigable tocaba a mi puerta.
Agradecí su disposición servicial y cómplice, sin embargo, el corto viaje fue horrible. La lluvia había comenzado unos minutos antes, después en el camino pisó un bache y reventó su neumático. Era un mal presagio, así que pretendí desistir, pero el chofer aseguró que Alondra permanecía en la dirección revelada y que la distancia era corta, incluso para recorrerla caminando. Por si faltara amabilidad, ofreció prestarme su pequeño paraguas.
En unos minutos la tarde se había convertido en noche, y al asomar la cabeza fuera del auto comprendí lo frío que estaba el ambiente. Como sea, quedaría salpicado y con los zapatos mojados, entonces temí quedar derretido, junto con mi ánimo. La lluvia tuvo un efecto contrario: robusteció el agravio. No era suficiente la infidelidad, también este cornudo recibía la ofensa del agua y el frío. Unos rayos lejanos recordaban que Zeus castigaba desde los cielos tormentosos.
Recorrí con rapidez unas pocas cuadras, apretando el paso y procurando aprovechar pequeñas salientes y techos de las casas. La numeración de la última calle era por entero regular y al final, miré el sitio designado hasta con asco.
La puerta estaba abierta y cedió sin empujar, el aroma embriagante me sugirió una casa de citas y ambiente de perdición. Una música mística disimulaba cualquier doblez de intenciones. Pensé: “Lo usual es ocultar el pecado.”
La luz interior era incierta. Las figuras caían en el ambiente del claroscuro, por eso, adivinaba más que mirar con ojos claros. Un murmullo enervante se sobreponía a la música y lo seguí para resolver ese desvarío. A la engañosa penumbra se sumaban los hilos confusos de inciensos colocados hacia los extremos de cada habitación.
La cara extraña, marcada por ojos grandes y casi lacrimosos; una cabeza medio calva aunque fuerte; diríase, una cebolla a medio pelar por los años. Sus manos se extendían en la espalda de Alondra, en un ritual impúdico y misterioso. Manos callosas y con dedos angulosos: si los martillos de Vulcano asestaran pequeños golpes laterales, moldearían esas falanges con cuadrículas de igual rudeza.
De ella distinguí la nuca y una hilera de brillantes chispas alineadas sobre su dorso. El cabello negro recogido, mostraba la nuca y el cuello con la espalda límpida, inconfundibles sellos del matrimonio perpetuo, hasta con las luces apagadas adivinaría quien era ella. Las brillantes chispas en doble hilera me desconcertaron; incluso, luego de lo sucedido todavía era incapaz de determinar su origen.
Juro que la pistola era solamente para amenazar, pero —sin que hubiera transitado algún pensamiento u orden por mi cabeza— el arma soltó un tiro súbito y limpio sobre el pecho del extraño. El color dorado metálico y hasta artificioso que cubría esa pistola provocaba este equívoca ilusión: debía ser un simple juguete; jamás nadie la tomó en serio, ni el abuelo que la heredó en un lote de cachivaches para sus descendientes.”

Alcanzado ese punto, observé con detenimiento, por si existía el bulto típico del arma oculta en la cintura del vecino, y respiré hondo al suponer que no había nada. En mi fuero interior, decidí que me alejaría en la primera oportunidad. Continué la lectura:
“Tras el disparo ella se encorvó del pavor, cual gato de oscuridades. Estaba recostada sobre una mesa cubierta de tela, un artificio curioso y hasta indescriptible, por tan sencillo: el doble cuadrado para recostar un cuerpo, que no era una cama ni una mesa para comer, especie de híbrido y mutante del mobiliario. Y sobre ese metro de altura ella se encorvó, cual quimera sorpresiva, colocada entre sus extremidades y amenazando al universo con una ofensiva contra esa arma.
En esa extraña pose de arco completamente tenso y desconcertado, Alondra amenazó sin palabras, con una especie de graznido de cisne encarnado y lo hizo desnuda, olvidada de cualquier pudor. Las agujas sobre su lomo resultaban aterradoras y temblé, mis tripas crujieron y confundido, solté el arma. Comencé a agacharme, hasta encogerme sobre las rodillas; doblegado por cansancio súbito y debilidad en las extremidades.
El hombrecillo calvo, se agitaba en el suelo agarrándose el pecho y noté que lo arropaba una bata blanca con un letrero indicando: “Acupunturista.”
La mirada de Alondra destilaba confusión y condena, sin descontar también un dolor físico, que se salía desde su espalda encorvada y con escamas de agujas, cual dragón escapado desde la región del hielo. Quedé aturdido por el aroma espeso y confuso que provenía desde todas partes.
Alondra comenzó a lanzar maldiciones contra mí, junto con Otelo y todos los de esa estirpe degenerada: los celosos delirantes.” 

En ese punto del relato, el tren bajó la velocidad para alcanzar otra estación y comencé la maniobra para guardar el libro en el portafolio. El pasajero se apuró a hablar con el gesto de un acusado ante el tribunal judicial:
—Eso no fue como parece, el arma quedaba descargada, pero lo que sucedió luego fue una conspiración, el taxista amable resultó un traidor que había colocado subrepticiamente balas...
—¿Cómo…? —pregunté refiriéndome a cómo él se animaba a importunar, no a que uno se interesara en más explicaciones y siguió:
—Es forzoso, el taxista jamás confesó, pero encaja en el perfil del amante vengativo, siendo el villano mismo que actuó por su iniciativa o alentado por Belinda, esa falsa amiga y larva espectral.
—No tengo tiempo de escucharle —respondí y apresuré el paso para colocarme justo frente a la puerta en el instante del descenso.
El tipo se incorporó como si fuera a bajar también en ese mismo sitio y dio unos pasos, aunque en zigzag como si dudara. Espantado, decidí que correría si insistía en seguirme. Arqueó las cejas y sus ojos saltaron, cual médium poseso por el más allá, y con tono de ultratumba, advirtió:
—Si tocas con un solo dedo a Alondra te las verás con…
No esperé a que terminara la frase y corrí por el andén hasta cerciorarme de que no me seguía. Busqué un basurero en una calle discreta y en su fondo sobresalía un amasijo de esqueletos de pescado. Ahí rompí los boletos para el concierto, no fuera a ser que… 

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