A continuación un relato sobre las condiciones e ilusiones en torno a la enfermedad del ébola, desde la perspectiva de un niño, bajo la difícil situación sanitaria y del periodismo en África.
Por
Carlos Valdés Martín
—De la aldea me
expulsaron moribundo, como se acostumbraba. Esa horrible enfermedad siempre es
tabú...
El periodista había
logrado una entrevista que le daría prestigio; por cierto, le urgía por motivos
íntimos. Al centro de esa oficina modesta, se le notaba agitado, cuando guiñaba
y tamborileaba los dedos. Esa oficina de prensa se oculta entre pasillos
discretos del sótano de un hospital.
Al periodista lo
observaba Eva, la encargada de comunicaciones del Ministerio de Salud. Ella se
encargaba de temas escabrosos, dosificando las informaciones para la prensa y,
por tanto, para el gran público. Con discreción y mano firme cuidaba el
comportamiento de él.
Al otro lado del teléfono
se escuchaba la voz, de tono cenizo y sin edad, mientras por instantes
amenazaba con cortarse el servicio telefónico. Nada interrumpía la atención del
periodista sobre el relato que provenía del auricular:
—En mi aldea elegían a
alguno para entregarlo a los espíritus de la selva. Esa vez, mi tío Ismael se
atrevió a cargarme a sus espaldas; yo ya no aguantaba ese cansancio, así que él
me cargó. Al auparme rompió el tabú, que nadie debería tocarme. Sobre sus
espaldas grandes me llevó. Ahí nadie lo ayudaría y él, a su vez, quedaría
expulsado, aunque luego de depositarme ya no podría quedarse ni acompañarme…
Este bosque alrededor del Río se llama Loma Tancú, el bosque bordea al Río y, a
la distancia parece una isla pues su entrada es pequeña… Cuando llegué sangraba
por los ojos y las axilas. Si mamá me buscaba quedaría condenada y ningún vecino
lo permitiría; si ella me acompañaba también la matarían y los demás hermanos quedarían
huérfanos.
El Tancú es una zona
tabú: los vecinos creen que abandonando
a un niño para morir ahí, el Río Ébola dejará de fluir su enfermedad del
sangrado mortal. Para un acto tan cruel les motiva alguna esperanza: a veces,
la enfermedad desaparece durante años.
Tras un quejido que
sonaba a lágrimas contenidas, la voz continuó:
—A veces lo escuché en
la radio… la enfermedad desapareció. En la temporada lluviosa crece la muerte y
en la seca amaina. Unas veces la enfermedad cosecha miles de cadáveres y luego
desaparece; sale el sol y como si nunca nada hubiera azotado a las aldeas.
Quien escucha y anota es
un periodista de la capital de Camerún quien interroga a distancia, curioso por
el rumor que se ha convertido casi en leyenda: Un niño abandonado en la selva sobrevivió
y, luego de años, queda inmune al temido Ébola. Ahora el gobierno local
experimenta con su inmunidad, lo pone a prueba asilándolo en los campamentos
donde son concentrados los enfermos. Al acercarse a esos enfermos los
atemorizados doctores y enfermeras se visten como si fuesen astronautas, con
blancos trajes espaciales totalmente tapados y protegidos con máscaras de respiración,
para evitar tocar o aspirar en esos sitios de miedo. En cambio, ese chico —o
más bien una persona pequeña y sin edad—, se pasea casi desnudo entre los
enfermos, bien dispuesto a ayudar en lo que su inocencia le permite.
En curiosa reacción, la
frente del periodista condensa gotas de sudor como si sufriera de terror ante
el virus distante. Es incomprensible la expresión de miedo que trasluce
mientras hace su entrevista. Él sigue con interés:
—Volvamos al principio
de tu relato. Cuéntame ¿Tu tío murió contagiado?
—Es triste decir que sí
murió, pasaron muchos años sin saberlo… quedé aislado y nadie debía visitarme…
pasaron unos cien años.
El periodista le
interrumpe y corrige:
—Pero tú no tienes cien
años.
—Es cierto —reinicia
con una voz que acumula un cansancio súbito— no sé cuántos años tengo yo.
Discúlpeme, que todavía no sé contar ni sé casi nada de la escuela; no tenía
dónde estudiar. Estando solo en el bosque se olvida hasta de hablar; así, fue
al inicio, sin nadie fui olvidando hasta el hablar.
—¿Cómo lo olvidas?
—El tabú era dejarme
solo —volvió a subir el tono y se escuchaba más ronco, aunque el sonido se
entrecortó— como un adulto; quizá hasta un viejo…
Las palabras se distorsionaron
por el micrófono y el periodista se inquietó, temiendo que el entrevistado callara.
—Debes contar tu
historia… toda.
—Sí, claro, —el sonido
volvió a recuperarse— ahora que mi sangre sobrevivió al Ébola, hay gente
contenta, pero a los enfermos les temen.
—Pero “Niño”, el mundo
va a saber, habrá esperanza para la gente enferma.
De otro lado provino,
otro chillido extraño causado por la recepción fallando. Aguardando que mejorara la señal, revisé las
notas del periodista que resumían la existencia y penalidades de ese “Niño”:
Nombre:
Kenú Boneón.
Edad:
60.
Fecha
de inicio: Sin fecha definida (estimar con 5 años de edad a la actualidad).
Tratamiento
inicial: NO.
Tratamiento
actual: NINGUNO!!!
Especificación:
Fue abandonado solitario en Tancú.
Observación:
No localizamos familiares, al parecer, todos fallecidos por Ébola.
Secuelas
permanentes: Pérdida de la mano izquierda y del ojo derecho.
Descubrimiento:
Desarrolló inmunidad espontánea a la enfermedad, posiblemente tras exposición
repetida.
Protocolo:
Investigar contacto con paciente contagiados por nuevos brotes de Ébola.
Recomendación:
Recluirlo en observación por 45 días en campamento de enfermos de Yambuku.
Eso era todo en la
ficha de apuntes.
El cuarto blanco y de
paredes desnudas, solo albergaba un escritorio simple y un teléfono. La falta
de mobiliarios e insignias no permitía adivinar que era un recinto del
Ministerio de Salud. Era la oficina de Comunicación Social donde atendía al
periodista a condición del anonimato. Se restableció la línea:
—Si olvidaste hablar
¿cómo volviste a hacerlo?
—Del hambre y el
silencio me salvó el Ermitaño, que era el otro habitante del bosque, pero al
principio no supe que merodeaba en el mismo sitio. Él cultivaba frutas y yuca,
atrapaba a los chivos que los lugareños habían ofrendado en el sitio. Cuando fui
abandonado los vecinos ignoraban sobre su existencia, se supone que ese bosque
es tabú completo y nada más el ofrendado debe permanecer ahí. El Ermitaño se
ocultaba y no hablaba con nadie, pero se compadeció de mi cuerpecito con llagas
y dejó comida cada noche junto a mí. Eso me alimentó; pero los primeros años
nunca me habló. Luego se presentó. Me permitió acercarme a su cueva y empezó a
hablarme, aunque muy poco, que era callado.
**
La voz se interrumpió
con una disculpa. El periodista volvió a mirar sus notas. Comenzó a preguntarme
sobre los programas del gobierno contra el Ébola y por qué estaban estancados.
Le indiqué que debería limitarse a los boletines de prensa y que la entrevista
al “Niño” era una enorme concesión.
—Ya sé, usted debe ser
discreta; me conformaré con esta entrevista exclusiva, por ahora me conformaré.
Lo dejé un momento,
solo a la espera de continuar su llamada y cuando regresé escuché en el altavoz:
—Un bote encalló; venía
por el río y su marinero murió por la enfermedad. El triste marinero era una
masa de sangre y carne. Sonaba un radio adentro, así que entré a ver por más
sobrevivientes. Y nada más saqué el radio portátil. Después el Ermitaño me
enseñó a usarlo. En el radio de Onda Corta volví a aprender las palabras,
recodé cómo hablar el idioma francés… Luego el Ermitaño me enseñó a sobrevivir
solitario en el bosque, aprendí a mirar la estrellas para orientarme y
regresar; aprendí a distinguir yerbas buenas, a plantar para comer o curar;
aprendí a esconderme si se acercaban extraños; en el vuelo de los pájaros
aprendía a anticipar la proximidad de las fieras… aprendí a valerme. Una
madrugada el viejo Ermitaño murió aunque no fue por el Ébola. Luego entonces…
la tristeza me comía el alma. Por la compañía del Ermitaño ya no estaba
acostumbrado a tanta soledad. No me atrevía a escapar del bosque, que ahí era
mi casa. Además río abajo había un guardia que no permitía el paso… Eso me lo
explicó el Ermitaño y a hurtadillas una vez que miraba, vi cómo el guardia
desde arriba de una caseta de palma, alta como árbol, disparaba contra alguien
que merodeaba.
—Pero ¿cuándo saliste
del bosque?
—En el radio escuché
que una caravana del Príncipe Bingna
ayudaba a gente con Ébola. Eso me alegró mucho y quise conocerlo. Antes creí
que todo el mundo odiaba a los enfermos. Eso lo sabía por lo de mi aldea y por
palabras del Ermitaño, que él era un fugitivo por otros motivos. Había sido
condenado por una mentira, lo acusaban de ladrón. Venía de Camerún igual que yo
y decía que las fronteras eran algo triste que separa, como una montaña, aunque
no siempre es así.
El periodista
interrumpió, indicándole que era mejor centrarse en su propio relato y no en su
amigo, así que continuó:
—Luego, una noche
cargué lo poco que poseía; ese radio y algo de comida. Salí en la noche para
que el guardián no me descubriera. Salí del bosque, atravesé el puesto y rio
abajo, hacia donde una vez platicó el Ermitaño que había mucha gente. En un día
de caminar sin descanso encontré una carretera y seguí sin detenerme. Miré por
primera vez automóviles y tanta gente vestida. En el bosque casi no se usa
ropa, casi estaba yo desnudo. Miré las primeras casas y comencé a acordarme de
mi aldea, cuando era niño, cómo eran sus techos de palma y esa ciudad era tan
distinta. Les preguntaba si alguien me ayudaría a encontrar la caravana y me
sentí triste porque explicaron que cualquier caravana se anda moviendo de un
pueblo a otro, que no estaban en esa ciudad. Los curiosos me preguntaban si
había sobrevivido a la temida enfermedad, porque notaban las huellas y no
querían tocarme. Cuando les decía que fue hace mucho, cuando niño, ellos
suspiraban, luego supe que suspiraban de asustados.
En unos minutos regresé
y observé con más detenimiento al periodista. Era de mediana edad y corpulento.
Su cara la dominaban lentes de pasta gruesa sobre la nariz chata, con una
cicatriz pequeña junto a la nariz. El pelo crespo asomaba sus primeras canas,
al parecer, prematuras. Dos arrugas de la frente denotaban preocupación. Sus
gestos oscilaban entre la preocupación nerviosa y la amabilidad. El cuello de
la camisa parecía más arrugado de lo usual; así que mientras seguía platicando,
me acerqué para alisarlo. No notó mi acercamiento, pero cuando le puse mi mano
en el cuello, saltó movido por un reflejo. La brusquedad de su movimiento
jalonó el cuello de su camisa, que descubrió una llaga grande: la típica llaga
sangrante del Ébola.
Con espanto y hasta
enojo lo mire fijamente. Él pidió silencio a su entrevistado y dejó de hablar.
Moví la cabeza al observarlo, esperando que él comenzara la explicación. El
silencio se volvió molesto y su frente sudó más notoriamente. Comenzó a
explicarse:
—Sí, estoy enfermo, por
eso me interesa tanto reportar un caso extraordinario de inmunidad.
Volvió un silencio
incómodo, entonces le respondí:
—En estos momentos ya
deberías estar hospitalizado. La oportunidad de salvarte se reduce cada minuto
y me estás exponiendo a un riesgo.
Sonrió a modo de
súplica:
—Nada más podrías
esperarme afuera, unos minutos más para terminar con el “Niño” y, si gustas,
trae a los médicos.
Con un movimiento suave
salí y cerré con llave la oficina. Lo encerré por precaución. El estómago se me
anudó, nada más de imaginar que me internarían para una cuarentena de
observación. Luego pulsé el botón rojo para emergencias sanitarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario