Por Carlos Valdés Martín
A la tía Domitila se le chamuscó el guisado y tuvo que raspar el sartén, aunque a su Solovino movió la cola para ganarse esa costra carbonizada. Ella agarraba nervios cuando advertía que no se reportaba su amador. El teléfono negro, el típico que imperaba en los hogares allá en la década de los ochentas. Quemar el guisado es una vergüenza para la cocinera, y más cuando está acabándose la flama de gas; aunque ella recurre al truco de vaciarle agua caliente al cilindro contenedor de gas, y con eso el suministro rinde para dos comidas y baño caliente. Su amador trabaja en el “astillero”, nombre anticuado para un servicio portuario; aunque él trabaja en la ciudad donde reparan láminas para los contenedores; porque él es soldador. Domitila piensa “fogoso como la flama del soplete”. Él prosperó donde otros fallaron, en la persistencia de pretendiente y cortejarla como madre soltera, aunque este personaje se disipará (por eso ni nombre obtiene) y lo curioso comenzó cuando él lanzó una carcajada premonitoria con gusto por la Coca cola.
“Mi orina ya se volvió de refresco negro.” Él era tan bromista y ella quería quitarle su gusto por los refrescos preparándole agüitas de limón con chía; supuso que era un disparate. En esa frase había algo de disparate, de tragedia y de augurio. Domitila sacó un recorte de una revista del salón de belleza. En la parte de atrás de esa hoja anunciaba las playas de “Méjico” y el estilista estaba bromeando que los gachupines no saben escribir el nombre de México. Ella se interesó en un artículo donde explicaban que el refresco era alcalino y que limpiaba metales oxidados.
Quizá ese amador no quería tanto a Domitila, pues cuando supo que ese color negruzco correspondía a una nefritis aguda, prefirió regresar con su familia a Tepic, Nayarit. Porque ese amador seguía casado, aunque separado, y tomó el camino de la reconciliación, con la familia abandonada. Se imaginó en el lecho de muerte, y, en efecto, en eso terminó años después.
Al siguiente año Domitila descubrió el otro hilo de la madeja, cuando su hijo de 12 años le respondió: “Lo mío no es Coca cola, pero sí orino como café con leche.” Su Toñito era flaco y moreno, de carácter alegre y animoso, como lo mostrará ante la adversidad.
Un empleo de medio tiempo en la Fiscalía sostenía a Domi, como cariñosamente la llamaban, y le daba acceso a la Seguridad Social. Ella nunca antes había acudido a consulta a un hospital oficial y llevó a su hijo. De entrada, fue una fila desesperante por lenta; con el frío que cala huesos y acogota al respirar. ¿Acogota? Sí, al entrar el aire la garganta, es como si una mano invisible presionara el cogote y evitara el movimiento; un apretón tal como se domina a los perros inquietos.
“No me lo puede quitar la vida”, pensó, mientras buscaba una fotografía impresa a color frente al peñazco de Bernal. En ese viaje, un camarógrafo rogándole la convenció; en el fondo la roca gris a modo de bolillo gigante, recortándose contra el azul Prusia del cielo. El hijo con menos de diez años la abraza por la cintura y sonríe. Pensó: “Confía en que tendrá una vida.” Domi desarmó un marco con foto de un día en la playa, para remplazar con esa pareja de madre e hijo.
—Te pondrás bien, te curarás...
Sin embargo, pronto la descorazonó su médico: una nefritis demasiado avanzada, la pérdida de la función renal del niño da pocas esperanzas. Quizá un trasplante, si es que encuentran un donador, y mejor si es uno consanguíneo. La palabra rebotó en su cerebro como si fuera una mariposa exótica: “consanguíneo”. Pidió explicaciones sobre primos en primer grado. No es que desconociera el término, pero el ambiente del consultorio la descorazonaba. La otra opción es el “cadavérico”. Mientras preguntaba al doctor, en el rostro de Domi rodaron lágrimas negras al arrastrar el rímel, del filo negro sobre los párpados. El doctor del IMSS se levantó de la silla donde atendía, y le tocó el hombro para improvisar palabras de consuelo:
—Los niños son los mejores candidatos al trasplante y la ciencia está avanzando; antes sí esa enfermedad renal era una condena de muerte. Ahora hay trasplantes en el Hospital IMAN y con un adecuado control de inmunosupresores post-trasplante hay grandes oportunidades de una buena convalecencia… Así, que no llore.
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En la fiscalía Domi manejaba archivos, buscándolos en un galerón frío y polvoso que abarcaba un piso entero. Su día a día era ajetreo de entregar y rescatar fólderes con legajos en hoja oficio, con sellos y anotaciones, saturados con gruesas actas. Requiere de habilidad y memoria acudir al sitio exacto para sacar y devolver los escritos. Por una serendipia, Domi había visto un escrito sobre el hospital para niños, justo hacia donde se dirigía. Le pidió una tarjeta de presentación a su jefe dirigida al director general de ese nosocomio, según la añeja ilusión de las recomendaciones que a veces funciona.
En ese hospital la enviaron con la empleada de Trabajo Social, quien le confirmó que ya habían inscrito la petición para donación de “cadavérico”. Así, que Domitila imaginó que su sanaba por completo, cuando en una rápida intervención quirúrgica a su niño le colocaron una fístula, que es un tubo plástico que conecta vena con arteria, para permitir que entre un catéter para el proceso temporal de limpieza de sangre mediante una máquina de diálisis. Gota a gota sale la sangre espesa y regresa limpia al cuerpo del chico, sustituyendo el metabolismo de los riñones inutilizados. El procedimiento dura varias horas, pues la sangre se filtra con lentitud, y luego, regresar purificada, provoca un desequilibrio de nutrientes, que trae cansancio y molestias físicas inesperadas, como cefaleas, mareos y calambres.
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Domitila, con lágrimas en los ojos, presionó a Toñito para sacarle la promesa de que sería valiente y que acataría con disciplina las indicaciones médicas. Tras semanas de advertencias, admoniciones, súplicas y reconvenciones para Toñito, en cuanto le colocaron la fístula, para cuidar que no se dañara, quedaron prohibidos los deportes bruscos que tanto disfrutaba: ni fútbol ni básquetbol ni vóleibol ni tochito ni quemados ni víbora de la mar ni carreritas ni subir árboles ni tirar pedradas… Al menos, las recomendaciones médicas le dejaron jugar canicas, matatena, avioncito, trompo, balero, lanzarle la pelota a Solovino, etc. En ese cambio radical de vida Toñito mostró su carácter para adaptarse. La dieta obligada también era un trance complicado, cuidándose de evitar golosinas y antojitos, aunque no le prohibieron los refrescos. Curiosamente y contra el pronóstico de su profesora, las calificaciones del niño se volvieron perfectas y él se preocupaba de cumplir todas las tareas por cada vez que faltaba para ir al hospital.
Para compensar, Domi movió la televisión blanco y negro de la sala al cuarto de Toñito, montándola arriba del ropero; además le compró juegos de mesa como Monopolio, Lotería, Memorama, Stratego, Risk y hasta le permitió las barajas plastificadas (antes prohibidas por prejuicio contra los tahúres).
—Que resulta que siempre sí… Sí tienes un papá y el señor se acuerda de ti —susurró Domitila mientras volvía a raspar la cazuela, donde se asentaba una porción de frijoles quemados—. Dice que el domingo marca por llamada de larga distancia.
Los nuevos gastos hubieran sido imposibles para Domitila; por una bendición inesperada, el padre ausente y emigrado a Chicago comenzó a mandar dinero en remesas de dólares.
La comadre objetaba a Domi que eso del trasplante era demasiado extraño con sabor a radionovela de Kalimán, como que poner una parte de otra persona dentro de uno ni en las películas del Santo contra la hija de Frankenstein. Esa comadre era nerviosa, ignorante y algo chistosa así que Domi despreciaba esas opiniones:
—Visite al espíritu del hermanito Cuauhtémoc, que ese sí es milagroso; dicen que un muchacho lo rencarnó y con irle a rezar hace una limpia, saca el empacho, retira el mal de ojo; es que sospecho que el riñón se poncha con el mal de ojo.
Domi cambió la conversación, pues la comadre no entendía que su plática era incómoda al esperar noticias de la operación. Unas horas después, el reporte médico fue alentador, el niño se recuperaba sin contratiempos en el hospital.
Lo primero que Toñito le dijo a Domi:
—No tengas miedo, mamá; sí, voy a seguir contigo y con este trasplante por muchos y muchos años.
A ella se le trabó la lengua mientras le acariciaba el pelo a su Toñito:
—Mientras le eches catéter, digo, eches tu carácter, este trasplante sí será obstinado.
Mientras los dos sentían que sí había un futuro.
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