Música


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viernes, 11 de febrero de 2022

HUAPANGO COMO HAZAÑA EMPÁTICA Y EFERVESCENTE

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

La palabra edulcorada, se disolvió cuando triunfó la candidez, cuando el rayo de luz señaló directo hacia la pieza musical. ¡Qué placer oír el Huapango cuando fulgura al país! Melodía que se desborda en una catarata de vibraciones incontenibles. Una alegría picante y nostálgica levanta el emblema y regalo para un país de fantasía vaporosa. Acude una nota triste y fúnebre, lo desconsolador es que él, José Pablo, murió demasiado joven; todavía en su flor vital, soltó su batuta y no disfrutó más las mieles de la Diosa Fortuna.

Antes del último adiós, orquestó una linda rebambaramba con esa melodía, peregrina y cadenciosa. Cada travesía cuenta con un comienzo y ésta sucedió en el puerto de Alvarado, rumbo jarocho y sonero, el motivo casual, flor de inspiración veracruzana para componer tal partitura. Costa de Golfo con olor a madreselvas, ramadas tropicales y amaneceres contagiosos, se reunieron para empujar al joven JP Moncayo —de cuna tapatía. Escuchó en la bulliciosa plaza municipal alvaradeña el Siquisiri, el Balajú y el Gavilancito, preguntándose porqué ellos no están invitados a la fiesta de las armonías (las clásicas y señoriales, las de estudios académicos y tradiciones occidentales), si las Musas soplaron en el corazón de los anónimos jaraneros que trinaron en cada fandango. El compositor imagina que resolverá una injusticia, colocando en el mapamundi esa notas alegres y localistas para convertirla en pétalos de delicados sonidos, danzando en un salón señorial de conciertos, para acomodarlos junto a Mozart y Brahms.

Aun así, perduró el ánimo clásico, por el instrumental de bamboleo o por el pellizco a los violines, protagónicos. Un pianoforte para encontrarse con un zapateado, cuando sigue rebotando y dispuesto a revivir. Paseando desenfadadamente de un ritmo a otro, más todavía cuando tema son melodías populares, mezcladas y agitadas, que porfían para trabar amistades con nuevas armonías. Revitalizado por noches de mezcal y amaneceres de cerveza, rescató el caleidoscopio vibrante de sones tradicionales y remasterizó regionalismos melódicos.

Para el oído distraído, sea caricaturista sonámbulo o soñador despierto, resulta desafiante detectar el rompecabezas de sonoridades ensambladas con las astillas del país del águila y la serpiente. El memorándum se extravió: redactado para entretejer cuando el Altiplano o el Golfo hicieron concordato, para ensamblar sus rítmicas.

El instante feliz de esa creación galopa rápido como saeta, luego se precipita el silencio. Concluida la sinfonía, la orquesta calla, el público se dispersa. En contra del anhelo puro del joven compositor, llegó el apagón con su perno incontrastable, el súbito apagón con su metrónomo paralizado, el indeseable apagón con su colapso irremediable.

Los cultos y avanzados lobos esteparios, adictos a adelantarse mediante un rápido googleo, ya concluyeron que el protagonista fue José Pablo Moncayo, de alegre memoria. La nostalgia sobre es país del “mediodía del siglo XX”, cuando las urbes se llenaban de edificios y multifamiliares; los hogares de radios y televisores; las calles de automóviles, camiones y ruidos; las alacenas de enlatados y conservas… Cuando del otro lado del Atlántico insistían en que esto era “Méjico” con la tradicional jota castellana.

Había que lucirse, demostrar que por estos rumbos aztecas y de ensarapados descansaban en hamacas de redención, que los sombrerudos y las cananas cruzadas se pacificaron junto con la Revolución Mexicana. Era oportuno (llegado el instante, sonada la hora, cumplido el plazo) presumir acogedores Conservatorios y escuelas de Bellas Artes, organizadas y florecientes, disciplinadas y sonrientes. El tiempo para demostrar que el mosaico de las tradiciones en cantos y bailables no había desaparecido, sino renacido en una polifonía con métrica, con claves exactas y bemoles impecables.

Con tal huapango sinfónico quedaba coronado el siglo de las pequeñas dosis que se multiplicaban, los remedios cual homeopatía, donde lo empático se junta con lo simpático. Por más que la sinecura no aparezca puntual, cuando los perros deambulan callejeros, que los limosneros apostados en las esquinas, que los maizales sin fructificar, los obreros carentes de motivación, los oficinistas con overol de burocracia y una infinita serie de puntuales fallas que se pretenden disimular. Las falencias son polvo y al polvo regresarán, entonces brinca a la palestra el pelotón sinfónico, cuando siendo alocadamente optimistas y melódicos, entonces la música (bálsamo de mortales y dioses) sí lo vendría a remediar.

El bálsamo es esa otra fiesta, la sinfonía que culmina en bacanal, cuando luego de incontables crescendos los metales se reúnen con las cuerdas, los trombones concilian con timbales, los flautines coquetean con los trombones, las arpas brincan las trancas y juguetean con los chelos… Se orquesta un mitote de regocijos que desbordan y encantan en el final apoteótico del Huapango.

Portentosa pieza el “Huapango de Moncayo”, hermoso emblema del país que no sucedió, tierra de las maravillas que —todavía esperanzada— aguarda surgir.

 

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