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miércoles, 14 de enero de 2009

Fragmento de LA FORJA DE UNA NACIÓN EN LA HISTORIA. DESDE EL MEDIODÍA NACIONAL DE1960 HASTA LA APERTURA DEL MILENIO



Por Carlos Valdés Martín

Este fragmento forma parte de la tercera parte del ensayo titulado "La forja de una nación en la historia", publicado en el Libro Las aguas reflejantes, el espejo de la nación. Expone la oleada de emigración desde 1970 que trajo un aire vital a México, y estrechó lazos con el Sur de América.

La emigración latinoamericana.
De manera muy significativa la situación sudamericana durante esa década de 1970 se deslizó hacia una crisis profunda. El descontento popular en varios países latinoamericanos promovía líderes izquierdistas y movimientos radicalizados. La llegada al poder de populistas y hasta socialistas, o la amenaza de su arribo, representó la contraparte de la radicalización derechista de las elites latinoamericanas y de una línea militarista promovida por Estados Unidos. Como una plaga los golpes de Estado y las represiones violentas sacudieron esa parte del mundo. El dramático caso del golpe militar en Chile se vinculó directamente con la actuación diplomática del gobierno mexicano. Salvador Allende, el presidente electo en Chile, había alcanzado su envestidura mediante un proceso electoral y sus decretos para una socialización de la economía privada enfrentaban tanto la rebelión burguesa interior como una intriga externa muy enconadas. El golpe militar de 1973 en Chile aplastaba la convivencia local y perseguía cruelmente a sus ciudadanos, pero también enfrentó las líneas diplomáticas exteriores del gobierno mexicano (entre otros países), el cual se convirtió en un activista para defender los derechos pisoteados de los chilenos. Desde mucho antes, durante el ocaso de la República Española; la recepción de refugiados perseguidos por dictaduras se había considerado como una línea acertada de política exterior, y el evento de Chile revitalizó tal vía de acceso. Los siguientes golpes de Estado en Uruguay, Argentina, etc. También incrementaron el caudal de emigrantes sudamericanos hacia México.
Un golpe de Estado y una dictadura señalan un estallido de oscuridad, una roca candente trepidando sobre las aguas tensas de sistema de países, y sus ondas expansivas repercuten con su barbarie hacia la lejanía. En esa lejanía (distancia salvada por la desgracia ajena) se abren venas, canales de comunicación y hasta de emigración. Ante el contexto sudamericano la situación de México y hasta las vanidades pasajeras de su Presidente Echeverría (aspirando a conquistar una posición personal en la Organización de las Naciones Unidas) amplificaron el efecto. Los dramáticos ecos del ataque militar al Palacio de Gobierno (llamado la Moneda) en Santiago de Chile repercutieron en el ánimo mexicano. En esa misma dirección cooperaron variadas situaciones, incluso la actuación directa del embajador mexicano y su personal protegiendo a los refugiados, y erigiendo el minúsculo suelo de una embajada extranjera como un breve santuario para cientos de refugiados, y la posterior emigración de unos miles de perseguidos incluyendo a cabezas significativas de la política chilena. El efecto de las expatriaciones sudamericanas sobre la circunstancia mexicana y nuestro desenvolvimiento nacional se amplió, pues la oleada de golpes militares sudamericanos provocó una emigración variada; donde los actores y polos de referencia se mantuvieron múltiples, pero unificados (desde México) bajo la percepción genérica de lo latinoamericano. Entonces aquí emergió una percepción aguda y compleja de lo “latinoamericano” estableciendo un puente hacia lo externo, con menos grados de separación que lo “extranjero”, acercándose hacia los matices de lo fraternal, lo solidario o lo internacionalista. Como esta evaluación de lo latinoamericano fraterno depende de una percepción y nunca de una integración (sin lazos económicos ni poblacionales en la plataforma de la idea), una gran parte de México siguió mirando tales espejos como una extranjería ordinaria; en particular, la derecha conservadora observaba los ecos latinoamericanistas y la modesta emigración como una simple extranjería, una invasión injustificada de sudamericanos para apropiarse de los codiciados puestos de la administración pública.
La recepción de emigrantes latinoamericanos a partir de los setentas representa más, para el fenómeno nacional, un evento de conciencia que un evento de cantidad de emigrantes. La cantidad no rebasó las decenas de miles de emigrantes, así comparado con las decenas de millones en nuestra extensa población no alteraba el panorama demográfico; el tema de los emigrantes latinoamericanos correspondía más a la calidad que a la cantidad. La calidad de esta emigración provocaba su notoriedad, en primer lugar México no estaba acostumbrado a las emigraciones masivas o grupales; el arribo de europeos, norteamericanos, latinoamericanos y de otras latitudes aconteció en cantidades discretísimas, más un goteo de individuos y familias, sin que alterara la percepción del país. La única excepción notable aconteció con los refugiados de la República Española, y la afluencia de refugiados latinoamericanos de los setentas parecía repetir el patrón, mostrando un mismo modelo, ya de grupo con un origen en la tragedia política, simplemente multiplicado y potenciado. Ahora bien, para la recepción de los grupos emigrantes predominó una tersa bienvenida; las protestas de una derecha política local se mantuvieron en los márgenes, sin impactar el contexto de una bienvenida. Por cualidad de esta emigración merece indicarse la calidad personal, moral e intelectual de muchos emigrantes; líderes de opinión o de actitud en sus países de origen, trasplantados al altiplano mexicano, siguieron brillando o adquirieron nuevos vuelos como Benedetti o Gelman; incluso quienes no provenían de ninguna situación notable en sus países de origen podían destacarse asumiendo los dolores del destierro y reconvirtiéndolos en originales biografías. Como grupo humano, al principio su tendencia principal, como expatriados de emergencia (arrojados por motivos políticos graves) no se encaminaba a una aclimatación o mestizaje, ante la comprensible esperanza de un rápido regreso; establecieron rápidamente pequeños grupos de refugiados e incluso organizaron sus “casas en el exilio”, agrupaciones de reunión periódica para mantener el ánimo, la cohesión y luchar por recuperar sus países heridos por la adversidad. Esa tendencia nodal no excluía su integración completa hacia este país que tanto agrada al emigrante, y existe un amplio relato de amores y familias, trasplantes definitivos de los latinoamericanos hacia la nueva tierra.
La calidad de extranjería propone una transmutación, bastaba algún latinoamericano en el vecindario para crear esa interesante tensión emanada desde y hacia la diferencia; bastaba la presencia de una joven argentina en el edificio para convertirse en una referencia cruzada en esa calle, motivo de curiosidad e interés, el arribo de un tono distinto, un horizonte casi lo mismo pero nunca igual. En ese sentido se repite la calidad de la extranjería, una emigración cuando no es rechazada burdamente aporta hacia un nivel muy superior que la simple suma de partes.

Para la opinión pública y las interpretaciones del tema nacional, la recepción tan cálida de los extranjeros dentro de México se asimila bajo la imagen del “malinchismo”, una aceptación o casi veneración hacia lo extranjero, donde aparecen complejos movimientos de las actitudes nacionales hacia el extranjero. Bajo el mismo rubro de “malinchismo” se manifiestan otros tres fenómenos importantísimos de recepción de lo extranjero en la trayectoria de la forja de México: la recepción de la conquista; la relación con Europa (admiración cultural, desigualdad económica); y la relación con Estados Unidos (asimilación de modelo republicano, guerra, intensas relaciones económicas, trasnacionales, influjo en el modelo de vida). Ahora bien, en las largas perspectivas este tema corresponde con los fenómeno de la percepción y la recepción de las comunidades extranjeras, mostrando la creación misma de las comunidades al definir las fronteras entre “Nosotros” y los “Otros”, tal como se muestra desde los tiempos remotos en las percepciones de Herodoto definiendo a los griegos (con sus matices de cada ciudad o pueblo distintos, el coro de los “helenos” tan variados y desunidos entre sí) ante los Otros pueblos, en especial sus enemigos persas. La modalidad de recepción varía conforme las estructuras internas y externas de los pueblos, demostrando justamente la sustancia de la teoría de las naciones. En nuestro caso el término “malinchismo” ya contiene una apuesta ideológica de confrontación nacionalista en contra de nuestro (creído así) excesivo aceptar al extranjero; y en ese sentido, también parece configurar una bendición, porque lo contrario indicaría un agresivo nacionalismo, el cual ha mostrado resultados catastróficos convertido en guerras y racismo.
Bajo la mascarada de una trivial aceptación de lo extranjero existe una corriente más profunda, un aliento más trascendente. La manera en que fue asumida por el marxismo al plantear un internacionalismo trascendente me parece esencialmente correcta. Ninguna nacionalidad puede contener la vanguardia de las tendencias más avanzadas, ninguna encierra una perfección suprema, sino que el ideal de perfección emana constantemente desde un nivel superior, ya revelado por los antiguos como “humanidad” (de ahí el humanismo) o luego en múltiples variaciones, como sentido católico (universal) y en el contexto del ascenso de las naciones desde el siglo XIX emerge bajo las variantes cosmopolitas (ferias cosmopolitas, concierto de naciones, intercambios mundiales) e internacionalistas (las organizaciones internacionales de trabajadores, solidaridad entre pueblos, etc.) La referencia constante hacia un plano superior se mantiene incluso antes de la entera época moderna, ya el Renacimiento se orienta en esa tendencia de un plano humano trascendente y una esfera planetaria abarcada. Esto significa que bajo la mascarada de “malinchismo” también gravitan las fuerzas trascendentes de cada nación, donde se trascienden fronteras y se percibe un horizonte máximo, la humanidad entera como posible comunidad, la fraternidad sin limitación alguna permitiendo ese flujo vital allende las limitaciones y los estereotipos. En ese sentido, la inmigración latinoamericana revitaliza el sentido nacional de México, relajando su cerrazón, alimentando una amplitud de horizontes, promoviendo un sentido fraternal hacia personas concretas, demostrando que nacional no implica anti-extranjero; entonces el sentido de nacionalidad mexicano recibe un bautismo de generosidad y aliento hacia mejores miras.

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