Por Carlos Valdés Martín
La
presa retuvo la respiración por completo cuando el cazador rondaba a pocos
pasos ¿Cómo era posible que ese trofeo de cacería permaneciera inadvertido a tan
corta distancia? El cazador atenazó su escopeta por el cañón y arrastró su culata sobre
la duela. El aire frío del otoño helaba cada respiración; mientras la oscuridad
apenas protegía a la presa, por lo
demás, indefensa. El refugio de la noche y el silencio ocultaba a la posible
víctima, mientras el cazador arrastraba la pesada escopeta hacia su hombro. A
cercana distancia, al filo de las 5:15 a.m., un ave anunció la madrugada y tras
ese gorjeo, sus congéneres emplumadas empezaron a responder con timidez. Bajo el manto de esa oscura madrugada contuvo más la
respiración, reduciéndola al mínimo…
* *
La mañana anterior la ciudad de Chicago despertó agitada y casi febril;
la proximidad de las vacaciones aceleraba el pulso urbano y los vehículos
apretaban la marcha. Era una maravilla observar esa gran cantidad de autos y
sobresalían los Ford T elegantes, pintados de negro profundo.
Para un emigrante solitario, vigoroso y saturado con hormonas de la
juventud, esa capital resultaba un Edén. Un año antes él escapó de Colima, lejano
rincón en la costa de México, acosado por un escándalo de provincia. El ahora
emigrante Constantino Bélar fue fortuitamente acusado por la muerte de un
sacristán y su tío el exgobernador militar, Francisco Solórzano Bélar,
(gobernador provisional durante el año 1925) creyendo en su inocencia (la cual luego
de un tiempo se comprobó) y acallando el escándalo (que también a él le hubiera
afectado), facilitó la fuga.
A los veintiún años, ese joven no administró bien el dinero entregado
para tan lejano viaje, y en semanas dilapidó los recursos que debían de mantenerlo
por años, aunque no los gastó él solito. En esos tiempos, las comunicaciones
telefónicas eran casi inexistentes en esa provincia mexicana, así que esporádicas
cartas y telegramas lo vinculaban con la remota Colima. Mientras se aclaraba la
muerte del sacristán y se resolvían los expedientes judiciales, debió
arreglárselas por su cuenta, viviendo y trabajando como un improvisado
emigrante pobre.
Los primeros seis meses en Estados Unidos de América significaron el
trauma de la adaptación a la pobreza, la incertidumbre y la dificultad del
idioma. Pero un espíritu jovial convierte la adversidad en un campo de juegos y
el territorio extraño se muda en el espacio de conquistas. Cuando alcanzó la
ciudad de Chicago ya había aprendido suficiente inglés, sus manos se habían
encallecido y sus bíceps crecido por rudos empleos manuales. Antes fue cargador
en el muelle, barrendero de calles y obrero de una lechería. Llegó a esa ciudad
porque consiguió un trabajo mejor, pues un director mexicano de una agencia de
publicidad lo aceptaría como rotulista y dibujante.
Desde niño poseía talento para el dibujo, pues en la escuela secundaría,
con sólo dos meses de clases, ganó la admiración de sus compañeros por el
retrato de la esposa del prefecto escolar. En una cartulina blanca, con
enérgicos trazos negros y grises, plasmó el perfil romántico de una matrona,
todavía de carnes firmes y con sueños sentimentales espesándose entre la
mirada.
* *
El dibujo no era el único talento del joven Bélar. Además de una
educación esmerada y católica, facilidad para los idiomas y el gusto por las
novelas policíacas, poseía un don innato para meterse en situaciones espinosas.
En esos años —y quizá todavía hoy—, la educación católica pulida, promovía los buenos
sentimientos y las virtudes inocentes, pero no facilitaba el trato con mujeres.
En su natal Colima, un súbito ascenso político de su familia había
colocado al joven Bélar en una situación privilegiada. De talante agradable,
sus ojos color miel eran el objetivo de varias provincianas, las cuales desde adolescentes
deseaban amarrar una promesa matrimonial. Los sábados se paseaba por la plaza
de la ciudad de Colima, dando unas cuantas vueltas al quiosco mientras la banda
tocaba un son, sonreía a las chicas guapas. Sus amigos le comentaban:
—Esa, Matilde, esa también nos gusta. La Lupita te sonrió, como que
se quedó mirándote y qué boca tan hermosa de muchacha.
Y él, no se sentía listo para las responsabilidades del matrimonio, pero
ya estaba encarrilado en el romanticismo. Citó a esa Lupita en la nevería; a la
semana siguiente pagó a un trío musical para dedicarle canciones a la orilla en
la plaza; luego ella aceptó una invitación a la feria regional de agosto; en
fin, casi la hace su novia.
Pero antes de estrenarse como novio, Bélar salió huyendo con prisa y
sigilo, amparado en la oscuridad de una madrugada. Ni a la pretendida le dio
aviso de su partida, y no fue por falta de intención. Dejó un recado escrito
con su hermana, pero ésta recelaba de Lupita y lo escondió adrede.
* *
El trabajo de dibujante le inyectaba nuevos ánimos y a diario amanecía
alegre. Junto a una calle solitaria rentaba un mínimo cuartito amueblado. Con
mejor ingreso se compró una radio cubierta de madera, que encendía algunas
tardes. Intentó hacer amigos en la empresa, pero existía prejuicio contra los
mexicanos y los afroamericanos. Fuera de su patrón, casi no frecuentaba
personas en la enorme ciudad. Entonces el cinematógrafo se convirtió en su
pasatiempo predilecto, aprovechado los fines de semana para disfrutar varias
películas, sin discriminar géneros gustaba de comedias y dramas.
Cuando terminó la cartelera de películas nuevas y repetidas de los cines
locales, empezó a frecuentar un cafecito por las tardes, donde leía revistas y
novelas durante un par de horas. La cajera de lugar le parecía una diosa rubia cumpliendo
cuatro décadas. Mujer de pechos firmes y amplia cadera, su ropa parecía casi un
uniforme de camisa con manga larga y falda debajo de la rodilla. Esa falda en
Chicago significaba recato, pero para el código de este emigrante mostraba
fuegos de fruta prohibida y ella descifró las miradas insistentes de Bélar.
La liberalidad de las mujeres trabajadoras, emocionó a Bélar desde antes.
Ya hacía meses, durante las jornadas agotadoras del muelle de Baltimore, cuando
el joven había perdido su inocencia sexual entre las piernas una empleada de
limpieza. Fue un abordaje casual y la iniciadora ni siquiera le gustaba a él,
pero las hormonas juveniles bullen con facilidad.
Esa experiencia lo había despertado y ya su perspectiva masculina poseía
otro sentido. En sus noches solitarias imaginaba la conquista de una verdadera
diosa rubia, a imagen de las divas del cine, prueba última para alcanzar la
plena hombría.
La cajera quizá le doblaba en años, pero sus atractivos compensaban cualquier
escrúpulo sobre la diferencia en edad. Observó que otros parroquianos la
pretendían, incluso uno le entregaba pequeños obsequios. Ella era una mujer
casada y Bélar —informado por una mesera sobre eso— se intrigaba por esa
liberalidad coqueta ante el acercamiento. Esas situaciones eran improbables en
su provincia colimense, pero pensaba Constantino “al lugar que fueres haz lo
que vieres”.
Luego de dos meses de asistencia al cafetín, en la temporada invernal del
año 1928, la cajera tuvo un disgusto con el parroquiano que la cortejaba. Fue
una escena de celos y Bélar únicamente observó el final. Ya era noche, faltaba
una hora para cerrar el lugar, cuando un tipo fornido y de traje salió furioso,
gritando una grosería contra Emma, la cajera. Ella temblaba, por una emoción
parecida al despecho, pero en minutos pasó del enojo a una extraña alegría, sus
ojos brillaban y sonreía continuamente.
Entonces sucedió una especie de milagro para el emigrante. Ella llamó con
un gesto de manos a Constantino Bélar hacia la caja y el joven se aproximó con
curiosidad y sin sospechar el motivo. Ella le solicitó con voz muy suave algo,
la voz era tan tenue que él debió
aproximarse a centímetros. Cuando estuvo suficientemente cerca, ella le dijo al
oído, con suavidad de caricia:
— Por favor, favor, dame t-o-d-o… t-o-d-o tu camb-i-o.
— ¿Todo? Perdón.
Él no comprendía, pero la rubia hermosa se acercó y todavía aproximó más
los labios casi rozándole la oreja. De hecho, sí rozó la oreja y, por primera
vez, Bélar sintió esas cosquillas que erizan la raíz del cabello.
— Es un favor chico, a-n-d-a. Mientras le alisaba la solapa de su camisa
y sonreía.
Él obedeció, buscando entre sus bolsillos y sacando un puñito de
monedas.
— Necesito c-a-m-b-i-o. Chico lindo.
Él se ruborizó y ella lo despidió señalando la mesa.
Su asiento tenía vista directa a la caja.
Cada vez que él levantaba la vista, ella le sonreía mostrando los
dientes y creyó observar un par de guiños.
Durante la siguiente hora volaron fantasías por la cabeza de Bélar.
Descubrió el parecido de la cajera con una actriz; era sorprendente cómo
las cejas delineadas en curva, la nariz afilada y el flequito imitaban a la
estrella cinematográfica de un filme visto el mes pasado. El joven se emocionó.
Cuando se cumplió la hora y el emigrante tendría que retirarse la cajera
lo llamó de nuevo. Le explicó que se había gastado su cambio, entonces no podía
devolverle, pero que el viernes ella saldría un poco más tarde de la cafetería
por el arqueo semanal, entonces le pagaría, y además le gustaría ser acompañada
a su casa.
El joven aceptó con monosílabos, desconcertado por la situación.
Ella selló el compromiso despidiéndose con un beso en la mejilla.
* *
Antes del viernes Bélar ya había consultado con su patrón esa inusitada
escena. El jefe lo felicitó y le explicó la ligereza sexual imperante en la
ciudad; se alegró y sintiéndose cómplice de esa conquista hasta le regaló tres
dólares para comprar una loción nueva y un ramo de flores para la moza, pero
los regalos quedaron olvidados entre los nervios de pretendiente primerizo.
Ella vestía espléndida, un traje sastre de terciopelo rojo. Sus piernas
se realzaban dibujadas por medias de seda, una prenda de lujo de las clases
altas que se difundió en el país.
La cita iniciaba en la misma cafetería media hora antes del cierre. Pero
Emma lo saludó desde lejos, haciendo varias señales con los dedos, que Bélar
interpretó como “toma asiento al fondo, en unos minutos platicamos y te mando
un beso”. Así, que él se colocó en el
extremo más lejano del sitio.
En cuanto la mesera en turno le sirvió el café humeante, se acercó hacia
la cara de Bélar y le dijo susurrando:
— La próxima cita me toca a mí y me llevas al cine ¿o qué?
Como la mirada de respuesta del joven contenía un aire de espanto
preguntón, la mesera la respondió y continuó:
— Quizá es una broma, pero no le vayas a decir a Emma. Esto es entre tú
y yo.
En efecto, Bélar sabía guardar un secreto, la mesera también era
atractiva y más próxima a su edad. Así, que el joven se entretuvo pensando en
su racha afortunada. Además acercarse a Emma, con tantos años de diferencia, no
encerraba propósitos nupciales.
* *
Mientras hacía el arqueo, Emma lo invitó a una pequeña oficina en la
trastienda. El negocio pertenecía a su tío nacido en Varsovia y emigrado junto
con su familia cincuenta años antes, pero ella casi se sentía la dueña. La
mujer no tuvo hijos y su matrimonio estaba en ruinas; convivía con un polaco
musculoso y alcohólico que la engañaba y, en ocasiones, hasta la golpeaba. En
venganza ella se las ingeniaba para serle infiel de manera sistemática. Y apenas
acababa de romper con un amante, así que le interesó el joven mexicano.
El polaco era un bombero profesional al servicio del municipio, un tipo robusto
y tosco que practicaba la cacería. Esa noche saldría de excursión hacia los
bosques nevados de Canadá con sus amigos para derribar alces durante dos
semanas de vacaciones.
* *
El joven emigrante en Chicago, también era mi tío con más de sesenta
años a cuestas y con deseos de compartir anécdotas. Había acudido de visita a
la casa, pero mi padre no tardó muchas horas en regresar y serví de anfitrión.
Por casualidad estaba a la mano una grabadora de medio uso, con una cinta
magnética disponible. Entonces mi tío siguió narrando su anécdota de juventud y
se conservó la grabación de esa parte:
“Estaba oscuro y hacía frío. Tomamos el camión hasta las afueras del
suburbio y luego caminamos unos quince minutos. Me tomaba del brazo y soltaba;
me daba un empujó y se reía. Pedía que dijera una palabra difícil, y se reía de
mi acento mexicano. Pero le gustaban las palabras dichas con acento.
“En los tramos más oscuros de la calle se detenía, miraba la luna y
acercaba sus labios para otro beso. Era apasionada, al besar mordía los labios.
También alegre.
El barrio estaba poco habitado. Muchos lotes vacíos y pocas casas
iluminadas.
Hacía dos días que nevó y todavía miramos manchas blancas en patios y
azoteas.
“Cuando se detenía abría un poco el abrigo grueso para mostrarme su
traje rojo y conducía mi mano hacia su muslo. Decía que nadie espiaba en ese
vecindario. Cierto, parecía solitario. Decía que yo era un tímido. Reclamaba,
el lujo de su piel, tan firme. Quizá en otros inviernos poco quedaría.
“Miraba y presumía su reloj de pulsera. El relojito era fino. Dijo lo
tenían las personas más ricas. Ese su tío la consentía o los cortes de caja eran
para su bolsillo. Se rió pensando en la puntualidad, su marido había salido
hace dos horas para juntarse con dos colegas bomberos y debían estar ya en
camino a Canadá.
“Y entre la plática y las pausas de cariño, ya estábamos frente a su
casa. La presumió como suya. De dos pisos, armada toda de madera, con una
cochera cerrada. Entonces las cocheras eran de los ricos. Pregunté por la
cochera. Ella explicó que su tío le regaló una pick up, algo descompuesta. Y el
bruto de su marido la compuso para usarla. Asunto de hombres.
“Mostró la casa con orgullo. ¿Por qué las mujeres presumen los adornos floreados
de los baños? En fin, eso no importa.
“En el piso de arriba estaba una alcoba grande. Unidos a la habitación
había un baño grande y un amplio clóset guardarropa. En una pequeña cómoda guardaba
botellas de whisky y soda. Era un whisky bueno (entonces el alcohol en
Norteamérica era ilegal).
Ella presumió un radio nuevo de fina chapa de madera, importado y mejor
que el mío. Puso música ligera, mientras servía dos vasos. Así de cargados (y
señaló con los dedos un vaso imaginario).
“Ella seguía muy animada y apuraba el encuentro. Sintonizó otra
estación, bajó la música y apagó la luz
para desnudarse sin rubor.
“El mármol de su piel brillaba (deslumbrante por efecto de la luna). El
tono de mi piel (también blanco, no se imagine que todos los mexicanos son
morenos) me siguió pareciendo leche cocida, la que espanta el apetito (amoroso,
a eso se refería).
“Ya estábamos bajo la suave colcha y listos para intimar, cuando ella
escuchó ruidos. Venía un evento increíble y amenazante. Se arrodilló sobre la
cama y levantó el cuello para escuchar mejor, mientras me indicaba con los
dedos:
“—Shhh.
“—Shhh. —Repitió para silenciarme.
“Notaba el ronroneo del motor de
un camión encendido frente a su casa. Entonces ella se asomó por la ventana con
cuidado y lo comprobó.
“— No lo creo, pero… ¡es mi marido! — Exclamó bajando el tono mientras movía
las manos, y se tapaba la boca —Shh, no hagas ruido, es mi marido… y vístete
rápido.
“Me dio un vuelco el corazón. Recordé que el marido era cazador y debía
andar armado.
Por los nervios no encontré mi ropa completa.
Había descubierto un zapato, el calzón y mi camisa, cuando desde la sala
y a la distancia del piso de abajo escuchamos una explicación en voz muy alta:
“— Emma, tuve que regresar, estuvimos esperando a Thomas, y no llegaba, hasta
que luego de cuatro horas mandó avisar que su hijo se cayó de un árbol. Maldito
chico, se pegó en la cabeza, estaba desmayado y lo llevó al doctor. Pero no
pasó del susto. Y ese baboso trae las provisiones, así que saldremos mañana
temprano.
“Mientras Emma me empujaba hacia el interior del closet y se ponía un
camisón, la respuesta de ella fue como aullidos teatrales, (ahora lo comprendo)
ocultando con sus palabras nuestros movimientos:
“— Estooooy trataaaaando… de dormiiiir… Nooo haaagassss… taaaanto ruidoooo.
El coooorte…. de caaaaja… hooooooy fue… terriiiiible, yyyy… traaaato deeee
dormiiiir… Queeeridoooo…
“Mientras tanto, ella cerró el closet conmigo adentro y desde ahí
escuché cómo rápidamente empujaba restos de ropa y un vaso vacío hacia abajo de
su cama. Después me dí cuenta de que había una pequeña cerradura trabando las
puertas del clóset, las cuales eran de rejilla horizontal.”
* *
Como el resto de la grabación se estropeó, reproduzco la continuación de
su relato según lo recuerdo:
Debo explicar que el interior del
closet era un cubo alargado, de ancho poco más de un metro y tres de
profundidad. En la mitad colgaban dos filas de vestidos y trajes detenidos
sobre tubos metálicos. Me arrastré hasta el fondo y descubrí la textura de
cajones de madera a los lados. El maldito piso era de madera. Esa duela de piso
suena cuando uno se mueve y también cruje cuando cambia la temperatura.
Me quedé en cuclillas y cerré los
puños imaginando una pelea a muerte contra el bruto polaco. Cuando el marido entró
a la alcoba, de inmediato encendió la luz y percibí claramente una serie de filos
horizontales escurriéndose hacia el interior del clóset. Desde mi posición en
el fondo del closet se alcanzaba a mirar una hilera horizontal con la vista del
cuarto conyugal. Por breves instantes miré los zapatos desordenados en el
suelo, y los vestidos multicolores colgados. La claridad que se filtraba
incrementó mi temor.
Emma volvió a reclamar su
cansancio y rogó a Walter (por fin escuché su nombre) que apagara la luz.
Él no quería apagarla y ella
insistía.
Observé una figura corpulenta
desplazándose entre las lucecillas horizontales y por el ruido supe que
arrastraba un bulto.
Walter amenazó con darle a Emma
una bofetada si no dejaba de contrariarlo y no supe si era una amenaza seria,
pero temí que sí lo hiciera. Luego apagó la luz del cuarto y se metió en el
baño.
Otra luz indirecta invadió la
habitación y se coló por las rejillas.
Ella se volvió a quejar,
fingiendo mucho cansancio.
Walter dijo que ya se estaba apurando,
mientras sonaba el agua del retrete. Y al terminar dejó a oscuras el cuarto.
Intentó platicar sobre la
temporada de cacería, pero ella le volvió a pedir silencio y además que cerrara
mejor las cortinas, pues la luna asomando detrás de las nubes la molestaba.
Mientras cerraba las cortinas,
Walter intentó presumir que había ganado en una apuesta una mirilla. Decía que
era un artefacto poderoso y fácil de adaptar a un arma que con esa visión
obtendría la presa más grande. Escuché el sonido de dos piezas de metal
tocándose, como si fuera a embonarlas.
En efecto, él había subido un rifle
al cuarto y quería presumirlo. Si la esposa la veía como que las explicaciones
salían sobrando.
¿Sospechaba de mi entrada?
Un vecino quizá pudo advertirle.
Me imagine muriendo con más
agujeros que un queso podrido.
Intentaba respirar con suavidad y
enfocarme en el peligro inminente. Con sigilo atenacé un gancho de madera,
ancho y pesado como si fuera un garrote.
Ella le volvió a insistir que se
callara.
Él colocó el arma junto al buró
de la cama y empezó a desvestirse.
Dejaba caer los zapatos en la
duela como rinocerontes muertos.
El suelo crujió cuando levantó
los zapatos y se dirigió al closet.
Empujó la puerta de rejillas en
vano, pues estaba cerrada.
Ante la inminente proximidad
levanté el gancho como si fuera un mazo, dispuesto a reventar a una fiera; lo
cual era un gesto con mezcla de desproporción y apremio, pues ese gancho a lo
sumo causaría un moretón. Un último aliento de prudencia me encadenó y la
adrenalina no me hizo saltar.
Ante su intento frustrado por
abrir, el polaco le exigió la llave a su esposa. Ella respondió que no sabía
donde estaba, entonces Walter revolvió un cajoncito del buró próximo a la cama.
Esperando la nueva tentativa por
abrir el clóset intenté serenarme
durante la breve espera, pero no podía.
Tras hurgar repetidamente en el
cajoncito descubrió una llave.
De un jalón Walter abrió las
puertas y estuve dispuesto a defender mi vida a golpes, pero en un parpadeo de
ojos él tiró sus zapatos a suelo y cerró el closet sin fijar la mirada hacia el fondo, aunque su vista pasó
rápido por el sitio. Tiempo después entendí mejor el efecto del retraso de las
pupilas para adaptarse a la oscuridad.
No me había descubierto y por fin
se metió el polaco en la cama con su mujer.
Pero él seguía inquieto.
Empezó a decirle a su esposa que pasaría
demasiados días fuera, y entonces necesitaba lo atendiera. En eso notó el
aliento alcoholizado de Emma y dijo alzando la voz:
— ¿Bebiendo sola de nuevo?
— A veces me siento enferma y
triste.
Comprendí que él era un bruto muy
explosivo. Recordé que unos minutos antes la amenazó con abofetear.
Entonces ella cambió de actitud. Deslizó
una frase como caricia y se volvió la dama seductora y complaciente de la caja
en el cafecito. Entonces no entendía la situación pero después comprendí en ese
cambio una táctica para distraer a un marido inquieto.
Escuché cómo Emma se revolvía en
la cama. El temor y los nervios no permitieron que afloraran verdaderos celos,
pero imaginé cada movimiento. Los quejidos y resoplidos se distinguían por los
tonos suaves de ella, contrastando los bufidos cascados de Walter. Terminé por odiar
al tipo.
En una novela policiaca había leído
sobre un marido celoso que colocaba una trampa para asesinar a la esposa y simular
que la mató el amante. Si el polaco la mataba luego de esa escena, el joven
emigrante (o sea yo) seguramente sería culpado por un jurado localista (burlándose
de mi acento torpe).
Mientras escuchaba los gemidos más
que imaginar una escena de amor, sospechaba que el polaco terminaría
estrangulando a Emma, la infiel.
El tiempo del encierro se alarga
y vuelve kilométrico.
Supongo que duraron unos minutos
hasta que el polaco gimió con más ímpetu.
Y Emma también dio una especie de gritito
contenido. Años después comprendí lo que sucedía con esa pareja, pero mi perspectiva
de provinciano emigrado no comprendía ese comportamiento.
Terminó la agitación y conforme
se levantó el silencio me sentí desprotegido. El frío empezó a subirse por mi
pie descalzo.
La cama conyugal se agitaba
ligeramente con el acomodo de los cuerpos y mi sentido de alerta crecía ante
cada murmullo.
La duela y las paredes de la
habitación, espontáneamente sonaban. Ya antes había notado ese efecto de las
casas del país del Norte, pues por las noches lanzan leves lamentos. (La
primera vez que percibió ese efecto en otra ciudad creí que un extraño se
introducía, pero no era así. Las habitaciones suenan en las noches, con
rechinidos y acomodos de los tablones.)
Al rato quedaron las pantorrillas
entumidas y estimé imposible resistir parado la pernocta entera. Decidí sentarme
sin ruido, pero el roce de mi espalda causaba ligeros chirridos, así que me
moví lo más lento posible. Al acomodarme en el suelo, la duela se lamentó de súbito;
el corazón volvió a dar un vuelco con ese sonido ligero, pues imaginé que el
polaco levantaba la cabeza y de un salto atenazaba su escopeta.
Sudaba por el miedo, mientras el
frío se colaba más entre mis piernas.
En silencio pregunté si el amante
anterior de Emma sufrió una situación semejante.
El closet olía a abrigos de lana,
restos de perfumes entre los vestidos, madera vieja, cuero de suelas y bolas de
naftalina. Sentí un polvillo picante pero contuve el deseo de estornudar.
A lo lejos unos perros ladraron
durante minutos, hasta que se calmaron por completo; imaginé a otro dueño
regresando de una cacería interrumpida.
La posición de sentado, a la
larga también era muy incómoda; además, mantenía tan apretado el gancho de
madera que la mano dolía.
La temperatura seguía
descendiendo.
Las nubes clarearon completamente
y la luz de luna se coló a pesar de la cortina.
¡Al fin! El polaco empezó a
roncar, primero con suavidad y luego emitió un sonido fuerte y claro como de
aserradero en operación.
Los ronquidos me causaron un
mínimo de tranquilidad, pues daban garantías de que él permanecía dormido.
Harto de esperar, con sumo sigilo
me desplacé hacia la puerta, movido por una última y tenue esperanza de que la
puerta del clóset no estuviera cerrada.
Cuidaba cada paso, temeroso de esa
duela escandalosa.
Avancé sigiloso hasta la puerta
del closet y presioné para ver si cedía; contrariado comprobé que efectivamente
estaba cerrada desde afuera y no existía ningún modo de alcanzar la cerradura.
No había escapatoria.
Volví a empujar buscando alcanzar
la cerradura por alguna rendija, entonces la madera rechinó como gato triste y
las nubes parecían oscurecer la luna cuando el polaco dejó de roncar.
Sospeché que fue por ese ruido mío,
así decidí quedarme parado e inmóvil hasta que regresaran los ronquidos.
Seguí de pie, según tuve la
impresión fue más de una hora
Imaginé al cazador fusilando a su
esposa, mientras yo rogaba por su vida.
Ya temblaban mis piernas de
cansancio cuando regresaron los ronquidos.
El cansancio empezaba a ser
insoportable, así que decidí usar y abusar de todos los recursos de la
paciencia.
Opté por colocarme hasta el fondo
del closet y me atreví a tomar un suéter de Emma como una mínima cobija para
las piernas casi helándose.
Inventé motivos para que el
marido perdonara a su mujer y al joven emigrante escondido en su closet, pero
la aparición de un arcángel salvador flotando desde Colima resultaba
improbable.
Después de varios repasos el
motivo del perdón seguía siendo absurdo. Quedaba una mínima oportunidad si la
escopeta no estaba cargada o estropeada, pero no parecía creíble que él presumiera
un arma estropeada.
Luego del frío empecé a sentir
calor: una calidez ahogante por el inicio de una fiebre. Además, me daban ganas
de toser. Unas terribles ganas de toser y las contenía. Sentía las manos
mojadas, pero me mantuve alerta.
Para combatir el sueño evoqué un teatro
hermoso y en la mente fabriqué un escenario para películas. Empecé a proyectar
una narración conocida y me dí cuenta que estaba cambiando el guión. Los
personajes en blanco y negro, convincentes y seductores hablaban en español sustituyendo
los habituales letreros y el fondo sonoro de una pianola. Imaginar una película
evitaba el cansancio y mantenía mi sentido de alerta.
Descubrirme atrapado demostró la
seriedad de cada instante; imaginé a una persona sentenciada y en una situación
desesperada, la cual antes de sufrir la horca en la madrugada, queda tranquila
en el silencio de su celda solitaria, donde recibe pluma y papel para dictar su
última voluntad. Mi infancia y juventud alegres
e irresponsables las miré colgadas del pescuezo, en un solitario poste
telegráfico al borde de la carretera que sale desde la ciudad de Colima. Postes
con gente colgada, igualitas a las que vi en el año 1913 junto a la carretera
rumbo a Guadalajara, pero los postes convertidos en extrañas banderas que
sueltan humo de juventud y energías vibrantes esparciéndose en el cielo. Al
fondo flotaba la pantalla blanca del cine, el sonido alegre de una pianola mutando
en una marcha fúnebre para señalar el final de cada vida. Apareció, delgada y
suave, mi mano de cuando era niño; con ella escribí un recado con letras firmes
y hermosas, dejando los juguetes para el hermano menor y un cofrecito labrado
de bronce para la hermana. ¡Qué bagatelas deja en herencia un niño! Luego
crecida y vigorosa, mi mano de joven deseaba dejar algo mejor para mis padres y
hasta para familiares lejanos, pero no encontraba nada importante. Sentí el
dolor frustrante de no poseer absolutamente nada para merecer un recuerdo. Sería
maravilloso el poder heredar una película, aunque fuera modesta. ¡Sí una
película! aunque luego al terminar la función de cine pocos asistentes la
recordarían. ¿Una película? Eso lo hace un señor director de cine y era una
ilusión remota para un dibujante rotulista. Y seguía atrapado, consolándome al
imaginar una pantalla blanca y una pianola amenizando una proyección.
El cansancio y la fiebre estaban
ganando la batalla cuando descubrí un ruido tras la pared de madera. Sentí como
si lo produjera un sueño pero unas manecillas avanzaban, puse el oído contra la
madera y lo comprobé. Un animal reptando entre el muro, sin duda sonaba como una
rata. Seguí con la mente el sonido, hasta que fue notorio: la bestezuela
asomaba por su agujero, pero estaba vedado hacer ruidos ni movimientos para
espantarla. Con el gancho podía matarla, atacarla, desmenuzarla… pero entendí
que el animalillo estaba atrapado, también era una presa de caza.
Supongo que en la densa oscuridad
la rata tampoco notó mi presencia, hasta que rozó mi pié descalzo y mi pierna
se contrajo con un brinco involuntario. La madera crujió por un instante y el
animal corrió entre la ropa. Regresó el silencio por un rato.
Sentí asco al percibir que el
roedor se escondía entre los cajones. Hurgaba con sus manecillas entre los
calcetines y percibí con más claridad un aroma ligero y desagradable. La
naftalina disimilaba ese olor, pero con tal pestilencia de fondo, mis deseos de
toser aumentaban. Al rato no distinguí si era tos o náuseas lo que sentía, y
procuré volver los pensamientos hacia la película.
Al menos, la tensión adicional que
causaba la rata impedía quedarse dormido. Insistí en dominar mis pensamientos
lúgubres y colocarlos en un sitio ideal, donde brillaba esa pantalla blanca,
luminosa, intensa…
*
*
Un despertador sobresaltó la
madrugada.
Tras la alarma siguió el canto de
un ave nocturna y el polaco dio un brinco de la cama, entonces la madera del
piso crujió como amenazando romperse bajo su corpulencia, pero luego dio pasos más
ligeros y se metió al baño contiguo.
Prendió la luz del baño y atisbé
su silueta desde mi escondite. Según su sombra proyectada por las rendijas él era
corpulento y levantaba quizá media cabeza más que yo.
Ella siguió acostada pero, con
voz de lamento enronquecido por el sueño, volvió a reclamarle por encender la
luz.
De nuevo él cedió y el cuarto
volvió a la penumbra, salpicada por los ruidos del polaco aseándose.
Mi visión sensibilizada percibió
una insignificante claridad, la cual aumentaba pues se aproximaba el alba.
Sabía que el cazador volvería a
abrir el closet para retirar sus zapatos y quizá más ropa.
Si buscaba con atención y movía
la hilera de ropa colgada yo estaba perdido.
Como el cervatillo temeroso me
oculté aún más tras el suéter caído y volví a empuñar el gancho de ropa.
Él abrió una maleta. Por fortuna
su ropa de viaje ya estaba en una maleta y no en el clóset. Una a una, buscó
las prendas y las deslizó vistiendo su mole corporal.
Hizo una pausa de silencio y
escuché sus pies rozando el piso con otro sonido, y distinguí los calcetines que
aligeraban la fricción.
Pero se acercaba a mi escondite.
Jaló una manija de madera con
torpeza, supongo que por la oscuridad y entonces el polaco abrió el clóset. Escuché
una respiración pausada y observé la sombra ante el portal. Adelantó un medio
paso hacia el interior del clóset. Mi corazón brincaba en cabalgata bélica,
listo para cobrar muy cara mi derrota. Sentí la transpiración de mi frente,
agolpándose en gotas de sudor.
El polaco se agachó con sigilo y
sacó los zapatos que dejó próximos a la entrada. En la profundidad del closet la
penumbra todavía formaba un manto.
Pero al retirarse con sus zapatos
no cerró por completo la puerta, dejando media laja para la vista.
Desde el fondo de mi escondite lo
miré con claridad por un instante. Corpulento y alto, enfundado en una chamarra
a cuadros, tenía la nariz quebrada (supongo por una pelea), la barba oscura y
crecida.
También alcancé a ver el cañón
doble y bruñido de la escopeta junto al buró.
Calculé si daría tiempo de saltar
hasta el arma antes de que el marido la tomara.
Pero fue inútil el cálculo,
cuando terminé mi cavilación el polaco ya tenía al hombro su escopeta, limpia y
nueva; en la otra mano su maleta.
Por fin se despidió besando a la
esposa acostada y en apariencia dormida.
*
*
Luego bajó las escaleras,
rechinando las botas en cada escalón y encendió un motor que sonaba a
camioneta.
Dejó calentando el motor y
regresó a la planta baja.
Movía objetos buscando algo,
hasta que exclamó:
—Creí que había perdido la
mirilla.
Por fin, cerró la casa dando un
portazo y arrancó la camioneta.
Escuché el ruido del vehículo alejándose,
pero también oí vagamente a dos personas que se quedaron platicando cerca del patio.
Ese ruido entraba por la ventana del cuarto, pero la ubicación era imposible de
fijar, sonaba próxima a unos pasos.
Seguí temiendo una trampa.
Pareció se alejaban por el
murmullo decreciente de las voces. Esperé hasta que desaparecieron los ruidos en
la calle.
Una especie de alegría ingenua
empezó a crecer, al imaginarme que el peligro había cesado por fin. Volví a
recordar cada sonido y sensación del marido alejándose, semejante a una enorme
mano que suelta la presión sobre un insecto. Avanzaba la convicción hasta que
recuperé la calma, mientras mis ojos fijos en la laja de la puerta del clóset
se acostumbraban a la intensa luz del amanecer.
En el fondo de mi refugio, estaba
tan entumido que el cuerpo ya no respondía a mis órdenes. Cuando intenté llamar
a Emma, en vez de voz escapó una tosecilla por mi laringe.
La mano me dolía y caí en cuenta
que seguía sosteniendo el gancho como un garrote, entonces aflojé los dedos y
lo solté.
Sin poderme incorporar, me
deslicé sobre la duela del clóset empujando zapatos. Al liberar la presión
sobre las piernas, la sensación fue de hormigueo intenso, tan intenso que
semejaba un calambre en la pantorrilla, pero tras el dolor comenzó el alivio.
Mi garganta también reclamaba una
sed terrible, causada por la acumulación de fiebre, parálisis, miedo, ideación
y quizá hasta de resaca.
Gateando despacio y deslizando mi pecho casi sin ruido entré al
baño para beber agua del grifo de la bañera.
*
*
Agotado por esa velada, moví con
suavidad las sábanas para despertarla. Cuando la desperté Emma se espantó como
si me desconociera, y en efecto, mi faz apenas era reconocible por las ojeras
hundidas y una palidez extrema mezclada con mejillas sonrojadas por la fiebre.
Fue un breve instante de susto por
la extrañeza y luego sonrió con coquetería. E insistió en preparar un desayuno
para reponer mis fuerzas y como pago al mal trago de esa noche.
Ella se reía al acordarse del
regreso sorpresivo del marido y para cambiar el tema platicaba sobre sus
parientes lejanos.
Por un rato me olvidé de la
fiebre y el cansancio que cedieron con el aire refrescante del amanecer. Únicamente
le expliqué mis dolores físicos y cansancio por la espantosa noche en vela.
Hablé poco, ya casi estaba
afónico; aunque negué y mentí enfáticamente haber tenido miedo del cazador. Ella
fingió creerme, quizá para no avergonzarme más.
Para alejarme rápido le pretexté
que debía acudir al trabajo ese mismo día.
* *
Ahí terminó la extraña jornada juvenil del director cinematográfico
Constantino Bélar. Bastaría comentar que para la tarde aumentaron sus síntomas de
enfermedad y era evidente un principio de bronquitis, pues no estaba
acostumbrado a ese clima, ya que el invierno junto al Pacífico mexicano calienta
más que el verano junto a los Grandes Lagos. Después, su organismo juvenil
respondió rápidamente al tratamiento médico.
En los siguientes años, Bélar evitó con cautela a las mujeres casadas de
aquel enorme y extraño país. La inocencia de la juventud había terminado y
creció su anhelo por integrarse al cine; un deseo imperioso alimentado en ese
oscuro clóset de Chicago.
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