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jueves, 15 de enero de 2015

FRENTE AL CAZADOR EN LA MIRILLA 1928







Por Carlos Valdés Martín



La presa retuvo la respiración por completo cuando el cazador rondaba a pocos pasos ¿Cómo era posible que ese trofeo de cacería permaneciera inadvertido a tan corta distancia? El cazador atenazó su escopeta por el cañón y arrastró su culata sobre la duela. El aire frío del otoño helaba cada respiración; mientras la oscuridad apenas protegía a la presa, por lo demás, indefensa. El refugio de la noche y el silencio ocultaba a la posible víctima, mientras el cazador arrastraba la pesada escopeta hacia su hombro. A cercana distancia, al filo de las 5:15 a.m., un ave anunció la madrugada y tras ese gorjeo, sus congéneres emplumadas empezaron a responder con timidez. Bajo el manto de esa oscura madrugada contuvo más la respiración, reduciéndola al mínimo…

*  *
La mañana anterior la ciudad de Chicago despertó agitada y casi febril; la proximidad de las vacaciones aceleraba el pulso urbano y los vehículos apretaban la marcha. Era una maravilla observar esa gran cantidad de autos y sobresalían los Ford T elegantes, pintados de negro profundo.
Para un emigrante solitario, vigoroso y saturado con hormonas de la juventud, esa capital resultaba un Edén. Un año antes él escapó de Colima, lejano rincón en la costa de México, acosado por un escándalo de provincia. El ahora emigrante Constantino Bélar fue fortuitamente acusado por la muerte de un sacristán y su tío el exgobernador militar, Francisco Solórzano Bélar, (gobernador provisional durante el año 1925) creyendo en su inocencia (la cual luego de un tiempo se comprobó) y acallando el escándalo (que también a él le hubiera afectado), facilitó la fuga.
A los veintiún años, ese joven no administró bien el dinero entregado para tan lejano viaje, y en semanas dilapidó los recursos que debían de mantenerlo por años, aunque no los gastó él solito. En esos tiempos, las comunicaciones telefónicas eran casi inexistentes en esa provincia mexicana, así que esporádicas cartas y telegramas lo vinculaban con la remota Colima. Mientras se aclaraba la muerte del sacristán y se resolvían los expedientes judiciales, debió arreglárselas por su cuenta, viviendo y trabajando como un improvisado emigrante pobre.
Los primeros seis meses en Estados Unidos de América significaron el trauma de la adaptación a la pobreza, la incertidumbre y la dificultad del idioma. Pero un espíritu jovial convierte la adversidad en un campo de juegos y el territorio extraño se muda en el espacio de conquistas. Cuando alcanzó la ciudad de Chicago ya había aprendido suficiente inglés, sus manos se habían encallecido y sus bíceps crecido por rudos empleos manuales. Antes fue cargador en el muelle, barrendero de calles y obrero de una lechería. Llegó a esa ciudad porque consiguió un trabajo mejor, pues un director mexicano de una agencia de publicidad lo aceptaría como rotulista y dibujante.
Desde niño poseía talento para el dibujo, pues en la escuela secundaría, con sólo dos meses de clases, ganó la admiración de sus compañeros por el retrato de la esposa del prefecto escolar. En una cartulina blanca, con enérgicos trazos negros y grises, plasmó el perfil romántico de una matrona, todavía de carnes firmes y con sueños sentimentales espesándose entre la mirada. 


*  *
El dibujo no era el único talento del joven Bélar. Además de una educación esmerada y católica, facilidad para los idiomas y el gusto por las novelas policíacas, poseía un don innato para meterse en situaciones espinosas. En esos años —y quizá todavía hoy—, la educación católica pulida, promovía los buenos sentimientos y las virtudes inocentes, pero no facilitaba el trato con mujeres.
En su natal Colima, un súbito ascenso político de su familia había colocado al joven Bélar en una situación privilegiada. De talante agradable, sus ojos color miel eran el objetivo de varias provincianas, las cuales desde adolescentes deseaban amarrar una promesa matrimonial. Los sábados se paseaba por la plaza de la ciudad de Colima, dando unas cuantas vueltas al quiosco mientras la banda tocaba un son, sonreía a las chicas guapas. Sus amigos le comentaban:
—Esa, Matilde, esa también nos gusta. La Lupita te sonrió, como que se quedó mirándote y qué boca tan hermosa de muchacha. 
Y él, no se sentía listo para las responsabilidades del matrimonio, pero ya estaba encarrilado en el romanticismo. Citó a esa Lupita en la nevería; a la semana siguiente pagó a un trío musical para dedicarle canciones a la orilla en la plaza; luego ella aceptó una invitación a la feria regional de agosto; en fin, casi la hace su novia.
Pero antes de estrenarse como novio, Bélar salió huyendo con prisa y sigilo, amparado en la oscuridad de una madrugada. Ni a la pretendida le dio aviso de su partida, y no fue por falta de intención. Dejó un recado escrito con su hermana, pero ésta recelaba de Lupita y lo escondió adrede.


*  *

El trabajo de dibujante le inyectaba nuevos ánimos y a diario amanecía alegre. Junto a una calle solitaria rentaba un mínimo cuartito amueblado. Con mejor ingreso se compró una radio cubierta de madera, que encendía algunas tardes. Intentó hacer amigos en la empresa, pero existía prejuicio contra los mexicanos y los afroamericanos. Fuera de su patrón, casi no frecuentaba personas en la enorme ciudad. Entonces el cinematógrafo se convirtió en su pasatiempo predilecto, aprovechado los fines de semana para disfrutar varias películas, sin discriminar géneros gustaba de comedias y dramas.

Cuando terminó la cartelera de películas nuevas y repetidas de los cines locales, empezó a frecuentar un cafecito por las tardes, donde leía revistas y novelas durante un par de horas. La cajera de lugar le parecía una diosa rubia cumpliendo cuatro décadas. Mujer de pechos firmes y amplia cadera, su ropa parecía casi un uniforme de camisa con manga larga y falda debajo de la rodilla. Esa falda en Chicago significaba recato, pero para el código de este emigrante mostraba fuegos de fruta prohibida y ella descifró las miradas insistentes de Bélar.

La liberalidad de las mujeres trabajadoras, emocionó a Bélar desde antes. Ya hacía meses, durante las jornadas agotadoras del muelle de Baltimore, cuando el joven había perdido su inocencia sexual entre las piernas una empleada de limpieza. Fue un abordaje casual y la iniciadora ni siquiera le gustaba a él, pero las hormonas juveniles bullen con facilidad.

Esa experiencia lo había despertado y ya su perspectiva masculina poseía otro sentido. En sus noches solitarias imaginaba la conquista de una verdadera diosa rubia, a imagen de las divas del cine, prueba última para alcanzar la plena hombría.

La cajera quizá le doblaba en años, pero sus atractivos compensaban cualquier escrúpulo sobre la diferencia en edad. Observó que otros parroquianos la pretendían, incluso uno le entregaba pequeños obsequios. Ella era una mujer casada y Bélar —informado por una mesera sobre eso— se intrigaba por esa liberalidad coqueta ante el acercamiento. Esas situaciones eran improbables en su provincia colimense, pero pensaba Constantino “al lugar que fueres haz lo que vieres”.

Luego de dos meses de asistencia al cafetín, en la temporada invernal del año 1928, la cajera tuvo un disgusto con el parroquiano que la cortejaba. Fue una escena de celos y Bélar únicamente observó el final. Ya era noche, faltaba una hora para cerrar el lugar, cuando un tipo fornido y de traje salió furioso, gritando una grosería contra Emma, la cajera. Ella temblaba, por una emoción parecida al despecho, pero en minutos pasó del enojo a una extraña alegría, sus ojos brillaban y sonreía continuamente.


Entonces sucedió una especie de milagro para el emigrante. Ella llamó con un gesto de manos a Constantino Bélar hacia la caja y el joven se aproximó con curiosidad y sin sospechar el motivo. Ella le solicitó con voz muy suave algo, la voz era  tan tenue que él debió aproximarse a centímetros. Cuando estuvo suficientemente cerca, ella le dijo al oído, con suavidad de caricia:
— Por favor, favor, dame t-o-d-o… t-o-d-o tu camb-i-o.
— ¿Todo? Perdón.
Él no comprendía, pero la rubia hermosa se acercó y todavía aproximó más los labios casi rozándole la oreja. De hecho, sí rozó la oreja y, por primera vez, Bélar sintió esas cosquillas que erizan la raíz del cabello.
— Es un favor chico, a-n-d-a. Mientras le alisaba la solapa de su camisa y sonreía.
Él obedeció, buscando entre sus bolsillos y sacando un puñito de monedas.
— Necesito c-a-m-b-i-o. Chico lindo.
Él se ruborizó y ella lo despidió señalando la mesa.
Su asiento tenía vista directa a la caja.
Cada vez que él levantaba la vista, ella le sonreía mostrando los dientes y creyó observar un par de guiños.
Durante la siguiente hora volaron fantasías por la cabeza de Bélar.
Descubrió el parecido de la cajera con una actriz; era sorprendente cómo las cejas delineadas en curva, la nariz afilada y el flequito imitaban a la estrella cinematográfica de un filme visto el mes pasado. El joven se emocionó.
Cuando se cumplió la hora y el emigrante tendría que retirarse la cajera lo llamó de nuevo. Le explicó que se había gastado su cambio, entonces no podía devolverle, pero que el viernes ella saldría un poco más tarde de la cafetería por el arqueo semanal, entonces le pagaría, y además le gustaría ser acompañada a su casa. 
El joven aceptó con monosílabos, desconcertado por la situación.
Ella selló el compromiso despidiéndose con un beso en la mejilla.

*  *  

Antes del viernes Bélar ya había consultado con su patrón esa inusitada escena. El jefe lo felicitó y le explicó la ligereza sexual imperante en la ciudad; se alegró y sintiéndose cómplice de esa conquista hasta le regaló tres dólares para comprar una loción nueva y un ramo de flores para la moza, pero los regalos quedaron olvidados entre los nervios de pretendiente primerizo.

Ella vestía espléndida, un traje sastre de terciopelo rojo. Sus piernas se realzaban dibujadas por medias de seda, una prenda de lujo de las clases altas que se difundió en el país.

La cita iniciaba en la misma cafetería media hora antes del cierre. Pero Emma lo saludó desde lejos, haciendo varias señales con los dedos, que Bélar interpretó como “toma asiento al fondo, en unos minutos platicamos y te mando un beso”.  Así, que él se colocó en el extremo más lejano del sitio.

En cuanto la mesera en turno le sirvió el café humeante, se acercó hacia la cara de Bélar y le dijo susurrando:
— La próxima cita me toca a mí y me llevas al cine ¿o qué?
Como la mirada de respuesta del joven contenía un aire de espanto preguntón, la mesera la respondió y continuó:
— Quizá es una broma, pero no le vayas a decir a Emma. Esto es entre tú y yo.
En efecto, Bélar sabía guardar un secreto, la mesera también era atractiva y más próxima a su edad. Así, que el joven se entretuvo pensando en su racha afortunada. Además acercarse a Emma, con tantos años de diferencia, no encerraba propósitos nupciales.

*  *  
Mientras hacía el arqueo, Emma lo invitó a una pequeña oficina en la trastienda. El negocio pertenecía a su tío nacido en Varsovia y emigrado junto con su familia cincuenta años antes, pero ella casi se sentía la dueña. La mujer no tuvo hijos y su matrimonio estaba en ruinas; convivía con un polaco musculoso y alcohólico que la engañaba y, en ocasiones, hasta la golpeaba. En venganza ella se las ingeniaba para serle infiel de manera sistemática. Y apenas acababa de romper con un amante, así que le interesó el joven mexicano.

El polaco era un bombero profesional al servicio del municipio, un tipo robusto y tosco que practicaba la cacería. Esa noche saldría de excursión hacia los bosques nevados de Canadá con sus amigos para derribar alces durante dos semanas de vacaciones.

*  *  
El joven emigrante en Chicago, también era mi tío con más de sesenta años a cuestas y con deseos de compartir anécdotas. Había acudido de visita a la casa, pero mi padre no tardó muchas horas en regresar y serví de anfitrión. Por casualidad estaba a la mano una grabadora de medio uso, con una cinta magnética disponible. Entonces mi tío siguió narrando su anécdota de juventud y se conservó la grabación de esa parte:

“Estaba oscuro y hacía frío. Tomamos el camión hasta las afueras del suburbio y luego caminamos unos quince minutos. Me tomaba del brazo y soltaba; me daba un empujó y se reía. Pedía que dijera una palabra difícil, y se reía de mi acento mexicano. Pero le gustaban las palabras dichas con acento.
“En los tramos más oscuros de la calle se detenía, miraba la luna y acercaba sus labios para otro beso. Era apasionada, al besar mordía los labios. También alegre.
El barrio estaba poco habitado. Muchos lotes vacíos y pocas casas iluminadas. 
Hacía dos días que nevó y todavía miramos manchas blancas en patios y azoteas.
“Cuando se detenía abría un poco el abrigo grueso para mostrarme su traje rojo y conducía mi mano hacia su muslo. Decía que nadie espiaba en ese vecindario. Cierto, parecía solitario. Decía que yo era un tímido. Reclamaba, el lujo de su piel, tan firme. Quizá en otros inviernos poco quedaría.
“Miraba y presumía su reloj de pulsera. El relojito era fino. Dijo lo tenían las personas más ricas. Ese su tío la consentía o los cortes de caja eran para su bolsillo. Se rió pensando en la puntualidad, su marido había salido hace dos horas para juntarse con dos colegas bomberos y debían estar ya en camino a Canadá.

“Y entre la plática y las pausas de cariño, ya estábamos frente a su casa. La presumió como suya. De dos pisos, armada toda de madera, con una cochera cerrada. Entonces las cocheras eran de los ricos. Pregunté por la cochera. Ella explicó que su tío le regaló una pick up, algo descompuesta. Y el bruto de su marido la compuso para usarla. Asunto de hombres.

“Mostró la casa con orgullo. ¿Por qué las mujeres presumen los adornos floreados de los baños? En fin, eso no importa.

“En el piso de arriba estaba una alcoba grande. Unidos a la habitación había un baño grande y un amplio clóset guardarropa. En una pequeña cómoda guardaba botellas de whisky y soda. Era un whisky bueno (entonces el alcohol en Norteamérica era ilegal).

Ella presumió un radio nuevo de fina chapa de madera, importado y mejor que el mío. Puso música ligera, mientras servía dos vasos. Así de cargados (y señaló con los dedos un vaso imaginario).

“Ella seguía muy animada y apuraba el encuentro. Sintonizó otra estación, bajó  la música y apagó la luz para desnudarse sin rubor.
“El mármol de su piel brillaba (deslumbrante por efecto de la luna). El tono de mi piel (también blanco, no se imagine que todos los mexicanos son morenos) me siguió pareciendo leche cocida, la que espanta el apetito (amoroso, a eso se refería).

“Ya estábamos bajo la suave colcha y listos para intimar, cuando ella escuchó ruidos. Venía un evento increíble y amenazante. Se arrodilló sobre la cama y levantó el cuello para escuchar mejor, mientras me indicaba con los dedos:
“—Shhh.
“—Shhh. —Repitió para silenciarme.
 “Notaba el ronroneo del motor de un camión encendido frente a su casa. Entonces ella se asomó por la ventana con cuidado y lo comprobó.
“— No lo creo, pero… ¡es mi marido! — Exclamó bajando el tono mientras movía las manos, y se tapaba la boca —Shh, no hagas ruido, es mi marido… y vístete rápido.
“Me dio un vuelco el corazón. Recordé que el marido era cazador y debía andar armado.
Por los nervios no encontré mi ropa completa.
Había descubierto un zapato, el calzón y mi camisa, cuando desde la sala y a la distancia del piso de abajo escuchamos una explicación en voz muy alta:
“— Emma, tuve que regresar, estuvimos esperando a Thomas, y no llegaba, hasta que luego de cuatro horas mandó avisar que su hijo se cayó de un árbol. Maldito chico, se pegó en la cabeza, estaba desmayado y lo llevó al doctor. Pero no pasó del susto. Y ese baboso trae las provisiones, así que saldremos mañana temprano.
“Mientras Emma me empujaba hacia el interior del closet y se ponía un camisón, la respuesta de ella fue como aullidos teatrales, (ahora lo comprendo) ocultando con sus palabras nuestros movimientos:
“— Estooooy trataaaaando… de dormiiiir… Nooo haaagassss… taaaanto ruidoooo. El coooorte…. de caaaaja… hooooooy fue… terriiiiible, yyyy… traaaato deeee dormiiiir… Queeeridoooo…
“Mientras tanto, ella cerró el closet conmigo adentro y desde ahí escuché cómo rápidamente empujaba restos de ropa y un vaso vacío hacia abajo de su cama. Después me dí cuenta de que había una pequeña cerradura trabando las puertas del clóset, las cuales eran de rejilla horizontal.”

*  *  
Como el resto de la grabación se estropeó, reproduzco la continuación de su relato según lo recuerdo:
Debo explicar que el interior del closet era un cubo alargado, de ancho poco más de un metro y tres de profundidad. En la mitad colgaban dos filas de vestidos y trajes detenidos sobre tubos metálicos. Me arrastré hasta el fondo y descubrí la textura de cajones de madera a los lados. El maldito piso era de madera. Esa duela de piso suena cuando uno se mueve y también cruje cuando cambia la temperatura.
Me quedé en cuclillas y cerré los puños imaginando una pelea a muerte contra el bruto polaco. Cuando el marido entró a la alcoba, de inmediato encendió la luz y percibí claramente una serie de filos horizontales escurriéndose hacia el interior del clóset. Desde mi posición en el fondo del closet se alcanzaba a mirar una hilera horizontal con la vista del cuarto conyugal. Por breves instantes miré los zapatos desordenados en el suelo, y los vestidos multicolores colgados. La claridad que se filtraba incrementó mi temor.
Emma volvió a reclamar su cansancio y rogó a Walter (por fin escuché su nombre) que apagara la luz.
Él no quería apagarla y ella insistía.
Observé una figura corpulenta desplazándose entre las lucecillas horizontales y por el ruido supe que arrastraba un bulto.
Walter amenazó con darle a Emma una bofetada si no dejaba de contrariarlo y no supe si era una amenaza seria, pero temí que sí lo hiciera. Luego apagó la luz del cuarto y se metió en el baño.
Otra luz indirecta invadió la habitación y se coló por las rejillas.
Ella se volvió a quejar, fingiendo mucho cansancio.
Walter dijo que ya se estaba apurando, mientras sonaba el agua del retrete. Y al terminar dejó a oscuras el cuarto.
Intentó platicar sobre la temporada de cacería, pero ella le volvió a pedir silencio y además que cerrara mejor las cortinas, pues la luna asomando detrás de las nubes la molestaba.
Mientras cerraba las cortinas, Walter intentó presumir que había ganado en una apuesta una mirilla. Decía que era un artefacto poderoso y fácil de adaptar a un arma que con esa visión obtendría la presa más grande. Escuché el sonido de dos piezas de metal tocándose, como si fuera a embonarlas.
En efecto, él había subido un rifle al cuarto y quería presumirlo. Si la esposa la veía como que las explicaciones salían sobrando.
¿Sospechaba de mi entrada?
Un vecino quizá pudo advertirle.
Me imagine muriendo con más agujeros que un queso podrido.
Intentaba respirar con suavidad y enfocarme en el peligro inminente. Con sigilo atenacé un gancho de madera, ancho y pesado como si fuera un garrote.
Ella le volvió a insistir que se callara.
Él colocó el arma junto al buró de la cama y empezó a desvestirse.
Dejaba caer los zapatos en la duela como rinocerontes muertos.
El suelo crujió cuando levantó los zapatos y se dirigió al closet.
Empujó la puerta de rejillas en vano, pues estaba cerrada.
Ante la inminente proximidad levanté el gancho como si fuera un mazo, dispuesto a reventar a una fiera; lo cual era un gesto con mezcla de desproporción y apremio, pues ese gancho a lo sumo causaría un moretón. Un último aliento de prudencia me encadenó y la adrenalina no me hizo saltar.

Ante su intento frustrado por abrir, el polaco le exigió la llave a su esposa. Ella respondió que no sabía donde estaba, entonces Walter revolvió un cajoncito del buró próximo a la cama.

Esperando la nueva tentativa por abrir el clóset  intenté serenarme durante la breve espera, pero no podía.
Tras hurgar repetidamente en el cajoncito descubrió una llave.
De un jalón Walter abrió las puertas y estuve dispuesto a defender mi vida a golpes, pero en un parpadeo de ojos él tiró sus zapatos a suelo y cerró el closet sin fijar la  mirada hacia el fondo, aunque su vista pasó rápido por el sitio. Tiempo después entendí mejor el efecto del retraso de las pupilas para adaptarse a la oscuridad.
No me había descubierto y por fin se metió el polaco en la cama con su mujer.
Pero él seguía inquieto.
Empezó a decirle a su esposa que pasaría demasiados días fuera, y entonces necesitaba lo atendiera. En eso notó el aliento alcoholizado de Emma y dijo alzando la voz:
— ¿Bebiendo sola de nuevo?
— A veces me siento enferma y triste.
Comprendí que él era un bruto muy explosivo. Recordé que unos minutos antes la amenazó con abofetear.
Entonces ella cambió de actitud. Deslizó una frase como caricia y se volvió la dama seductora y complaciente de la caja en el cafecito. Entonces no entendía la situación pero después comprendí en ese cambio una táctica para distraer a un marido inquieto.
Escuché cómo Emma se revolvía en la cama. El temor y los nervios no permitieron que afloraran verdaderos celos, pero imaginé cada movimiento. Los quejidos y resoplidos se distinguían por los tonos suaves de ella, contrastando los bufidos cascados de Walter. Terminé por odiar al tipo.
En una novela policiaca había leído sobre un marido celoso que colocaba una trampa para asesinar a la esposa y simular que la mató el amante. Si el polaco la mataba luego de esa escena, el joven emigrante (o sea yo) seguramente sería culpado por un jurado localista (burlándose de mi acento torpe).
Mientras escuchaba los gemidos más que imaginar una escena de amor, sospechaba que el polaco terminaría estrangulando a Emma, la infiel.
El tiempo del encierro se alarga y vuelve kilométrico.
Supongo que duraron unos minutos hasta que el polaco gimió con más ímpetu.
Y Emma también dio una especie de gritito contenido. Años después comprendí lo que sucedía con esa pareja, pero mi perspectiva de provinciano emigrado no comprendía ese comportamiento.

Terminó la agitación y conforme se levantó el silencio me sentí desprotegido. El frío empezó a subirse por mi pie descalzo.
La cama conyugal se agitaba ligeramente con el acomodo de los cuerpos y mi sentido de alerta crecía ante cada murmullo.
La duela y las paredes de la habitación, espontáneamente sonaban. Ya antes había notado ese efecto de las casas del país del Norte, pues por las noches lanzan leves lamentos. (La primera vez que percibió ese efecto en otra ciudad creí que un extraño se introducía, pero no era así. Las habitaciones suenan en las noches, con rechinidos y acomodos de los tablones.)

Al rato quedaron las pantorrillas entumidas y estimé imposible resistir parado la pernocta entera. Decidí sentarme sin ruido, pero el roce de mi espalda causaba ligeros chirridos, así que me moví lo más lento posible. Al acomodarme en el suelo, la duela se lamentó de súbito; el corazón volvió a dar un vuelco con ese sonido ligero, pues imaginé que el polaco levantaba la cabeza y de un salto atenazaba su escopeta.
Sudaba por el miedo, mientras el frío se colaba más entre mis piernas.
En silencio pregunté si el amante anterior de Emma sufrió una situación semejante.

El closet olía a abrigos de lana, restos de perfumes entre los vestidos, madera vieja, cuero de suelas y bolas de naftalina. Sentí un polvillo picante pero contuve el deseo de estornudar.
A lo lejos unos perros ladraron durante minutos, hasta que se calmaron por completo; imaginé a otro dueño regresando de una cacería interrumpida.
La posición de sentado, a la larga también era muy incómoda; además, mantenía tan apretado el gancho de madera que la mano dolía.

La temperatura seguía descendiendo.
Las nubes clarearon completamente y la luz de luna se coló a pesar de la cortina.
¡Al fin! El polaco empezó a roncar, primero con suavidad y luego emitió un sonido fuerte y claro como de aserradero en operación.
Los ronquidos me causaron un mínimo de tranquilidad, pues daban garantías de que él permanecía dormido.

Harto de esperar, con sumo sigilo me desplacé hacia la puerta, movido por una última y tenue esperanza de que la puerta del clóset no estuviera cerrada.
Cuidaba cada paso, temeroso de esa duela escandalosa.
Avancé sigiloso hasta la puerta del closet y presioné para ver si cedía; contrariado comprobé que efectivamente estaba cerrada desde afuera y no existía ningún modo de alcanzar la cerradura.
No había escapatoria.
Volví a empujar buscando alcanzar la cerradura por alguna rendija, entonces la madera rechinó como gato triste y las nubes parecían oscurecer la luna cuando el polaco dejó de roncar.
Sospeché que fue por ese ruido mío, así decidí quedarme parado e inmóvil hasta que regresaran los ronquidos.
Seguí de pie, según tuve la impresión fue más de una hora
Imaginé al cazador fusilando a su esposa, mientras yo rogaba por su vida.
Ya temblaban mis piernas de cansancio cuando regresaron los ronquidos.
El cansancio empezaba a ser insoportable, así que decidí usar y abusar de todos los recursos de la paciencia.

Opté por colocarme hasta el fondo del closet y me atreví a tomar un suéter de Emma como una mínima cobija para las piernas casi helándose.
Inventé motivos para que el marido perdonara a su mujer y al joven emigrante escondido en su closet, pero la aparición de un arcángel salvador flotando desde Colima resultaba improbable.
Después de varios repasos el motivo del perdón seguía siendo absurdo. Quedaba una mínima oportunidad si la escopeta no estaba cargada o estropeada, pero no parecía creíble que él presumiera un arma estropeada.

Luego del frío empecé a sentir calor: una calidez ahogante por el inicio de una fiebre. Además, me daban ganas de toser. Unas terribles ganas de toser y las contenía. Sentía las manos mojadas, pero me mantuve alerta.

Para combatir el sueño evoqué un teatro hermoso y en la mente fabriqué un escenario para películas. Empecé a proyectar una narración conocida y me dí cuenta que estaba cambiando el guión. Los personajes en blanco y negro, convincentes y seductores hablaban en español sustituyendo los habituales letreros y el fondo sonoro de una pianola. Imaginar una película evitaba el cansancio y mantenía mi sentido de alerta.

Descubrirme atrapado demostró la seriedad de cada instante; imaginé a una persona sentenciada y en una situación desesperada, la cual antes de sufrir la horca en la madrugada, queda tranquila en el silencio de su celda solitaria, donde recibe pluma y papel para dictar su última voluntad. Mi infancia y  juventud alegres e irresponsables las miré colgadas del pescuezo, en un solitario poste telegráfico al borde de la carretera que sale desde la ciudad de Colima. Postes con gente colgada, igualitas a las que vi en el año 1913 junto a la carretera rumbo a Guadalajara, pero los postes convertidos en extrañas banderas que sueltan humo de juventud y energías vibrantes esparciéndose en el cielo. Al fondo flotaba la pantalla blanca del cine, el sonido alegre de una pianola mutando en una marcha fúnebre para señalar el final de cada vida. Apareció, delgada y suave, mi mano de cuando era niño; con ella escribí un recado con letras firmes y hermosas, dejando los juguetes para el hermano menor y un cofrecito labrado de bronce para la hermana. ¡Qué bagatelas deja en herencia un niño! Luego crecida y vigorosa, mi mano de joven deseaba dejar algo mejor para mis padres y hasta para familiares lejanos, pero no encontraba nada importante. Sentí el dolor frustrante de no poseer absolutamente nada para merecer un recuerdo. Sería maravilloso el poder heredar una película, aunque fuera modesta. ¡Sí una película! aunque luego al terminar la función de cine pocos asistentes la recordarían. ¿Una película? Eso lo hace un señor director de cine y era una ilusión remota para un dibujante rotulista. Y seguía atrapado, consolándome al imaginar una pantalla blanca y una pianola amenizando una proyección.

El cansancio y la fiebre estaban ganando la batalla cuando descubrí un ruido tras la pared de madera. Sentí como si lo produjera un sueño pero unas manecillas avanzaban, puse el oído contra la madera y lo comprobé. Un animal reptando entre el muro, sin duda sonaba como una rata. Seguí con la mente el sonido, hasta que fue notorio: la bestezuela asomaba por su agujero, pero estaba vedado hacer ruidos ni movimientos para espantarla. Con el gancho podía matarla, atacarla, desmenuzarla… pero entendí que el animalillo estaba atrapado, también era una presa de caza.

Supongo que en la densa oscuridad la rata tampoco notó mi presencia, hasta que rozó mi pié descalzo y mi pierna se contrajo con un brinco involuntario. La madera crujió por un instante y el animal corrió entre la ropa. Regresó el silencio por un rato.

Sentí asco al percibir que el roedor se escondía entre los cajones. Hurgaba con sus manecillas entre los calcetines y percibí con más claridad un aroma ligero y desagradable. La naftalina disimilaba ese olor, pero con tal pestilencia de fondo, mis deseos de toser aumentaban. Al rato no distinguí si era tos o náuseas lo que sentía, y procuré volver los pensamientos hacia la película.

Al menos, la tensión adicional que causaba la rata impedía quedarse dormido. Insistí en dominar mis pensamientos lúgubres y colocarlos en un sitio ideal, donde brillaba esa pantalla blanca, luminosa, intensa… 

*  *
Un despertador sobresaltó la madrugada.
Tras la alarma siguió el canto de un ave nocturna y el polaco dio un brinco de la cama, entonces la madera del piso crujió como amenazando romperse bajo su corpulencia, pero luego dio pasos más ligeros y se metió al baño contiguo.
Prendió la luz del baño y atisbé su silueta desde mi escondite. Según su sombra proyectada por las rendijas él era corpulento y levantaba quizá media cabeza más que yo.
Ella siguió acostada pero, con voz de lamento enronquecido por el sueño, volvió a reclamarle por encender la luz.
De nuevo él cedió y el cuarto volvió a la penumbra, salpicada por los ruidos del polaco aseándose.
Mi visión sensibilizada percibió una insignificante claridad, la cual aumentaba pues se aproximaba el alba.
Sabía que el cazador volvería a abrir el closet para retirar sus zapatos y quizá más ropa.
Si buscaba con atención y movía la hilera de ropa colgada yo estaba perdido.
Como el cervatillo temeroso me oculté aún más tras el suéter caído y volví a empuñar el gancho de ropa.

Él abrió una maleta. Por fortuna su ropa de viaje ya estaba en una maleta y no en el clóset. Una a una, buscó las prendas y las deslizó vistiendo su mole corporal.
Hizo una pausa de silencio y escuché sus pies rozando el piso con otro sonido, y distinguí los calcetines que aligeraban la fricción.
Pero se acercaba a mi escondite.
Jaló una manija de madera con torpeza, supongo que por la oscuridad y entonces el polaco abrió el clóset. Escuché una respiración pausada y observé la sombra ante el portal. Adelantó un medio paso hacia el interior del clóset. Mi corazón brincaba en cabalgata bélica, listo para cobrar muy cara mi derrota. Sentí la transpiración de mi frente, agolpándose en gotas de sudor.
El polaco se agachó con sigilo y sacó los zapatos que dejó próximos a la entrada. En la profundidad del closet la penumbra todavía formaba un manto.

Pero al retirarse con sus zapatos no cerró por completo la puerta, dejando media laja para la vista.
Desde el fondo de mi escondite lo miré con claridad por un instante. Corpulento y alto, enfundado en una chamarra a cuadros, tenía la nariz quebrada (supongo por una pelea), la barba oscura y crecida.
También alcancé a ver el cañón doble y bruñido de la escopeta junto al buró.
Calculé si daría tiempo de saltar hasta el arma antes de que el marido la tomara.
Pero fue inútil el cálculo, cuando terminé mi cavilación el polaco ya tenía al hombro su escopeta, limpia y nueva; en la otra mano su maleta.
Por fin se despidió besando a la esposa acostada y en apariencia dormida.

*  *
Luego bajó las escaleras, rechinando las botas en cada escalón y encendió un motor que sonaba a camioneta.
Dejó calentando el motor y regresó a la planta baja.
Movía objetos buscando algo, hasta que exclamó:
—Creí que había perdido la mirilla.
Por fin, cerró la casa dando un portazo y arrancó la camioneta.
Escuché el ruido del vehículo alejándose, pero también oí vagamente a dos personas que se quedaron platicando cerca del patio. Ese ruido entraba por la ventana del cuarto, pero la ubicación era imposible de fijar, sonaba próxima a unos pasos.
Seguí temiendo una trampa.
Pareció se alejaban por el murmullo decreciente de las voces. Esperé hasta que desaparecieron los ruidos en la calle.
Una especie de alegría ingenua empezó a crecer, al imaginarme que el peligro había cesado por fin. Volví a recordar cada sonido y sensación del marido alejándose, semejante a una enorme mano que suelta la presión sobre un insecto. Avanzaba la convicción hasta que recuperé la calma, mientras mis ojos fijos en la laja de la puerta del clóset se acostumbraban a la intensa luz del amanecer.

En el fondo de mi refugio, estaba tan entumido que el cuerpo ya no respondía a mis órdenes. Cuando intenté llamar a Emma, en vez de voz escapó una tosecilla por mi laringe.
La mano me dolía y caí en cuenta que seguía sosteniendo el gancho como un garrote, entonces aflojé los dedos y lo solté.
Sin poderme incorporar, me deslicé sobre la duela del clóset empujando zapatos. Al liberar la presión sobre las piernas, la sensación fue de hormigueo intenso, tan intenso que semejaba un calambre en la pantorrilla, pero tras el dolor comenzó el alivio.
Mi garganta también reclamaba una sed terrible, causada por la acumulación de fiebre, parálisis, miedo, ideación y quizá hasta de resaca.
Gateando despacio y  deslizando mi pecho casi sin ruido entré al baño para beber agua del grifo de la bañera.

*  *
Agotado por esa velada, moví con suavidad las sábanas para despertarla. Cuando la desperté Emma se espantó como si me desconociera, y en efecto, mi faz apenas era reconocible por las ojeras hundidas y una palidez extrema mezclada con mejillas sonrojadas por la fiebre.
Fue un breve instante de susto por la extrañeza y luego sonrió con coquetería. E insistió en preparar un desayuno para reponer mis fuerzas y como pago al mal trago de esa noche.
Ella se reía al acordarse del regreso sorpresivo del marido y para cambiar el tema platicaba sobre sus parientes lejanos.
Por un rato me olvidé de la fiebre y el cansancio que cedieron con el aire refrescante del amanecer. Únicamente le expliqué mis dolores físicos y cansancio por la espantosa noche en vela.
Hablé poco, ya casi estaba afónico; aunque negué y mentí enfáticamente haber tenido miedo del cazador. Ella fingió creerme, quizá para no avergonzarme más.
Para alejarme rápido le pretexté que debía acudir al trabajo ese mismo día.

* *
Ahí terminó la extraña jornada juvenil del director cinematográfico Constantino Bélar. Bastaría comentar que para la tarde aumentaron sus síntomas de enfermedad y era evidente un principio de bronquitis, pues no estaba acostumbrado a ese clima, ya que el invierno junto al Pacífico mexicano calienta más que el verano junto a los Grandes Lagos. Después, su organismo juvenil respondió rápidamente al tratamiento médico.

En los siguientes años, Bélar evitó con cautela a las mujeres casadas de aquel enorme y extraño país. La inocencia de la juventud había terminado y creció su anhelo por integrarse al cine; un deseo imperioso alimentado en ese oscuro clóset de Chicago.

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