Por Carlos Valdés Martín
Soltaba un susurro con amargura, balanceando una copa de champagne en la mano, mientras repetía: “Tengo el alma delicada de una dama y la cultura de un erudito renacentista encerrados en el feo cuerpo de un calvo cegatón…” Antes de dormirse, Focaul era implacable en sus opiniones y ese final lo repetía como un rezo de desesperación y amargura, que contrastaba con el sillón de finas plumas de ganso cubiertas con una piel de caimán importado. Una sala lujosa rodeada de una biblioteca impresionante, con libros selectos de cualquier época y sobre todos los temas. Y la estantería con libros no era un adorno, sino el signo patente de su erudición.
Esa noche había mezclado alcohol con un somnífero ligero para alejarse del insomnio y permitir que la fantasía fluyera con más rapidez. Al cerrar los ojos, su mente se convertía en un escenario del cinematográfico que se proyectaba en la zona decadente de un barrio de París, su ciudad tan amada y odiada. Él se miró sentado en la silla del sueño y, de inmediato, se abrió el compartimento secreto, desde donde surgieron pulseras que ataban sus muñecas con increíble fuerza para hacer imposible la huida. El sitio le era conocido y, al dormir, era un cliente frecuente de ese mismo cinematógrafo. Intentar huir le resultaba imposible, así que dedicaba el tiempo para observar con ojos bien abiertos y, en ocasiones, gritarle al cácaro (proyeccionista) cuando, por descuido, estaba repitiendo el mismo rollo fílmico.
La película proyectada comenzó sin anuncios ni créditos de producción. La visión empezó con un paneo aéreo por una calle cualquiera, con un letrero que apuntaba “Ningunaparte” y la luz del sol desaparecía con rapidez, mientras un viento gélido se escapaba desde la pantalla hasta la sala de cine, arrastrando hojas muertas. Focaul lamentó no haberse precavido con una frazada para la visita. La imagen da la vuelta y aparece una construcción sólida y sin adornos, un polígono gris que refleja a la penitenciaría citadina con un letrero enorme: “Toda la ciudad se convertirá en penitenciaría”.
—Es lo menos que se requiere para que la película no fracase en taquilla: torrentes de drama.
La imagen muestra un edificio sólido, lo bastante ancho para abarcar una cuadra grande, con una pequeña elevación donde fue levantado un panóptico central. Barrotes en las pocas ventanas hacia el exterior. En el fondo una música tétrica, con acordes típicos de los que anuncian un asesinato.
Los pocos transeúntes que pasean frente al edificio, como por brujería, se convierten en policías de estilo antiguo, con placas norteamericanas y un sombrerito. La puerta del presidio se abre sin requerir de golpes. La vista principal corresponde al protagonista, el propio Focaul ataviado con unos pantalones color caqui y una gruesa chamarra verde olivo. En la recepción una mujer, vestida de autoridad policial y con pechos notorios resaltados por un escote, lo saluda:
—Señor Focaul, su celda habitual lo espera.
—Me decepciona el Juez, ignorando mi condición de Loco atípico.
—Le satisfará la respuesta —la policía se parece a Eurídice, aunque sonríe mostrando colmillos de loba— cuando usted encierre a su millar de visitantes voluntarios. El encierro voluntario es lo que más aprecia esta Administración.
—Los camiones con mis estudiantes deben estar atrasados— se disculpa Focaul.
Dos policías lo conducen hacia el interior de la penitenciaría sin mediar palabras, pareciera que hay un entendimiento o hasta familiaridad. Mientras Focaul se adentra por pasillos cada vez más oscuros, los dos policías que le flanquean le ofrecen a coro:
—¿No quiere visitar el rincón de Inquisidor? Han traído una máquina de tortura y nos faltan usuarios, el último murió demasiado pronto.
—No estoy de humor, a menos que me lleven a la sala de los esclavos africanos o revivan al descuartizado Damiens. Las humillaciones en las plantaciones se terminaron, pero algo peor se les ocurrirá a los nuevos racistas. La sombría fiesta punitiva está extinguiéndose desde hace siglos, pero algunas brazas quedan de las viejas hogueras.
Llega un rápido rumor de bocinas y frenos chillando.
—Sus estudiantes llegando tarde —se lamenta un policía—, perderé mi día registrando tantos ingratos.
Los policías se apuran para conducir a Focaul hacia un barandal que domina la vista del patio interior. El patio es una explanada sin adornos, simple plancha de cemento y unos lamparones elevados para iluminar el sitio. Cientos de estudiantes universitarios entran en tropel, con caras de asombro y curiosidad, no están atemorizados, sino contentos de participar en una “experiencia existencial”. Cuando el tropel de estudiantes se detiene, Focaul se asoma al barandal para dirigirles frases de bienvenida:
—¡Hola! No se confundan, chicos ignorantes, sé que esperan los restos de la sombría fiesta punitiva, casi extinta. Como sea, su escuela es mucho peor que esta prisión. Ustedes entrarán voluntariamente, pero la escuela los disciplinará de maneras más sutiles y espantosas. Miren las celdas y saluden a los presos, sientan que sus vidas cómodas son las culpables de las desgracias de los otros, que ustedes son poca cosa y, si quieren redimirse, dejen que los hipnotice el voyerismo del panóptico.
Varios estudiantes se ríen entre incrédulos y nerviosos. Para efecto de aleccionarlos, de antemano, quedó preparado un truco: desde alguna lejana celda escapa un grito desgarrador. El grito es convincente, parece corresponder a un horrible castigo. Ese sonido corta el aire y cesan las risas.
Tras esa interrupción, Focaul se despide de la multitud agitando la mano la mano al aire. Cuando está en el pasillo se queja con los policías:
—Esto es demasiado repetitivo, hasta aburre. Cada año convencer a los estudiantes de que las cárceles significan un orden de signos más allá de las rejas y las piedras, que ahí está la esencia de la sociedad perversa y que ellos con su vida placentera son cómplices involuntarios del mal. Ante la mediocridad, extraño el manicomio.
Los policías platican entre ellos:
—Siento que este señor nos desprecia y se cree superior a nosotros.
—No me creo, lo soy. Ustedes son míseros achichincles del sistema carcelario.
—Eso no lo tolero ni un instante —levanta la voz un policía y grita—¡Cretino, profesor con ínfulas!
Lo toma por el cuello y lo jalonea con violencia. Esperaba que Focaul se atemorizara, pero él está demasiado contento con los maltratos, incluso le gustaría algo más físico.
Desde la torre superior surge un megáfono y el sonido lejano, de inmediato, paraliza la acción de los policías. El megáfono indica:
—Nuestro invitado especial y patrocinador más apreciado no debe sufrir ningún maltrato. Lo que interpreta la Administración es que hoy a él no le apetece nuestro menú exclusivo de celdas oscuras y rejas frías. Sí, dice el señor Focaul que hoy desea ingresar al Manicomio, entonces “manos a la obra”.
Los policías se contienen en su furor y pasan a una compostura amable, y el otro policía que arriba corriendo dice con tono gentil:
—De inmediato la ambulancia de la cárcel estará a su disposición. Lo conduciré un instante a antesala de los condenados a muerte donde se sirve wiski y bocadillos estilo “última cena”. Apresuran el paso por un pasillo en penumbras que cada vez más estrecho. De los altavoces salen notas musicales de un órgano estilo catedral.
Tras una puerta blanca hay un cuarto del mismo color y sin adorno, únicamente una mesa pequeña con botellas de alcohol, vasos, hieleras, mezcladores y recipientes donde guardan comida. En el sitio está un joven encadenado de las manos y pies, con un traje a rayas anaranjadas, con un letrero al pecho que indica “Condenado a muerte”.
—Puede divertirse, señor Focaul, platicando con el condenado mientras arriba la ambulancia por usted, no tardará. Así, que aproveche la privacidad.
—Deberías tener una cara de atemorizado —comienza su plática Focaul— que para ti no habrá cielo ni clemencia en el más allá. Tendrás un Infierno de tu tamaño. A los inocentes se les trata de otra manera, hay Inframundo y hasta Campos Elíseos, pero un criminal confeso… Te convendría apelar y aducir tu condición de emigrado, que hubo racismo, que tu proceso fue irregular. Aférrate a esta vida que no tendrás contento con otra.
El rostro del Condenado es hermoso a pesar de varias cicatrices en los pómulos y la frente, resultado de rudas peleas. El rosto está dominado por largas pestañas adornando sus ojos y unos labios sensuales conteniendo la boca. Un tanto sorprendido, el Condenado responde:
—Usted apesta a un policía vestido de civil, no tengo nada que confesar para aligerar mi condena.
—¡Quítate las lagañas de los ojos! Soy el alma delicada de una ninfa griega, que ha olido demasiado los aires fétidos en el Inframundo, mezclada con la cultura de un erudito y, por ahora, atrapada en el feo cuerpo de un calvo cegatón. En una pizca atinaste, que sí soy cómplice de los policías, pero no por voluntad, y no temas que no sirvo por asalariado al Departamento de Justicia. Te dije algo importante, que no entendiste y supongo que lo siguiente menos lo entenderás…
Irrumpe uno de los policías:
—Hubiera aprovechado tomando wiski, que ya llegó la ambulancia.
Focaul se desentiende del Condenado sin despedirse y sigue al policía.
A la puerta de la penitenciaría los espera un camión repartidor. Focaul se queja del mal servicio. El mismo policía que servirá de chofer se justifica:
—Usted, señor, afirma que todo es lo mismo, así que el camión de la fábrica se pondrá a la orden para llevarlo.
Focaul se sube al asiento del copiloto y el policía cambia su gorra usual por una de paisano en color gris y con visera.
En cuanto el camión da vuelta a la cuadra, encuentra un letrero grande que indica: “Fábrica de Muebles Metálicos Desesperanza”. Focaul hace una mueca por la ironía implícita, que caminando hubieran llegado antes.
El Gerente de la fábrica es un hombre corpulento, vestido con una gran bata gris, con manchas esparcidas: unas de grasa y otras de origen indefinido. Adentro de la fábrica se mira un galerón extenso con un techo muy alto. El sitio es casi oscuro, aunque hay unas cuantas lámparas, que por la altura no son suficientes para iluminar por completo ese sitio. Se alcanzan a distinguir máquinas voluminosas que están operando, con ruidos metálicos y sacan algunas chispas por cortes que hacen al metal. Varios obreros con trajes completos de color gris, están trabajando sobre sus máquinas sin prestar ninguna atención a los intrusos.
El Gerente es alto y delgado, por lo que Focaul lo debe mirar torciendo el cuello. La cabeza coronada por pelo negro, como levantado hacia el cielo, la piel de un moreno asoleado, el entorno de quijada cuadrada y una nariz aguileña dan la imagen de un carácter atlético. El Gerente sonríe y habla rápido, como intentando impresionar positivamente a su invitado:
—Le sorprenderá gratamente que, conforme a las más radícales de —levanta la mano grande, separa el índice y señala hacia su invitado— sus tesis, sí de sus tesis afamadas, hemos acercado la fábrica al manicomio. Ayer todavía parecían indiferentes como el esquimal y el hindú, sin embargo, ya estamos contiguos. En esta fábrica, la producción por la producción misma ha dejado de importar como antes, ahora estamos aceptando reclusos del Manicomio.
El Gerente toma una pausa, sonríe y suspira para subir más el tono de voz:
—Si logramos el éxito pronto todas las fábricas de renombre integrarán en su fuerza laboral a los mejores locos del país, y, viceversa, las fábricas eficientes mandarán a sus mejores trabajadores para guardarlos dentro del manicomio. Ese futuro, al alcance de la mano ¿no le parece una interpretación textual de sus mejores tesis?
—Lo que usted me dice son dislates disciplinarios… —un color encarnado se sube por los cachetes de Focaul— en pocas palabras… ¡Son tonterías! Lo suyo son simples tontería, exageraciones en caricatura. He dicho más bien que la empresa, la escuela y el hogar funcionan como manicomios y cárceles sin remedio, existe un reticulado de dispositivos que no entenderías…
—¿Eso qué tiene? —Interrumpe el Gerente— Todos aquí sabemos que la tesis se convierte en práctica, que cualquiera de las afirmaciones generales corresponde a alguna realidad. Dejar que la fábrica funcione productivamente y bajo el régimen tradicional terminará derrumbando sus tesis, a menos que hagamos productivo al manicomio y hagamos de la fábrica un psiquiátrico. El poner a trabajar a los presos ahora es una práctica tan común que no escandaliza a nadie, usted viene de la cárcel y no por eso levanto la voz y sacó a los fabricantes como Cristo a los mercaderes del Templo. Usted, míster Focaul, simplemente, le tiene miedo a sus consecuencias prácticas.
Focaul da un manotazo en una mesa metálica y siente un extraño placer que hormiguea en su palma. Cambia de humor al instante y responde con una sonrisa agradable:
—Me ofusqué, —continúa Focaul— entiendo que trata de sorprenderme con su amabilidad. Le aceptaría un sedante o alcohol fuerte, para seguir con su demostración. Supongo que seguirán más sorpresas agradables en esta quimera capitalista, camuflajeada como fábrica de muebles.
—Por algo lo admiro tanto, claro que adivinó. Esta fábrica de muebles metálicos, es una fuente constante de dolorosos accidentes. Aunque el Ministerio del Trabajo nos obliga a medidas de seguridad severas, los accidentes han sido inevitables, por lo que adquirimos una pequeña clínica anexa a la propia fábrica. Hoy no hubo accidentados, pero usted podría revisar el archivo de los siniestros casos, que guardamos evidencia fotográfica fiel de cada hecho de sangre que sucede.
—¿De todo? Quiero verlo.
Hacia el ala derecha hay un cuarto con iluminación intensa, dominado por una plancha metálica adecuada a hacer maniobras y contener las heridas. A lado sur con un escritorio pequeño y, al fondo sin iluminación, unos archiveros metálicos sin adornos.
Focaul pide que nadie lo moleste mientras curiosea dentro del archivo. Saca varios expedientes voluminosos que coloca en el escritorio. Entre esos expedientes encuentra con facilidad casos de cortadas, suturas, fracturas y hasta amputaciones. Con visible agrado revisa las pérdidas de miembros y las compara mentalmente con los archivos de la Inquisición y otros horrores, que ha estudiado con detenimiento. Recuerda el Inframundo y lejanas pláticas con perseguidos por los poderosos desde la antigüedad. Recuerda las fábricas hacinadas de familias miserables, donde se quedaba la familia entera a dormir en literas anexas y vertederos de sus excresencias. Piensa con ofuscamiento mientras bebe un vaso de wiski solo: “Con estas evidencias podría acusar al taylorismo de ser un anexo de la Inquisición en sus peores años. Habría que juntar más accidentes y demostrar que no ocurren por accidente sino por sistema. Con esto no son suficientes evidencias, pero ya es un comienzo…”
Después de un rato, Focaul se acuerda que su intención era ingresar en el manicomio y le habla al Gerente, quien se disculpa porque obedece órdenes distintas, para llevarlo al barrio donde viven sus trabajadores. Explica entusiasmado que la visita será ilustrativa, porque sus trabajadores debido a las “primas de riesgo laboral” se cuentan entre los mejor pagados de esa ciudad. Entonces Focaul se lamenta en silencio: “Deben estar muy aburguesados ¡Qué horror ver a gente normal y que parece feliz funcionando como engranaje de maquinarias ajenas! La gente que ama a sus hijos y parejas, encontrándose con sus amistades, estrenando electrodomésticos nuevos y dándose regalos mientras comparten comidas deliciosas.” En especial, Focaul odia los lugares donde hay música y suenan melodías embriagadoras que dejan fluir el alma mortal, como lo hacía Orfeo.
El Gerente lo condujo personalmente al barrio de los empleados. En el camino, Focaul pidió que visitaran la casa de alguno con un fuerte accidente laboral.
Al frente de las casas hay un prado recortado y unos pocos adoquines de cemento para acomodar a los automóviles sin dañar el césped. Casas sin rejas al frente, eran bloques familiares con techo a dos aguas y una chimenea de ladrillos, por si llegara a nevar. El interior se observaba iluminado y había adornos navideños, aunque a Focaul esa no le parecía una temporada navideña.
El vehículo se detuvo frente a una casa y, de inmediato, salió una cabeza de mujer que gritó con el tono más alegre que timbraba desde su garganta:
—Gerente Harold, de haber sabido, le hubiera aguardado con una cena deliciosa.
—No se preocupe, nuestro invitado comió en la prisión y bebió en la fábrica.
Al interior de la casa, Domiciano Pereira dormitaba sentado en un sillón, cubierto por una frazada. Era un obrero que había sufrido uno de los peores accidentes en esa fábrica: una estrepitosa caída, le había fracturado la columna. Sin remedio médico su movilidad era torpe y los dolores continuos. Para evitar los dolores estaba continuamente sedado y, bajo tal somnolencia, dormitaba poco animado para hacer nada. La incapacidad laboral se decretó como permanente y él estaba jubilado por ese motivo. Los acontecimientos de su desgracia eran recientes, así que lo seguían visitando sus compañeros. En cuanto despertó, Domiciano se mostró animado:
—Tengo esperanza de recuperarme, estoy viendo a un terapeuta maravilloso. Lo que más quiero es volver a cargar a mi niña más pequeña.
La esposa era veinte años más joven que el trabajador y se ocupaba de todas las atenciones domésticas, así como tareas de enfermería.
—No debería confiarse tanto —respondió Focaul sin meditarlo— a la esperanza sobre la medicina, ya ve que a veces no funciona.
—Lo llevo tres veces a la semana a la hidroterapia —apuró a responder la esposa— y está mejorando.
Focaul comprendió que su ánimo se defendía (con torpeza) ante ese optimismo de empleado lisiado y, de inmediato, suplicó que apagaran la música, pretextando que sufría otitis. La música le ocasionaba esa desconcentración molesta, producto de la nostalgia y del desamor.
Focaul guardó silencio mientras comenzaba una animada plática entre el Gerente, Domiciano y la esposa. Focaul intentó concentrarse en los recuerdos de la cárcel, imaginó el Pabellón de la Muerte más ominoso y lamentó que la decoración quedara en tonos tan neutrales, se quejó de la indiferencia del condenado a muerte ante su ejecución y deseó estar en un rato dentro del Manicomio. Perdió el hilo de la conversación, cuando se entretuvo pensando en cómo reaccionarían los locos sedados dentro del ambiente de la fábrica y, con el agravante, de máquinas peligrosas. ¿Surgiría un complejo anti-edípico entre los obreros-pacientes que obligara a esquivar peligros o los sentimientos de culpabilidad ocultos provocarían tragedias inesperadas? Estando tan absorto, Focaul no se dio cuenta que los anfitriones acordaron llevarlo a una Feria navideña. Durante unos minutos, la esposa subió a un cuarto del piso superior y, después, bajó con sus dos hijos, todavía somnolientos.
—Llevaremos a nuestro invitado a la Feria y ahí ustedes se portarán como niños grandes.
Focaul agradeció, bajo el supuesto de que, mientras menos resistencia opusiera, terminarían más rápido y el Gerente, finalmente, lo llevaría al Manicomio. La familia ya había preparado una silla de ruedas para sacar a Domiciano al paseo, cuando a Focaul se le ocurrió fingir un ataque de diarrea. Después de unos minutos en el baño, los niños se quejaban desesperados y la familia se adelantó hacia la feria. El Gerente se quedó a esperarlo y cuando, por fin, salió Focaul, le reclamó:
—Le dijeron que mi destino es hacia el Manicomio, siendo una persona de importancia académica, lo menos que merezco es no perder valioso tiempo con las fruslerías de las familias felices y aguantar las risas de los niños pequeños. ¡Le urjo a que me conduzca al Manicomio por el camino más recto que conozca!
El Gerente se sintió retado y respondió con un tono desafiante:
—¿Y si no lo hago?
—Cuando me dé la gana, entonces gritaré a los cuatro vientos que contratar a los auténticos locos para trabajar en fábricas es la iniciativa más estúpida que se haya imaginado y marcaré copia al Ministerio del Trabajo para que le cancelen los permisos a su fábrica.
—Pero si usted mismo ha dicho — el Gerente reviró intentando un razonamiento empático— que la sociedad disciplinaria se extiende desde la fábrica hasta el manicomio, que las escuelas y las cárceles están emparentados, que el hogar es el castillo del patriarcado…
—Usted desconoce mi alma sensible, cuando digo esas cosas no es por teoría, sino por un dolor nostálgico. Y no estoy de humor para debatir con estrellas cinematográficas que se creen demasiado su papel, así que lléveme de inmediato al Manicomio, de lo contrario sí que me va a conocer enojado. ¡Gerente de pacotilla!
El Gerente intentó contener el vendaval que se venía, así que dobló la cabeza y se dispuso a cumplir el gusto de Focaul, y hasta ofreció una disculpa por retrasarlo.
Después de esa discusión, Focaul sintió que le faltaba el aire. El síntoma podía indicar un ataque de asmático.
En el vehículo, Focaul abrió la ventanilla intentando tranquilizarse. Olfateó el aire procurando descubrir las briznas del sistema de alcantarillado. La opresión de los ríos internos con drenajes y miasma, a veces, contribuían a calmar su ansiedad; en especial, cuando imaginaba que las aguas negras llegan al Inframundo. Algo de la compañía del Gerente le estaba molestando más a Focaul y, al final descubrió el motivo: era un personaje demasiado amable, en exceso buscando lograr lo que se proponía y en agradar a los demás. Intentaba que sus obreros estuvieran a gusto, sin importarle que fueran alienados, en la fábrica no había signos de maltrato ni discriminación. Los accidentes con las máquinas, simplemente eran eso, situaciones accidentales. El poner una clínica para la atención inmediata, si bien agradó a Focaul por las minuciosas fotos y testimonio documental de las desgracias ajenas, terminaban en curación lo mejor posible. Y luego, por si fuera poco, el Gerente se ocupaba del obrero inválido y hasta de su familia entera, como si quisiera convertirse en el Hada Mágica de la Felicidad. El alma de Focaul estaba empalagada con tanta miel alrededor y no lo soportaba.
El edificio blanco, de tres pisos, contaba con un letrero que indicaba Hospital y una letra Psi al final. Se confundía con cualquier institución médica, a no ser que las ventanas estaban enrejadas con más profusión que en una clínica ordinaria.
En cuanto el vehículo se detuvo frente al portón del Manicomio, Focaul sintió que le faltaban las fuerzas. Al traspasar el umbral sitió fosfenos en la mirada y se desmayó.
La pantalla se oscureció, pero no dejó de transmitirse un tono ocre del viejo cine, avanzó un letrero que apuntaba “Segunda Parte”. Luego surgió una voz al fondo que comenzó a explicar: “En su manuscrito dejó una amplia confesión: no quiso regresar con Orfeo. El motivo de Eurídice era extraño, aunque no incomprensible. En el Inframundo descubrió un hogar a su medida justa, sin temor a ataques inesperados, sin la posibilidad de perder a su amado de nuevo, sin el sol abrazante del mediodía, sin la envidia de los vivos, sin la incertidumbre de inventarse una existencia… Ese Inframundo le resultaba sorprendentemente ordenado y previsible.”
La pantalla se llenó con un escenario en penumbras, pero con impresionantes edificaciones extendidas hacia todas las direcciones.
Continuó el relato en la voz melodiosa desde el fondo: “Era la lentitud de Hades y la mano dulce de Proserpina que había establecido las reglas y anulado los castigos. Ese Inframundo desconocía los castigos terribles que se rumoraban en la superficie.”
Se disipó la oscuridad y la cámara se acercó hacia las protagonistas, la reina Proserpina y la novicia Eurídice. Proserpina le había dado la bienvenida y le mostró las Celdas de la Estabilidad, formadas por miles de habitaciones discretas, con una luminosidad mínima que evitaba las turbaciones emocionales. Una especie de paz lánguida abarcaba el espacio de las pequeñas Celdas en esa región. Las puertas con barrotes no existían en esas Celdas desde que descubrieron que era eficaz el pudor de los muertos esquivando la mirada ajena. El Panóptico no es una cuadrícula para observar incansablemente, sino para esquivar de modo perpetuo las miradas desde las Torres del Recuerdo. ¿Para qué recordar lo anterior cuando ya no se quiere volver a la superficie? La mayoría permanece más tiempo en el Inframundo por propia voluntad y otros se arraigan ahí por el apego a una idea de la fatalidad. Una minoría sí asume que regresará a la superficie con ansiedad, aunque aguantan hasta cuando el Tiempo sea cumplido. La ansiedad por el regreso no implica una especie de Esperanza, sino una carga. En las Torres del Recuerdo se recluyen los Miron-dones, esos solitarios que no saben qué es el pudor y siguen con el hambre de saber por la mirada. El gesto intenso del mirar demasiado no es un don apreciado en Inframundo, al contrario, es lo más parecido a una especie de castigo, provocado por una sed de los ojos, que no llegaron tan hartos del Mundo superficial.
—Esas Torres del Recuerdo no son el mejor sitio aquí —dijo Proserpina—, levantan una luz triste, una especie de cadena que no nos permite la paz completa que merecemos los habitantes del Inframundo.
Eurídice les preguntó de qué se trataba esa presencia, pues los Miron-dones le causaban un malestar, tan parecido a la asfixia en la Tierra. Proserpina sonrió con una mueca triste pero dulce, que era la mejor cara que mostraba cuando platicaba.
—El diseño de los mundos es perfecto, pero difícil de comprender —continuó Proserpina— y nos desconciertan las razones que lo rigen. El equilibrio supondría que, así como las almas llegan al Inframundo, porque es un designio, entonces habría que marcar una ruta inmediata de salida. La extraña ventaja es que las almas que mueren se liberan de las reglas de Cronos. Aquí el tiempo no transcurre con la urgencia de la Tierra o el Mar. Aquí avanzamos con lentitud y no hay una fuerza necesaria que nos presione y obligue a salir, por más que hay excepciones.
Eurídice preguntó cuál era la mejor compañía en el Inframundo y la respuesta de Proserpina fue muy grata:
—Aquí están los mejores talentos del pasado, que se rehúsan a salir de las comodidades del Inframundo. Sin un cuerpo material que se enferme están más animados por su gimnasia mental y su gusto por compartir se ha multiplicado. Más allá de las Celdas de la Estabilidad, está un Foro público, donde se reúnen por largas temporadas, lo llamamos el Ágora de la Mente. Lo que nos falta de cuerpo mortal, aquí nos sobra de Mente. Y no creas que es un sitio tan concurrido, pues comprender sus razonamientos sería una proeza para el vulgo. Claro, quienes dominan afondo la Lógica y la Aritmética toman el sitio como su mejor espectáculo y no cambiarían ese ambiente por nada.
Eurídice había sido una estudiante destacada en la tierra, así que se animó y preguntó si ahí estarían Cadmo, Dédalo y Pitágoras.
—Hay muchos más talentos, —continuó Proserpina— que jamás has escuchado en tu existencia terrenal, y si admiras a esos personajes, además de departir con ellos, admirarás a muchos más.
Eurídice, después de agradecer a Proserpina sus atenciones, y, tanto para aliviar su herida nostálgica del amor perdido, como para entender las reglas del Inframundo se encaminó al Ágora de la Mente.
Con su sombra cubriendo al alma, Eurídice fingía caminar, avanzaba flotando con lentitud en la dirección de un bullicio de palabras, surgiendo más allá de las Celdas de la Estabilidad. Que todo el Inframundo resulta bastante oscuro, es una fama bien ganada, aunque la mirada acostumbrada, deja de desesperarse y los mínimos fulgores la van guiando.
Un millar de almas charlando casi al unísono sobre variados temas, se agrupaban en un enorme semicírculo, con especie de gradas labradas hacia la profundidad del suelo rocoso. Eurídice se sentó a prudente distancia para no interactuar, mientras se acostumbraba a ese bullicio.
—Estamos encerrados a despecho de nuestras virtudes originarias— discurría Pitágoras— y en este recinto resulta la evidencia que los seguidores, aunque se llamen pitagóricos, poco han comprendido de la doctrina secreta. Los que hoy se presumen de pitagóricos nada conocen del alma inmortal y se contentan con rumores. Me bastaría con que dominaran mejor la Aritmética y resulta que siguen con torpeza mental los cálculos.
Las imágenes comienzan a acelerarse a la velocidad de un torbellino. Eurídice está feliz de conocer sucesivamente a Pitágoras, Cadmo y Dédalo. En particular Dédalo le explica la satisfacción de crear laberintos gigantescos, donde la gente se pierda por su propio gusto.
—Te imaginas crear un Laberinto sin fin formado únicamente de palabras e ideas.
Eurídice lo imagina y lo sigue pensando después de que ha sido depositada en las Celdas de la Estabilidad. En la jornada siguiente ella visita las reuniones de Sócrates debatiendo con Protágoras y otros personajes. En las posteriores semanas ella encuentra a Platón. Un mes después conoce a Aristóteles y a Alejandro Magno.
La cámara se acelera, han sucedido muchas reuniones y descansos. Eurídice aprende a escribir en piedra sus pensamientos y se atreve a preguntar y luego a debatir con los más ilustres entre los muertos. La dulzura inteligente de las discusiones, siempre renovadas con nuevos visitantes cautivan y cultivan a Eurídice. La tranquilidad de las Celdas de la Estabilidad le calman las penas y se acostumbra a permanecer sin los inconvenientes del cuerpo, entonces rápidamente olvida los dolores del amor perdido.
A esas alturas Eurídice cree que no hay un lugar mejor para ella que ese Inframundo, donde encuentra a tantos sabios y la están aceptando como a una igual entre ellos.
Este Inframundo también sufre de sus sacudidas y revoluciones. Proserpina cita a Eurídice ante el trono de Hades, pues ha llegado una visita inesperada. Por una extraña clemencia de los dioses olímpicos, Orfeo ha bajado al inframundo y suplica que le permitan sacar a su amada junto con él. Eurídice se emociona al instante cuando lo mira tan espléndido y hermoso como en su día de bodas trágicas, sin embargo, a esas alturas ella ya no recuerda qué es exactamente el amor.
El rey Hades —un tanto intrigado ante una visita extraordinaria— le explica al divino Orfeo que las reglas son claras y que los muertos no resucitan a capricho de los maridos que lamentan una pérdida. El impetuoso Orfeo intentó su mejor elocuencia, ofreciendo un canto que sería un regalo para todo el Inframundo y quedaría como recuerdo indeleble entre todas las almas. Por compromiso de hospitalidad, los reyes aceptan que Orfeo entone una canción. La canción es sublime y arrolladora, expresa el corazón atravesado por la mayor pérdida imaginable, cuando el ser amado es arrebatado por un cruel destino, justo un momento antes de culminar los más amorosos anhelos. La canción entristece y provoca el llanto de los reyes y es acompañado por un coro de miles de las almas en el Inframundo. Cuando termina Proserpina, sin consultar a Hades, dicta sentencia, permitiéndole a Orfeo intentar lo imposible. Le da oportunidad para sacar a un alma mortal del Inframundo, completamente por fuera de los ciclos de muerte y resurrección establecidos por las ruedas del Destino.
Proserpina por lo bajo susurra a Hades que el reto no será consumado, porque ella conoce el sentir auténtico de Eurídice. Por su parte, la amada Eurídice está como pasmada. La felicidad eufórica que busca escapar de su corazón se ha evaporado, sustituida por un pasmo dulce que la paraliza.
Orfeo sin dudarlo se dispone a seguir las instrucciones de la reina Proserpina:
—La arrastrarás hacia el ascenso, bajo la condición de que jamás proferirás palabra ni voltearás a mirarla hacia atrás. Si fallas en esa condición, ella se desvanecerá de inmediato y permanecerá en el Inframundo, mientras que tú, Orfeo, tendrás vedada esta puerta.
El camino de ascenso hacia el mundo de los vivos, visto desde el trono de Proserpina y Hades, es largo y penoso. El ascenso es dificultado por duras rocas, que entorpecen cada paso ascendente. Lo que para la bajada es un deslizarse, en el ascender hay una fuerza que las lacera y bloquea el avance. En ese sinuoso camino, Eurídice va recuperando el sentido y su mente va despertando. Mira al amado perdido ya una vez y está convencida que ese desafío es imposible, por un motivo que Orfeo desconoce: a las tierras vivas regresaría un cuerpo bello, pero el antiguo corazón de Eurídice ya murió. Únicamente está el fantasma exterior, poco a poco, adquiriendo la vieja materia, pero el corazón es otro. Los juegos de las doncellas y las cosechas de trigo no le interesan, los amaneceres en las colinas griegas le son indiferentes y la belleza del rostro de Orfeo le resulta como una estrella lejana. En la tierra no hay un sitio adecuado para ese nuevo corazón y esa mente de Eurídice. Una vez arriba, ella tendría que huir de Orfeo y de su patria, para esconderse como anacoreta en una caverna de Tracia, con el único propósito de esperar la muerte. Salir al sol para posponer largos años el mismo destino, revelaba un absurdo abominable.
Las almas del Inframundo, conforme se aproximan a la frontera terrestre se van convirtiendo en cuerpos más sólidos. Los pasos se vuelven más torpes. A Eurídice le queda completamente claro que, si acepta regresar a la luz del sol, terminará abandonando a Orfeo y, por segunda vez, lo verá quedar destrozado por la tristeza. Eurídice comprende que debe romper ese pacto con su pasado.
Orfeo, con ilusión y alegría sin límites, siente que está a unos pasos de conquistar ese imposible. Por fin ha triunfado su amor y el Destino ha cedido por una vez, evitando los rigores fatales. La felicidad anticipada va nublando su comprensión y disipando la máxima concentración con la cual mantiene sujeta a Eurídice.
Ella se da cuenta de que ha llegado el momento de gritar y soltarse de esa mano varonil para siempre. Eurídice finge con astucia que ella ha tropezado, lo simula con rapidez de rayo, para que el amado evite esa culpa del fracaso y que eso agrave sus penas inevitables. Orfeo ofuscado no comprende que está sucediendo. El grito a sus espaldas y la mano de Eurídice que desaparece lo obligan a volver hacia atrás, rompiendo su promesa ante los reyes del Inframundo.
La fractura se ha consumado, el Inframundo ha impuesto su ley y destino implacables.
El divino músico, Orfeo, queda paralizado por el horror de su amada siendo arrastrada hacia abajo, como un chorro de viento que fuera dispersando las partículas materiales y convirtiera en humo gris su imagen. En un parpadeo, las puertas del Inframundo se cierran y expulsan a Orfeo, que se queda golpeando la roca con sus puños hasta desangrarse. Durante días y noches, prosigue gritando y golpeando con las manos la dura roca, hasta que cae sin sentido.
Focaul desde el asiento del cine está llorando sin notarlo, cuando el fatídico Orfeo se desmaya.
La vista de la cámara entra al Inframundo, de nuevo en una de la Celdas de la Estabilidad, donde Eurídice despierta sobresaltada y triste. La despierta la visita de Proserpina, quien le explica:
—La única manera lícita para que las almas regresen a la Tierra es mediante la ruta de las ruedas del Destino por los ciclos de muerte y resurrección. Pero el regreso no está sujeto al capricho de las almas ni siquiera de los reyes. Las personas demasiado inmaduras para soportar la tranquilidad que les ofrece este Inframundo están destinadas por la diosa Ananké a regresar. La fatalidad de las causas y los efectos empuja con el mismo aire invisible que te impidió salir. El camino real de salida atraviesa por las aguas del olvido, el Leteo. Por la interferencia de Orfeo, tu situación, querida, es un tanto anómala. Ya no eres capaz de olvidar del todo, las aguas no surtirán el efecto de volverte a la semilla sin memoria. Al renacer, querida Eurídice, sentirás la nostalgia por este reino donde estás tan contenta, sin embargo, tampoco pertenecerás por completo a este sitio.
—Me gustaría permanecer aquí para siempre, querida reina Proserpina.
—Eso de “siempre” es una palabra peligrosa, —Proserpina volvió a poner su sonrisa triste—ni siquiera Cronos la controla. Quiero adelantarte que serás requerida por el mundo de la superficie dentro de muchos siglos, cuando los saberes de Grecia habrán de renacer, convertidos en artes y cultura. Regresarás satisfecha con nosotros y habrá otro tiempo cuando las cárceles y los manicomios proliferen, como si estuvieran imitando nuestras casas y mansiones, sin entender nuestros motivos ni la tranquilidad de las almas que aquí se esparcen.
—¿Podré regresar —preguntó Eurídice, con sincero temor— o seré castigada con el destierro?
La diosa Proserpina estaba a punto de explicarle con detalle cómo sería su próximo regreso, cuando el rollo de la película se rompió.
En ese momento, Focaul se inquietó y sintió la incomodidad de su posición. El cuello y los brazos sobre la butaca le estaban sudando. Intentó gritarle al cácaro (proyector) y le salió una palabra apachurrada como un extraño graznido:
—¡Cáaro!
El Focaul terrenal se despertó en la madrugada con los efectos de la resaca. Sentía sudor en el cuello y la espalda, algo adolorido y con dolores de cabeza. Pensó en un analgésico. Sintió que el sueño se estaba desvaneciendo y quería apuntarlo para no olvidarlo. Otra vez había soñado que era un hombre aburrido que, atado en un cinematógrafo, miraba a otro hombre que era él mismo y que en la proyección una heroína lejana, era él, habitando en otros mundos, que le resultaban tan familiares y se repetían con tanto detalle que lo inquietaban muchísimo. El dolor de cabeza lo distrajo y vio que la luz de la cocina estaba encendida. Se levantó y, al incorporarse, se tropezó con un cable. Cayó de bruces en la alfombra. La cabeza, aunque llegó a una alfombra acolchonada, con el efecto previo de la cruda rebotó como un explosivo. Se lamentó del exceso combinado de la caída y las sustancias en el hígado. Se tocó la cabeza, pensó en lo último de esa noche antes de dormir: “Tengo el alma delicada de una dama y la cultura de un erudito renacentista encerrados en el feo cuerpo de un calvo cegatón…” y, luego de un suspiro, Focaul se incorporó suavemente.

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