Por
Carlos Valdés Martín
La
mayoría sí piensa, sí
Un buen día amanecimos
asombrados con la noticia de que existen más universitarios que campesinos. Sí,
más población en aulas que encorvando la espalda sobre los surcos. El suceso,
además de curioso era indoloro, debió de ser un tema escandaloso y feliz pero
no fue así. Pocos comentaristas expresaron su sorpresa pues el campo es origen
y hogar colectivos; cualquiera recuerda que de ahí provienen los nativos del
país y representantes de las tradiciones más puras. En cualquier confín sobran
los ejemplos, pues del rudo campo provenían los gauchos y su Martín Fierro; de las rancherías surgió
el charro y sus metamorfosis del cinematógrafo: Jorge Negrete y la pléyade de charros
cantando a la menor provocación. Desde los arados surgió la cosecha que
alimentó a los reinos y nutrió a las naciones. ¿Más universitarios que
campesinos? Ese resultado todavía no lo asimilamos, aunque los sociólogos suelen
mostrarnos la contundencia de tal correlación[1].
Transcurre el tiempo y
surge otra parábola semejante: el proletariado industrial está menguando en
favor del “sector terciario”, el sector donde se suman los servicios educativos
y financieros, junto con un abigarrado arcoíris de profesiones liberales y
situaciones donde “la mano no modifica la materia” para convertirla en
manufactura. Mientras Rusia se ufanaba de erigirse cual promesa de un modelo de
sociedad químicamente puro de (y para) los obreros industriales, al mismo
tiempo, la masa de trabajadores de
servicios en EUA rebasaba a sus obreros industriales[2].
Cabría descartar algún tipo de conspiración capitalista, pues la “ciudadela del
comunismo” y “patria del proletariado internacional”, también conocida por su
nombre de pila, Rusia, temblaba bajo los fríos rigores de la etapa estalinista.
Otra clase de comentaristas partisanos, quedó molesta por esa evidencia
contundente y opuesta a las previsiones de Marx; la evidencia estaba desmintiendo
una concentración creciente de proletarios, al contrario, mostraba su
dispersión y reducción[3].
A Hamlet le olía a
podrido el viejo reino de Dinamarca, luego para los marxistas más sagaces
también surgió un tufo extraño con tantas transformaciones en un sentido hipermoderno
y difícil de asimilar. Los herederos dogmáticos de Marx además habían previsto
un ocaso rápido de las clases medias (lo que sea que significaran) y un
hundimiento de las profesiones liberales (por autónomas, sin importar su
ideología). Los rojos y duros herederos se burlaron de las manos sin callos y
exigieron una capa callosa en cualquier mano humana para compartir la gloria de
los proletarios de verdad, de quienes fantaseaban serían los sujetos
revolucionarios que abrirían la liberación total y conducirían hacia un futuro
luminoso. Resultó que las manos sin
callos comenzaron a multiplicarse más, mientras las manos endurecidas se
van convirtiendo en minoría.
En fin, los no-obreros son
más que los obreros industriales y más que los campesinos, entonces la cantidad
de congitarios sí cuenta. Sin embargo, condenados por los ideólogos de vieja izquierda,
los congnitarios se abren campo a codazos discretos y por mero empuje de
producción[4].
Simplemente, ese grupo se vuelve numeroso y ocupa espacios, sin embargo,
pareciera carecer de identidad e ideología.
Miedo
a la idiotez
Algunas risas son la
expresión del miedo, según confirman los psicólogos[5]
y conforme este mundo depende más del saber, resulta más infamante descubrirse
ignorante. A medida que nuestra sociedad
se vuelve más científico-técnica, el temor a quedar en la idiotez crece y más
indispensable es reírse de esa situación. Los personajes idiotas de caricatura
y los tarados de comparsa se repiten en series de televisión y entretenimientos
populares. Esa risa brota inocente y fácil pues surge bien basada en creencias
y prácticas colectivas. La ignorancia se castiga y la educación se premia, lo
cual define un pacto social hacia lo mejor: un criterio apreciado entre
izquierdas y derechas, sin excepciones.
No critico la risa ni
propongo un remedio fácil para ese temor, anidado entre las partes oscuras de
la mente. Lo que viene a colación es una actitud colectiva que posee un fondo
tan importante como olvidado. Crecemos luchando por ser especialistas y cada
quien queda bien “dotado en lo suyo” pero algo torpe en las demás
especialidades. En cuanto metemos las narices en campos ajenos resultamos algo
o hasta muy idiotas; ese es el resultado natural de la “división del trabajo”. Durante el nacimiento de la economía política,
en el lejano siglo XVIII, Adam Smith llamó la atención positivamente sobre esa
especialización, de la cual brota la eficiencia del trabajo; sin embargo,
también genera esa unilateralidad y, hasta produce trastornos físicos y
mentales[6].
Reírse del idiota es un
ungüento para curar ese miedo al idiotismo; untando la pomada que alivia, pero
no cura, al contrario, mantiene ese temor a flor de piel. Incluso resulta
válido inventar al “idiota” cuando se reinterpreta al gobernante como un tonto
disfrazado, por ejemplo, el casi arquetípico del mandatario bobo: Bush mirando
al vacío y sosteniendo un libro volteado de cabeza mientras caen las Torres
Gemelas.
Niveles
de especialidad
Es justo elogiar la
capacidad de los aldeanos y antiguos para fabricar productos múltiples, cuando
los sencillos hogares centroeuropeos o norteamericanos fabricaban una cantidad
sorprendente de objetos con sus propias manos: construían viviendas, elaboraban
herramientas, tejían vestidos, procesaban alimentos, medicinas… Por su parte,
los pueblos indígenas también fueron laboriosos fabricantes de múltiples
enseres e instrumentos. Hacer una lista detallada de sus manufacturas caseras
resultaría interesante, pero nos desviaría del argumento principal que consiste
en observar con detenimiento nuestro presente, pues ahora casi todo lo
encontramos en el mercado y lo compramos: no criamos vacas ni las pastoreamos
en el campo; no las asistimos para parir sus becerros; no ordeñamos su leche ni
la cuajamos para convertirla en mantequilla, nata o queso; tampoco elaboramos
los recipientes para madurar esos quesos, etc.[7]
El complejo y eficiente sistema actual utiliza dinero para adquirir el queso de
un vendedor final y enlazar una larga cadena de producción especializada.
¿Por qué triunfan los
especialistas y abandonamos ese “hágalo-usted-mismo? Repito el argumento de los
economistas: por eficiencia, efectividad y eficacia superior del trabajo dividido.
Además, dividir el trabajo entre especialistas nos obliga más a coexistir,
incluso literalmente quedamos encimados en las megalópolis.
Como cualquier moneda
tiene dos caras y esta dichosa especialización eficiente, también apareja
dificultades y “dolores de cabeza”. El problema es que no somos duchos ni
doctos en una infinidad de materias… De ahí, ese temor generalizado a pasar
como idiotas; de ahí también los esfuerzos hasta patéticos por nunca parecerlo.
Hoy es común la queja de los médicos sobre pacientes que llegan tan informados
sobre su padecimiento que corrigen al especialista (y quizá cuentan con algo de
acierto). Tan digno de elogio es informarse sobre la enfermedad que uno padece,
como cuestionable el pretender que ya se sabe mucho más que doctores, quienes
estudian durante décadas.
Hasta
excesos de especialidad
Siguiendo con el ejemplo
de la salud, resulta comprensible que las personas no sepan cómo inyectarse,
pero sí imperdonable que sean incapaces de administrarse sus medicamentos por
no leer una sencilla receta. Por eso se requiere de un mínimo vital de no
especialización, lo cual también se llama un mínimo vital de cultura y educación
general. Ese mínimo de educación y cultura generales transita por la
lectura-escritura y matemáticas elementales. Incapacidad para leer las recetas
y los rótulos de medicamentos se convierte en un serio problema médico; el
doctor está para diagnosticar y recetar, pero no colocará en la boca del
paciente cada dosis. Por desgracia, en muchos sentidos, todos los ciudadanos somos enfermos incapaces de leer nuestras recetas,
en el sentido preciso de que estamos obligados por las leyes y normas, pero es
humanamente imposible—ni siquiera someramente— conocerlas todas[8].
Cuando entramos a un bosque desconocemos las leyes sobre protección de la
naturaleza; las cuales, por cierto, se incrementan cada año.
Acumulamos sapiencia
sobre nuestra profesión y aficiones, pero semejamos idiotas ante lo demás y su
enorme panorama. Por desgracia, las leyes suponen que todos debemos observar y
respetar las legislaciones, las cuales —por cierto— crecen a un ritmo
desorbitado. El simple aumento de leyes (eso que irónicamente los diputados han
llamado “productividad legislativa”) resulta amenazante para los habitantes y de
cualquier manera, con ese “océano” legal, los ciudadanos quedamos en
indefensión y bajo una condición frágil.
Desprotegidos
aunque con más derechos
Si bajo el término
proletariado se insertó del drama real de desprotección, al referirse a que
solamente poseían a su prole,
entonces las modernas sociedades sobre-especializadas ofrecen una semejanza enérgica.
Nadie permanece por entero a salvo en su nicho separado y está expuesto a leyes
o criminales, a ambientes deteriorados o fanáticos de la ecología, a su
ignorancia científica o al fanatismo religioso. Por más que la trama legal nos
ofrece un conjunto de garantías y nos sentimos aliviados por la multiplicación
de los derechos fundamentales, eso no obsta para que un simple error o efecto
involuntario (un daño a un tercero) se convierta en una pesadilla para
cualquiera de cualquier condición social, de lo cual ni los ricos y poderosos
se salvan.
La multiplicación de los
derechos y los pactos mundiales para proteger derechos son una tendencia digna
de elogio de la modernidad, pero las mayorías sienten que eso no se convierte
en realidad efectiva. Las nobles
declaraciones de derechos universales son vulneradas de distintas maneras,
por acción u omisión, pues el medioambiente genera violaciones de modo
constante. Esa contradicción de poseer muchos derechos y las dificultades para
materializarlos y la posibilidad de perderlos (por enfermedad, accidente,
pobreza, delitos…) genera una enorme tensión interna en nuestra cultura. Por un
lado, en potencia somos los más privilegiados de la historia, por otro no
aventajamos mucho a los salvajes de los tiempos remotos, quienes dormían
tranquilos sin preocuparse de la inflación o la declaración de impuestos, ni
por las diez mil leyes que transgredirían si hacen lo que les venga en gana.
Esa contradicción genera tensiones en nuestras expectativas, oscilando del
optimismo benevolente a un pesimismo casi paranoico. ¿Por qué son populares los
sitios de Internet con chismes enfermizos y paranoicos con conspiraciones
planetarias? En parte por ignorancia de los lectores, pero también motivado por
ese malestar de fondo: casi tenemos derecho a todo, pero nuestra realidad sigue
siendo avara y riesgosa.
Ni
idiota ni genio
Cuando alguno molesta cuestionándote
por idiota, en lugar de enojo convendría mejor sonreír y recordar que él es
otro especialista intentando mostrar superioridad y extraviado, con un pie
puesto sobre la casilla blanca y otro pie sobre la negra casilla del ajedrez.
En otras palabras él debe ser hasta brillante en su campo pero incapaz de
comprender lo que tú sabes hasta de más. Sencillo incomodarse por tales
opiniones infundadas, porque hay muchos puntos ciegos, regiones ignoradas,
áreas oscuras... Cuando alguien te elogie, mejor sonríele (a veces es indispensable
ese bálsamo) pero tampoco te confíes tanto. Además solamente quien soporta la
piedrita dentro de zapato sabe cuán poco pesa pero cuán vil molesta.
A veces, el mundo entero
es injusto pero parejo (no chipotudo)
y se reparte contra ti o contra el prójimo (y las noticias nos abruman con
desgracias para indignarse); otras veces, eres tan perfecto en tu arte que la
injusticia se enfila contra ti y solamente en esa dirección. A veces, sobran
opiniones tan buenas para corregir al planeta y en los días malos no surge ni
una palabra para opinar nada.
¿Veletas? Para nada, el
ánimo varía porque no somos ni idiotas ni genios...
Potenciales
del dilema
La contradicción entre un
potencial enorme (la acumulación con bases científico-técnicas en cualquier
ciudadano) y su frustración (la fragilidad y hasta acoso legal sobre él) genera
una tensión enorme[9].
La acumulación de fuerzas productivas elevadas adquiere siempre un tono
grandioso, su frustración nos presenta su matiz rebelde y hasta revolucionario.
Sin embargo, es importante reconocer lo engañoso que ha sido el término
“revolucionario” en el pasado, provocando embellecimientos casi románticos
sobre el efecto de resorte (esa revolución-drama en un único acto que toma el
cielo por asalto y fantasea con la esfera celestial).
Siendo toda sociedad una
construcción humana, entonces cada participación (vértice constante de lo
individual y colectivo) la transforma, casi por regla en medida modesta. Ese
potencial de transformación al multiplicarse
se denomina revolucionario con precisión. Cuando se unifican y entretejen los
campos de trabajo, pensamiento y sentimiento nuestra realidad cambia, pues
desde ahí también surge nuestra vida.
Sin embargo, ese
potencial de cambio social no es arbitrario, cual fue malentendido por los
pigmeos del marxismo en el siglo XX; el potencial revolucionario está sometido
a diversas legalidades históricas que han sido difíciles de interpretar. El
legado del propio Marx se malinterpretó para hundirse en el simplismo de una
idolatría del Estado, y la frustración de una dictadura mal llamada “del
proletariado”. El gran error ha sido (por también simplificar) concentrar el
poder económico-político-comunicacional-pensante en un único aparato de Estado
posrevolucionario, que por fuerza se convierte en el Príncipe de Maquiavelo, destruyendo las intenciones de los
revolucionarios rojos de los siglos XIX, XX y seguimos contando.
Rutas
de salida
Varios autores
inteligentes buscan desunificar el pensamiento, como si esto previniera contra las
integraciones totalitarias de las fuerzas revolucionarias. Por fortuna, la
clase emergente ya se evidencia que no es una pléyade de manos crispadas
—empuñando rudos marros y pesadas llaves de tuercas—, sino seres más pensantes.
La naturaleza misma de los cognitarios inconformes está madurando y, suponemos,
prevendrá contra las integraciones totalitarias. Para Stalin era más sencillo
mandar a callar millones de obreros y recluirlos en las frías fábricas
industriales; pero hoy los candidatos a dictador se encuentran en más
dificultades para aislar a las masas de cognitarios, cuando en lugar de
separarse ellos se alían mediante las redes sociales. En la economía de ahora
es indispensable agregar conocimiento al trabajo, lo cual forja una base
extraordinariamente sagaz. Esto anuncia un potencial de cambio social en extremo
elevado, al mismo tiempo que el puro avance tecnológico ya implica una
“revolución permanente” en las bases materiales de la sociedad. El error teórico
es reducir el potencial de cambio en un “evento único” de revolución; el error
de fondo es unificar la Revolución con mayúsculas, cuando la historia milenaria
muestra otro mecanismo[10].
El cambio de la tribu a las ciudades estados, el paso de los agricultores a los
Estados imperiales y del feudalismo al capitalismo siempre surgió entre los
poros de las viejas sociedades[11].
Siempre, la irrupción de nuevos sistemas sociales brota desde abajo y molecular,
tal como el mismo capitalismo fue superando al feudalismo, primero cambió la
estructura y luego cayó el castillo de naipes de la aristocracia.
En ese sentido varios
pensadores actuales poseen un grado de acierto en el rompecabezas futurista,
pero les falta agregar eslabones fuertes: identidad y estrategia[12].
Al nuevo protagonista contestatario le falta una identificación más clara de su
colectividad, no sabe bien hacia dónde ir y carece de una estrategia definida[13].
La tarea del cognitariado (si es que decide aceptarla) es alterar las bases del
gran juego social conforme a la construcción de una sociedad del conocimiento. En cuanto comenzamos a utilizar nuevas
palabras para describir al sujeto colectivo (indignados, altermundistas, etc.)
la identidad colectiva comienza su reconstrucción. En cuanto se habla de una
“sociedad del conocimiento” y de una “democracia avanzada” se empieza a
perfilar un rumbo diferente, fuera del fracasado socialismo real o totalitario.
En cuanto se amplía la participación y movilización ciudadana junto con redes
sociales, empleando los espacios legales y las oportunidades de la democracia,
entonces se perfila una estrategia más acorde al carácter propio del
cognitariado.
NOTAS:
[1]
La condición posmoderna, LYOTARD,
Francoise.
[2]
La tercera ola, TOFFLER, Alvin.
[3]
Para Marx la concentración y crecimiento numérico del proletariado estaba fundamentando
y empujando hacia la transformación comunista, Cf. Manifiesto
comunista, MARX, Karl.
[4]
El mismo concepto de “producción” va cambiando por efecto del éxito de la
producción masiva industrial, donde la eficiencia devalúa los productos; en
cambio, el sector servicios se incrementa. TOFFLER, Alvin, El cambio del poder.
[5]
FREUD, Sigmund, El chiste y su relación
con el inconsciente.
[6]
SMITH, Adam, La riqueza de las naciones.
[7]
Tratado de economía marxista, MANDEL,
Ernest.
[8]
Estado, poder y socialismo. POULANTZAS.
A cien años del Manifiesto Comunista,
VERAZA.
[9]
Diferencia de la filosofía de la
naturaleza en Demócrito y Epicuro, Marx
[10]
El triunfo del bolchevismo no fue la llegada de un sistema social superior
madurada desde el clímax de las fuerzas productivas, sino un paréntesis dentro
de la mismo tecno-estructura y un sistema híbrido. Cfr. MARCUSE, Herbert, El marxismo soviético.
[11]
ANDERSON, Perry, Transiciones de la
Antigüedad al Feudalismo.
[12]
En parte recuperando la obra de Foucault (contra el poder) y Deleuze (por el
rizoma) desarrollan interesantes conceptos divergentes, frente a lo instituido
y sus identidades. Aunque los esfuerzos des-totalizadores también conllevan al
repliegue teórico y encajonarse en movimientos de protesta especializados:
feminismo, liberación LGTB, ecología, indigenismo, etc.
[13]
Este optimismo no implica que las tendencias cognitarias no se dividan también
entre sus tendencias hacia una mejor adaptación al stablisment y los
rupturisas, como se confrontó el marxismo del siglo XX entre socialdemócratas y
comunistas de diversos matices.
1 comentario:
más bien lo primero, Bolsonaro mediante. Que no son ni genios ni revolucionarios, qué duda cabe.
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