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miércoles, 4 de febrero de 2015

SU PIEL DE MEGALÓPOLIS






Por Carlos Valdés Martín


Una joven de pelo largo se agita al borde de una cornisa y mueve la cabeza nerviosamente, mientras sus manos aferran la barandilla; más allá  de sus dedos se abre el precipicio de este rascacielos y la enorme ciudad. Aquí hay un mirador turístico, varios paseantes volteamos sobre la azotea de esa torre altísima: cambio desde curiosidad hasta alarma. Ella gime y amenaza por un instante, las miradas se clavan azoradas en su figura descompuesta y nerviosa; varios nos aproximamos dispuestos al auxilio y temerosos de que cometa la locura de Ofelia. Muchos compartimos este techo sobre el rascacielos en visita turística, pues acudimos para admirar el lienzo multicolor de la megalópolis. Las miradas y pasos se acercan titubeando; todos sorprendidos por el incidente y ninguno preparado para intervenir rápido; el acercamiento colectivo avanza perplejo y con voces que articulan la negación elemental: “No”. En ese lapso se adelanta un joven moreno que declara en voz alta: “Somos novios”. A coro suspiramos con alivio cuando él la toma de la muñeca con firmeza, previniendo esa insensatez. Al separarse despacio de la cornisa —orilla con precipicio incluido—, ella objeta con palabras entrecortadas: “Ni creas, ya no somos…” Luego las dos figuras juveniles quedan unidas por un abrazo; la tensión disminuye y alrededor se despliega un coro de sonrisas aliviadas que instantáneamente devuelve a los visitantes en el normal estado de indiferencia. Un segundo después, la situación parece inocua pero en la mirada del chico atisbo una chispa de malasangre. Él la abraza por el omóplato de manera imperiosa y la jala hacia la única salida de ese último piso. No quiero perderlos de vista, sigo el mismo rumbo, pero finjo indiferencia.
Escalado el último piso y al acercarte al mirador la vista sobrevuela ese enorme lienzo de energías despiertas y hormigueros urbanos; desde tal altura, los techos convertidos en hojas de confeti le cantan al gregarismo. A lo lejos las montañas duermen sus siglos acumulados y se deleitan con tanta vitalidad a la distancia. Le sonrío al edificio que sostiene mis pies: esa estatura es sobrehumana. Hacia abajo ya es imposible distinguir figuras de individuos, incluso los vehículos son puntitos bruñidos y febriles. Los colores del tapete urbano se sobreponen y agitan; pequeñas pinceladas móviles se montan y mezclan en su tapiz multicolor. Borbotones de aire acarician los cristales del inmueble, los aires musitan un discreto gemido cuando acarician la extensión de los vidrios planos. Ante el canto —suave y casi inaudible— de aire bajando desde las nubes una sensación de superioridad seduce, aunque también provoca rechazo y hasta incomoda. Siento que es casi imposible habitar entre tantas nubes cargadas, —ora de tormenta, ora de placidez—; claro, habitar entre nubes premia a los ángeles y enerva a los demonios embozados. Entre los cristales platinados de este edificio se esconde un laberinto de pasillos, separando y conectando oficinas o departamentos; ahí, cabría la convivencia entre ángeles, demonios y, todas las demás criaturas mezcladas con cualquier elemento.
No es oportuno reflexionar; además a mis espaldas escucho que ha terminado la visita, un guía de turistas indica que es momento para descender a ras de piso; él para cobrar su emolumento metálico y los curiosos para recuperar la altitud cotidiana.
El descenso, rodeado por las paredes bruñidas del ascensor eléctrico, avanza rápido y encajonado. Dentro de ese cubo ascensor, tanta cercanía incomoda a la mayoría, los siete prójimos que acompañan el descenso permanecen callados y mirando cabizbajos o hacia los lados. Como suspirando se detiene el ascensor y besa el suelo bajo el rascacielos —ósculo en sentido figurado, claro, cual Colón acariciando tierra firme. Con desgana dejamos esa maravilla levantada por ingenieros y arquitectos, quienes domaron el suelo fangoso de esta megalópolis centenaria.  
Piso afuera; el aire hincha mi nariz y pruebo su gusto: ligeramente poluto por miles de automotores. Estoy intranquilo pues en el ascensor observé a la “pareja”; lo hice de reojo, pero a plena conciencia, recorriendo a mínima distancia su fisonomía y adivinando su ánimo, hasta las secretas intenciones. Descarto que ahora sean novios, el vínculo no destila amor, aunque sí sus cuerpos —en el íntimo sentido bíblico de la palabra— se conocieron; bajo ese evento descifré un presente donde hay una tensión continua, bajo el abrazo de él colgando sobre el hombro de ella. Mientas bajaba el ascensor ella escurría resignación en su mirada clavada al suelo y el rastro de una lágrima secándose en el costado de su nariz. El observador descuidado supondría que son novios después de una pelea o amigos con derechos transitando por la etapa de conflictos. Percibo algo adicional e inquietante bajo el amago de ese suicidio y no logro precisarlo todavía.
Después de la primera curiosidad, en mi interior se ha despertado la caballerosidad de quien desea evitar un desastre anunciado, sin embargo, el requisito básico para intervenir es acercarse sin despertar sospechas. El gesto suicida de la chica fue fugaz, pero —supongo por una aguda observación— su motivo no quedó remediado. No los perderé en el camino (me muerdo los labios en señal de resolución inusual), pero afuera la ciudad es un tumulto de cuerpos agitados e indiferentes. Los vehículos amenazan con empujar a los peatones y desde la distancia rebotan ecos de claxonazos. Memorizo su aspecto mientras se alejan: la chica con vestido amarillo y manchas anunciando mariposas y flores con la primavera depositada en estampados; él forrado de gris, una chamarra felpuda con capucha, pantalones borrosos y tenis.
Es fácil distinguir el revoloteo del vestido amarillo a la distancia; además, en el cubo ascensor escuché que él definía su siguiente parada en la Catedral Metropolitana. No dan el estilo de personas religiosas, aunque no es extraño que indique ese sitio, pues en el corazón geográfico de la capital hay miles de tiendas, oficinas y hasta palacios. La curiosidad e inquietud rondan en mi mente. ¿Para qué van allá?
La sombra del enorme inmueble no pesa: deberían gravitar las sombras de esas moles enormes y no es así. El aire es ligero, flota sobre la indiferencia de los paseantes. La pareja se detiene y en voz alta ella repite con fastidio: “A las 6 en Catedral Metropolitana”. El itinerario se confirma, ya no es indispensable seguirlos paso a paso, sino acudir hasta esas coordenadas y adelantar —con buena fortuna— el próximo episodio.
Uso la mano como visera para mirar al cielo, donde un dardo del sol ciega un instante mis ojos. Estimo la altura tremenda desde la cual se habría precipitado la chica —si hubiera cumplido su amenaza—; siento el golpe duro en la acera tras un descender imaginario y encojo los hombros al suponer ese instante del porrazo. Mientras mi mente ronda la tristeza de esa caída imaginaria, el muchacho —gris e indiferente— levanta la mano para pedir un taxi y alejarse con la doncella del vestido amarillo.
Apunto la placa del taxi en el dorso de mi mano y, un instante después, concluyo que es una precaución innecesaria. Reflexiono sobre los panoramas enormes y cómo se ha erigido esta enorme capital: rodeada de montañas, tiñéndose a capas de construcciones, desde épocas inmemoriales, primero habitada por nómadas y, poco a poco, atesorada por los indígenas, que la apreciaron cual paraíso terrestre, mientras la coloreaban con sus propias pirámides. Después sucesiones de Conquista y urbanización armaron en tapete grandioso, que se pierde a lo lejos, hacia cualquier dirección, y únicamente recobramos el sentido de su extensión cuando miramos desde un rascacielos o por la ventanilla de un avión.
Disfrutar el viaje es una buena recomendación cuando se juega al perseguidor y sirve para semejar un turista distraído. El sol de mediodía se escurre espléndido sobre la ciudad, ninguna sombra de nubes ni vientos incomodando, a lo más nimbos blancos y brisas refrescantes.
Muevo los pies para alejarme y miro el reloj para calcular las horas faltantes; por azar indica la manecilla exacta del mediodía. Reza una leyenda que a mediodía y a medianoche el tiempo se detiene sin que lo sepamos y Dios se apiada por los desajustes del Universo, entonces trascurre una eternidad mientras legiones de querubines y espíritus arreglan cualquier átomo “de-sincronizado”. Transcurrida esa eternidad de afinaciones los mortales regresamos a nuestros afanes, entonces ignorantes de que cargamos a cuestas una vejez adicional. El prodigio acontece dos veces cada día, una bajo el sol más deslumbrante y otra bajo el manto estrellado. Alguna vez un instante antes del mediodía he tenido la sensación de agonía y al minuto siguiente la existencia transcurre sin tropiezos. Esta vez sucedió diferente, el cronómetro celeste debió paralizarse durante el asomo de aquella joven hacia el precipicio. Mientras corre el segundero, me siento renovado y esta plenitud del Sol en el cenit obliga a una misión que entusiasma mis ímpetus.
Veo alejarse al taxi con la pareja y dejo que los pies se extravíen entre la zona moderna de la ciudad. Las calles se abren con trazos tranquilos, invitándome a adentrarme sin rumbo. Cada cuadra chispea por los detalles coloridos en las casas; las paredes saltan desde los ocres y pasteles hasta las renovaciones primaverales. Alrededor del rascacielos este barrio escurre cierta bonanza; bien dice el refrán que “el amor y el dinero no se ocultan”, en efecto, jamás se esconden. Ando en zigzag para empaparme con esa geometría del bienestar clasemediero, ojeando los barnices de puertas y zaguanes rectangulares recién pintados o redecorados, también respirando el olor discreto a prados recortados y flores primaverales. Un perrito tras un balcón ladra para saludar a cualesquiera extraños; sonrío ante la metamorfosis: el cariño de los dueños convertido en ladridos del animalito. Las cocheras nunca fallan en ese barrio, indican al príncipe tecnológico y enllantado de la modernidad, esa apoteosis de transportación que ha acompañado a los vecinos acomodados. Las miradas se disuelven entre la abundancia real y pretendida; lo bien podado del césped canta sobre una naturaleza bajo control, diríase que natura se volvió pacífica y hasta maternal. Las escenas que desfilan encajan unas en otras con suavidad y sus fotografías compiten bajo nuestra mirada para que alguna sobreviva a la fugacidad del instante. Cada foto del suburbio acomodado transpira tranquilidad, bienestar y hasta benevolencia… sin peligros ni molestias. Un relajamiento interior se expande mientras paseo y olvido cualquier preocupación. Avanzan los minutos, al rato tanta perfección y sosiego terminan por empalagar, cuando hasta la boca saliva a dulce y pasmo; por eso se debe despertar de ese ensueño de tranquilidad y aprovechar mejor el día… mientras perfecciono el plan para aproximarme a esa pareja citada en la Catedral.
Un amigo debe devolverme un pequeño libro; él habita en el barrio marginal y empobrecido del Ajusco; en los linderos de una barranca sucia y descuidada, poblada con viviendas improvisadas y de precaristas. Sacudo las manos para conjurar el letargo y placidez del suburbio enriquecido. Cuando queda decidido el rumbo me comparo con alpinista, porque el Ajusco es una montaña oscura que rodea al gran Valle. Martín Luis Guzmán indicó que ese cerro representaba al perfil más masculino y ancestral vigilando al Valle; en sí, es masculinidad oscura cual mosto acumulado de la llamada raza de bronce; estirpe dispuesta a los combates y a rescatar su corazón de obsidiana. Pasar desde la placidez suburbana de las colonias acomodadas para encaramarse en los barrios marginales pero más altos sobre la urbe, exige alinear el ánimo completo, transitar con rapidez desde la comodidad hasta la fatiga. Cuenta la leyenda que entre las barrancas alta y frías se disimuló otra tribu legendaria, los incas escapando de Pizarro y su súbita conquista; en nuestro caso, el núcleo duro y combativo de los aztecas derrotados también se metamorfoseó para pervivir en cualquier rincón de la geografía del país. Resulta convincente suponer que los exponentes duros y rudos de las tribus pretéritas se ocultaron entre las serranías y zonas agrestes, según cuentan los lacandones justipreciados por heredar la estirpe maya; aunque ellos lo hicieron mimetizados bajo las ceibas frondosas y atisbando al furtivo venado de la selva.
Antes de seguir el relato de ese curioso día, resulta justo presentarme en breves rasgos. Soy un solitario, efecto de una suma de abandonos —de niño a adulto—, por lo tanto disfruto (o sufro) de empatía hacia quienes son desgraciados o, simplemente, supongo padecen de una manera distinta a la mía. La trágica muerte simultánea de mi madre y la única hermana en un accidente carretero, me arrancó las miradas más tiernas que recuerdo. Los ojos como soles de mi madre se repetían en los de mi hermana, así que aún sueño con cuatro luceros imposibles. Pronto mi padre se sumió en depresión y abandonó el país, ocultándose como emigrante mojado al Norte de la frontera, y él nunca se volvió a acordar que dejaba un hijo atrás. La tía con la que crecí era tranquila y devota, sin malicia para comprender las entretelas mentales de un adolescente bajo su cargo. Aún fuerte en lo físico y favorecido por un golpe de fortuna, cuando una dependencia burocrática me designó una pensión por orfandad. El Estado —lejano e indiferente— deposita dinero anónimo y con puntualidad, aunque en vez de feliz fortuna, también cabría argumentar una desgracia. Desde hace años reinvento mi vocación para justificar mi existencia y elaborar una hoja de ruta personal, sin que haya logrado concluir qué pretendo con esta vida.
Tales indefiniciones personales, aliadas a las reacciones individualistas (abandonar antes de ser abandonado, ofender antes de ser ofendido) provocaron que perdiera al único amorío que tuve. Ahora padezco un corazón equívoco; desde que la perdí, hasta el interés por los encuentros episódicos se desvanecía. Sin embargo, eso tampoco es la ruina completa; ante la sequía de Cupido, una intensidad y creciente curiosidad por este ambiente han servido para colmar los días vacíos. Durante los últimos tres meses predominó un ánimo misántropo que terminaba espantándome y, entonces, para corregirme enfilaba hacia los “baños de pueblo” con la imperiosa exigencia de aproximarme hacia nuestros semejantes. Recientemente, descuidaba a las amistades y quedaba absorto con los desconocidos, pero no debo desviar el tema esencial. Para concluir con esta mínima presentación, aclararé que ahora me siento investigador de todo y responsable de nada. Si falleciera hoy nadie lamentaría más de diez minutos que hay un hueco, con una simple excepción: creo que la propia megalópolis me extrañaría un poco y hasta detendría su agitado curso durante un momento, — con más exactitud, la ciudad se lamentaría por un instante mientras reordena su caótica relojería.
El cambio de rumbo estaba decidido: hacia una colonia marginal del Ajusco. Camino, el sol sigue cayendo a plomo y su efecto continuo termina agobiando al mediodía. A manera de gesto de purificación, coloco las manos en una fuente pública y refresco mi frente con gotas escurriendo de los dedos. Hago una llamada y confirmo cita con destino hacia las faldas del cerro, en el barrio bravo que desde su elevación vigila a la urbe. Me embarco en el transporte público y nada interesante sucede mientras cubro los kilómetros de distancia, así que caigo en somnolencia; también vale la explicación contraria, ya que dormito luego nada interesante sucede alrededor. En el camino recuerdo la estampa de la chica pro suicida: su vestido amarillo, de mangas anchas a medio brazo y falda a media pierna; decorada con manchones amarillos, sobrepuestos, símiles con alas de mariposa. Figura esbelta que no pasa desapercibida, facciones regulares y agradables, pero ningún detalle para subrayar. En cambio, su impresión general merece elogio y no faltará quien quiera enamorarse; su figura, recuerda una contextura promedio, mezcla exacta de las razas que poblaron este Valle desde hace siglos con tonos de bronces y aires aguerridos. El aura tensa e intensa de flor abriéndose a la vida la hace muy interesante, pero bastaría despojarla de ese brillo etéreo y cambiarle la ropa para confundirla con otro medio millón de jóvenes despertando a la existencia. Si a ella sería fácil disfrazarla, qué decir del supuesto novio, el cual ni siquiera vestía nada para distinguirlo, lo describiría como la personalidad todavía en el molde: la plastilina de la existencia postadolescente sometida a los apetitos e inquietudes de la modernidad. A ambos los miré de cerca en el elevador, así que debo detallar la forma y el color de ojos café en ambos y un pequeño lunar en la barbilla: esos detalles son idénticos. Me inquieta sospechar que sean hermanos, cuando él declaró “Somos novios”.   
Arribo al sitio convenido, donde huelo el aire atrapando polvo y fritangas, bullicio de marchantes y vecinos que aprovechan su asueto para conseguir víveres, curiosear por el barrio u ofrecer comidas preparadas. Algunas caras desconfían de fuereños; muchos conservan un claro sentido de pertenencia; los de ahí distinguiéndose contra los de afuera; observo gestos recelosos mas no hostiles. En compensación el aire traslúcido muestra más nubes blancas con aves flotando en la lejanía y me alegra ese curioso espectáculo: dos águilas deslizándose entre las nubes, jugando y flotando como si abajo no existiera una extensión enorme de concreto y personas tan hostiles a la existencia silvestre. Esa presencia de águilas confirma que los bosques no están lejos, el camino sube tanto por la ladera montañosa que los grandes conjuntos de pinos están a una mínima distancia. Este es un suburbio con mitad final de calles asfaltadas y mitad veredas entre bosques.
Desde donde he bajado del camión la distancia hasta la cita es corta. Apresuro el paso y pronto me planto ante el portal sonando con tres golpes usuales —modo de reconocimiento habitual para amistades cercanas. La cordialidad obliga a omitir una descripción sobre la humildad de ese sitio, donde en la mínima salita comienzan a aparecer más parientes e invitados. De uno en uno van entrando una docena de personas sonrientes y amigables hasta la saciedad; me levanto repetidas veces para saludar de mano-abrazo-beso. Cada uno sonríe y se queja; el lamentarse es parte del código de bienvenida e identidad: uno se queja del gobierno, otro lamenta la mala situación económica o se disculpa por su precaria salud. Los jóvenes permanecen más silenciosos, las mujeres mayores entran a una diminuta cocina, desde donde escapa olor a tortillas calentándose. Además de la plática común al fondo suena la televisión y radio,  mezclándose ruidos y palabras en una ensalada sabrosa de frases y sonidos. Al amigo, de nombre Marcial, le comento que debo retirarme pronto y hace una mueca:
—No, te irás sin antes probar el platillo de nuestra comadre.
Por costumbre nacional agasajan a los visitantes, sin importar que la casa sea modesta; incluso, mientras más humildes, más espléndidos. Explica una señora que prepara un mole con pollo y sería grosero irme sin probarlo; entonces meneo la cabeza con resignación fingida, pienso: “Estrictamente, este es un día de descanso; la localización de la pareja desconocida contiene una cita determinada y lo importante es idear el plan de aproximación con calma.” El mole huele delicioso y agradezco ese platillo que se remonta a siglos lejanos. El mole reúne al caleidoscopio de los sabores, la mezcla más completa de especias con chiles y chocolates, unión de los extremos que sorprende a quienes lo deleitan por primera vez.
El amigo es maestro de secundaria, con aspecto eternamente jovial y pleno de ánimo para las discusiones. Le presté un ejemplar antiguo de la Visión de Anáhuac; él ya poseía una edición moderna, pero deseaba fotocopiar una antigua, porque receló sobre modificaciones indebidas.
—¿Y los alumnos de educación secundaria sí entienden bien ese libro? Contiene pasajes difíciles, largas citas en español antiguo y la recitación de poemas en náhuatl.
Explica que ni él lo entendería por completo en una primera lectura, el reto de un texto difícil es útil obligar a los alumnos para buscar palabras que no son de simple consulta en computadora, que ellos no se contenten con nociones de una pantalla de plata. En compensación, captan imágenes de esplendor y lejanía, con los ojos de Moctezuma miran los palacios y los zoológicos de ese siglo; son más capaces de maravillarse que los adultos y personificar en la ficción a conquistadores y conquistados.
Nos enredamos en una plática sobre los dos tipos de agua en el antiguo Lago de Texcoco que rodeaba la capital azteca: entre la salitrosa y la salobre. Los más fervientes admiradores del pasado —como Marcial— suponen que fue destilada artificialmente mediante un dique, obra cumbre de la ingeniería prehispánica; los escépticos suponen un relato novelado. Mi amigo insiste en la importancia de esa separación y el consumo de agua para Tenochtitlán y el testimonio de Bernal Díaz del Castillo, que otros cronistas no aceptaron. Mientras explica le brillan sus pupilas —rodeadas por el círculo marrón, iris de antepasados aguerridos— y dibuja el espacio con sus manos, moviéndolas horizontalmente para indicar la extensión inmensa del antiguo lago. Se levanta y manotea exigiendo la atención de los presentes, entonces argumenta para concluir:
—¡Las aguas están vivas, siguen mirándonos debajo de la superficie urbana! Por eso tiembla la ciudad, ese suelo móvil es la memoria del lago.
Quienes lo escuchamos afirmamos con la cabeza y sonreímos con su brillante argumentación; entonces nos sobresalta un sonido lejano mezcla de silbido, grito, golpe y explosión. Por uno momento queda vibrando todo el ambiente, incluso bajo nuestros pies. ¿Qué ha sucedido? Salimos y unos señalan al cielo, otros hacia el bosque más próximo; alrededor otros vecinos también están alarmados. Las explicaciones no atinan: misil no, dinamita no, avión no, cohetes de la fiesta patronal tampoco… En la bóveda celeste queda un trazo de humo lejano y ningún otro rastro. Los comentarios divagan y, la mayoría espera una explicación del anfitrión, sin que él tampoco entienda qué sucedió. Vuelven las bromas, la atención se relaja; algunos se acercan al televisor, otros van con los vecinos que usan su teléfono inteligente para fotografiar y subir a redes el rastro de humo celeste. De momento no hay otras noticias al respecto. 
Regresamos a la casa del anfitrión intrigados y animados por la duda. A cada rato, alguno trae una noticia para explicar lo sucedido, jalando las opiniones y observaciones de vecinos, sumando pequeñas impresiones de Internet. Al rato el consenso es que un pequeñísimo meteorito cayó en el bosque cercano, pero un adolescente puntualiza: “Mientras no sepamos qué es, queda definido como Objeto Volador No Identificado, por tanto es un OVNI.” La mayoría sonreímos y lo tomamos a broma.
Después del alboroto sigue la plática amena. Me distraigo en mis pensamientos y surge una idea astuta para acercarme a la chica suicida: con unas cartas españolas o de tarot lograría franquear la barrera. Es previsible que una joven nerviosa y llena de inquietudes acepte una lectura de cartas mientras se distrae. Cualquiera da información en exceso a un lector de cartas con tal de obtener una adivinación y eso es el objetivo.  Solicito al amigo:
—Ya sabes que favor con favor se paga; tengo una lectura de cartas más tarde y no me dará tiempo de regresar a la casa. ¿Tendrás unas de tarot que me puedas prestar?
De antemano ya sé que sí atesora de varios modelos de cartas y con el tarot Rider repetido. Lo guardo en un bolsillo con la promesa para devolverlo y en el otro pongo al libro recuperado: las ventajas de un pantalón ancho.
El tiempo pasa volando en la sobremesa y debo retirarme. Tras reiteradas promesas de visitarnos más seguido, monto en un transporte público que desciende desde esa ladera suburbana. En el camino mastico una explicación adicional de mi amigo sobre Quetzalcóatl, representado como rayos y meteoros celestes. El sabio civilizador fue engañado por su hermano para emborracharse y perder su virtuosa reputación entre los toltecas; agraviado se alejó hacia el Occidente y por un ritual —inmolado en la hoguera— ardió hasta que el don sublime lo convirtió en estrella, elevándose —desde ese eón inmemorial— cual lucero del alba. Pero no siempre se interpreta al dios Ave-y-Serpiente como Venus, un brillante punto lejano, también lo miraron agitado con su cauda flameando: el civilizador se metamorfosea en rayo (¿existe algo más aleccionador que el asombro ante el rayo?) o en meteoro, justo ese estruendo inexplicable y repentino irrumpiendo desde del cielo, sin que comprendamos ni idea sobre su motivación. ¿Qué insistencia esa de regresar tronando desde los cielos? Eso irrumpe por lo súbito y llama la atención —vigorosa e irremediablemente— sobre nuestras preocupaciones y volviéndolas pequeñas.
El camión desciende mientras lanza humos desagradables y salta sin misericordia sobre cada bache —un colegial sentado a mi lado los numera con descaro, del 1 al 43, cual estudiantes desaparecidos— mientras intento no prestar atención a la molestia física. El coxis se revela y recuerda sus ocho orificios invisibles desde el exterior; un tema que a un profesor le gustaba preguntar en su clase de anatomía. ¿Cuántos orificios naturales encuentran en el coxis? Desconozco si respondíamos correctamente; el número ocho abría el único pasaporte hacia la calificación aprobatoria. Cada quien sus obsesiones, por mi parte imagino dos series de cuatro luces situadas en el eje de los glúteos; conforme maúllan martirizadas por un camión con malos muelles, se van encendiendo desde abajo para anunciar un despegue intergaláctico. La necia cuenta del estudiante colaboraba para ir incrementando el color de los foquitos de alarma en los orificios del coxis y estoy molestándome; hasta intuyo un pleito con el chofer; pero el alumno se detiene en el bache número 4300 y se levanta del asiento con un gesto de calambre en el estómago. Con un grito exige una parada precipitada que —según las costumbres de este transporte— se regala en compensación al mal servicio; a cambio de humo y brincos, mareos inopinados y falta de asientos, los camioneros facilitan la bajada en cualquier momento, sin esperar hasta los sitios asignados —mandan al averno a sus reglamentos. El freno provoca un jalón y también una señora al fondo se queja porque casi cae de bruces. El colegial baja precipitado y, de inmediato, gimotea junto a la unidad, doblando el diafragma para expeler su último alimento, mientras voltea hacia los pasajeros, con un gesto peregrino de un culpable solicitando piedad. ¿Existe culpa al no soportar tanta agitación involuntaria? Suplico en silencio que esa señal no augure infortunios.
La escena desagradable invita a la curiosidad: miles de personas cruzándonos a cada minuto y nos resultan tan desconocidas. Ese estómago débil sabía que pertenecía a la matrícula universitaria por una tira de materias que sobresalía a un libro que mantuvo cerrado durante el viaje. Aunque era simpático (adiviné al Quijote juvenil en potencia, implorando por las almas de los desaparecidos y el advenimiento de la justicia eterna), pero no quise platicar con él, para enfocarme ansioso y hasta anhelante sobre el destino al cual esperaba encontrar en la tarde. Sin embargo, quedaba frustrada esa siguiente estadía, pues el espacio-tiempo se torcía en nuestra proximidad —lo cual es irrelevante, porque se ha doblado bajo las llantas del transporte. Faltando unas cuadras para el descenso otro bache grande vence la resistencia de materiales y un ruido contundente anuncia una descompostura. Continua una mala racha, primero el estómago estudiantil y luego el sistema de tracción mecánica. Con el viaje detenido, comienza una discusión entre algunos pasajeros:
—Nos debería devolver el pasaje.
—No se fijen; el próximo camión los levantará —el chofer se adelanta y ataja el comentario—, sin cobrarles, pero tarda un poco.
—¿Cuánto cree?
—Máximo una media hora, a lo mejor mucho menos.
Yo prefiero continuar el trayecto a pie; de por sí, será benéfico para mis asentaderas. Sin obligaciones ni temores, suelto palabras sin pensar al bajar los peldaños del camión:
—El pulpo camionero es una mierda.
Otros pasajeros que también decidieron caminar, festejan la ocurrencia y lanzan chiflidos con insultos hacia el automotor descompuesto y su manejador.
¿Pulpo camionero? Dibuja la visión de las rutas atacadas por el enemigo del capitán Nemo, el mitológico calamar gigante que emerge desde aguas turbias y extiende tentáculos colosales. La ficción novelada se convierte en ingratitud de la memoria, simplezas empleadas para el discurso político. ¿Qué culpa cabe en los calamares frente a las torpezas del transporte público? Por si fuera poco, al avanzar las calles una lluvia reciente e irregular ha colmado baches con una mezcla negra entre agua, tierra y basura. Reaparece la idea del cefalópodo con su tinta lanzada a diestra y siniestra hasta conquistar esta urbe.
Al acercarme al paradero de camiones pulula gente en zigzagueante hormiguero; indiferentes y apresurados nos evitamos unos a otros. Cooperan en la saturación los puestos callejeros y sus vendedores nerviosos buscando finiquitar su jornada lo más pronto; también convergen muchos vehículos maniobrando sobre el asfalto, pitando y bufando en su prisa. Gran parte del gentío se dirige hacia la entrada descendente del tren subterráneo.
El viaje bajo el suelo fue desagradable, pero no quiero entrar en detalles que desvíen este relato. Tras el sobresalto momentáneo del subterráneo, logré alcanzar la superficie, para respirar el aire a ras de suelo y contaminado de la Estación Allende. Luego recorrí con prisa las largas cuadras del Centro urbano, para llegar antes y adelantarme al reloj coronando la Catedral Metropolitana, a las 6 pm la hora en que arrean la bandera monumental del Zócalo. Acudo unos minutos antes. Desde atrás diviso los perfiles barrocos de las canteras de Catedral; su pedrería opaca transpira la acumulación de siglos y fe multitudinaria. El misterio de las curvas barrocas —labradas a cincel y agotamiento de indígenas— siempre fascina e intriga. ¿Algún humilde cantero ganó el cielo por dejar la mísera osamenta entre piedras y esquirlas? Un solo obispo cuando elevaba las manos para agradecer su bienestar y riqueza ¿recordó al más pequeño de los talladores de rocas en su momento de gloria? Que todavía los obispos imitan más a reyezuelos que a pastores, sin embargo, nuestra gente tiembla y se agacha ante sus voces hondas: de ancianos incomprensibles. Hace siglos ellos hasta pronunciaban misas en latín, dedicadas para la élite de los conquistadores y testaferros novohispanos;  afuera se agolpaban los rostros morenos y los pies en huaraches, mientras el prelado repartía ostias y bendiciones para los elegidos, las élites. Al morir se colocaba el cuerpo de cada obispo en el pudridero ubicado en el sótano de la catedral: lenta corrosión hasta terminar en puros huesos. Curioso privilegio de obispos el descansar carne putrefacta bajo los altares barrocos, iluminados por laminillas de oro reflejando candelabros y cientos de veladoras. ¿Ese cuerpo refleja a un verdadero privilegiado? Ninguno regresó para contar que había logrado el cielo o que ardía en el infierno, según advirtió Dante, al colocar a tantos prelados y hasta Papas entre los círculos inferiores de la tortura infernal.
Tampoco es momento de entretenerse con la Catedral y las sotanas enterradas. Enfoco la atención en el modo de abordar, utilizaré una combinación de cursos de actuación y las artes adivinatorias. Pongo en “on” mi lado femenino, afino la voz para personificar un adivino gay, al estilo que nos acostumbró la radio y televisión con los talentos de Estaban Mayo y Walter Mercado. Esto será una parodia, pero sí creo en algunos oráculos y no me burlo del tarot que es un enigma abriendo el portal de otros arcanos. El futuro sí podría haberse ya escrito, si existieran más dimensiones que las evidentes; las adivinaciones no resultarían tan ilógicas al agregar una perspectiva superior, pero ahora divago y vendrá el momento de la suprema concentración. Cierro los ojos para conectarme con un manantial de clarividencia, esa percepción espontánea que nos abre los ojos un instante antes de que suene el despertador. Esa intuición indica que la espera debo hacerla en la esquina norte, en la intersección frente al antiguo Monte de Piedad.  No he elegido la gran puerta frontal, sino un costado de la Catedral, eso es lo que dicta la intuición.
Mientras espero también selecciono y separo los arcanos mayores del tarot, que así es más fácil elaborar la adivinación y recabar información. Conforme separo cartas divago con el nombre “montepío” que es un juego de contrarios: la doble-lengua no la inventó Orwell en su novela 1984, sino la hipocresía lejana y hundida en los siglos inmemoriales. El manto católico disfrazó de piedad el oficio del agio: sangrar a quien menos posee con intereses desmesurados. El monopolio del banco usurario quedó en manos del Monte de Piedad que prosperó en mitad de una nación de millones de pobres. La masa de riqueza acumulada en el montepío oficial se distrajo en ocios y vaguedades, con algo de limosnas y muchas buenas voluntades, pero jamás sirvió para sacar a las masas novohispanas de su miseria. Para la visión católica añeja del “valle de lágrimas”—fuera de moda hasta para la mayoría de los católicos—destinado a pagar el pecado original, resultaba estimulante mantener la miseria y dar un comino en caridad, porque sería una herejía protestante trabajar suficiente para salir de pobres…
De nuevo me distraigo, debo enfocarme en la búsqueda y pronto los encontraré… supongo. La mirada interior tranquiliza frente al gentío que se desplaza sin prisa ni pausa; en movimientos orientados en flujos y avances, conforme las luces de paso permiten cruzar las aceras y el asfalto. Pronto se encenderán las farolas múltiples que pintan nuevas tonalidades del Centro Histórico. Además, la única hipótesis razonable es la puntualidad; si ellos se retrasan jamás los encontraré; sin embargo, la intuición dice que van acercándose. El vestido amarillo de ella se distinguirá a distancia y eso provoca optimismo. Conforme espero, repaso mentalmente argumentos previsibles para nuestro acercamiento.
Todavía no son las 6 pm y por impaciencia camino hacia la próxima esquina rumbo a la orilla de la plancha del Zócalo. Sobre la bocacalle se asoman restaurantes y cafeterías con mesas junto a las aceras y ahí descubro a la distancia: brilla el vestido amarillo de la joven suicida. Enfoco la vista para descartar una confusión motivada por la ansiedad. No hay duda son los mismos dos jóvenes sentados ante una mesita próxima a la acera, cubierta por una sombrilla. Están en el área de fumadores de ese pequeño restaurante. Hay gente parada esperando para obtener la próxima mesa que se desocupe y esa circunstancia servirá de coartada.     
Él ojea a la distancia esperando encontrarse con alguien; ella fija la vista hacia abajo, con labios apretados entre mohín de fastidio y aburrimiento. No platican, supongo cansancio y tensión. Pero la oportunidad no durará y es posible que dentro de unos minutos se levanten de ahí… sus vasos de café están vacíos. Aprieto el paso y traspaso el umbral de rejas abiertas del restaurante. Genero una cara curiosa, entre dolida y sonriente:
—Disculpen que me siente un instantes —digo, mientras ocupo una silla en su mesa— sufro de hipoglucemia y estoy al borde del desmayo —junto los dedos acortando una pequeña distancia—, así a tantito así, por eso no puedo esperar parado; hasta siento un mareo, nada más será un instante… ¿No les importa, verdad? Será un instante por caridad y humanidad ¿Verdad que sí?
Él idea algún pretexto para rechazar esa intrusión:
—Es que nosotros…
Intercepto la respuesta:
—¡Qué lindos! No saben, este mínimo instante me salva la vida entera —y giño con una sonrisa agradecida— ahí está la mesera; —subo la voz y agito la mano— señorita, por favor un café doble con azúcar natural y lo que pidan mis benefactores; vamos pidan algo más, no sean tímidos que les invito.
De inmediato la mesera se ha aproximado y acerca la libreta para apuntar.
Insisto:
—Aunque sea, unas galletitas.
En cuanto la mesera se retira sigo con el argumento:
—A lo lejos vi que son ángeles, porque entre otras virtudes soy taumaturga y nigromante, aunque platicar con espíritus no es tan agradable; cada vez que estoy en una situación difícil se aparece la gracia divina y ¡zas! Viene la protección, porque la existencia en “Defiéndete” no es sencilla, lo mejor es andar protegidos o guardar amuletos, donde cada cual cree lo que conviene.
La osadía (mejor diría insensatez) de investigar a desconocidos exige lograr lo que en francés llaman “rapor” (ser empático, pues) y, en sincronía, agudizar la observación. A ella la observo con más detenimiento: sus rasgos son más finos y agradables de lo que noté a primera vista (o bien ¿la estoy idealizando?); su nariz es más delineada y perfecta (según una descripción de la mosca que se posó sobre la nariz de Cleopatra); los ojos grandes y en forma de almendra; agita sus manos con dedos de artista (alargados según el estereotipo); y el grosor del cabello oscuro evoca firmeza y un tono casi bruñido. El color de su tez ahora es más moreno contra lo revelado por sol de mediodía; aunque bajo la luz artificial del elevador resultó opaco y hasta cenizo; en cada ocasión percibo un viso tan diferente, desde una sensación de blancura lunar hasta este nivel de bronce moreno (imaginamos proveniente de la fragua de Vulcano). En los bordes de su cuello, escapan contornos de tatuajes y lo mismo bajo la línea del vestido, aunque esos dibujos en la piel son indistinguibles a primera vista me evocaron a la Malinche pintada por Diego Rivera.    
Logré generar la simpatía, arrancar un par de sonrisas y antes de que trajeran el café y las galletas, ambos jóvenes ya suplicaban les leyera su suerte. Lo ofrecí sin costo, porque ese es el código correcto y, para ser más precisos, la etiqueta con el tarot evita las predicciones, pero la mía era una excepción para una causa justa. 
—Primero las damas —anuncié— suponiendo que la sesión sería breve.
En la tirada agregué una variante:
—Pon tu mano en este extremo y pronuncia tu nombre de pila completo; en este otro, tus apellidos; luego, repite, “quiero saber”, y sigue “pasado, presente y futuro”, después “salud, dinero y amor”.
Logré la información clave de este evento, su nombre verdadero: sin embargo, de ella reservo celosamente su nombre, por motivos que serán obvios en esta narración.  Comencé con la impactante revelación de lo que ya sabía sobre la desesperación y tristeza; la amenaza de lanzarse desde un edificio altísimo. Sonaron campanadas a la distancia —con la vibración del corazón antiguo y católico de la Catedral— y le dije:
—Sientes enorme pena en tu corazón; un lastre que tira hacia el abismo… Veo un rascacielos casi al mediodía… Has sentido ganas hasta de matarte.
Ella se sorprende y me interrumpe:
—No siga, todavía siento el vértigo; tuve el riesgo de matarme, pues…
Él la desestima y sus labios traslucen enojo:
—Siempre con tus arrebatos y amenazas.
Le planteo nuevos argumentos y no digo todo lo que intuyo; la conmino para la reconciliación con la vida; explico que la tristeza provine del karma de las existencias pasadas y el suicidio empeora al mismo karma. Ella va exponiendo detalles de su origen familiar mientras doy mis explicaciones.
—No tenemos tiempo de terminar una lectura completa que duraría una hora larga y ahora le toca al joven.
—Deberá ser muy de prisa, que tengo una cita aquí cerca.
Repito la operación y ya tengo sus dos nombres para recordar mientras bebo con deleite el café. Utilizo más la intuición para exponer detalles de su familia y su esencia interior. Él asiente ante mis afirmaciones y agrega piezas del rompecabezas:
—Sí, originarios de Tepito… Venta de fayuca, que antes era negocio… No acabé mis estudios… Mi papá nos dejó.
Cuando él apresuró, ella objetó:
—Puedes ir solo a la cita; yo me espero aquí para preguntar más sobre mi destino.
Se despiden con un beso en la mejilla; sigue el interrogante sobre su tipo de relación sentimental.
Oscurece de prisa y los reflejos de neones artificiales se duplican en las vidrieras de los comercios. Las luces artificiales hacen más patentes los apresuramientos; más marcada la velocidad de los vehículos; notorio el paso apresurado de compradores. Dentro de unas horas la agitación cederá sitio a la placidez nocturna, cuando hayan cerrado casi todos los comercios y oficina, cuando sean escasos los peatones y la luna bañe con otro éter al manto estrellado —con diamantes tenues por la contaminación.
La misión que inventé requiere pocos detalles:
—Te marco para que tengas mi teléfono por si quieres resolver alguna duda o quieres recomendarme para una lectura, que esa sí sea con cita y no sea cobrada, porque a la gente rica sí le cobro; tú sabes, que pague el que tenga, cual Robin Hood, quitarle a los ricachones.
El intercambio de teléfonos ha concluido:
—Pero te siento preocupada…
Abre los ojos grandes; agarra mi diestra entre las suyas y con tono de confesión suelta:
—Es que él y yo somos parientes… primos; es asqueroso que él insista en que seamos novios; sí, he cedido ante sus insistencias; pero no debe ser… imagino que hasta tendríamos niños con colas de… —se ríe y le sigo la corriente— con colas de puerquitos. No es que él no me guste, pero tampoco es la gran cosa; ya le he insistido en que no nos veamos, y no entiende, es cabeza-dura, bien terco; las mismas veces que lo rechazo, insiste, me invita, regala y hasta que doy la mano a torcer.
Le refuto que eso no es motivo para suicidarse y ella argumenta:
—Lo de él nada más es la gota que derrama el vaso; cargo problemas y tristezas desde chica… Esta vida ha sido difícil.
Empezó a explicarme un conflicto con su madre; luego sobre un muchachito darketo que fue su primer amor, pero que una hermana mayor se adelantó y desde entonces no se hablan bien… Retazos de sus amoríos adolescentes, por lo demás comunes.
No interesan los detalles de la telenovela de su adolescencia, sin embargo, para conjurar su perspectiva suicida se requieren pormenores. Creo con firmeza que evitar un desastre individual contribuye para alegrar hasta las estrellas; según la fe del Renacimiento, nuestro microcosmos humano se engarza con el macrocosmos entero. Esa adolescente flaca es el desafío del microcosmos en el mosaico gigante de la megalópolis, ciudad-vértice hacia el cielo o el abismo trágico. Cada jornada abre otra oportunidad para salir airosos de ese encuentro. En ese nivel de la plática concluyo que para ella su existencia carece de propósitos y, por eso, está dispuesta a ofrendarla desde el borde de un edificio. Urge descubrir su verdadero objetivo y así quedará conjurada esa superficialidad, porque —según sus gestos y declaraciones— bastó un disgusto irrelevante para colocarla al borde de la cornisa. Urge dejar un consejo que ancle su corazón.
Suena su teléfono con la llamada del primo y pretendiente; ella contesta regresando al gesto de fastidio:
—No te preocupes si demoras; sé cómo regresar a la casa.
Se despide y explica que él es un fastidio empalagoso, que preferiría alejarse. La intereso sobre continuar la lectura del tarot para revelar vidas anteriores. El asunto de las existencias anteriores despierta su curiosidad y emoción; asiente con la cabeza y ansía saber más. La curiosidad es buen anzuelo; ya debo concluir esta improvisación y prometo una reunión posterior.
—El sitio ideal para resolver el enigma de tus “vidas pasadas” es el Castillo de Chapultepec mirando el Altar a la Patria; la respuesta no surge en cualquier sitio.
Eso es un juego de acertijos y pretendo resolver los míos antes de reunirnos. Ella parece conforme y le suplico que prometa solemnemente que no se acercará a ninguna cornisa antes de reunirnos. Levanta la mano derecha con la palma extendida y finge una voz seria para pronunciar: “Prometido”.
Alrededor el tráfico se reduce y los peatones van con menos prisa, signos inequívocos de que ya es más tarde de lo que suponía. Al despedirnos nos enfilamos hacia direcciones contrarias: ella al Zócalo y yo rumbo a la Alameda. Quiero caminar un rato y aclarar la situación, luego disfrutar un vistazo al Palacio de Bellas Artes cuando queda iluminado.
Avanzando entre el laberinto de sensaciones urbanas con sus remolinos de aromas ocres y hasta desagradables, siento que el vínculo con ella se define más de lo que sospechaba. Busco un plan para sacarle bien de la cabeza sus tendencias suicidas, pero ¿no es suficiente una recomendación? ¿Pretendo ser su padre o su amante? Desde el adivino gay al amante sería un entramado absurdo, cual galán Mauricio Garcés en la película El modisto de señoras. Sonrío ante el desatino, por si pretendiera (sin darme cuenta al principio) sacar esa ventaja. Agito el aire abandonando las ideas lascivas, me repito que este viaje de seguimiento surgió con una intención noble y así deberá mantenerse.
Las viejas casas con más de un siglo miran hacia la calle, con sus ventanas de negocios y oficinas, que —paulatinamente— se van apagando. Los paseantes avanzan con indiferencia. También se mantienen iluminados algunos grandes aparadores de comercios, salpicando el ambiente con coloridas mercancías. Patrullas policiacas con torretas azules y rojas recuerdan que la capital no es muy segura; un camión de basura (mastodonte mecánico y salpicado de suciedad) indica que nuestra humanidad exuda desperdicios cada instante. Hay tantos restos que desechar a cada minuto: envases, restos de comida… 
Faltan unos metros para alcanzar la enorme avenida Lázaro Cárdenas cuando una voz femenina llama a mis espaldas:
—Espera tengo algo importante que mostrarte.
Es ella marchando de prisa hacia mí con expresión de traviesa. Más que marchar, lo suyo es un saltar juguetón. Al encontrarnos me abraza; sus brazos y pecho rodean con la naturalidad de las amistades de siempre y sin segundas intenciones. Explica —en frases cortas— que aprecia lo revelado en las cartas y había optado por tomar el rumbo opuesto, pero notó mi ruta y esa fue una oportunidad (el destino uniéndose al azar), porque siente una imperiosa urgencia por mostrarme el motivo real de su tendencia suicida; insiste en que expondrá el “verdadero motivo” que no es sencillo de revelar ni fácil de creer.  En la Torre Latinoamericana, ella argumenta, su explicación será coherente y con pruebas contundentes; en cambio, en cualquier otra situación yo no la comprendería o sospecharía de su palabra.
Acepto su explicación y nos encaminamos a la tan próxima Torre, que está a unos cuantos metros. Ese rascacielos, durante muchos años presumió ser el edificio más alto de toda Latinoamérica y, en los últimos decenios, una loca carrera por erigir edificios lo dejó atrás. Al menos en el Centro Histórico sigue siendo el edificio más alto, como si una ficción modernista hubiera crecido en mitad de ese mar de construcciones centenarias y cargadas de recuerdos. Ella conoce a los vigilantes en ese edificio porque su madre trabajó antes ahí y una tía lo sigue haciendo. Para alcanzar la cima y su mirador deben utilizarse dos elevadores; primero al piso 33 y luego otro tramo.
En el camino ella sigue puntualizando:
—Es que más chica ingresé a un grupo de bailarines y ahí estaba una fulana a la que trataban de princesita; esa era la consentida del líder de la danza de concheros. Desde que entré me fastidió y en todo estaba en pique contra mía. Ella estaba tatuada, en varias partes del cuerpo y presumía que cada uno la adornaba a modo de trofeo. Los danzantes de verdad sí se los ganan, pero ella nada, era pura simulación. Encontré a un señor mayor (tampoco tan viejo, vayas a pensar) que comprendió mi problema, porque los tatuajes debían ser de motivos de los antepasados. El tatuador era una especie de mago y curandero que también bailaba, pero no siempre acudía a los eventos ni visitaba las iglesias como los demás; como sea, al tatuador le decían Tata y lo respetaban. Cuando la supuesta princesa supo que el Tata comenzó a tatuarme pues tomó más coraje en contra mía. Y me inventaba chismes. Para enojarla, no paré y me hice cuantos pude. Que en la casa me regañaron al principio y castigaron, pero cuando mamá se convenció de que no cambiaba de parecer, pues dejó de molestarme… únicamente amenazó que no debía hacérmelos en la cara. Que eso sería ya demasiado loco, nunca pensé en ponérmelos en la cara, pero sí en cualquier lado que ocultara con la ropa, eso es hasta la línea de los muslos y te lo voy a mostrar.
Siguió con su explicación y volvió a decir que los enseñaría. En eso me precaví, porque desconcertaba esa imagen. ¿Qué tanto pretendía enseñar? Negué:
—No es necesario que me muestres nada, yo te creo.
—Déjame que te cuente bien, para que entiendas que debo mostrarlo, tampoco pienses que estoy descocada ni que me gusta encuerarme, así no más.
Sonó el timbre de la cúspide del elevador intermedio y desembocamos en un pasillo con grandes vidrios. La ciudad se extendía en tapete de luces sobre fondos ocres y la proximidad del Palacio de Bellas Artes invitaba a contemplarlo. El mármol blanco del edificio iluminado por enormes reflectores provoca una impresión de irrealidad; pues, colocado a la orilla del parque Alameda, baña de ficciones al entorno; como si delimitara el espacio del reino de las hadas y detuviera la agitación urbana a su alrededor. Al compararse con los árboles del jardín público, como de elefante marfil su tamaño resulta colosal y no tanto por su altura, sino por aglomerar un bloque blanco destacándose contra un entorno de oscuridad: el parque somnoliento, salpicado de farolas que nunca compiten contra ese deslumbramiento de color blanco del Palacio. Por si faltara fantasía, las abigarradas figuras y curvas de su diseño caprichoso, nos colocan más próximos a la pastelería infantil que a la arquitectura, aunque un pastel monumental. El visitante descuidado no sería capaz de adivinar el propósito de la construcción hasta informarse que ahí está el corazón del culto a las artes desde hace más de un siglo.
Cesamos la contemplación del Palacio de Bellas Artes y el juego de luces de la ciudad, entonces ella siguió con su explicación, mientras yo intentaba adivinar hacia dónde se dirigía su revelación y las hipótesis más lógicas indicaban que estaba molesta con algún tatuaje, quizá le recordaba a su amor frustrado o un acontecimiento vergonzoso. Debía referirse a cualquier situación que se atesora y también lastra con una carga, nimiedades de infancia que son pesadas para quien las sufre, pero basta mostrarlas con otra luz para que se disipen.
Volvió a explicar por qué la mentada seudoprincesa bailarina era tan desagradable y envidiosa. Según esto era torpe danzando pero cautivaba al jefe de grupo, mientras ella misma progresaba en los bailes tradicionales con rapidez y de ahí crecía el problema.
Al dar un vistazo final al panorama y antes de tomar el segundo elevador, tomó mi mano y colocó mi palma al costado de su abdomen, indicando:
—En esta parte siento al Palacio marfil iluminado, con un crecimiento suave, de tripas moviéndose… ¿No lo sientes?
—Nada se mueve, no sufres de indigestión…
Insistió un poco con mi palma al costado de su abdomen plano y, luego de breves momentos, de interrogarme con su silencio:
—Claro, es que así no lo notas, ya te mostraré.
Tomamos el siguiente elevador, pero ella lo detuvo unos niveles antes del final, explicando que su tía le confiaba las llaves de una oficina, por alguna razón desconocida. Regresé al pretexto de que ya no contaba con suficiente tiempo y ella indicó que sería breve lo que aclararía todo.
—Nada más vas a dar un vistazo.
Abrió la puerta de madera de una oficina ordinaria. Lo más notable era que en las paredes había cuadros con temas abstractos y de colores brillantes; en lo demás nada llamaba la atención.
Ella señaló un sillón forrado y pidió que me sentara ahí. El diván recibió mi cansancio; era cómodo, marrón y de cuero, muy mullido. Ella se paró enfrente, cerró un momento los ojos y antes de proceder, declaró:
—No hay problema porque eres gay y esto es más penoso para mí que para ti, así que aguanta la respiración y no digas ni una palabra hasta que veas bien, lo que se dice mirar muy bien. ¿Lo prometes?
Levanté la mano y dejé asentada una promesa (que hice a la ligera, pero me dominaba la curiosidad) con la voz más gay que podía emitir mi garganta:
—Promesa de “niñas bien”.
Coloqué las manos en los descansos y crucé las piernas para contener cualquier señal equívoca.
Ella bajó los brazos y tomó el filo del vestido para levantarlo hasta su cabeza. De inmediato se alumbró una complicada trama de tatuajes que cubría por completo su piel desde el nivel de los muslos. Eran tantas las figuras que no diferencié a ninguna. Ella se movió para desprenderse por completo del estampado amarillo y luego, con agilidad puso las manos atrás para deshacerse del sujetador. Señaló a un costado de su abdomen:
—Lo que tocaste sobre el vestido contiene la imagen de Bellas Artes, el Palacio que recién miramos; así es todo, tengo reproducciones de la ciudad y sus historias; en principio es difícil distinguir lo verdaderamente increíble; en cuanto te fijes mejor observarás que se mueven.
Era sorprendente el lienzo que había tatuado en su cuerpo, una especie de mapa con pequeñas representaciones superpuestas de los edificios más emblemáticos de la gran ciudad. El movimiento no lo percibía, sino una serie de pequeñas viñetas sobrepuestas indicando a escala los palacios, edificios, monumentos, avenidas y su gente. Por mi mente volvió el tema del microcosmos: ella sí encerraba el microcosmos de esta megalópolis. Parecía como si las representaciones estuvieran dibujadas en capas de cristal superpuestas y los monumentos minúsculos y diáfanos se encimaran unos sobre otros. Dije:
—Es una obra de arte, ese Tata debe ser un genio.
—Más bien un chamán.
Ella siguió explicando que el dibujo de la ciudad suele permanece quieto, pero cuando asciende, subiendo físicamente varios pisos, cobra movimiento y eso la afecta después:
—Casi siempre controlo la situación. Conforme los dibujos despiertan yo siento una especie de borrachera; me gusta al principio, disfruto un cosquilleo en la piel y algo de euforia, como el inicio de la parranda. Estoy sensible y alegre, pero es un riesgo, conforme pasa más tiempo en las alturas quiero más y, sucede, que salgo de control. A veces pierdo la cabeza, como si empezara a soñar, y eso es lo que sucedió hoy en la mañana que tuve un impulso suicida, pero no era premeditado. Al enorme edificio del WTC, al sur, había acudido para un encargo de trabajo y por eso le pedí a mi pariente enamorado que me acompañara, por precaución. Él es el único que sabe esto que me sucede, y bueno, ahora tú también ya ves que las imágenes adquieren vida y comienzo a sentir ese ahogo y agitación.
—Y ahorita ¿ya te sientes algo emborrachada?
—Sí, ya estoy sintiendo esa diferencia y además estoy más perceptiva, capaz de descubrir cualquier secreto; sería capaz de adivinar las cartas mejor que tú.
—No he notado que se muevan los dibujos —objeté—, eso no he visto que suceda.
—Eso avanza poco a poco, debes acostumbrar la vista, son pequeños cambios; yo lo siento a modo de un hormigueo, que aumenta, hay que esperar un poco a que tu vista lo descubra. Además, el Tata explicó que ese movimiento tiene un sentido ritual para subir a las pirámides, que por eso lo correcto es evitar ascender sola. Al principio, me pareció que yo lo controlaba y bastaba un esfuerzo para que no hubiera movimientos, pero ahora más allá de un “punto sin retorno” es imposible evitarlo; así, que para que no me ponga mal, tampoco nos tardaremos demasiado en regresar a nivel de piso.
—Pero todavía yo no he visto que nada se mueva.
Ella torció la boca y dijo, que “Hay sitios donde el movimiento es más evidente”. Dio un paso adelante, colocó la rodilla sobre el descanso del sillón y aproximó un seno a mis pupilas, exigiendo que mirara con fijeza. Reprimí los deseos que comenzaban a delatarme y noté que descubría mis hormonas alborotadas. Ella insistió en que yo mirara con fijeza hacia un punto y relajado mientras su cuerpo permanecía encima del mío. Respiré despacio para controlar cualquier pensamiento inoportuno. Ella siguió indicando que mantuviera la vista fija y relajada. La respiración se sosegó, por fin logré concentrarme según sus indicaciones y, en ese momento, cual pintura tridimensional las diminutas imágenes superpuestas empezaron a moverse en un caleidoscopio.
Asentí:
—Esto es increíble, sí se está moviendo.
—¿Qué ves? Dime algo.
—A un lado del Templo Mayor azteca, avanza una procesión de vasallos cargando ídolos y plumas para entregarlas a los pies del dirigente, debe ser el mismo Moctezuma, quien permanece sentado y recibe las caricias de enormes abanicos; a los lados, familias nobles comen exquisitos platillos sobre vajilla policromadas; afuera del antiguo palacio miles de indígenas sencillos acuden al Tianguis de Tlatelolco para intercambiar artesanías y cosechas tan variadas, que tardaría en describirlas. Arriba del Templo bailan los sacerdotes y entonan cantos de plegaria y desesperación; tres cautivos ataviados también giran en una danza que los prepara para el sacrificio. A un costado de la pirámide una legión de guerreros, ataviados de águilas y jaguares simula entrar en batalla; su algarabía y fiereza causa turbación a los demás indígenas. Hacia el horizonte destellan los espejos de agua lacustre, tonos azules y turquesa regresan la claridad del cielo, mientras las canoas navegan despacio con enseres traídos desde la lejanía… Cuatro luceros me sorprenden y conmueven, son los ojos bruñidos de mi madre y hermana perdidas que brillan entre las ondulaciones ligeras del antiguo lago.
Lo que dije explicaba menos de un centímetro de piel dibujada bajo el seno; resultaba imposible distinguir las otras extensiones simultáneamente. Ella insistió en que mirara otro centímetro próximo a su esternón, aunque con premura pues comenzaba algún malestar incipiente. Tras cambiar la mirada, un ejército invasor bajo la bandera Norteamericana se aproximada, silencioso y cansado hacia el Fuerte de Churubusco; donde los esperaban regimientos bajo la tricolor, agotados y casi sin armas, temiendo un desenlace. La construcción de viejas canteras y de adobes está ajada por el descuido y la alarma. En las calles se apreciaban pocas carretas desperdigadas, los habitantes calzando huaraches corren a esconderse y más allá de las ventanas las mujeres con rebozo están santiguándose ante un desenlace fatal.
—Se aproxima un ejército para doblegar a la ciudad, se enfila hacia el ex Convento de Churubusco; pronto se rendirán los defensores, pues no tienen municiones para resistir.
Ella pregunta sí eso lo estoy viendo; le explico que lo he mirado en parte y que, además, esa es una historia conocida. Invita a que mire en otra dirección más próxima al diafragma y son cientos de canteros indígenas trabajando para construir la Catedral; un contingente moreno hormiguea para dar estabilidad y presencia física a sus nuevas creencias y a los señores del clero, quienes guardan con celo las llaves del cielo, según les dicen. Las manos maniobran con habilidad cinceles y martillos, dando forma a bloques rocosos, dispuestos a servir; mientras otros levantan las piedras labradas en canastillas y las trepan trabajosamente por las paredes.
Cada vez observo con más facilidad, también las edificaciones más modernas, los pisos diseñados y las anchas avenidas llenándose de gente y vehículos; el manto urbano expandiéndose y acaparando el Lago ancestral, luego trepando hacia las montañas…
Después, ella se quejó pues comenzaba a sentir el malestar por el movimiento de sus tatuajes. Le respondí:
—Entonces ya vámonos.
Comenzó a vestirse con gestos rápidos, pero objetó de modo enigmático:
—No es tan sencillo salir.
—Basta que tomemos el ascensor.
Mi respuesta evadía el sentido de su objeción.
Ella se había terminado de arropar y empezó a mirarme de una manera inquietante; de pronto una idea la inquietó, se puso molesta y torció los labios:
—Jugué limpio; pero falta que tú lo hagas; no eres un verdadero gay, estuviste excitado. ¿Qué pretendes?
Al recordar este desenlace es inevitable asociarlo a una escena de infancia. Es uno de mis primeros recuerdos, apenas caminaba y mi madre se descuidó; sobre la mesa del comedor colocó un jarrón anaranjado brillante. El objeto estaba por completo prohibido para jugar, luego despertó la más intensa curiosidad y, el procedimiento de párvulo, fue jalar lentamente el mantel hacia la orilla. Cuando sentí que el jarrón se aproximaba jalé con ánimo provocando una porcelana rota en añicos. De inmediato lloré y mi progenitora me tundió a regaños.
Ante su exigencia de sinceridad y la situación tan sorprendente, desenmascaré mi parte de engaño y, con detalle, argumenté lo extrañamente que empezó ese día y el susto cuando amenazaba con lanzarse desde el rascacielos. Me entretuve en detalles así que transcurrieron los minutos. Esta parte de verdad resultaba tan sencilla de explicar como  desconcertante y desagradable —para ella—, pues rechazó el argumento de la caballerosidad preocupada. La joven recordó y se sorprendió:
—Estabas en el elevador, ahora ya recuerdo.
Intenté tranquilizarla, pero conforme agregaba explicaciones ella torcía la cara y demostraba impaciencia convertida en franco enojo. En un momento dado interrumpió:
—Si te interesé tan sólo por lo de esa cornisa…
Hizo una pausa mientras su frente se arrugaba más y la mirada se cargaba con rayos de rencor o vergüenzas por quedar descubierta. Ella no advirtió que mostrarse es tanto motivo de temores como fuente de curación; pues lo inconfesable es una loza pesada sobre la conciencia. Parecía que su mente se turbaba por nubes negras y siguió con una breve frase:
—Nunca volveré a confiar, pues eres… ¡un idiota!
Con brusquedad escapó corriendo de la oficina y dio un portazo tras de sí. Tras un breve pasmo, reaccioné para perseguirla y terminar mis disculpas. Cuando abrí la puerta de la oficina ya no la divisaba, pero escuchaba sus pisadas, que siguieron por el pasillo hacia una escalera y aún sonaban ecos hacia arriba, así que corrí con desesperación y subí escalones. Eran muchos escalones y faltaban varios pisos para alcanzar en final; escuchaba sus pasos siempre arriba de mí. Sentí que me faltaba aire al rebasar el nivel 40, creyendo que ya estaba cerca de la fugitiva. En el nivel de azotea había una puerta metálica cerrada, pero no atrancada; tardé unos momentos para destrabar la entrada, suponiendo que ella amenazaba con otro salto suicida. Cuando por fin abrí, sentí la noche indiferente abarcando ese último piso y respiré el frío de la penumbra estrellada.
En el amplio cuadrilátero del mirador no había ni un alma; unos focos mortecinos alumbraban apenas ese sitio. Me dirigí hacia unos telescopios donde se paga por escudriñar hacia la distancia y ahí tampoco se percibía a nadie. Nervioso y cansado asomé hacia todas direcciones, sin encontrarla. ¿Se adelantó con un suicidio rápido y silencioso? Abajo a nivel de las aceras no se vislumbraba ningún signo de tragedia. Me acordé del teléfono y marqué su número, tuve la tenue impresión de que timbraba pero ubicado muchos pisos hacia abajo y se hacía más tenue, mientras marcaba sin contestación. No estaba cierto de esa impresión, los rumores de la gran ciudad son tantos, un leve timbrado evanescente es fácil de confundir con la respiración tan agitada.
La explicación lógica era que ella bajó en lugar de subir o bien torció en alguna desviación y, pronto, se burló de mi persecución fallida. Procuré dominar mi agitación y respiré con lentitud, luego tomé un elevador para bajar. En la salida pregunté a los vigilantes del edificio si había cruzado la chica de vestido amarillo y ellos negaron. Esa respuesta no me daba confianza, pero salí y caminé apresurado alrededor de la Torre Latinoamericana hasta cerciorarme que no había alboroto. En las aceras de alrededor no existían rastros de tragedia y quedé tranquilo por ese lado, pero cabizbajo y triste no tuve otra opción que alejarme del Centro Histórico. Mientras me iba alejando, también pellizcaba mi brazo para cerciorarme de que aquello no fue un sueño.
En los días siguientes ella nunca contestó las llamadas, aunque las primeras veces respondió con breves mensajes de texto: “No molestes.” Después vino el silencio de la indiferencia y semanas más tarde su número telefónico informaba de cancelado. No detallaré las pesquisas inútiles que hice para buscarla, aunque en pocos meses, concluí en la imposibilidad de localizarla.
Un poco por frustración, supongo, creció mi afición por trepar hasta los rascacielos que coronan la megalópolis. Cerca de las nubes añoro esa conexión —tan fugaz— con lo asombroso y la grandeza que rebasa nuestra comprensión. Desde cómodos miradores y a la distancia, disfruto los movimientos multicolores de la gran ciudad; el horizonte me embelesa y hasta  tranquiliza. Tras largas horas, zambullido en ese paisaje de lejana belleza, me siento renovado. Esa calma se termina cuando, sin embargo, vuelvo  a imaginar qué se sentiría tenerlo tatuado: ¿dolor o placer, ansiedad o alegría…? Nunca he resuelto ese dilema a satisfacción.
Cuando soy razonable, asumo que jamás descubriré cómo surgió ese tapiz móvil de piel y estoy resignado. Cuando soy pesimista recelo que sucederá lo mismo que con la caza de fantasmas; los espectros se disuelven con la luz, pero amanece y su recuerdo se preserva. Cuando soy más que pesimista, recelo que lo prodigioso desaparecerá y de ella solo quedará una enorme mancha de tinta, caótica y esclerosada. Cuando soy optimista creo que queda una pequeña posibilidad: quizá ella terminará por leer esto y dejará su indiferencia, moverá la comisura de sus labios y reconocerá que alguien quiere comprenderla.

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