Por
Carlos Valdés Martín
Una joven de pelo largo se agita al borde de una cornisa y mueve la cabeza nerviosamente, mientras sus manos aferran la barandilla; más allá de sus dedos se abre el precipicio de este rascacielos y la enorme ciudad. Aquí hay un mirador turístico, varios paseantes volteamos sobre la azotea de esa torre altísima: cambio desde curiosidad hasta alarma. Ella gime y amenaza por un instante, las miradas se clavan azoradas en su figura descompuesta y nerviosa; varios nos aproximamos dispuestos al auxilio y temerosos de que cometa la locura de Ofelia. Muchos compartimos este techo sobre el rascacielos en visita turística, pues acudimos para admirar el lienzo multicolor de la megalópolis. Las miradas y pasos se acercan titubeando; todos sorprendidos por el incidente y ninguno preparado para intervenir rápido; el acercamiento colectivo avanza perplejo y con voces que articulan la negación elemental: “No”. En ese lapso se adelanta un joven moreno que declara en voz alta: “Somos novios”. A coro suspiramos con alivio cuando él la toma de la muñeca con firmeza, previniendo esa insensatez. Al separarse despacio de la cornisa —orilla con precipicio incluido—, ella objeta con palabras entrecortadas: “Ni creas, ya no somos…” Luego las dos figuras juveniles quedan unidas por un abrazo; la tensión disminuye y alrededor se despliega un coro de sonrisas aliviadas que instantáneamente devuelve a los visitantes en el normal estado de indiferencia. Un segundo después, la situación parece inocua pero en la mirada del chico atisbo una chispa de malasangre. Él la abraza por el omóplato de manera imperiosa y la jala hacia la única salida de ese último piso. No quiero perderlos de vista, sigo el mismo rumbo, pero finjo indiferencia.
Escalado el último piso y
al acercarte al mirador la vista sobrevuela ese enorme lienzo de energías
despiertas y hormigueros urbanos; desde tal altura, los techos convertidos en
hojas de confeti le cantan al gregarismo. A lo lejos las montañas duermen sus
siglos acumulados y se deleitan con tanta vitalidad a la distancia. Le sonrío
al edificio que sostiene mis pies: esa estatura es sobrehumana. Hacia abajo ya
es imposible distinguir figuras de individuos, incluso los vehículos son
puntitos bruñidos y febriles. Los colores del tapete urbano se sobreponen y
agitan; pequeñas pinceladas móviles se montan y mezclan en su tapiz multicolor.
Borbotones de aire acarician los cristales del inmueble, los aires musitan un
discreto gemido cuando acarician la extensión de los vidrios planos. Ante el
canto —suave y casi inaudible— de aire bajando desde las nubes una sensación de
superioridad seduce, aunque también provoca rechazo y hasta incomoda. Siento
que es casi imposible habitar entre tantas nubes cargadas, —ora de tormenta, ora
de placidez—; claro, habitar entre nubes premia a los ángeles y enerva a los
demonios embozados. Entre los cristales platinados de este edificio se esconde
un laberinto de pasillos, separando y conectando oficinas o departamentos; ahí,
cabría la convivencia entre ángeles, demonios y, todas las demás criaturas
mezcladas con cualquier elemento.
No es oportuno
reflexionar; además a mis espaldas escucho que ha terminado la visita, un guía
de turistas indica que es momento para descender a ras de piso; él para cobrar
su emolumento metálico y los curiosos para recuperar la altitud cotidiana.
El descenso, rodeado por
las paredes bruñidas del ascensor eléctrico, avanza rápido y encajonado. Dentro
de ese cubo ascensor, tanta cercanía incomoda a la mayoría, los siete prójimos
que acompañan el descenso permanecen callados y mirando cabizbajos o hacia los
lados. Como suspirando se detiene el ascensor y besa el suelo bajo el
rascacielos —ósculo en sentido figurado, claro, cual Colón acariciando tierra
firme. Con desgana dejamos esa maravilla levantada por ingenieros y arquitectos,
quienes domaron el suelo fangoso de esta megalópolis centenaria.
Piso afuera; el aire hincha
mi nariz y pruebo su gusto: ligeramente poluto por miles de automotores. Estoy
intranquilo pues en el ascensor observé a la “pareja”; lo hice de reojo, pero a
plena conciencia, recorriendo a mínima distancia su fisonomía y adivinando su
ánimo, hasta las secretas intenciones. Descarto que ahora sean novios, el
vínculo no destila amor, aunque sí sus cuerpos —en el íntimo sentido bíblico de
la palabra— se conocieron; bajo ese evento descifré un presente donde hay una
tensión continua, bajo el abrazo de él colgando sobre el hombro de ella.
Mientas bajaba el ascensor ella escurría resignación en su mirada clavada al
suelo y el rastro de una lágrima secándose en el costado de su nariz. El
observador descuidado supondría que son novios después de una pelea o amigos
con derechos transitando por la etapa de conflictos. Percibo algo adicional e inquietante
bajo el amago de ese suicidio y no logro precisarlo todavía.
Después de la primera
curiosidad, en mi interior se ha despertado la caballerosidad de quien desea
evitar un desastre anunciado, sin embargo, el requisito básico para intervenir
es acercarse sin despertar sospechas. El gesto suicida de la chica fue fugaz,
pero —supongo por una aguda observación— su motivo no quedó remediado. No los
perderé en el camino (me muerdo los labios en señal de resolución inusual),
pero afuera la ciudad es un tumulto de cuerpos agitados e indiferentes. Los
vehículos amenazan con empujar a los peatones y desde la distancia rebotan ecos
de claxonazos. Memorizo su aspecto mientras se alejan: la chica con vestido
amarillo y manchas anunciando mariposas y flores con la primavera depositada en
estampados; él forrado de gris, una chamarra felpuda con capucha, pantalones
borrosos y tenis.
Es fácil distinguir el
revoloteo del vestido amarillo a la distancia; además, en el cubo ascensor
escuché que él definía su siguiente parada en la Catedral Metropolitana. No dan
el estilo de personas religiosas, aunque no es extraño que indique ese sitio,
pues en el corazón geográfico de la capital hay miles de tiendas, oficinas y
hasta palacios. La curiosidad e inquietud rondan en mi mente. ¿Para qué van
allá?
La sombra del enorme inmueble
no pesa: deberían gravitar las sombras de esas moles enormes y
no es así. El aire es ligero, flota sobre la indiferencia de los paseantes. La
pareja se detiene y en voz alta ella repite con fastidio: “A las 6 en Catedral
Metropolitana”. El itinerario se confirma, ya no es indispensable seguirlos
paso a paso, sino acudir hasta esas coordenadas y adelantar —con buena fortuna—
el próximo episodio.
Uso la mano como visera
para mirar al cielo, donde un dardo del sol ciega un instante mis ojos. Estimo
la altura tremenda desde la cual se habría precipitado la chica —si hubiera
cumplido su amenaza—; siento el golpe duro en la acera tras un descender
imaginario y encojo los hombros al suponer ese instante del porrazo. Mientras mi
mente ronda la tristeza de esa caída imaginaria, el muchacho —gris e
indiferente— levanta la mano para pedir un taxi y alejarse con la doncella del
vestido amarillo.
Apunto la placa del taxi
en el dorso de mi mano y, un instante después, concluyo que es una precaución
innecesaria. Reflexiono sobre los panoramas enormes y cómo se ha erigido esta
enorme capital: rodeada de montañas, tiñéndose a capas de construcciones, desde
épocas inmemoriales, primero habitada por nómadas y, poco a poco, atesorada por
los indígenas, que la apreciaron cual paraíso terrestre, mientras la coloreaban
con sus propias pirámides. Después sucesiones de Conquista y urbanización
armaron en tapete grandioso, que se pierde a lo lejos, hacia cualquier
dirección, y únicamente recobramos el sentido de su extensión cuando miramos
desde un rascacielos o por la ventanilla de un avión.
Disfrutar el viaje es una
buena recomendación cuando se juega al perseguidor y sirve para semejar un
turista distraído. El sol de mediodía se escurre espléndido sobre la ciudad,
ninguna sombra de nubes ni vientos incomodando, a lo más nimbos blancos y
brisas refrescantes.
Muevo los pies para
alejarme y miro el reloj para calcular las horas faltantes; por azar indica la manecilla
exacta del mediodía. Reza una leyenda que a mediodía y a medianoche el tiempo
se detiene sin que lo sepamos y Dios se apiada por los desajustes del Universo,
entonces trascurre una eternidad mientras legiones de querubines y espíritus arreglan
cualquier átomo “de-sincronizado”. Transcurrida esa eternidad de afinaciones
los mortales regresamos a nuestros afanes, entonces ignorantes de que cargamos
a cuestas una vejez adicional. El prodigio acontece dos veces cada día, una
bajo el sol más deslumbrante y otra bajo el manto estrellado. Alguna vez un
instante antes del mediodía he tenido la sensación de agonía y al minuto
siguiente la existencia transcurre sin tropiezos. Esta vez sucedió diferente, el
cronómetro celeste debió paralizarse durante el asomo de aquella joven hacia el
precipicio. Mientras corre el segundero, me siento renovado y esta plenitud del
Sol en el cenit obliga a una misión que entusiasma mis ímpetus.
Veo alejarse al taxi con
la pareja y dejo que los pies se extravíen entre la zona moderna de la ciudad.
Las calles se abren con trazos tranquilos, invitándome a adentrarme sin rumbo.
Cada cuadra chispea por los detalles coloridos en las casas; las paredes saltan
desde los ocres y pasteles hasta las renovaciones primaverales. Alrededor del
rascacielos este barrio escurre cierta bonanza; bien dice el refrán que “el
amor y el dinero no se ocultan”, en efecto, jamás se esconden. Ando en zigzag
para empaparme con esa geometría del
bienestar clasemediero, ojeando los barnices de puertas y zaguanes rectangulares
recién pintados o redecorados, también respirando el olor discreto a prados
recortados y flores primaverales. Un perrito tras un balcón ladra para saludar
a cualesquiera extraños; sonrío ante la metamorfosis: el cariño de los dueños convertido
en ladridos del animalito. Las cocheras nunca fallan en ese barrio, indican al príncipe
tecnológico y enllantado de la modernidad, esa apoteosis de transportación que
ha acompañado a los vecinos acomodados. Las miradas se disuelven entre la
abundancia real y pretendida; lo bien podado del césped canta sobre una
naturaleza bajo control, diríase que natura
se volvió pacífica y hasta maternal. Las escenas que desfilan encajan unas en
otras con suavidad y sus fotografías compiten bajo nuestra mirada para que alguna
sobreviva a la fugacidad del instante. Cada foto del suburbio acomodado
transpira tranquilidad, bienestar y hasta benevolencia… sin peligros ni
molestias. Un relajamiento interior se expande mientras paseo y olvido
cualquier preocupación. Avanzan los minutos, al rato tanta perfección y sosiego
terminan por empalagar, cuando hasta la boca saliva a dulce y pasmo; por eso se
debe despertar de ese ensueño de tranquilidad y aprovechar mejor el día… mientras
perfecciono el plan para aproximarme a esa pareja citada en la Catedral.
Un amigo debe devolverme
un pequeño libro; él habita en el barrio marginal y empobrecido del Ajusco; en
los linderos de una barranca sucia y descuidada, poblada con viviendas
improvisadas y de precaristas. Sacudo las manos para conjurar el letargo y
placidez del suburbio enriquecido. Cuando queda decidido el rumbo me comparo
con alpinista, porque el Ajusco es una montaña oscura que rodea al gran Valle.
Martín Luis Guzmán indicó que ese cerro representaba al perfil más masculino y
ancestral vigilando al Valle; en sí, es masculinidad oscura cual mosto
acumulado de la llamada raza de bronce; estirpe dispuesta a los combates y a
rescatar su corazón de obsidiana. Pasar desde la placidez suburbana de las
colonias acomodadas para encaramarse en los barrios marginales pero más altos sobre
la urbe, exige alinear el ánimo completo, transitar con rapidez desde la
comodidad hasta la fatiga. Cuenta la leyenda que entre las barrancas alta y
frías se disimuló otra tribu legendaria, los incas escapando de Pizarro y su
súbita conquista; en nuestro caso, el núcleo duro y combativo de los aztecas
derrotados también se metamorfoseó para pervivir en cualquier rincón de la
geografía del país. Resulta convincente suponer que los exponentes duros y rudos
de las tribus pretéritas se ocultaron entre las serranías y zonas agrestes,
según cuentan los lacandones justipreciados por heredar la estirpe maya; aunque
ellos lo hicieron mimetizados bajo las ceibas frondosas y atisbando al furtivo
venado de la selva.
Antes de seguir el relato
de ese curioso día, resulta justo presentarme en breves rasgos. Soy un solitario,
efecto de una suma de abandonos —de niño a adulto—, por lo tanto disfruto (o
sufro) de empatía hacia quienes son desgraciados o, simplemente, supongo
padecen de una manera distinta a la mía. La trágica muerte simultánea de mi
madre y la única hermana en un accidente carretero, me arrancó las miradas más
tiernas que recuerdo. Los ojos como soles de mi madre se repetían en los de mi
hermana, así que aún sueño con cuatro luceros imposibles. Pronto mi padre se
sumió en depresión y abandonó el país, ocultándose como emigrante mojado al
Norte de la frontera, y él nunca se volvió a acordar que dejaba un hijo atrás.
La tía con la que crecí era tranquila y devota, sin malicia para comprender las
entretelas mentales de un adolescente bajo su cargo. Aún fuerte en lo físico y
favorecido por un golpe de fortuna, cuando una dependencia burocrática me designó
una pensión por orfandad. El Estado —lejano e indiferente— deposita dinero
anónimo y con puntualidad, aunque en vez de feliz fortuna, también cabría
argumentar una desgracia. Desde hace años reinvento mi vocación para justificar
mi existencia y elaborar una hoja de ruta personal, sin que haya logrado
concluir qué pretendo con esta vida.
Tales indefiniciones
personales, aliadas a las reacciones individualistas (abandonar antes de ser
abandonado, ofender antes de ser ofendido) provocaron que perdiera al único
amorío que tuve. Ahora padezco un corazón equívoco; desde que la perdí, hasta
el interés por los encuentros episódicos se desvanecía. Sin embargo, eso tampoco
es la ruina completa; ante la sequía de Cupido, una intensidad y creciente
curiosidad por este ambiente han servido para colmar los días vacíos. Durante
los últimos tres meses predominó un ánimo misántropo que terminaba espantándome
y, entonces, para corregirme enfilaba hacia los “baños de pueblo” con la
imperiosa exigencia de aproximarme hacia nuestros semejantes. Recientemente, descuidaba
a las amistades y quedaba absorto con los desconocidos, pero no debo desviar el
tema esencial. Para concluir con esta mínima presentación, aclararé que ahora me
siento investigador de todo y responsable de nada. Si falleciera hoy nadie lamentaría
más de diez minutos que hay un hueco, con una simple excepción: creo que la
propia megalópolis me extrañaría un poco y hasta detendría su agitado curso
durante un momento, — con más exactitud, la ciudad se lamentaría por un
instante mientras reordena su caótica relojería.
El cambio de rumbo estaba
decidido: hacia una colonia marginal del Ajusco. Camino, el sol sigue cayendo a
plomo y su efecto continuo termina agobiando al mediodía. A manera de gesto de
purificación, coloco las manos en una fuente pública y refresco mi frente con gotas escurriendo de
los dedos. Hago una llamada y confirmo cita con destino
hacia las faldas del cerro, en el barrio bravo que desde su elevación vigila a
la urbe. Me embarco en el transporte público y nada interesante sucede mientras
cubro los kilómetros de distancia, así que caigo en somnolencia; también vale
la explicación contraria, ya que dormito luego nada interesante sucede alrededor.
En el camino recuerdo la estampa de la chica pro suicida: su vestido amarillo,
de mangas anchas a medio brazo y falda a media pierna; decorada con manchones
amarillos, sobrepuestos, símiles con alas de mariposa. Figura esbelta que no
pasa desapercibida, facciones regulares y agradables, pero ningún detalle para subrayar.
En cambio, su impresión general merece elogio y no faltará quien quiera
enamorarse; su figura, recuerda una contextura promedio, mezcla exacta de las
razas que poblaron este Valle desde hace siglos con tonos de bronces y aires
aguerridos. El aura tensa e intensa de flor abriéndose a la vida la hace muy
interesante, pero bastaría despojarla de ese brillo etéreo y cambiarle la ropa
para confundirla con otro medio millón de jóvenes despertando a la existencia.
Si a ella sería fácil disfrazarla, qué decir del supuesto novio, el cual ni
siquiera vestía nada para distinguirlo, lo describiría como la personalidad
todavía en el molde: la plastilina de la existencia postadolescente sometida a
los apetitos e inquietudes de la modernidad. A ambos los miré de cerca en el
elevador, así que debo detallar la forma y el color de ojos café en ambos y un
pequeño lunar en la barbilla: esos detalles son idénticos. Me inquieta
sospechar que sean hermanos, cuando él declaró “Somos novios”.
Arribo al sitio
convenido, donde huelo el aire atrapando polvo y fritangas, bullicio de
marchantes y vecinos que aprovechan su asueto para conseguir víveres, curiosear
por el barrio u ofrecer comidas preparadas. Algunas caras desconfían de
fuereños; muchos conservan un claro sentido de pertenencia; los de ahí
distinguiéndose contra los de afuera; observo gestos recelosos mas no
hostiles. En compensación el aire traslúcido muestra más nubes blancas con aves
flotando en la lejanía y me alegra ese curioso espectáculo: dos águilas
deslizándose entre las nubes, jugando y flotando como si abajo no existiera una
extensión enorme de concreto y personas tan hostiles a la existencia silvestre.
Esa presencia de águilas confirma que los bosques no están lejos, el camino
sube tanto por la ladera montañosa que los grandes conjuntos de pinos están a
una mínima distancia. Este es un suburbio con mitad final de calles asfaltadas
y mitad veredas entre bosques.
Desde donde he bajado del
camión la distancia hasta la cita es corta. Apresuro el paso y pronto me planto
ante el portal sonando con tres golpes usuales —modo de reconocimiento habitual
para amistades cercanas. La cordialidad obliga a omitir una descripción sobre
la humildad de ese sitio, donde en la mínima salita comienzan a aparecer más
parientes e invitados. De uno en uno van entrando una docena de personas
sonrientes y amigables hasta la saciedad; me levanto repetidas veces para
saludar de mano-abrazo-beso. Cada uno sonríe y se queja; el lamentarse es parte
del código de bienvenida e identidad: uno se queja del gobierno, otro lamenta
la mala situación económica o se disculpa por su precaria salud. Los jóvenes
permanecen más silenciosos, las mujeres mayores entran a una diminuta cocina,
desde donde escapa olor a tortillas calentándose. Además de la plática común al
fondo suena la televisión y radio, mezclándose
ruidos y palabras en una ensalada sabrosa de frases y sonidos. Al amigo, de
nombre Marcial, le comento que debo retirarme pronto y hace una mueca:
—No, te irás sin antes
probar el platillo de nuestra comadre.
Por costumbre nacional agasajan
a los visitantes, sin importar que la casa sea modesta; incluso, mientras más
humildes, más espléndidos. Explica una señora que prepara un mole con pollo y
sería grosero irme sin probarlo; entonces meneo la cabeza con resignación
fingida, pienso: “Estrictamente, este es un día de descanso; la localización de
la pareja desconocida contiene una cita determinada y lo importante es idear el
plan de aproximación con calma.” El mole huele delicioso y agradezco ese
platillo que se remonta a siglos lejanos. El mole reúne al caleidoscopio de los
sabores, la mezcla más completa de especias con chiles y chocolates, unión de
los extremos que sorprende a quienes lo deleitan por primera vez.
El amigo es maestro de
secundaria, con aspecto eternamente jovial y pleno de ánimo para las
discusiones. Le presté un ejemplar antiguo de la Visión de Anáhuac; él ya poseía una edición moderna, pero deseaba
fotocopiar una antigua, porque receló sobre modificaciones indebidas.
—¿Y los alumnos de
educación secundaria sí entienden bien
ese libro? Contiene pasajes difíciles, largas citas en español antiguo y la
recitación de poemas en náhuatl.
Explica que ni él lo
entendería por completo en una primera lectura, el reto de un texto difícil es
útil obligar a los alumnos para buscar palabras que no son de simple consulta
en computadora, que ellos no se contenten con nociones de una pantalla de
plata. En compensación, captan imágenes de esplendor y lejanía, con los ojos de
Moctezuma miran los palacios y los zoológicos de ese siglo; son más capaces de
maravillarse que los adultos y personificar en la ficción a conquistadores y
conquistados.
Nos enredamos en una
plática sobre los dos tipos de agua en el antiguo Lago de Texcoco que rodeaba
la capital azteca: entre la salitrosa y la salobre. Los más fervientes
admiradores del pasado —como Marcial— suponen que fue destilada artificialmente
mediante un dique, obra cumbre de la ingeniería prehispánica; los escépticos
suponen un relato novelado. Mi amigo insiste en la importancia de esa separación
y el consumo de agua para Tenochtitlán y el testimonio de Bernal Díaz del
Castillo, que otros cronistas no aceptaron. Mientras explica le brillan sus pupilas
—rodeadas por el círculo marrón, iris de antepasados aguerridos— y dibuja el
espacio con sus manos, moviéndolas horizontalmente para indicar la extensión
inmensa del antiguo lago. Se levanta y manotea exigiendo la atención de los
presentes, entonces argumenta para concluir:
—¡Las aguas están vivas,
siguen mirándonos debajo de la superficie urbana! Por eso tiembla la ciudad,
ese suelo móvil es la memoria del lago.
Quienes lo escuchamos
afirmamos con la cabeza y sonreímos con su brillante argumentación; entonces
nos sobresalta un sonido lejano mezcla de silbido, grito, golpe y explosión.
Por uno momento queda vibrando todo el ambiente, incluso bajo nuestros pies.
¿Qué ha sucedido? Salimos y unos señalan al cielo, otros hacia el bosque más
próximo; alrededor otros vecinos también están alarmados. Las explicaciones no
atinan: misil no, dinamita no, avión no, cohetes de la fiesta patronal tampoco…
En la bóveda celeste queda un trazo de humo lejano y ningún otro rastro. Los
comentarios divagan y, la mayoría espera una explicación del anfitrión, sin que
él tampoco entienda qué sucedió. Vuelven las bromas, la atención se relaja;
algunos se acercan al televisor, otros van con los vecinos que usan su teléfono
inteligente para fotografiar y subir a redes el rastro de humo celeste. De
momento no hay otras noticias al respecto.
Regresamos a la casa del
anfitrión intrigados y animados por la duda. A cada rato, alguno trae una
noticia para explicar lo sucedido, jalando las opiniones y observaciones de
vecinos, sumando pequeñas impresiones de Internet. Al rato el consenso es que
un pequeñísimo meteorito cayó en el bosque cercano, pero un adolescente
puntualiza: “Mientras no sepamos qué es, queda definido como Objeto Volador No
Identificado, por tanto es un OVNI.” La mayoría sonreímos y lo tomamos a broma.
Después del alboroto
sigue la plática amena. Me distraigo en mis pensamientos y surge una idea astuta
para acercarme a la chica suicida: con unas cartas españolas o de tarot
lograría franquear la barrera. Es previsible que una joven nerviosa y llena de
inquietudes acepte una lectura de cartas mientras se distrae. Cualquiera da
información en exceso a un lector de cartas con tal de obtener una adivinación
y eso es el objetivo. Solicito al amigo:
—Ya sabes que favor con
favor se paga; tengo una lectura de cartas más tarde y no me dará tiempo de
regresar a la casa. ¿Tendrás unas de tarot que me puedas prestar?
De antemano ya sé que sí
atesora de varios modelos de cartas y con el tarot Rider repetido. Lo guardo en
un bolsillo con la promesa para devolverlo y en el otro pongo al libro
recuperado: las ventajas de un pantalón ancho.
El tiempo pasa volando en
la sobremesa y debo retirarme. Tras reiteradas promesas de visitarnos más
seguido, monto en un transporte público que desciende desde esa ladera
suburbana. En el camino mastico una explicación adicional de mi amigo sobre
Quetzalcóatl, representado como rayos y meteoros celestes. El sabio civilizador
fue engañado por su hermano para emborracharse y perder su virtuosa reputación
entre los toltecas; agraviado se alejó hacia el Occidente y por un ritual —inmolado
en la hoguera— ardió hasta que el don sublime lo convirtió en estrella,
elevándose —desde ese eón inmemorial— cual lucero del alba. Pero no siempre se
interpreta al dios Ave-y-Serpiente como Venus, un brillante punto lejano,
también lo miraron agitado con su cauda flameando: el civilizador se
metamorfosea en rayo (¿existe algo más aleccionador
que el asombro ante el rayo?) o en meteoro, justo ese estruendo inexplicable y repentino
irrumpiendo desde del cielo, sin que comprendamos ni idea sobre su motivación. ¿Qué
insistencia esa de regresar tronando desde los cielos? Eso irrumpe por lo
súbito y llama la atención —vigorosa e irremediablemente— sobre nuestras
preocupaciones y volviéndolas pequeñas.
El camión desciende
mientras lanza humos desagradables y salta sin misericordia sobre cada bache
—un colegial sentado a mi lado los numera con descaro, del 1 al 43, cual
estudiantes desaparecidos— mientras intento no prestar atención a la molestia
física. El coxis se revela y recuerda sus ocho orificios invisibles desde el exterior;
un tema que a un profesor le gustaba preguntar en su clase de anatomía.
¿Cuántos orificios naturales encuentran en el coxis? Desconozco si respondíamos
correctamente; el número ocho abría el único pasaporte hacia la calificación
aprobatoria. Cada quien sus obsesiones, por mi parte imagino dos series de
cuatro luces situadas en el eje de los glúteos; conforme maúllan martirizadas
por un camión con malos muelles, se van encendiendo desde abajo para anunciar
un despegue intergaláctico. La necia cuenta del estudiante colaboraba para ir
incrementando el color de los foquitos de alarma en los orificios del coxis y
estoy molestándome; hasta intuyo un pleito con el chofer; pero el alumno se
detiene en el bache número 4300 y se levanta del asiento con un gesto de
calambre en el estómago. Con un grito exige una parada precipitada que —según
las costumbres de este transporte— se regala en compensación al mal servicio; a
cambio de humo y brincos, mareos inopinados y falta de asientos, los camioneros
facilitan la bajada en cualquier momento, sin esperar hasta los sitios
asignados —mandan al averno a sus reglamentos. El freno provoca un jalón y también
una señora al fondo se queja porque casi cae de bruces. El colegial baja
precipitado y, de inmediato, gimotea junto a la unidad, doblando el diafragma para
expeler su último alimento, mientras voltea hacia los pasajeros, con un gesto peregrino
de un culpable solicitando piedad. ¿Existe culpa al no soportar tanta agitación
involuntaria? Suplico en silencio que esa señal no augure infortunios.
La escena desagradable
invita a la curiosidad: miles de personas cruzándonos a cada minuto y nos
resultan tan desconocidas. Ese estómago débil sabía que pertenecía a la
matrícula universitaria por una tira de materias que sobresalía a un libro que
mantuvo cerrado durante el viaje. Aunque era simpático (adiviné al Quijote
juvenil en potencia, implorando por las almas de los desaparecidos y el
advenimiento de la justicia eterna), pero no quise platicar con él, para enfocarme
ansioso y hasta anhelante sobre el destino al cual esperaba encontrar en la
tarde. Sin embargo, quedaba frustrada esa siguiente estadía, pues el
espacio-tiempo se torcía en nuestra proximidad —lo cual es irrelevante, porque
se ha doblado bajo las llantas del transporte. Faltando unas cuadras para el descenso
otro bache grande vence la resistencia de materiales y un ruido contundente
anuncia una descompostura. Continua una mala racha, primero el estómago
estudiantil y luego el sistema de tracción mecánica. Con el viaje detenido, comienza
una discusión entre algunos pasajeros:
—Nos debería devolver el
pasaje.
—No se fijen; el próximo
camión los levantará —el chofer se adelanta y ataja el comentario—, sin
cobrarles, pero tarda un poco.
—¿Cuánto cree?
—Máximo una media hora, a
lo mejor mucho menos.
Yo prefiero continuar el
trayecto a pie; de por sí, será benéfico para mis asentaderas. Sin obligaciones
ni temores, suelto palabras sin pensar al bajar los peldaños del camión:
—El pulpo camionero es
una mierda.
Otros pasajeros que
también decidieron caminar, festejan la ocurrencia y lanzan chiflidos con
insultos hacia el automotor descompuesto y su manejador.
¿Pulpo camionero? Dibuja
la visión de las rutas atacadas por el enemigo del capitán Nemo, el mitológico calamar
gigante que emerge desde aguas turbias y extiende tentáculos colosales. La
ficción novelada se convierte en ingratitud de la memoria, simplezas empleadas
para el discurso político. ¿Qué culpa cabe en los calamares frente a las
torpezas del transporte público? Por si fuera poco, al avanzar las calles una
lluvia reciente e irregular ha colmado baches con una mezcla negra entre agua,
tierra y basura. Reaparece la idea del cefalópodo con su tinta lanzada a
diestra y siniestra hasta conquistar esta urbe.
Al acercarme al paradero
de camiones pulula gente en zigzagueante hormiguero; indiferentes y apresurados
nos evitamos unos a otros. Cooperan en la saturación los puestos callejeros y
sus vendedores nerviosos buscando finiquitar su jornada lo más pronto; también
convergen muchos vehículos maniobrando sobre el asfalto, pitando y bufando en
su prisa. Gran parte del gentío se dirige hacia la entrada descendente del tren
subterráneo.
El viaje bajo el suelo
fue desagradable, pero no quiero entrar en detalles que desvíen este relato. Tras
el sobresalto momentáneo del subterráneo, logré alcanzar la superficie, para
respirar el aire a ras de suelo y contaminado de la Estación Allende. Luego
recorrí con prisa las largas cuadras del Centro urbano, para llegar antes y adelantarme
al reloj coronando la Catedral Metropolitana, a las 6 pm la hora en que arrean
la bandera monumental del Zócalo. Acudo unos minutos antes. Desde atrás diviso
los perfiles barrocos de las canteras de Catedral; su pedrería opaca transpira
la acumulación de siglos y fe multitudinaria. El misterio de las curvas
barrocas —labradas a cincel y agotamiento de indígenas— siempre fascina e
intriga. ¿Algún humilde cantero ganó el cielo por dejar la mísera osamenta
entre piedras y esquirlas? Un solo obispo cuando elevaba las manos para
agradecer su bienestar y riqueza ¿recordó al más pequeño de los talladores de
rocas en su momento de gloria? Que todavía los obispos imitan más a reyezuelos
que a pastores, sin embargo, nuestra gente tiembla y se agacha ante sus voces
hondas: de ancianos incomprensibles. Hace siglos ellos hasta pronunciaban misas
en latín, dedicadas para la élite de los conquistadores y testaferros
novohispanos; afuera se agolpaban los
rostros morenos y los pies en huaraches, mientras el prelado repartía ostias y
bendiciones para los elegidos, las élites. Al morir se colocaba el cuerpo de
cada obispo en el pudridero ubicado en el sótano de la catedral: lenta
corrosión hasta terminar en puros huesos. Curioso privilegio de obispos el
descansar carne putrefacta bajo los altares barrocos, iluminados por laminillas
de oro reflejando candelabros y cientos de veladoras. ¿Ese cuerpo refleja a un
verdadero privilegiado? Ninguno regresó para contar que había logrado el cielo
o que ardía en el infierno, según advirtió Dante, al colocar a tantos prelados
y hasta Papas entre los círculos inferiores de la tortura infernal.
Tampoco es momento de
entretenerse con la Catedral y las sotanas enterradas. Enfoco la atención en el
modo de abordar, utilizaré una combinación de cursos de actuación y las artes
adivinatorias. Pongo en “on” mi lado femenino, afino la voz para personificar
un adivino gay, al estilo que nos acostumbró la radio y televisión con los
talentos de Estaban Mayo y Walter Mercado. Esto será una parodia, pero sí creo
en algunos oráculos y no me burlo del tarot que es un enigma abriendo el portal
de otros arcanos. El futuro sí podría haberse ya escrito, si existieran más
dimensiones que las evidentes; las adivinaciones no resultarían tan ilógicas al
agregar una perspectiva superior, pero ahora divago y vendrá el momento de la
suprema concentración. Cierro los ojos para conectarme con un manantial de
clarividencia, esa percepción espontánea que nos abre los ojos un instante
antes de que suene el despertador. Esa intuición indica que la espera debo
hacerla en la esquina norte, en la intersección frente al antiguo Monte de
Piedad. No he elegido la gran puerta
frontal, sino un costado de la Catedral, eso es lo que dicta la intuición.
Mientras espero también
selecciono y separo los arcanos mayores del tarot, que así es más fácil
elaborar la adivinación y recabar información. Conforme separo cartas divago con
el nombre “montepío” que es un juego de contrarios: la doble-lengua no la
inventó Orwell en su novela 1984,
sino la hipocresía lejana y hundida en los siglos inmemoriales. El manto
católico disfrazó de piedad el oficio del agio: sangrar a quien menos posee con
intereses desmesurados. El monopolio del banco usurario quedó en manos del
Monte de Piedad que prosperó en mitad de una nación de millones de pobres. La
masa de riqueza acumulada en el montepío oficial se distrajo en ocios y
vaguedades, con algo de limosnas y muchas buenas voluntades, pero jamás sirvió
para sacar a las masas novohispanas de su miseria. Para la visión católica
añeja del “valle de lágrimas”—fuera de moda hasta para la mayoría de los
católicos—destinado a pagar el pecado original, resultaba estimulante mantener
la miseria y dar un comino en caridad, porque sería una herejía protestante trabajar
suficiente para salir de pobres…
De nuevo me distraigo,
debo enfocarme en la búsqueda y pronto los encontraré… supongo. La mirada
interior tranquiliza frente al gentío que se desplaza sin prisa ni pausa; en movimientos
orientados en flujos y avances, conforme las luces de paso permiten cruzar las
aceras y el asfalto. Pronto se encenderán las farolas múltiples que pintan
nuevas tonalidades del Centro Histórico. Además, la única hipótesis razonable
es la puntualidad; si ellos se retrasan jamás los encontraré; sin embargo, la
intuición dice que van acercándose. El vestido amarillo de ella se distinguirá
a distancia y eso provoca optimismo. Conforme espero, repaso mentalmente
argumentos previsibles para nuestro acercamiento.
Todavía no son las 6 pm y
por impaciencia camino hacia la próxima esquina rumbo a la orilla de la plancha
del Zócalo. Sobre la bocacalle se asoman restaurantes y cafeterías con mesas
junto a las aceras y ahí descubro a la distancia: brilla el vestido amarillo de
la joven suicida. Enfoco la vista para descartar una confusión motivada por la
ansiedad. No hay duda son los mismos dos jóvenes sentados ante una mesita
próxima a la acera, cubierta por una sombrilla. Están en el área de fumadores
de ese pequeño restaurante. Hay gente parada esperando para obtener la próxima
mesa que se desocupe y esa circunstancia servirá de coartada.
Él ojea a la distancia esperando
encontrarse con alguien; ella fija la vista hacia abajo, con labios apretados
entre mohín de fastidio y aburrimiento. No platican, supongo cansancio y
tensión. Pero la oportunidad no durará y es posible que dentro de unos minutos
se levanten de ahí… sus vasos de café están vacíos. Aprieto el paso y traspaso
el umbral de rejas abiertas del restaurante. Genero una cara curiosa, entre
dolida y sonriente:
—Disculpen que me siente
un instantes —digo, mientras ocupo una silla en su mesa— sufro de hipoglucemia
y estoy al borde del desmayo —junto los dedos acortando una pequeña
distancia—, así a tantito así, por eso no puedo esperar parado; hasta siento un
mareo, nada más será un instante… ¿No les importa, verdad? Será un instante por
caridad y humanidad ¿Verdad que sí?
Él idea algún pretexto
para rechazar esa intrusión:
—Es que nosotros…
Intercepto la respuesta:
—¡Qué lindos! No saben,
este mínimo instante me salva la vida entera —y giño con una sonrisa
agradecida— ahí está la mesera; —subo la voz y agito la mano— señorita, por
favor un café doble con azúcar natural y lo que pidan mis benefactores; vamos
pidan algo más, no sean tímidos que les invito.
De inmediato la mesera se
ha aproximado y acerca la libreta para apuntar.
Insisto:
—Aunque sea, unas
galletitas.
En cuanto la mesera se
retira sigo con el argumento:
—A lo lejos vi que son
ángeles, porque entre otras virtudes soy taumaturga y nigromante, aunque
platicar con espíritus no es tan agradable; cada vez que estoy en una situación
difícil se aparece la gracia divina y ¡zas! Viene la protección, porque la
existencia en “Defiéndete” no es sencilla, lo mejor es andar protegidos o guardar
amuletos, donde cada cual cree lo que conviene.
La osadía (mejor diría
insensatez) de investigar a desconocidos exige lograr lo que en francés llaman
“rapor” (ser empático, pues) y, en sincronía, agudizar la observación. A ella
la observo con más detenimiento: sus rasgos son más finos y agradables de lo
que noté a primera vista (o bien ¿la estoy idealizando?); su nariz es más
delineada y perfecta (según una descripción de la mosca que se posó sobre la
nariz de Cleopatra); los ojos grandes y en forma de almendra; agita sus manos
con dedos de artista (alargados según el estereotipo); y el grosor del cabello oscuro
evoca firmeza y un tono casi bruñido. El color de su tez ahora es más moreno contra
lo revelado por sol de mediodía; aunque bajo la luz artificial del elevador
resultó opaco y hasta cenizo; en cada ocasión percibo un viso tan diferente,
desde una sensación de blancura lunar hasta este nivel de bronce moreno (imaginamos
proveniente de la fragua de Vulcano). En los bordes de su cuello, escapan contornos
de tatuajes y lo mismo bajo la línea del vestido, aunque esos dibujos en la
piel son indistinguibles a primera vista me evocaron a la Malinche pintada por Diego
Rivera.
Logré generar la
simpatía, arrancar un par de sonrisas y antes de que trajeran el café y las
galletas, ambos jóvenes ya suplicaban les leyera su suerte. Lo ofrecí sin
costo, porque ese es el código correcto y, para ser más precisos, la etiqueta con
el tarot evita las predicciones, pero la mía era una excepción para una causa
justa.
—Primero las damas
—anuncié— suponiendo que la sesión sería breve.
En la tirada agregué una
variante:
—Pon tu mano en este
extremo y pronuncia tu nombre de pila completo; en este otro, tus apellidos;
luego, repite, “quiero saber”, y sigue “pasado, presente y futuro”, después
“salud, dinero y amor”.
Logré la información
clave de este evento, su nombre verdadero: sin embargo, de ella reservo
celosamente su nombre, por motivos que serán obvios en esta narración. Comencé con la impactante revelación de lo
que ya sabía sobre la desesperación y tristeza; la amenaza de lanzarse desde un
edificio altísimo. Sonaron campanadas a la distancia —con la vibración del
corazón antiguo y católico de la Catedral— y le dije:
—Sientes enorme pena en
tu corazón; un lastre que tira hacia el abismo… Veo un rascacielos casi al
mediodía… Has sentido ganas hasta de matarte.
Ella se sorprende y me
interrumpe:
—No siga, todavía siento
el vértigo; tuve el riesgo de matarme, pues…
Él la desestima y sus
labios traslucen enojo:
—Siempre con tus
arrebatos y amenazas.
Le planteo nuevos
argumentos y no digo todo lo que intuyo; la conmino para la reconciliación con
la vida; explico que la tristeza provine del karma de las existencias pasadas y
el suicidio empeora al mismo karma. Ella va exponiendo detalles de su origen
familiar mientras doy mis explicaciones.
—No tenemos tiempo de
terminar una lectura completa que duraría una hora larga y ahora le toca al
joven.
—Deberá ser muy de prisa,
que tengo una cita aquí cerca.
Repito la operación y ya
tengo sus dos nombres para recordar mientras bebo con deleite el café. Utilizo más la intuición para exponer detalles de su familia y su esencia
interior. Él asiente ante mis afirmaciones y agrega piezas del rompecabezas:
—Sí, originarios de
Tepito… Venta de fayuca, que antes era negocio… No acabé mis estudios… Mi papá
nos dejó.
Cuando él apresuró, ella
objetó:
—Puedes ir solo a la
cita; yo me espero aquí para preguntar más sobre mi destino.
Se despiden con un beso
en la mejilla; sigue el interrogante sobre su tipo de relación sentimental.
Oscurece de prisa y los
reflejos de neones artificiales se duplican en las vidrieras de los comercios. Las
luces artificiales hacen más patentes los apresuramientos; más marcada la
velocidad de los vehículos; notorio el paso apresurado de compradores. Dentro
de unas horas la agitación cederá sitio a la placidez nocturna, cuando hayan
cerrado casi todos los comercios y oficina, cuando sean escasos los peatones y
la luna bañe con otro éter al manto estrellado —con diamantes tenues por la
contaminación.
La misión que inventé
requiere pocos detalles:
—Te marco para que tengas
mi teléfono por si quieres resolver alguna duda o quieres recomendarme para una
lectura, que esa sí sea con cita y no sea cobrada, porque a la gente rica sí le
cobro; tú sabes, que pague el que tenga, cual Robin Hood, quitarle a los
ricachones.
El intercambio de
teléfonos ha concluido:
—Pero te siento
preocupada…
Abre los ojos grandes; agarra
mi diestra entre las suyas y con tono de confesión suelta:
—Es que él y yo somos parientes…
primos; es asqueroso que él insista en que seamos novios; sí, he cedido ante
sus insistencias; pero no debe ser… imagino que hasta tendríamos niños con colas
de… —se ríe y le sigo la corriente— con colas de puerquitos. No es que él no me
guste, pero tampoco es la gran cosa; ya le he insistido en que no nos veamos, y
no entiende, es cabeza-dura, bien terco; las mismas veces que lo rechazo,
insiste, me invita, regala y hasta que doy la mano a torcer.
Le refuto que eso no es
motivo para suicidarse y ella argumenta:
—Lo de él nada más es la
gota que derrama el vaso; cargo problemas y tristezas desde chica… Esta vida ha
sido difícil.
Empezó a explicarme un
conflicto con su madre; luego sobre un muchachito darketo que fue su primer amor, pero que una hermana mayor se
adelantó y desde entonces no se hablan bien… Retazos de sus amoríos
adolescentes, por lo demás comunes.
No interesan los detalles
de la telenovela de su adolescencia, sin embargo, para conjurar su perspectiva
suicida se requieren pormenores. Creo con firmeza que evitar un desastre
individual contribuye para alegrar hasta las estrellas; según la fe del
Renacimiento, nuestro microcosmos humano se engarza con el macrocosmos entero. Esa
adolescente flaca es el desafío del microcosmos en el mosaico gigante de la
megalópolis, ciudad-vértice hacia el cielo o el abismo trágico. Cada jornada
abre otra oportunidad para salir airosos de ese encuentro. En ese nivel de la
plática concluyo que para ella su existencia carece de propósitos y, por eso,
está dispuesta a ofrendarla desde el borde de un edificio. Urge descubrir su
verdadero objetivo y así quedará conjurada esa superficialidad, porque —según
sus gestos y declaraciones— bastó un disgusto irrelevante para colocarla al
borde de la cornisa. Urge dejar un consejo que ancle su corazón.
Suena su teléfono con la
llamada del primo y pretendiente; ella contesta regresando al gesto de
fastidio:
—No te preocupes si demoras;
sé cómo regresar a la casa.
Se despide y explica que
él es un fastidio empalagoso, que preferiría alejarse. La intereso sobre
continuar la lectura del tarot para revelar vidas anteriores. El asunto de las
existencias anteriores despierta su curiosidad y emoción; asiente con la cabeza
y ansía saber más. La curiosidad es buen anzuelo; ya debo concluir esta
improvisación y prometo una reunión posterior.
—El sitio ideal para
resolver el enigma de tus “vidas pasadas” es el Castillo de Chapultepec mirando
el Altar a la Patria; la respuesta no surge en cualquier sitio.
Eso es un juego de
acertijos y pretendo resolver los míos antes de reunirnos. Ella parece conforme
y le suplico que prometa solemnemente que no se acercará a ninguna cornisa
antes de reunirnos. Levanta la mano derecha con la palma extendida y finge una
voz seria para pronunciar: “Prometido”.
Alrededor el tráfico se
reduce y los peatones van con menos prisa, signos inequívocos de que ya es más
tarde de lo que suponía. Al despedirnos nos enfilamos hacia direcciones
contrarias: ella al Zócalo y yo rumbo a la Alameda. Quiero caminar un rato y
aclarar la situación, luego disfrutar un vistazo al Palacio de Bellas Artes cuando
queda iluminado.
Avanzando entre el
laberinto de sensaciones urbanas con sus remolinos de aromas ocres y hasta
desagradables, siento que el vínculo con ella se define más de lo que sospechaba.
Busco un plan para sacarle bien de la cabeza sus tendencias suicidas, pero ¿no
es suficiente una recomendación? ¿Pretendo ser su padre o su amante? Desde el
adivino gay al amante sería un entramado absurdo, cual galán Mauricio Garcés en
la película El modisto de señoras.
Sonrío ante el desatino, por si pretendiera (sin darme cuenta al principio)
sacar esa ventaja. Agito el aire abandonando las ideas lascivas, me repito que
este viaje de seguimiento surgió con una intención noble y así deberá
mantenerse.
Las viejas casas con más
de un siglo miran hacia la calle, con sus ventanas de negocios y oficinas, que
—paulatinamente— se van apagando. Los paseantes avanzan con indiferencia.
También se mantienen iluminados algunos grandes aparadores de comercios, salpicando
el ambiente con coloridas mercancías. Patrullas policiacas con torretas azules
y rojas recuerdan que la capital no es muy segura; un camión de basura
(mastodonte mecánico y salpicado de suciedad) indica que nuestra humanidad
exuda desperdicios cada instante. Hay tantos restos que desechar a cada minuto:
envases, restos de comida…
Faltan unos metros para
alcanzar la enorme avenida Lázaro Cárdenas cuando una voz femenina llama a mis
espaldas:
—Espera tengo algo
importante que mostrarte.
Es ella marchando de
prisa hacia mí con expresión de traviesa. Más que marchar, lo suyo es un saltar
juguetón. Al encontrarnos me abraza; sus brazos y pecho rodean con la
naturalidad de las amistades de siempre y sin segundas intenciones. Explica —en
frases cortas— que aprecia lo revelado en las cartas y había optado por tomar
el rumbo opuesto, pero notó mi ruta y esa fue una oportunidad (el destino
uniéndose al azar), porque siente una imperiosa urgencia por mostrarme el
motivo real de su tendencia suicida; insiste en que expondrá el “verdadero
motivo” que no es sencillo de revelar ni fácil de creer. En la Torre Latinoamericana, ella argumenta,
su explicación será coherente y con pruebas contundentes; en cambio, en
cualquier otra situación yo no la comprendería o sospecharía de su palabra.
Acepto su explicación y
nos encaminamos a la tan próxima Torre, que está a unos cuantos metros. Ese
rascacielos, durante muchos años presumió ser el edificio más alto de toda
Latinoamérica y, en los últimos decenios, una loca carrera por erigir edificios
lo dejó atrás. Al menos en el Centro Histórico sigue siendo el edificio más
alto, como si una ficción modernista hubiera crecido en mitad de ese mar de
construcciones centenarias y cargadas de recuerdos. Ella conoce a los
vigilantes en ese edificio porque su madre trabajó antes ahí y una tía lo sigue
haciendo. Para alcanzar la cima y su mirador deben utilizarse dos elevadores;
primero al piso 33 y luego otro tramo.
En el camino ella sigue puntualizando:
—Es que más chica ingresé
a un grupo de bailarines y ahí estaba una fulana a la que trataban de
princesita; esa era la consentida del líder de la danza de concheros. Desde que
entré me fastidió y en todo estaba en pique contra mía. Ella estaba tatuada, en
varias partes del cuerpo y presumía que cada uno la adornaba a modo de trofeo. Los
danzantes de verdad sí se los ganan, pero ella nada, era pura simulación. Encontré
a un señor mayor (tampoco tan viejo, vayas a pensar) que comprendió mi
problema, porque los tatuajes debían ser de motivos de los antepasados. El
tatuador era una especie de mago y curandero que también bailaba, pero no
siempre acudía a los eventos ni visitaba las iglesias como los demás; como sea,
al tatuador le decían Tata y lo respetaban. Cuando la supuesta princesa supo que
el Tata comenzó a tatuarme pues tomó más coraje en contra mía. Y me inventaba
chismes. Para enojarla, no paré y me hice cuantos pude. Que en la casa me
regañaron al principio y castigaron, pero cuando mamá se convenció de que no cambiaba
de parecer, pues dejó de molestarme… únicamente amenazó que no debía hacérmelos
en la cara. Que eso sería ya demasiado loco, nunca pensé en ponérmelos en la
cara, pero sí en cualquier lado que ocultara con la ropa, eso es hasta la línea
de los muslos y te lo voy a mostrar.
Siguió con su explicación
y volvió a decir que los enseñaría. En eso me precaví, porque desconcertaba esa
imagen. ¿Qué tanto pretendía enseñar? Negué:
—No es necesario que me
muestres nada, yo te creo.
—Déjame que te cuente
bien, para que entiendas que debo mostrarlo, tampoco pienses que estoy
descocada ni que me gusta encuerarme, así no más.
Sonó el timbre de la
cúspide del elevador intermedio y desembocamos en un pasillo con grandes vidrios.
La ciudad se extendía en tapete de luces sobre fondos ocres y la proximidad del
Palacio de Bellas Artes invitaba a contemplarlo. El mármol blanco del edificio
iluminado por enormes reflectores provoca una impresión de irrealidad; pues,
colocado a la orilla del parque Alameda, baña de ficciones al entorno; como si
delimitara el espacio del reino de las hadas y detuviera la agitación urbana a
su alrededor. Al compararse con los árboles del jardín público, como de
elefante marfil su tamaño resulta colosal y no tanto por su altura, sino por aglomerar
un bloque blanco destacándose contra un entorno de oscuridad: el parque
somnoliento, salpicado de farolas que nunca compiten contra ese deslumbramiento
de color blanco del Palacio. Por si faltara fantasía, las abigarradas figuras y
curvas de su diseño caprichoso, nos colocan más próximos a la pastelería
infantil que a la arquitectura, aunque un pastel monumental. El visitante
descuidado no sería capaz de adivinar el propósito de la construcción hasta
informarse que ahí está el corazón del culto a las artes desde hace más de un
siglo.
Cesamos la contemplación
del Palacio de Bellas Artes y el juego de luces de la ciudad, entonces ella
siguió con su explicación, mientras yo intentaba adivinar hacia dónde se
dirigía su revelación y las hipótesis más lógicas indicaban que estaba molesta
con algún tatuaje, quizá le recordaba a su amor frustrado o un acontecimiento
vergonzoso. Debía referirse a cualquier situación que se atesora y también lastra
con una carga, nimiedades de infancia que son pesadas para quien las sufre,
pero basta mostrarlas con otra luz para que se disipen.
Volvió a explicar por qué
la mentada seudoprincesa bailarina era tan desagradable y envidiosa. Según esto
era torpe danzando pero cautivaba al jefe de grupo, mientras ella misma
progresaba en los bailes tradicionales con rapidez y de ahí crecía el problema.
Al dar un vistazo final
al panorama y antes de tomar el segundo elevador, tomó mi mano y colocó mi
palma al costado de su abdomen, indicando:
—En esta parte siento al
Palacio marfil iluminado, con un crecimiento suave, de tripas moviéndose… ¿No
lo sientes?
—Nada se mueve, no sufres
de indigestión…
Insistió un poco con mi
palma al costado de su abdomen plano y, luego de breves momentos, de
interrogarme con su silencio:
—Claro, es que así no lo
notas, ya te mostraré.
Tomamos el siguiente
elevador, pero ella lo detuvo unos niveles antes del final, explicando que su
tía le confiaba las llaves de una oficina, por alguna razón desconocida.
Regresé al pretexto de que ya no contaba con suficiente tiempo y ella indicó que
sería breve lo que aclararía todo.
—Nada más vas a dar un
vistazo.
Abrió la puerta de madera
de una oficina ordinaria. Lo más notable era que en las paredes había cuadros
con temas abstractos y de colores brillantes; en lo demás nada llamaba la
atención.
Ella señaló un sillón forrado
y pidió que me sentara ahí. El diván recibió mi cansancio; era cómodo, marrón y
de cuero, muy mullido. Ella se paró enfrente, cerró un momento los ojos y antes
de proceder, declaró:
—No hay problema porque
eres gay y esto es más penoso para mí que para ti, así que aguanta la
respiración y no digas ni una palabra hasta que veas bien, lo que se dice mirar
muy bien. ¿Lo prometes?
Levanté la mano y dejé
asentada una promesa (que hice a la ligera, pero me dominaba la curiosidad) con
la voz más gay que podía emitir mi garganta:
—Promesa de “niñas bien”.
Coloqué las manos en los
descansos y crucé las piernas para contener cualquier señal equívoca.
Ella bajó los brazos y
tomó el filo del vestido para levantarlo hasta su cabeza. De inmediato se
alumbró una complicada trama de tatuajes que cubría por completo su piel desde
el nivel de los muslos. Eran tantas las figuras que no diferencié a ninguna. Ella
se movió para desprenderse por completo del estampado amarillo y luego, con
agilidad puso las manos atrás para deshacerse del sujetador. Señaló a un
costado de su abdomen:
—Lo que tocaste sobre el
vestido contiene la imagen de Bellas Artes, el Palacio que recién miramos; así
es todo, tengo reproducciones de la ciudad y sus historias; en principio es
difícil distinguir lo verdaderamente increíble; en cuanto te fijes mejor
observarás que se mueven.
Era sorprendente el
lienzo que había tatuado en su cuerpo, una especie de mapa con pequeñas
representaciones superpuestas de los edificios más emblemáticos de la gran ciudad.
El movimiento no lo percibía, sino una serie de pequeñas viñetas sobrepuestas indicando
a escala los palacios, edificios, monumentos, avenidas y su gente. Por mi mente
volvió el tema del microcosmos: ella sí encerraba el microcosmos de esta
megalópolis. Parecía como si las representaciones estuvieran dibujadas en capas
de cristal superpuestas y los monumentos minúsculos y diáfanos se encimaran
unos sobre otros. Dije:
—Es una obra de arte, ese
Tata debe ser un genio.
—Más bien un chamán.
Ella siguió explicando
que el dibujo de la ciudad suele permanece quieto, pero cuando asciende,
subiendo físicamente varios pisos, cobra movimiento y eso la afecta después:
—Casi siempre controlo la
situación. Conforme los dibujos despiertan yo siento una especie de borrachera;
me gusta al principio, disfruto un cosquilleo en la piel y algo de euforia,
como el inicio de la parranda. Estoy sensible y alegre, pero es un riesgo,
conforme pasa más tiempo en las alturas quiero más y, sucede, que salgo de
control. A veces pierdo la cabeza, como si empezara a soñar, y eso es lo que
sucedió hoy en la mañana que tuve un impulso suicida, pero no era premeditado. Al
enorme edificio del WTC, al sur, había acudido para un encargo de trabajo y por
eso le pedí a mi pariente enamorado que me acompañara, por precaución. Él es el
único que sabe esto que me sucede, y bueno, ahora tú también ya ves que las
imágenes adquieren vida y comienzo a sentir ese ahogo y agitación.
—Y ahorita ¿ya te sientes
algo emborrachada?
—Sí, ya estoy sintiendo
esa diferencia y además estoy más perceptiva, capaz de descubrir cualquier
secreto; sería capaz de adivinar las cartas mejor que tú.
—No he notado que se
muevan los dibujos —objeté—, eso no he visto que suceda.
—Eso avanza poco a poco,
debes acostumbrar la vista, son pequeños cambios; yo lo siento a modo de un
hormigueo, que aumenta, hay que esperar un poco a que tu vista lo descubra. Además,
el Tata explicó que ese movimiento tiene un sentido ritual para subir a las
pirámides, que por eso lo correcto es evitar ascender sola. Al principio, me
pareció que yo lo controlaba y bastaba un esfuerzo para que no hubiera
movimientos, pero ahora más allá de un “punto sin retorno” es imposible
evitarlo; así, que para que no me ponga mal, tampoco nos tardaremos demasiado
en regresar a nivel de piso.
—Pero todavía yo no he
visto que nada se mueva.
Ella torció la boca y
dijo, que “Hay sitios donde el movimiento es más evidente”. Dio un paso
adelante, colocó la rodilla sobre el descanso del sillón y aproximó un seno a
mis pupilas, exigiendo que mirara con fijeza. Reprimí los deseos que comenzaban
a delatarme y noté que descubría mis hormonas alborotadas. Ella insistió en que
yo mirara con fijeza hacia un punto y relajado mientras su cuerpo permanecía
encima del mío. Respiré despacio para controlar cualquier pensamiento
inoportuno. Ella siguió indicando que mantuviera la vista fija y relajada. La
respiración se sosegó, por fin logré concentrarme según sus indicaciones y, en
ese momento, cual pintura tridimensional las diminutas imágenes superpuestas
empezaron a moverse en un caleidoscopio.
Asentí:
—Esto es increíble, sí se
está moviendo.
—¿Qué ves? Dime algo.
—A un lado del Templo
Mayor azteca, avanza una procesión de vasallos cargando ídolos y plumas para
entregarlas a los pies del dirigente, debe ser el mismo Moctezuma, quien
permanece sentado y recibe las caricias de enormes abanicos; a los lados, familias
nobles comen exquisitos platillos sobre vajilla policromadas; afuera del
antiguo palacio miles de indígenas sencillos acuden al Tianguis de Tlatelolco
para intercambiar artesanías y cosechas tan variadas, que tardaría en
describirlas. Arriba del Templo bailan los sacerdotes y entonan cantos de
plegaria y desesperación; tres cautivos ataviados también giran en una danza
que los prepara para el sacrificio. A un costado de la pirámide una legión de
guerreros, ataviados de águilas y jaguares simula entrar en batalla; su
algarabía y fiereza causa turbación a los demás indígenas. Hacia el horizonte destellan
los espejos de agua lacustre, tonos azules y turquesa regresan la claridad del
cielo, mientras las canoas navegan despacio con enseres traídos desde la
lejanía… Cuatro luceros me sorprenden y conmueven, son los ojos bruñidos de mi
madre y hermana perdidas que brillan entre las ondulaciones ligeras del antiguo
lago.
Lo que dije explicaba menos
de un centímetro de piel dibujada bajo el seno; resultaba imposible distinguir
las otras extensiones simultáneamente. Ella insistió en que mirara otro
centímetro próximo a su esternón, aunque con premura pues comenzaba algún
malestar incipiente. Tras cambiar la mirada, un ejército invasor bajo la
bandera Norteamericana se aproximada, silencioso y cansado hacia el Fuerte de
Churubusco; donde los esperaban regimientos bajo la tricolor, agotados y casi
sin armas, temiendo un desenlace. La construcción de viejas canteras y de
adobes está ajada por el descuido y la alarma. En las calles se apreciaban
pocas carretas desperdigadas, los habitantes calzando huaraches corren a
esconderse y más allá de las ventanas las mujeres con rebozo están santiguándose
ante un desenlace fatal.
—Se aproxima un ejército
para doblegar a la ciudad, se enfila hacia el ex Convento de Churubusco; pronto
se rendirán los defensores, pues no tienen municiones para resistir.
Ella pregunta sí eso lo
estoy viendo; le explico que lo he mirado en parte y que, además, esa es una
historia conocida. Invita a que mire en otra dirección más próxima al diafragma
y son cientos de canteros indígenas trabajando para construir la Catedral; un
contingente moreno hormiguea para dar estabilidad y presencia física a sus
nuevas creencias y a los señores del clero, quienes guardan con celo las llaves
del cielo, según les dicen. Las manos maniobran con habilidad cinceles y
martillos, dando forma a bloques rocosos, dispuestos a servir; mientras otros
levantan las piedras labradas en canastillas y las trepan trabajosamente por
las paredes.
Cada vez observo con más
facilidad, también las edificaciones más modernas, los pisos diseñados y las
anchas avenidas llenándose de gente y vehículos; el manto urbano expandiéndose
y acaparando el Lago ancestral, luego trepando hacia las montañas…
Después, ella se quejó
pues comenzaba a sentir el malestar por el movimiento de sus tatuajes. Le
respondí:
—Entonces ya vámonos.
Comenzó a vestirse con
gestos rápidos, pero objetó de modo enigmático:
—No es tan sencillo
salir.
—Basta que tomemos el
ascensor.
Mi respuesta evadía el
sentido de su objeción.
Ella se había terminado
de arropar y empezó a mirarme de una manera inquietante; de pronto una idea la
inquietó, se puso molesta y torció los labios:
—Jugué limpio; pero falta
que tú lo hagas; no eres un verdadero gay, estuviste excitado. ¿Qué pretendes?
Al recordar este
desenlace es inevitable asociarlo a una escena de infancia. Es uno de mis
primeros recuerdos, apenas caminaba y mi madre se descuidó; sobre la mesa del
comedor colocó un jarrón anaranjado brillante. El objeto estaba por completo
prohibido para jugar, luego despertó la más intensa curiosidad y, el
procedimiento de párvulo, fue jalar lentamente el mantel hacia la orilla.
Cuando sentí que el jarrón se aproximaba jalé con ánimo provocando una
porcelana rota en añicos. De inmediato lloré y mi progenitora me tundió a
regaños.
Ante su exigencia de
sinceridad y la situación tan sorprendente, desenmascaré mi parte de engaño y,
con detalle, argumenté lo extrañamente que empezó ese día y el susto cuando
amenazaba con lanzarse desde el rascacielos. Me entretuve en detalles así que
transcurrieron los minutos. Esta parte de verdad resultaba tan sencilla de
explicar como desconcertante y
desagradable —para ella—, pues rechazó el argumento de la caballerosidad preocupada.
La joven recordó y se sorprendió:
—Estabas en el elevador, ahora
ya recuerdo.
Intenté tranquilizarla,
pero conforme agregaba explicaciones ella torcía la cara y demostraba
impaciencia convertida en franco enojo. En un momento dado interrumpió:
—Si te interesé tan sólo por
lo de esa cornisa…
Hizo una pausa mientras
su frente se arrugaba más y la mirada se cargaba con rayos de rencor o
vergüenzas por quedar descubierta. Ella no advirtió que mostrarse es tanto
motivo de temores como fuente de curación; pues lo inconfesable es una loza
pesada sobre la conciencia. Parecía que su mente se turbaba por nubes negras y
siguió con una breve frase:
—Nunca volveré a confiar,
pues eres… ¡un idiota!
Con brusquedad escapó
corriendo de la oficina y dio un portazo tras de sí. Tras un breve pasmo, reaccioné
para perseguirla y terminar mis disculpas. Cuando abrí la puerta de la oficina ya
no la divisaba, pero escuchaba sus pisadas, que siguieron por el pasillo hacia
una escalera y aún sonaban ecos hacia arriba, así que corrí con desesperación y
subí escalones. Eran muchos escalones y faltaban varios pisos para alcanzar en
final; escuchaba sus pasos siempre arriba de mí. Sentí que me faltaba aire al
rebasar el nivel 40, creyendo que ya estaba cerca de la fugitiva. En el nivel
de azotea había una puerta metálica cerrada, pero no atrancada; tardé unos
momentos para destrabar la entrada, suponiendo que ella amenazaba con otro
salto suicida. Cuando por fin abrí, sentí la noche indiferente abarcando ese último
piso y respiré el frío de la penumbra estrellada.
En el amplio cuadrilátero
del mirador no había ni un alma; unos focos mortecinos alumbraban apenas ese
sitio. Me dirigí hacia unos telescopios donde se paga por escudriñar hacia la
distancia y ahí tampoco se percibía a nadie. Nervioso y cansado asomé hacia
todas direcciones, sin encontrarla. ¿Se adelantó con un suicidio rápido y
silencioso? Abajo a nivel de las aceras no se vislumbraba ningún signo de
tragedia. Me acordé del teléfono y marqué su número, tuve la tenue impresión de
que timbraba pero ubicado muchos pisos hacia abajo y se hacía más tenue, mientras
marcaba sin contestación. No estaba cierto de esa impresión, los rumores de la
gran ciudad son tantos, un leve timbrado evanescente es fácil de confundir con
la respiración tan agitada.
La explicación lógica era
que ella bajó en lugar de subir o bien torció en alguna desviación y, pronto,
se burló de mi persecución fallida. Procuré dominar mi agitación y respiré con
lentitud, luego tomé un elevador para bajar. En la salida pregunté a los
vigilantes del edificio si había cruzado la chica de vestido amarillo y ellos negaron.
Esa respuesta no me daba confianza, pero salí y caminé apresurado alrededor de
la Torre Latinoamericana hasta cerciorarme que no había alboroto. En las aceras
de alrededor no existían rastros de tragedia y quedé tranquilo por ese lado,
pero cabizbajo y triste no tuve otra opción que alejarme del Centro Histórico.
Mientras me iba alejando, también pellizcaba mi brazo para cerciorarme de que
aquello no fue un sueño.
En los días siguientes
ella nunca contestó las llamadas, aunque las primeras veces respondió con breves
mensajes de texto: “No molestes.” Después vino el silencio de la indiferencia y
semanas más tarde su número telefónico informaba de cancelado. No detallaré las
pesquisas inútiles que hice para buscarla, aunque en pocos meses, concluí en la
imposibilidad de localizarla.
Un poco por frustración,
supongo, creció mi afición por trepar hasta los rascacielos que coronan la
megalópolis. Cerca de las nubes añoro esa conexión —tan fugaz— con lo asombroso
y la grandeza que rebasa nuestra comprensión. Desde cómodos miradores y a la
distancia, disfruto los movimientos multicolores de la gran ciudad; el horizonte
me embelesa y hasta tranquiliza. Tras
largas horas, zambullido en ese paisaje de lejana belleza, me siento renovado.
Esa calma se termina cuando, sin embargo, vuelvo a imaginar qué se sentiría tenerlo tatuado:
¿dolor o placer, ansiedad o alegría…? Nunca he resuelto ese dilema a satisfacción.
Cuando soy razonable, asumo
que jamás descubriré cómo surgió ese tapiz móvil de piel y estoy resignado. Cuando
soy pesimista recelo que sucederá lo mismo que con la caza de fantasmas; los
espectros se disuelven con la luz, pero amanece y su recuerdo se preserva. Cuando
soy más que pesimista, recelo que lo prodigioso desaparecerá y de ella solo
quedará una enorme mancha de tinta, caótica y esclerosada. Cuando soy optimista
creo que queda una pequeña posibilidad: quizá ella terminará por leer esto y
dejará su indiferencia, moverá la comisura de sus labios y reconocerá que
alguien quiere comprenderla.
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