Por
Carlos Valdés Martín
Noche tan esperada, cuando
regresaría la chica más hermosa de esta secundaria. Oscuridad cómplice de los
anhelos, sombra protectora de las ilusiones juveniles… Noche tan esperada y
preñada de sorpresas.
Era la primera fiesta
tras el regreso a clases y yo encerrado en el baño. Miré el espejo del baño:
fue un increíble y alucinante instante cuando el cristal cobró vida parlante cual
Blanca Nieves. Las gotas de rocío se
condensaban fantasmagóricas en el espejo. Percibí el cálido rocío contra el frío nocturno. Pregunté al espejo: “¿qué te sucede?” La bruma sutil
se convertía en labios y garganta. La respuesta fue peor de lo esperado, pues la
anhelada doncella había caído bajo un hechizo de algún Caballero Negro.
Bueno, eso no sucedía en
estricto sentido, pero era cierto que la chica ansiada, de nombre Gisela, había
regresado de la mano de un desconocido. Yo aguardé todas las vacaciones,
apostando a su retorno, soñando con un encuentro próximo.
Luego de lo crudo del
invierno —alegre para otros por la Navidad, para mí una temporada tétrica— esa
noche era la primera fiesta del regreso a clases, con la ocasión perfecta para
declararle amor juvenil.
Jamás antes compré una
rosa y esa vez… tal vez encontraba la frase exacta. Escribí y tache papeles
hasta que coloqué las frases que sentí mejores: “El brillo de tus ojos opaca el
sol cada mañana/ tu ausencia atrae la oscuridad más terrible/…” El poema estaba
incompleto y seguía reescribiéndolo en la cabeza; volvía a empezar: “El brillo
de tus ojos deslumbra al sol mismo…”
No estaba para bromas, me
encerré un rato en el baño y abrí el grifo. Corrió agua muy caliente, entonces
miré el vapor de agua suficiente como para que se opacara el espejo arriba del
lavamanos y se desinflara el rostro espectral. Con suficiente vapor sobre el vidrio
escribí con el dedo: “Amor” y luego lo borré. Volví a escribir “Amor”.
Seguí un rato hasta que alguien
importunó tocando; sonando la puerta una y otra vez, hasta que doblegó mi
pretexto de “Ocupado”. Borré el vapor sobre el espejo antes de salir.
Los demás chicos
conversaban o bailaban. Gisela se movía despacio, tomada la mano del
desconocido, al que llamé el Caballero Negro, un incógnito de nuestra misma
edad. Ningún rasgo del rival era llamativo, ni galanura ni fortaleza. Me
acerqué para escuchar si, al menos, tenía una pizca de conversación, pero nada
más se reía de lo que otros bromeaban.
Esa noche entré y salí
varias veces al patio. La fiesta era en una casa grande, prestada por Hilda, otra
chica de familia adinerada. La música subía y bajaba; los invitados seguían
llegando. Entre todos los amigos, Alberto ya sabía de mis pretensiones y del
evidente fracaso.
—¿Cómo que Gisela llegó
acompañada?
Luego Alberto dijo algo hiriente
en contra de ella, pero lo contuve. No quise escuchar nada malo sobre ella.
Simplemente una jugada del destino; había un tonto que se había adelantado.
Quizá Gisela lo conoció en sus vacaciones y él, simplemente, se adelantó.
Mientras bebíamos ponche ideamos
un plan, para que Alberto distrajera al novio nuevo. A él se le ocurrió el
pretexto de un reproductor musical, dejado en otra habitación. El pretexto
funcionó y debo agradecer a Alberto que abriera el espacio propicio para mi
oportunidad.
En cuanto Gisela se
separó de la mano del chico me aproximé con plena resolución.
—Me dio mucho gusto verte
de nuevo, había pensado mucho en ti durante las vacaciones—le dije y suspiré
ostentosamente, la miré a los ojos, esos de fuego que puse en papel— y hasta
compuse un poema.
—Yo también imaginé algo
contigo.
Y sonrió, pero desvió la vista
hacia una ventana, como si buscara una estrella atrás de una nube. Su silencio
espesó, más que la nube supuesta transitando desde el blanco hasta el gris.
—Me gustaría decirte el
poema, pero aquí no… aquí no te lo diría que me da penita.
Ella opinó:
—Afuera refresca el aire
y nadie molestará.
Se refería a la vía, en
frente de la casa. Salimos avanzando lado a lado.
Volvió el silencio entre
nosotros. Afuera la calle estaba iluminada por farolas y a lo lejos ladraba un
perro anónimo.
Por mi cabeza comenzaron
a volar ideas de que ella me rechazaría, aunque parecía muy complacida.
—Aquí ya lo puedes decir.
—Es que es corto.
—Como sea ya dilo.
—El brillo de tus ojos
opaca el sol cada mañana/ tu ausencia atrae la oscuridad más terrible/mil
tanques no derribarán este amor/ni la bomba atómica detendrá tu recuerdo.
Ella torció la boca, como
si no entendiera que era dedicado a su belleza. Le extrañó que no rimara y le
expliqué que no rimaba porque así es la poesía moderna, llena de imágenes y
fuerza, sin rima que eso se deja para las canciones. Me pidió que lo repitiera
y entonces vi que sus ojos adquirían otro brillo, como si se cuajaran lágrimas.
Ya le gustaba.
Recordé un ejercicio con
la letra “a” y lo recité, como para aflojar mi tensión. El ejercicio decía:
—Aves amarradas al
acantilado alborotan alas ardientes / Al amanecer, alzadas amarguras
andan atentas al amor, / Aguas apaciguadas, algo abatidas, amainan al alba. / Anhelo adosado, ante
amoroso asaz abandonado…
Comenzó a reírse, pero
como no le seguí la carcajada, cambió de actitud.
Parecía complaciente; pidió
que lo repitiera despacio y en eso estaba yo cuando surgió de la nada su nuevo
novio y me asestó un puñetazo en la boca del estómago.
Lesionado y sin oxígeno,
no alcancé a protestar ni a defenderme, mis extremidades quedaron petrificadas
por más que mi cabeza les exigía levantarse para responder con
bofetones.
Gisela comenzó a gritar
cuando él remataba su alevosía y me tundía puntapiés en el suelo. De inmediato
salió un tropel de compañeros de clase y al novio lo comenzaron a amenazar.
Otras chicas empezaron a gritar y, en un descuido, él salió corriendo. Nadie
lo persiguió en ese primer instante. Yo miraba el alboroto desde el suelo,
intentando recuperar la respiración.
Cuando me incorporé los demás
chicos estaban animándome, pero unos instantes después Gisela salió corriendo
tras el novio agresor.
La siguiente vez que
encontré a Gisela en el patio de la escuela le pregunté y ella dijo:
—No entenderías.
Movió la cabeza y se
alejó rápidamente. Me quedé muy enojado y dejé de hablarle. Doblé mi corazón y
lo guardé en una gaveta escolar lo más que pude. Unos meses después era notorio
que Gisela estaba embarazada y pronto abandonó los estudios. Después no supe de
ella.
Transcurridos un par de
años, recuerdo con claridad que andaba pensando en cómo era el balbuceo de las
hormigas. Caminaba sin rumbo fijo por la zona popular de la ciudad, miraba
marquesinas o pateaba un guijarro. Nada anticipaba un encuentro, pero de pronto,
en una bocacalle oscura, me topé con el odiado “Caballero Negro”. Fue de frente
y casi chocamos. Lo reconocí primero y no sé qué sucedió, si entonces él se
había encogido o yo crecí. Como sea no resistí en devolverle el puñetazo en la
boca del estómago sin previo aviso. Una calca de la alevosía con que me tundió
antes y cayó doblado frente a mis zapatos. El universo de los adultos no notó
ese incidente y la gente siguió caminando como si no hubiera sucedido. Nada más
me burlé cuando recité:
—El brillo de sus ojos
opaca el sol cada mañana…
Sí, alteré el poema un
poquito, nada más. Él miró con ojos de plato y, sin aire en los bronquios, nada respondió. Luego me alejé —a paso lento y sin mirar atrás— escuchando el
resoplido de una lenta recuperación, hasta que se perdió en la distancia.
Otros dos años más transcurrieron y acababa de entrar a la
universidad cuando paseando sobre la explanada de Plaza Almendros (con conjunto
de tiendas de moda), miré a Gisela. Esa vez la seguían dos niñas tomadas de la
mano y, además, cargaba un bebé en “cangurera”.
Ella me reconoció; cambió
el gesto, entreabrió la boca y clavó la vista hacia mí. Eran sus hijos y me
sentí tan extraño, como si yo siguiera siendo un adolescente con una existencia por
inventarme y ella toda una señora, con un caminar pausado y solo preocupada por
criar. Fingí que no la veía y cambié de dirección. Cuando me alejé intenté
recordar el poema frustrado:
—El brillo de tus… ¿qué?
No hay comentarios:
Publicar un comentario