Por
Carlos Valdés Martín
Una figura de leyenda
debe quedar redondeada con una muerte épica. Cuando sucede un fallecimiento distinto,
quedamos perplejos; todavía más, cuando esa confusión surgió desde el instante
de su acontecimiento, la perplejidad se eleva a una potencia que raya en la
angustia. Para el republicanismo español y, en especial, para los nostálgicos
del ideal anarquista, Buenaventura Durruti debería ocupar el sitial legendario,
sin embargo, se combinan el ánimo pacifista del siglo XXI (con su condena hacia
el horror terrorista) y las circunstancias enigmáticas en su muerte.
Este personaje se
distinguió como líder del bando anarquista español, no tanto por su discurso y
carisma (que sí los tenía) sino por su arrojo ante el peligro. El autor Hans Magnus
Enzensberger recopiló el mejor caleidoscopio sobre la vida y muerte de Durruti,
elaborado mediante testimonios y recortes periodísticos, se llama El corto verano de la anarquía. En ese
ensayo periodístico (por la técnica de recortes estrictos) e histórico (por la
distancia) el capítulo sobre el deceso del líder anarquista, provoca la
perplejidad y un apartado lo denomina “Las siete muertes de Durruti”. Hay
multiplicación de las versiones sobre lo acontecido, sin embargo, la muerte
ocurrió al mediodía, en la calle y frente a testigos presenciales, incluyendo
su guardia personal.
Existen tres versiones
sobre su deceso: la oficial, la de un accidente involuntario y la del atentado
por la fracción comunista. De modo puntual, Enzensberg explica por qué la
versión oficial era urgente para el bando republicano y cómo la tesis del
atentado traicionero resulta adecuada para la figura del héroe. Además, la
hipótesis del atentado comunista contra Durruti, crece con el tiempo al revelarse las atrocidades del estalinismo que
asesinó varios líderes de izquierda, cuando le resultaban un obstáculo, como
aconteció con Andreu Nin y otros miembros del POUM en la misma Guerra Civil[1].
La explicación oficial indicó
que el líder anarquista cayó por la bala de un fusil enemigo desde algún
edificio en la Madrid asediada. El hecho sucede durante una ronda rutinaria,
luego de amonestar a algunos milicianos que andaban desbandados, mientras sube
a su automóvil, cae herido de muerte. La versión oficial es declarada por otros
líderes anarquistas, quienes saben que el fallecimiento está a punto de
provocar una desmoralización de las tropas republicanas y una división
peligrosa. Debo aclarar que el bando republicano era un frente que se componía
de demócratas burgueses, liberales moderados, partidarios de la república,
comunistas estalinistas, anarquistas sindicalistas, marxistas independientes… ahí
había diversos partidos y, entre ellos, existían diferencias extremas, en
particular con los comunistas estalinistas que aspiraban a reproducir el modelo
soviético, seguían las órdenes de Moscú y se distinguían por contar con
recursos extranjeros. Sin embargo, ante la sublevación fascista (apoyada
principalmente por el eje Mussolini-Hitler y alentado por la Iglesia Católica),
el bando republicano necesitaba mantener sus diferencias bajo control, volcando
su máximo esfuerzo en el campo militar, que hacia finales de 1936 estaba
perdiendo.
La explicación oficial era
una necesidad indispensable porque los rumores de un asesinato a traición
contra Durruti estaban provocando deserciones y desánimo entre los combatientes
republicanos. El libro de Enzensberg expone esa motivación, por lo que los
dirigentes anarquistas se apresuraron a lanzar comunicados aclarando que el
enemigo había matado a Buenaventura[2].
En ese sentido, la versión oficial de su propio gobierno contenía motivos
interesados y no era objetiva.
La idea del asesinato
a traición por los camaradas comunistas surgió de rumores, aunque con una
excelente justificación. Según relatamos, los horrores y traiciones de Stalin
se ocultaron bajo las filas republicanas españolas, por eso otro episodio
también era atribuible a los “camaradas” pro-soviéticos. Las incongruencias de
la versión oficial, unida a testimonios que contradecían el dato del tiroteo
lejano, abonaron esa tesis conspirativa. Además, según asienta el biógrafo, la
magnitud heroica de Durruti no merecía una muerte normal, ni por el enemigo ni
por un accidente; así, que merecía caer ante una fuerza arrolladora basada en
una oscura conspiración.
Los dos testigos
directos, el chofer y compañero de armas que acompañaban a Durruti, con
posterioridad alimentaron la versión del accidente. Al inicio, ellos fueron los
únicos testigos que dieron fe para la narración oficial, ya que afirmaron que un
sorpresivo tiroteo alcanzó al líder mientras se disponía a subir al vehículo.
En favor de los dos testigos, se recuerda su esfuerzo para conducirlo agónico a
un hospital, donde fue atendido inútilmente y murió al día siguiente, el 20 de
noviembre de 1934. Cabría argumentar un arrepentimiento final o un disimulo
excesivo de los testigos, pues también ellos serían los primeros sospechosos de
su muerte.
A la distancia, la
primera explicación ha quedado más endeble y casi desechada, pues algunos
hechos como el tamaño del orificio y el fogonazo de bala marcado en la camiseta
del caído, siempre indicaron un disparo a “quemarropa”. Entre la tesis
accidental y el atentado cabría todavía una imbricación,
pues los culpables podrían intentar disimular su horrendo crimen bajo el
pretexto de un accidente. La narrativa de la Segunda Guerra Mundial está
salpicada con las anécdotas sobre agentes dobles, hábilmente disimulados que
provocaban estragos y muerte, en las filas contrarias. En ese tenor, el
estalinismo supo reclutar y adoctrinar agentes dobles en España.
Los cuestionamientos que
siguen en torno a la muerte de Buenaventura Durruti están a tono con los interrogantes
alrededor de la desaparición de estudiantes de Ayotzinapa en México. El cúmulo
de incertidumbres alrededor de las primeras investigaciones y al enorme
expediente de la versión oficial
sigue vigente. Si dentro de un México con apariencia democrática y recursos
suficientes para la “investigación científica” de la policía, en ese evento siguen
vigentes las dudas e interrogantes; entonces, resulta difícil esperar la
claridad completa ante un evento, ocurrido en el mediodía de esa Madrid
asediada.
Claro, todo ocurrió en una
ciudad de Madrid espectral en 1936, atravesada por la guerra civil y con olor a
funeral en cada esquina. Resulta difícil imaginar la bulliciosa capital del siglo
XXI y compararla con aquélla rodeada de odio y cadáveres. Un evento que resultaba
casi ordinario, la muerte de un combatiente, sigue provocando intriga.
NOTAS:
[1]
La responsabilidad comunista sobre ese asesinato de Andrés Nin fue tapada con
una trama teatral donde primero lo acusaban de espía franquista, luego de
evadirse de las manos de sus captores. Un testimonio sin confirmación, del
libro Yo fui ministro de Stalin de
Jesús Hernández informaba del secuestro y terrible suplicio contra Nin por los
comunistas. La versión fue confirmada por documentación procedente de los
archivos de la NKVD soviética llegó en 1992, de la mano de Dolors Genovès.
Asimismo, el general Orlov, partícipe de los hechos y luego desertor, por su
parte, había confirmado también esa información.
[2]
«¡Trabajadores! Los intrigantes de la llamada (…) Advertimos a todos los compañeros contra tales
calumnias infames. (…) Ha caído en la lucha, en el cumplimiento heroico de su
deber, como otros soldados de la libertad. Rechazad los miserables rumores que
hacen circular los fascistas para quebrar nuestro bloque indestructible. ¡Ni
vacilaciones ni desalientos! ¡No escuchéis a esos irresponsables charlatanes
cuyos infundios sólo pueden conducir al fratricidio! ¡Son los enemigos de la
revolución los que los difunden!» Firma: El Comité Nacional de la CNT. El
Comité Peninsular de la FAI», Cit. El
corto verano de la anarquía, p. 135.
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