Por Carlos Valdés Martín
Un duende se materializa, aunque
resulta más exacto indicar que esa aparición adquiere la sutileza de nubarrones
etéreos, en parte transparentes y en
parte invisibles. Aún lo sigo recordando cuando escucho algún susurro en esos eventos solemnes que
reúnen espectadores.
Lo descubrí cuando niño y entonces supuse era un enanito juguetón. La
visión de los niños es más perceptiva ante seres del filo imaginario, así en
esa tierna edad ese duende me pareció de carne y hueso. Luego las narraciones
de nanas y amigos hicieron familiar la idea de humanoides diminutos (con varios nombres como gnomos, elfos, enanos, aluxes o aluches, trasgos, geniecillos, etc.) que surgen
de improviso y desaparecen sin dejar huella. Incluso, a los seis años cumplidos,
acurrucado debajo de una silla escuché la plática seria de un arqueólogo
cuando confesaba a otro colega que había desenterrado un esqueleto diminuto, el
cual no se atrevía a mostrar al público pues pertenecía a una especie antropomorfa
a escala liliputiense. Cuando el antropólogo señaló la palma de su mano para
indicar el tamaño de su hallazgo, una expresión de satisfacción reservada y
morbosa en esos ojos de sabiondo me impactó y convenció sobre la veracidad de
esa narración.
Durante la infancia, esa plática casual me animó a buscar al
duendecillo esquivo. Con paciencia descubrí un momento y lugar precisos:
únicamente aparecía en eventos cargados de seriedad y de la discreta tensión
que provocan las envidias contenidas.
Tras esa revelación la visita a los eventos resultó entretenida.
En la celebración del último grado de la escuela primaria, lo descubrí
murmurando debajo de la mesa de los bocadillos. Curioso que entre tanta gente
ningún otro prestara atención a esa presencia rara y murmurante. Ese mismo día intenté
convencer a mi amigo Beto de la existencia del duendecillo y le dije en tono de
confesión:
—Un duendecillo se esconde bajo la mesa de bocadillos.
Agregué un argumento sobre lo espectacular que sería espiarlo. Le
brillaron los ojos, así, en silencio y con cuidado Beto se metió abajo del
mantel blanco de la mesa señalada. Al salir estaba contrariado y se acercó
hasta mi oído, para responder:
—Es la última estúpida broma que te aguanto—, y salió corriendo
mientras cerraba el puño en signo de amenaza. Él terminó enojado y yo
avergonzado; así que decidí no revelar a nadie estas experiencias y relegué cualquier
interés en el tema hasta dejarlo olvidado.
Pasaron los años de infancia y el panorama parecía cada vez peor. Sin
el escudo de la infancia, mis padres empezaron a exigirme resultados. Un ciclo
escolar de secundaria reprobado trajo casi un infierno de reproches, y del niño
lindo de mami transité a un adolescente inadaptado. Empecé a pensar que vegetaba
en mitad de un hogar mediocre, que nunca escaparíamos de la agonía económica,
obligados a apretarnos el cinturón cada vez que papá perdía su empleo. Observé
la desagradable presunción de los vecinos cuando viajaban al extranjero y
traían a estrenar ropa de marca y aparatos electrónicos de moda. No me
interesaba la música, pero era una bofetada que un vecino tuviera un teclado
electrónico de marca, hasta con ecualizadores y bocinas carísimas, mientras yo
heredé el “tocacintas” casi estropeado de una hermana. Además con alarma encontré
que el rostro se marcaba con enormes granos, que escandalizaban a mi madre,
quien intermitentemente recomendaba que nunca los tocara con los dedos sucios y
probara una pomada inútil y grasosa. Para colmo, descubrí que los demás muchachos
a esa edad rondaban tras las chicas, mientras yo no tenía novia ni los ánimos
para cortejar a una vecina guapa. En fin, la adolescencia avanzaba gris como
las nubes cargadas de tormenta.
En una de tantas crisis de la juventud, regresó la curiosidad por
descubrir si los recuerdos de infancia eran una fantasía pasajera o algo
diferente. En un evento de premiación de mi trabajo (un medio tiempo
complementando los estudios de licenciatura en la universidad pública) surgió
la oportunidad y me mantuve atento por si aparecía. Creí observar una pequeña
silueta moviéndose desde atrás un mantel. No encontré esa noche más evidencia,
pero esa impresión fue alentadora para seguir buscando.
Al siguiente evento que acudí era una boda y me senté la mesa con
parientes lejanos. Sin otro tema de plática fueron subiendo de tono los
comentarios críticos sobre los novios: uno decía que ella era gorda y
desalineada, otro la consideraba una zorra, otra contó los antecedentes licenciosos
del novio y sus fracasos laborales. Cada comentario hiriente subía de tono y
nuestra risa crecía de volumen. Cual un defecto de la música ambiental escuché
un ronroneo que parecía salir debajo de la mesa, entonces algo rozó mi pantalón
repetidas veces y supuse era un perrito suelto que paseaba bajo las mesas, pero
no. Subí el mantel con discreción y miré al fantasmita alegre murmurando
adjetivos sobre los novios:
—Harpía, zorra, boludo, inútil…
Él no me había mirado todavía, pero hice un gesto brusco y desapareció.
La banda empezó la música, las parejas se pararon a bailar y aproveché para
atisbar, varias veces levanté el mantel pero no apareció más.
A esa edad ya sabía que divulgar la existencia de duendes era motivo
suficiente para ingresar a un manicomio, así que callé este redescubrimiento.
Permanecí convencido de sus apariciones, pero ¿qué clase de existencia es esa
transparente y murmuradora? Fijé en mi recuerdo el retrato mental del duende y
cavilé sobre la viabilidad de contactarlo. Tras meses de pensar en el tema y
luego de acudir a diversos eventos descubrí una manera más directa para avistarlo:
bastaba murmurar la envidia en el contexto adecuado. Cual gotas de agua que se nutren
con el vapor, este ser cristalizaba con envidia. En ese sentido, su
cristalización surgía vapores emotivos que insuflaban sus átomos etéreos por una
emanación del ambiente.
Mis años de licenciatura universitaria fueron suficientes para adquirir
la habilidad para observar ese cristalizar del duendecillo. Convenía recordar
sus rasgos físicos, su mirada verde esmeralda y darle un nombre agradable, yo
lo llamaba mentalmente “Helio”. En una ocasión excepcional logré una
conversación discreta con el ente, pues su timidez o volatilidad exige
reuniones secretísimas. El episodio del primer y único breve diálogo lo obtuve
durante la graduación universitaria de mi hermana. El salón de fiestas era
grande y estaba repleto de personas, pero la mirada ansiosa y hasta vil de
algunas supuestas amistades de mi hermana garantizaba que el duende debía
materializarse. Durante la fiesta permanecí en silencio y sentado para concentrarme
e invocar, hasta que sentí el ronroneo que anuncia su presencia, y entonces me
alejé hacia un oscuro patio trasero, una zona sin luces ni atención de los
invitados. Con el pretexto de fumar un cigarrillo, acudí hasta ese patio oscuro
y ahí la luz tenue de la luna dibujó la silueta. Casi firme y sólido como las
visiones de la infancia, hasta podría describir su vestimenta morada, lo
sorprendente fue la calma que mantuvo, cuando avancé a un metro y que
sostuviera la mirada cuando le expresé con ironía:
—Hoy las felicitaciones han sido unánimes.
Respondió:
—No me engañan ni te engañan los falsos halagos, bajo esas sonrisas se
destila el vino amargo de la envidia.
—Es cierto… —Respondí sorprendido, pues nunca antes Helio me había
dirigido la palabra. Y detuve el flujo de la frase y miré las estrellas, atraído
por la belleza del infinito nocturno por un segundo quedé en silencio. Cuando
volví al presente, del visitante ya no quedaba sino un resto de humo.
Sin encontrarle utilidad alguna al atesorar el secreto de un duende
morado, terminé mis estudios y comenzó ese movimiento de sutil avalancha que
nos empuja a salir de la juventud. Obtuve un ascenso en el trabajo, pues
sencillamente despidieron al jefe sin explicaciones y, por una casualidad del
tráfico urbano, ese día fui el único empleado que acudió puntual a la oficina.
Con nuevos ingresos y el ánimo exaltado adquirí un auto a crédito y cortejé a
una vecina de pelo largo y cintura estrecha.
Por una feliz combinación de circunstancias recibí una beca para estudiar
un diplomado en Barcelona y obtuve el largo permiso.
La fortuna sonreía.
Entre lecturas, clases, visitas y charlas los meses del curso pasaron
volando. Con tanta información y nuevas emociones el pequeño personaje cayó en
el olvido. Cuando terminó el diplomado, recibí la sorprendente notificación que
yo era el único premiado con diploma de excelencia. De primera impresión esa
distinción era inmerecida, pues mi desempeño en el curso no fue excelente. La sorpresa
de la designación la convertía en un regalo más delicioso y una emoción pueril
se desbordó en mi corazón. La frase “un regalo inmerecido e inesperado” creció
hasta convertirse en un motivo de orgullo, y envié un correo a cada miembro de
la familia engrandeciendo lo ocurrido.
Luego sentí inquietud cuando nos informaron que sería en un acto
público y en presencia del Director de la Facultad, donde recibiría el
reconocimiento y además debería pronunciar un breve discurso de gratitud hacia
la institución.
Al imaginar ese evento, de inmediato, temí que el duendecillo se sublevara
en mi contra y reapareciera con una irrupción escandalosa, como si fuese un
anarquista, colocando pancartas o salpicando salsa roja para parodiar la
sangre.
Esa tarde, lo recuerdo bien, fue un 21 de abril con un clima tibio y un
auditorio lleno por tantos estudiantes y familiares. El evento empezó normal y transcurría
monótono, con discursos predecibles del coordinador académico, hablando de la
excelsa calidad educativa de la
Facultad y del brillante currículum de sus profesores, cuando
escuché un ronroneo inequívoco: el suave rumor que precede a la cristalización de
la envidia. Quedé nervioso y apenado, pues solitario y en país ajeno, jamás
debía de evidenciar tal secreto por algún gesto involuntario. Suponía que nadie
más vería al duende, aunque uno nunca sabe si varía la percepción. Al rato lo observé
deslizándose bajo las butacas, aunque dudé cuando un par de estudiantes daban
la impresión de mirar fijamente hacia sus desplazamientos y en sus caras proyectaba
mi preocupación.
La situación se volvió angustiosa, cuando descubrí que se juntaban más
duendecillos paseando silenciosos bajo las bancas. El zumbido era más notorio,
pero los asistentes guardaban la mayor compostura, al parecer, por completo ciegos
y sordos al movimiento bajo las butacas.
Intenté dejar de lado a los duendes y enfocarme el discurso breve por
la mención de excelencia. En un texto de una cuartilla debía agradecer a las
autoridades tan elogiosa distinción y manifestar satisfacción por el altísimo
nivel de la institución. Me ardió la cara de vergüenza reprimida, cuando el
Director de la Facultad
anunció la intervención:
—Recibamos con un aplauso al estudiante más sobresaliente del curso,
quien con esfuerzo y dedicación logró los niveles excelsos de aprendizaje, Herminio
Olmos— Y extendió la mano para dar la pausa de aplausos e indicarme que subiera
al estrado.
Esa señal también agitó a los duendecillos, quienes se reunieron de
prisa sobre el pasillo y apresaron al pequeñito morado. A esa distancia, Helio
era inconfundible y entre una docena de menudos visitantes lo apresaron entre
todos.
Los tres escalones del estrado, esa discreta altura y el silencio
expectante de un auditorio resultaba una experiencia desconocida, que generó
una emoción inesperada, pues comprendí los gritos eufóricos de los campeones
olímpicos. Por mi mente sonó como un relámpago: “¿Regalo inmerecido? ¡No! ¡Esto
es un regalo merecido!”
Así, emocionado pero temeroso comencé el discurso despacio y
titubeando, pues miraba tanto el escrito como las maniobras de la congregación
de duendes, quienes hacían signos de enojo y rivalidad contra “mi” duendecillo.
Intenté concentrarme sobre lo escrito, respiré hondo y dije:
—Es para mí… un honor… un gran honor… recibir la distinción de
estudiante “excedente” (me equivoqué por husmear en dirección del barullo metafísico
de los seres pequeños)… excede…excelente de esta prestigiosa Facultad… en
Barcelona… ha sido un regalo merecido
(ante los demás y su universo entero, ahora era merecido), sí merecido pero
inesperado... Fueron meses de estudio, contando con…
Mientras la lectura del discurso avanzaba, los duendes agrupados habían
levantado en vilo y azotado a Helio. El golpe del “cuerpo etéreo” no causó
ruido, luego lo pisaron con sistemática altanería. Cuando lo pisaban empezaron
a levantar una suave niebla y algún asistente confundió que su vecino estaba
fumando.
Terminé el discurso, y surgió un palmoteo sin entusiasmo, mientras los
duendecillos se dispersaban bajo los asientos, hasta desvanecerse por completo.
Observé las cejas agachadas de estudiantes reprochándome en silencio, cuando
pensaban “¿Por qué no soy yo el de allá arriba?”. Comprendí que bastó un
minuto de gloria —claro, a lo sumo inmerecido— para saltar del otro lado de la
barrera y ahora distintos duendes de la envidia se ocultan y mofan contra esta
situación. Aunque no hay motivo para lamentarse de este cambio, pues un minuto bajo
los reflectores hace soportables las murmuraciones
hasta de los duendes… incluso se tolera hasta los troles, pero los troles
corresponden a otro cuento.
Posdata: Se afirma que la envidia tiene cura o que la envidia es un
sentimiento pasajero, los pesimistas indican la envidia es una enfermedad incurable
de la mente… Pero ¿cómo se remedia la envidia? Y ¿desaparece la envidia con un
esfuerzo de voluntad? La definición de envidia como tristeza o pesar por el
bien ajeno es insuficiente. Un paso más allá de la envidia, descubre una
pérdida de sí, colocando lo valioso de cada quien en una ausencia de lo ajeno,
ancla con herrumbre que mantiene a la conciencia varada en un lago de
insatisfacción perpetua. El remedio surge de un cambio de estado mental,
alejado de una dependencia emocional que cae en lo enfermizo. Quien se ahoga en
la envidia ignora su propia valía.
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