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sábado, 3 de junio de 2017

LA ENVIDIA SE CURA CON





Por Carlos Valdés Martín

Un duende se materializa, aunque resulta más exacto indicar que esa aparición adquiere la sutileza de nubarrones etéreos, en parte transparentes y en parte invisibles. Aún lo sigo recordando cuando escucho algún susurro en esos eventos solemnes que reúnen espectadores.
Lo descubrí cuando niño y entonces supuse era un enanito juguetón. La visión de los niños es más perceptiva ante seres del filo imaginario, así en esa tierna edad ese duende me pareció de carne y hueso. Luego las narraciones de nanas y amigos hicieron familiar la idea de humanoides diminutos (con varios nombres como gnomos, elfos, enanos, aluxes o aluches, trasgos, geniecillos, etc.) que surgen de improviso y desaparecen sin dejar huella. Incluso, a los seis años cumplidos, acurrucado debajo de una silla escuché la plática seria de un arqueólogo cuando confesaba a otro colega que había desenterrado un esqueleto diminuto, el cual no se atrevía a mostrar al público pues pertenecía a una especie antropomorfa a escala liliputiense. Cuando el antropólogo señaló la palma de su mano para indicar el tamaño de su hallazgo, una expresión de satisfacción reservada y morbosa en esos ojos de sabiondo me impactó y convenció sobre la veracidad de esa narración.
Durante la infancia, esa plática casual me animó a buscar al duendecillo esquivo. Con paciencia descubrí un momento y lugar precisos: únicamente aparecía en eventos cargados de seriedad y de la discreta tensión que provocan las envidias contenidas.
Tras esa revelación la visita a los eventos resultó entretenida.
En la celebración del último grado de la escuela primaria, lo descubrí murmurando debajo de la mesa de los bocadillos. Curioso que entre tanta gente ningún otro prestara atención a esa presencia rara y murmurante. Ese mismo día intenté convencer a mi amigo Beto de la existencia del duendecillo y le dije en tono de confesión:
—Un duendecillo se esconde bajo la mesa de bocadillos.
Agregué un argumento sobre lo espectacular que sería espiarlo. Le brillaron los ojos, así, en silencio y con cuidado Beto se metió abajo del mantel blanco de la mesa señalada. Al salir estaba contrariado y se acercó hasta mi oído, para responder:
—Es la última estúpida broma que te aguanto—, y salió corriendo mientras cerraba el puño en signo de amenaza. Él terminó enojado y yo avergonzado; así que decidí no revelar a nadie estas experiencias y relegué cualquier interés en el tema hasta dejarlo olvidado.
Pasaron los años de infancia y el panorama parecía cada vez peor. Sin el escudo de la infancia, mis padres empezaron a exigirme resultados. Un ciclo escolar de secundaria reprobado trajo casi un infierno de reproches, y del niño lindo de mami transité a un adolescente inadaptado. Empecé a pensar que vegetaba en mitad de un hogar mediocre, que nunca escaparíamos de la agonía económica, obligados a apretarnos el cinturón cada vez que papá perdía su empleo. Observé la desagradable presunción de los vecinos cuando viajaban al extranjero y traían a estrenar ropa de marca y aparatos electrónicos de moda. No me interesaba la música, pero era una bofetada que un vecino tuviera un teclado electrónico de marca, hasta con ecualizadores y bocinas carísimas, mientras yo heredé el “tocacintas” casi estropeado de una hermana. Además con alarma encontré que el rostro se marcaba con enormes granos, que escandalizaban a mi madre, quien intermitentemente recomendaba que nunca los tocara con los dedos sucios y probara una pomada inútil y grasosa. Para colmo, descubrí que los demás muchachos a esa edad rondaban tras las chicas, mientras yo no tenía novia ni los ánimos para cortejar a una vecina guapa. En fin, la adolescencia avanzaba gris como las nubes cargadas de tormenta.
En una de tantas crisis de la juventud, regresó la curiosidad por descubrir si los recuerdos de infancia eran una fantasía pasajera o algo diferente. En un evento de premiación de mi trabajo (un medio tiempo complementando los estudios de licenciatura en la universidad pública) surgió la oportunidad y me mantuve atento por si aparecía. Creí observar una pequeña silueta moviéndose desde atrás un mantel. No encontré esa noche más evidencia, pero esa impresión fue alentadora para seguir buscando.    
Al siguiente evento que acudí era una boda y me senté la mesa con parientes lejanos. Sin otro tema de plática fueron subiendo de tono los comentarios críticos sobre los novios: uno decía que ella era gorda y desalineada, otro la consideraba una zorra, otra contó los antecedentes licenciosos del novio y sus fracasos laborales. Cada comentario hiriente subía de tono y nuestra risa crecía de volumen. Cual un defecto de la música ambiental escuché un ronroneo que parecía salir debajo de la mesa, entonces algo rozó mi pantalón repetidas veces y supuse era un perrito suelto que paseaba bajo las mesas, pero no. Subí el mantel con discreción y miré al fantasmita alegre murmurando adjetivos sobre los novios:
—Harpía, zorra, boludo, inútil…
Él no me había mirado todavía, pero hice un gesto brusco y desapareció. La banda empezó la música, las parejas se pararon a bailar y aproveché para atisbar, varias veces levanté el mantel pero no apareció más.
A esa edad ya sabía que divulgar la existencia de duendes era motivo suficiente para ingresar a un manicomio, así que callé este redescubrimiento. Permanecí convencido de sus apariciones, pero ¿qué clase de existencia es esa transparente y murmuradora? Fijé en mi recuerdo el retrato mental del duende y cavilé sobre la viabilidad de contactarlo. Tras meses de pensar en el tema y luego de acudir a diversos eventos descubrí una manera más directa para avistarlo: bastaba murmurar la envidia en el contexto adecuado. Cual gotas de agua que se nutren con el vapor, este ser cristalizaba con envidia. En ese sentido, su cristalización surgía vapores emotivos que insuflaban sus átomos etéreos por una emanación del ambiente.
Mis años de licenciatura universitaria fueron suficientes para adquirir la habilidad para observar ese cristalizar del duendecillo. Convenía recordar sus rasgos físicos, su mirada verde esmeralda y darle un nombre agradable, yo lo llamaba mentalmente “Helio”. En una ocasión excepcional logré una conversación discreta con el ente, pues su timidez o volatilidad exige reuniones secretísimas. El episodio del primer y único breve diálogo lo obtuve durante la graduación universitaria de mi hermana. El salón de fiestas era grande y estaba repleto de personas, pero la mirada ansiosa y hasta vil de algunas supuestas amistades de mi hermana garantizaba que el duende debía materializarse. Durante la fiesta permanecí en silencio y sentado para concentrarme e invocar, hasta que sentí el ronroneo que anuncia su presencia, y entonces me alejé hacia un oscuro patio trasero, una zona sin luces ni atención de los invitados. Con el pretexto de fumar un cigarrillo, acudí hasta ese patio oscuro y ahí la luz tenue de la luna dibujó la silueta. Casi firme y sólido como las visiones de la infancia, hasta podría describir su vestimenta morada, lo sorprendente fue la calma que mantuvo, cuando avancé a un metro y que sostuviera la mirada cuando le expresé con ironía:
—Hoy las felicitaciones han sido unánimes.
Respondió:
—No me engañan ni te engañan los falsos halagos, bajo esas sonrisas se destila el vino amargo de la envidia.
—Es cierto… —Respondí sorprendido, pues nunca antes Helio me había dirigido la palabra. Y detuve el flujo de la frase y miré las estrellas, atraído por la belleza del infinito nocturno por un segundo quedé en silencio. Cuando volví al presente, del visitante ya no quedaba sino un resto de humo.
Sin encontrarle utilidad alguna al atesorar el secreto de un duende morado, terminé mis estudios y comenzó ese movimiento de sutil avalancha que nos empuja a salir de la juventud. Obtuve un ascenso en el trabajo, pues sencillamente despidieron al jefe sin explicaciones y, por una casualidad del tráfico urbano, ese día fui el único empleado que acudió puntual a la oficina. Con nuevos ingresos y el ánimo exaltado adquirí un auto a crédito y cortejé a una vecina de pelo largo y cintura estrecha.
Por una feliz combinación de circunstancias recibí una beca para estudiar un diplomado en Barcelona y obtuve el largo permiso.
La fortuna sonreía.
Entre lecturas, clases, visitas y charlas los meses del curso pasaron volando. Con tanta información y nuevas emociones el pequeño personaje cayó en el olvido. Cuando terminó el diplomado, recibí la sorprendente notificación que yo era el único premiado con diploma de excelencia. De primera impresión esa distinción era inmerecida, pues mi desempeño en el curso no fue excelente. La sorpresa de la designación la convertía en un regalo más delicioso y una emoción pueril se desbordó en mi corazón. La frase “un regalo inmerecido e inesperado” creció hasta convertirse en un motivo de orgullo, y envié un correo a cada miembro de la familia engrandeciendo lo ocurrido.
Luego sentí inquietud cuando nos informaron que sería en un acto público y en presencia del Director de la Facultad, donde recibiría el reconocimiento y además debería pronunciar un breve discurso de gratitud hacia la institución.
Al imaginar ese evento, de inmediato, temí que el duendecillo se sublevara en mi contra y reapareciera con una irrupción escandalosa, como si fuese un anarquista, colocando pancartas o salpicando salsa roja para parodiar la sangre.
Esa tarde, lo recuerdo bien, fue un 21 de abril con un clima tibio y un auditorio lleno por tantos estudiantes y familiares. El evento empezó normal y transcurría monótono, con discursos predecibles del coordinador académico, hablando de la excelsa calidad educativa de la Facultad y del brillante currículum de sus profesores, cuando escuché un ronroneo inequívoco: el suave rumor que precede a la cristalización de la envidia. Quedé nervioso y apenado, pues solitario y en país ajeno, jamás debía de evidenciar tal secreto por algún gesto involuntario. Suponía que nadie más vería al duende, aunque uno nunca sabe si varía la percepción. Al rato lo observé deslizándose bajo las butacas, aunque dudé cuando un par de estudiantes daban la impresión de mirar fijamente hacia sus desplazamientos y en sus caras proyectaba mi preocupación.
La situación se volvió angustiosa, cuando descubrí que se juntaban más duendecillos paseando silenciosos bajo las bancas. El zumbido era más notorio, pero los asistentes guardaban la mayor compostura, al parecer, por completo ciegos y sordos al movimiento bajo las butacas.
Intenté dejar de lado a los duendes y enfocarme el discurso breve por la mención de excelencia. En un texto de una cuartilla debía agradecer a las autoridades tan elogiosa distinción y manifestar satisfacción por el altísimo nivel de la institución. Me ardió la cara de vergüenza reprimida, cuando el Director de la Facultad anunció la intervención:
—Recibamos con un aplauso al estudiante más sobresaliente del curso, quien con esfuerzo y dedicación logró los niveles excelsos de aprendizaje, Herminio Olmos— Y extendió la mano para dar la pausa de aplausos e indicarme que subiera al estrado.
Esa señal también agitó a los duendecillos, quienes se reunieron de prisa sobre el pasillo y apresaron al pequeñito morado. A esa distancia, Helio era inconfundible y entre una docena de menudos visitantes lo apresaron entre todos.
Los tres escalones del estrado, esa discreta altura y el silencio expectante de un auditorio resultaba una experiencia desconocida, que generó una emoción inesperada, pues comprendí los gritos eufóricos de los campeones olímpicos. Por mi mente sonó como un relámpago: “¿Regalo inmerecido? ¡No! ¡Esto es un regalo merecido!”
Así, emocionado pero temeroso comencé el discurso despacio y titubeando, pues miraba tanto el escrito como las maniobras de la congregación de duendes, quienes hacían signos de enojo y rivalidad contra “mi” duendecillo. Intenté concentrarme sobre lo escrito, respiré hondo y dije:
—Es para mí… un honor… un gran honor… recibir la distinción de estudiante “excedente” (me equivoqué por husmear en dirección del barullo metafísico de los seres pequeños)… excede…excelente de esta prestigiosa Facultad… en Barcelona… ha sido un regalo merecido (ante los demás y su universo entero, ahora era merecido), sí merecido pero inesperado... Fueron meses de estudio, contando con…
Mientras la lectura del discurso avanzaba, los duendes agrupados habían levantado en vilo y azotado a Helio. El golpe del “cuerpo etéreo” no causó ruido, luego lo pisaron con sistemática altanería. Cuando lo pisaban empezaron a levantar una suave niebla y algún asistente confundió que su vecino estaba fumando.
Terminé el discurso, y surgió un palmoteo sin entusiasmo, mientras los duendecillos se dispersaban bajo los asientos, hasta desvanecerse por completo.
Observé las cejas agachadas de estudiantes reprochándome en silencio, cuando pensaban “¿Por qué no soy yo el de allá arriba?”. Comprendí que bastó un minuto de gloria —claro, a lo sumo inmerecido— para saltar del otro lado de la barrera y ahora distintos duendes de la envidia se ocultan y mofan contra esta situación. Aunque no hay motivo para lamentarse de este cambio, pues un minuto bajo los reflectores hace soportables las murmuraciones hasta de los duendes… incluso se tolera hasta los troles, pero los troles corresponden a otro cuento.

Posdata: Se afirma que la envidia tiene cura o que la envidia es un sentimiento pasajero, los pesimistas indican la envidia es una enfermedad incurable de la mente… Pero ¿cómo se remedia la envidia? Y ¿desaparece la envidia con un esfuerzo de voluntad? La definición de envidia como tristeza o pesar por el bien ajeno es insuficiente. Un paso más allá de la envidia, descubre una pérdida de sí, colocando lo valioso de cada quien en una ausencia de lo ajeno, ancla con herrumbre que mantiene a la conciencia varada en un lago de insatisfacción perpetua. El remedio surge de un cambio de estado mental, alejado de una dependencia emocional que cae en lo enfermizo. Quien se ahoga en la envidia ignora su propia valía.



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