Por Carlos Valdés Martín
Fue de mal en peor para Rubén Campaña cuando le confiscaron su mansión en el suburbio residencial y, décadas después, recuperó su viejo automóvil para seguir la huella de la nostalgia. Viajaba solitario para recordar su paraíso perdido. En las noches de descanso, conducía el viejo automóvil sin rumbo fijo. Esa noche de su desaparición se atoró en un barrizal de lluvia y las llantas se deslizaron en una hondonada del sector residencial. Él aceleraba por gusto en su auto Ford destartalado, con unos choques en cada puerta y pedazos de lámina oxidada. Daba pena mirar el vehículo dando tumbos y rechinando sus llantas entre el barro, que lo obligaban a cabecear más al atascarse. Por la misma precipitación de escapar entre uno y otro barrizal, el vehículo brincó una acera y terminó subido en un jardín, bajo el cual había más lodo, por obviedad. El recorrido sobre el pasto mojado marcó un semicírculo oscuro y se atoró.
El dueño de la casa gritó furioso detrás de una ventana blindada. La entreabrió para que se escuchara su insulto:
—¡Imbécil!
Pisó el acelerador en reversa, dejando una fea huella en el jardín elegante. Escuchó un insulto lejano del propietario, mientras escapaba.
El señor Campaña guardaba un remedio raro ante situaciones penosas. Una simple bolsa oscura con agujeros cubriendo su cabeza, con la esperanza de no ser reconocido. La bolsa negra con agujeros en los ojos daba una apariencia de forajido improvisado, aunque eso le pareció mejor que ser descubierto por cualquier conocido. Él piensa agitadamente: “En cuanto me aleje, tiro esta porquería”.
Todavía no se quitaba la bolsa negra de la cabeza cuando escuchó un zumbido de sirena policiaca. Entre la lluvia distinguió los colores rojos y azules, mientras manoteaba sobre la cara para arrancarse la bolsa. La proximidad de la patrulla policial le alteró el corazón galopando alocadamente y las venas de las sienes hinchándose. Pensó: “Tengo que calmarme”.
Detuvo el Ford Falcon azul en la orilla derecha y esperó, intentando respirar con más lentitud. La patrulla utilizó su megáfono:
—¡Deténgase, auto azul!
Apagó el motor y bajó ligeramente la ventanilla derecha. Cuando se detuvieron los limpiaparabrisas, notó que ya caían pocas gotas de lluvia. Pasaron unos momentos sin que los policías hicieran ningún movimiento. Rubén Campaña buscó su licencia en la cartera y comprobó que estuviera vigente. Buscó en la guantera y sacó el documento de circulación. Siguen pasando los segundos y la lluvia se incrementa. La patrulla se mueve lentamente y empareja los cristales del conductor. Del otro lado bajan el cristal y una voz lastimera sale del agente, que indica:
—Mi comandante vio algo raro, pero ya veo que usted es un viejito. Digo, un respetable señor. Pero su calaverita está dañada y la infracción es cara, además no es posible que circule, por ser un riesgo en vías de circulación principales, por lo que la multa se multiplica por salarios mínimos y unidades de actualización; más las maniobras de corralón…
Sigue un monólogo para dejar en claro que el conductor quedará fastidiado, que le conviene ofrecer un soborno en efectivo antes de complicarse la existencia y dejar en prenda su automóvil. Por su parte, Rubén es experimentado en las argucias para negociar una rebaja y acordar una mínima mordida; así, comienza una triste narrativa de conmiseraciones:
—No se lo van a imaginar mis señores oficiales de la ley —toma una pausa al soltar un suspiro y adopta un tono lloroso— justo estoy pasando por un terrible trance de que mi nietecita está enferma y me he puesto nervioso al buscar su medicina en una farmacia que me recomendaron para que saliera más barato, el Clobazam con Lamotrigina Fortes para evitar las convulsiones por epilepsia.
Extrae un frasco bajo el asiento y lo agita para que suenen esas pastillas. Continua con una explicación detallada que aburre a los policías. Sigue sus lamentaciones hasta que el oficial de la ventanilla lo interrumpe, pidiendo una cantidad para “un refresco”. Campaña saca de su cartera el único billete que guarda con la denominación más baja de curso legal.
—Pero hay que marcharse directo a su casa, no es legal circular con un foquito apagado; puede provocar un accidente. Y se rumora que unos porros salieron a vandalizar, la lluvia los amilanó, pero si escampa habrá alarma. Regrésese directo a guarecerse en su vivienda.
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Comportarse como un actor de telenovelas le ha devuelto el humor a Campaña. Sin embargo, su teléfono sigue tan pasado de moda que no funciona el mapa digital. Pregunta por una avenida a una señora con paraguas y recibe referencias. Tras varias cuadras, se convence que las indicaciones fueron equivocadas. Atraviesa calles solitarias, ha regresado en dirección del sector residencial donde antes cada calle le resultaba familiar, ahora son espacios desconocidos. Han pasado cuarenta años desde que abandonó ese suburbio. Pregunta a un automovilista y las instrucciones son confusas. ¿A nueve bocacalles una vuelta en semicírculo sobre la rotonda? Al contar nueve cuadras, en su tablero se prende un foco rojo que indica falta de combustible.
Tampoco tiene dinero ni idea de dónde hay una gasolinera próxima. Ha cesado la lluvia, el cielo nocturno se está abriendo y hay un asomo de Luna. Se baja en una calle iluminada, junto a una fuente redonda y junto unos árboles de jacarandas floreciendo. Pasada la alegría de engatusar al patrullero, le vuelve el mal ánimo y piensa que debe traer malfario. Flores caídas de los árboles de jacarandas alfombran la acera. En una casa próxima se adivina que hay una fiesta por la música y gente que se agolpa en el portón.
Rubén Campaña abre su cajuela y revisa que siga ahí el bidón para gasolina. Aprovecha para constatar que guarda su llanta de refacción, gato mecánico y señalizador reflejante. Mueve el cuello en círculo y enarca las cejas hacia el cielo intentando recuperar el humor. Una voz a sus espaldas pregunta:
—¿El tío Rubén?
Al mover lentamente la cabeza, un adulto se identifica.
—Soy Paolo el sobrino postizo de tu hija mayor. Me llevaste al parque en ese mismo automóvil hace muchos años. Lo reconocí, aunque está desastrado.
Cubre el espacio para saludar con un abrazo cálido. Campaña explica algo de sus tribulaciones. Paolo lo anima señalando que le compartirá de su propio combustible para que no se quede tirado, pero que antes lo acompañe a saludar en la fiesta.
—Estoy atrasado.
Arriba del zaguán metálico gris hay un gran letrero de lona, pintado a mano, que dice con mayúsculas: “BACANAL E.T.” Abajo hay un letrero más pequeño con una broma: “Gracias por ser y por estar siempre a donde vaya… Atentamente, verbo To be”. El encargado de la puerta con disfraz de verde y ojos negros, alargados de almendras extraterrestres. Lo complementa una túnica azul con lentejuelas chispeantes.
Paolo se refiere al dueño de la residencia como “Gian Luca”.
Al traspasar el umbral hay un patio donde los invitados deambulan entre malabaristas y juglares contratados, meseros atentos y hostesses encantadoras. En silencio Rubén se lamenta de la excentricidad de los ricos, olvidando que él mismo ha sido un excéntrico que brindó fiestas para el gobernador de la ciudad hace tanto, que le parece haber sucedido en otra vida. Una hostess de antifaz verde se aproxima a Paolo invitándolos a seguirla. Ella atrae miradas por su vestido entallado para destacar la cintura, con falda corta para presumir las piernas, pelo negro y largo. En un toque exótico porta una gargantilla al cuello, con diseño de un brocado de jade. Para más referencias ella emana perfume a jazmín y voz melodiosa.
Campaña se separa para refugiarse en un baño, donde permanece fingiendo una necesidad. Una avalancha de emociones y recuerdos lo comienzan a abrumar. Busca recuperar su paz mental, pues entrar a una de esas residencias le perturba. El WC es pequeño al compararse con lo espacioso de la casa, que bajo parámetros urbanos merece el término de “mansión”. Acabados tipo mármol con veteados imitando la espuma del mar; una llave de lavabo con regulación de temperatura, y toallitas apiladas para secarse las manos. El espejo adornado con biseles cortados y bajorrelieves de grecas doradas. El inodoro hace pensar en un trono, con chapas doradas en sus manijas; su tapa está afelpada con un tono aguamarina.
Piensa que “hasta en el infierno hay reglas” y se toma la cabeza entre las manos. Lamenta sentirse dentro de una broma del destino, porque una combinación de casualidades lo encaja dentro de un sitio que pertenece a su pasado, hasta un pretérito separado por barreras tan firmes como invisibles.
Al levantarse del inodoro, que asemeja a un trono, Rubén Campaña siente un mareo creciente. Tiene palpitaciones y unas pequeñas chispas saltando frente a sus ojos. La sensación no es nueva, ha sentido tales mareos después de ejercitarse, anunciando una ligera sensación de que va a caer. Las pastillas que trae en el bolsillo no son para una nieta enferma sino calmantes reforzados, que se consiguen en el mercado negro. Le urge sentirse mejor así que decide por una dosis triple.
Abre el grifo regulado y busca la temperatura exacta mientras respira hondo. Bebe directo del grifo y traga con fuerza la pastilla. El agua tibia le agrada, la coloca entre ambas palmas y moja su frente, luego los párpados, las mejillas y nariz. Lo hace una vez, otra y hasta una tercera vez. La piel de su cara lo agradece. Su ánimo mejora, pero sigue ligeramente mareado. La toallita suave sobre la cara lo reconforta. Sin embargo, no ha cesado el mareo. Se recarga contra la pared para salir del WC. Decide que es mejor abandonar esa mansión y suplicar al sobrino postizo que lo ayude. Cuando sale prefiere agarrarse de la pared.
El pasillo inmediato está en penumbra mezclada con luces saltarinas generando un efecto de fiesta.
—Busco a mi sobrino Paolo, es amigo del dueño, un señor con nombre italiano.
Sigue recargándose en las paredes hasta encontrar un sillón mullido. Desde ahí vuelve a agitar la mano para pedir que busquen a Paolo.
La hostess del antifaz verde (discreto, únicamente cubre alrededor de sus ojos, acompañando con chispas como de lentejuelas) se acerca amigable para preguntar qué requiere:
—No es realmente mi sobrino, usted lo llevó con el dueño. Llegamos juntos ¿Se acuerda?
Ella sonríe y responde que no recuerda, pero se interesa por su salud y sospecha que él se ha drogado. Ella lo comenta con ligereza, de inmediato Campaña se molesta y lo externa:
—¡Por vida de mis hijos! Señorita: en mi larga vida jamás he hecho algo así. Tengo una reputación impoluta e intachable.
Ella no entiende de qué le habla, pero lo mira más de cerca y ve las arrugas perladas con una especie de sudor frío. A ella le agradan los hombres mayores, aunque sean algo cascarrabias, así que no se molesta con el desplante. Luego piensa que el viejo no debe entender que el tema extraterrestre de la fiesta se refiere al viaje de una sustancia alucinógena, para volar la imaginación por las galaxias y el espacio interestelar dentro de una mente alterada. Con más motivo, ella se preocupa. Primero encarga a un mesero que le traiga un refresco al visitante. Luego busca al sobrino que está entretenido reconquistando a una actriz del “performance”. La del antifaz que explica la situación y Paolo decide pagar por no abandonar el lugar. Entrega dinero para que pague un taxi Uber y transporte a donde guste el tío Rubén. Ella calcucla que con ese dinero no alcanzará. La joven del antifaz va con el patrón para explicarle la situación. Él le indica que urge sacarlo del lugar, que si es necesario lo acompañe hasta su domicilio y regrese antes de las 4 de la mañana, que es la hora de pagar los servicios proporcionados.
La joven del antifaz regresa con Rubén Campaña quien explica de su vehículo sin gasolina y con un foco dañado. Ella entiende que hay una nueva condición, así que regresa con el patrón para pedir el apoyo de un chofer.
—Mientras más rápido lo saquen de aquí, más tranquilo estaré.
En cuanto Rubén se incorpora, afirma que se ha mareado más y se vuelve a sentar.
—Puedes llamarme Viridiana— Dice mientras se quita el antifaz para mostrar un rostro de rasgos finos y ojos candorosos —Entre el joven Filiberto y yo lo llevaremos a su vehículo, y luego de ahí hasta su casa. No se preocupe por la gasolina, tenemos intención en resolverlo todo. Pero primero con unas aspirinas para quitar el malestar.
Campaña adopta una actitud dócil, aunque siente que el piso se está moviendo. De momento hay vergüenza por salir con pasos torpes y abrazado entre el chofer y la hostess. Conforme sus pasos van adquiriendo más seguridad intenta deshacerse del apoyo. En la calle, insiste:
—Ya puedo solo, se está pasando el mareo… Vamos a probar unos pasos sin ayuda. ¿De acuerdo?
La hostess Viridiana, que se ha montado un abrigo gris para el paseo, es quien acepta. Los tres personajes se detienen a unos pasos del Ford. Con cuidado lo sueltan de los hombros. Rubén Campaña da un primer paso tembloroso, el segundo más firme y en el tercero resbala con el barro sobre el asfalto. Su pie se desliza y baja su mano hasta el fango. Por un momento parece que se ha detenido en la trayectoria de caída, después llega la flacidez de un desmayo.
Cuando despierta Rubén su automóvil está recibiendo gasolina. Él está recostado en el asiento de atrás, tirado en el suelo, mira la bolsa negra con la cual se había disfrazado y la oculta en su bolsillo para negar esa ridiculez. La situación le resulta confusa y extraña así que vuelve a cerrar los ojos para fingir que duerme. Viridiana pasa su delicada mano por un costado del asiento del vehículo y toca la pierna de Rubén Campaña, quien queda fascinado por ese suave toque de mujer sobre su rodilla. Él finge dormir y ella se da cuenta. Ella tiene suficiente experiencia para notar una arruga rígida en el entrecejo y busca unas gotas para dormir en su bolso. Luego abre la boca de Rubén y le susurra:
—Con esto dormirás mucho mejor.
Él finge no despertar, mientras imagina la trayectoria hacia su paraíso perdido por la ruta de himeneo. En el trayecto Rubén cae en un sueño profundo y extraño.
Al llegar al departamento, el chofer se esfuerza por incorporar el cuerpo de Rubén. Parece despertar y vuelve a dormir, funciona con algún automatismo, agarrado al hombro. Tras la insistencia del chofer, Rubén atina a señalar la llave para la entrada general. Viridiana permanece afuera solicitando un Uber y, simultáneamente, atendiendo una llamada de un pretendiente noctámbulo.
En el pasillo, Rubén recobra un instante de aparente conciencia y le indica al chofer:
—Déjeme aquí sentado en el pasillo; en un rato subo los cinco pisos. El elevador está descompuesto. No quiero dar más molestias. La señorita pensará mal de mí, está sola afuera y este barrio no es de fiar.
Al chofer le parece excelente idea abandonar a Rubén, dedicar un minuto a atenderse en un baño de pasillo y, después de dos minutos regresar a con su cliente. Afirma que dejó a extraño en su departamento y se apura para regresar a la fiesta.
Rubén Campaña, avanzó por la escalera trastabillando. A ratos jadeaba y hacía pausas. Cerraba los ojos y bostezaba para alejar el mareo. El camino tan conocido desde la descompostura del elevador cada vez le parecía más difícil. La lluvia se había escurrido en varios tramos de la escalera. En el quinto piso el barandal estaba roto y sucedió con Rubén lo que su destino había preparado.
Ignorando lo sucedido, Viridiana regresó y le explicó al patrón que había depositado al invitado en su departamento, afirmando que quedó dormido en su cama. Ella así lo suponía tras el regreso del chofer de confianza. El patrón lanzó una mirada maliciosa sobre ella al suponer qué otra situación sucedió en esas dos últimas horas. Él está más interesado en continuar sus tareas de anfitrión, así que cambia de tema.
Paolo, el sobrino postizo, contó que esa fue la última vez que vio a Rubén Campaña. Su versión fue que se escapó de la fiesta para no cubrir una deuda, lo cual sería extraño, pero tampoco imposible.