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miércoles, 8 de octubre de 2008

LA PIEDRA LUNAR



Por Carlos Valdés Martín

Los niños salían al campo a condición de integrar equipos. Era un colegio mixto y el profesor de biología los mezclaba como átomos contrapuestos en equipos de dos, evitando que siguieran sus inercias espontáneas de amistad. El profesor Manuel los colocaba según caprichos académicos ocultos o, lo que es igual, sin respetar las amistades naturales.
Federico y Amanda se repelían espontáneamente. Él era alto y juguetón, ella bajita, tímida y resentida contra los varones, aunque a esa edad es un exceso decir “resentida” pues fluye una alergia temporal de los niños, esa espesura defensiva previa a los primeros enamoramientos. Amanda evitaba el contacto con los varones y por eso el profesor, contrariándola, la ponía a colaborar con los niños.
El profesor nos envió a todos a buscar muestras de piedras diferentes, convencido de que la experiencia y la indagación en el campo daban más luces que los textos escolares. Así, que salimos en equipos de dos en dos como exploradores del perímetro campestre. Cada pareja cargaba bolsitas de plástico negro para recolectar sus especímenes.
La búsqueda de rocas clava la vista al suelo, la proximidad se convierte en lejanía. A unos pasos de mí, Federico y Amanda se decían palabras descorteses: “Flojo”, “Carga tú la bolsa”. Hasta que Federico exclamó “Esto es increíble: una piedra lunar”, atrapando la atención de su compañera. Terminaron las descortesías e inició una conversación. Por mi parte, no les di importancia y seguí buscando con la vista en el suelo, dirigiéndome a un promontorio prometedor en busca de mis propias piedras.
Federico manipulaba un disco cónico polvoriento y le decía, “A esto se le llama piedra lunar por el efecto del rocío que viene de la Luna” Explicaba que era una piedra rara, que el profesor la apreciaría muchísimo. Él abusaba, era un niño más despierto, ya jugaba a engañar. Poco a poco, Amanda se envolvió en el argumento. Hasta que dijo “Yo la quiero entregar, anda déjame”. Federico se hizo del rogar un poco, hasta que ella ocultó el trofeo dentro de la bolsa opaca.
A la media hora, el profesor decretó que la exploración estaba terminada y nos reunió en semicírculo, para examinar la recolección del día.
Emocionada y venciendo su timidez habitual Amanda agitaba la mano pidiendo mostrar su trofeo, hasta que logró su turno. Con alegría agitó su bolsa y extrajo su recolección, diciendo al grupo que esa era “una piedra lunar”. La mitad de los niños nos reímos de inmediato: “Una caca de vaca”, coreamos. Con un ademán rápido el profesor nos silenció y enronqueció comentando con alegría, que “Resulta interesante y sumamente instructivo, ciertamente esto no es una piedra, pero el metabolismo del animal se integra en la naturaleza mediante sus excresencias que se deshidratan y endurecen, por lo que aparentan piedras… en la temporada de lluvias se humedecen… los insectos coleópteros que se alimentan de este producto… los notables casos de efectiva transformación de los elementos orgánicos en piedras, como la madera petrificada, especie de momificación natural…” El objetivo pedagógico quedaba cumplido, los niños quedamos intrigados con una verdadera petrificación y siguieron las preguntas sobre las maderas petrificadas y los fósiles.
Federico procuró remachar su hazaña susurrándole a Amanda al oído “Ahora huélete las manos”, antes de reunirse con sus amigos para presumir su engaño.
Alejado del grupo, el profesor citó a Federico para reprenderlo.
Amanda con el tiempo superó su vergüenza y confirmó un lema de la escuela primaria: varones igual a odiosos.

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