Por Carlos Valdés Martín
Una Eloisa cándida
Rousseau
surgió como un autor candoroso y sublime —a la vez, inocente y genial— cuando sus
explicaciones sobre democracia y sociedad irrumpieron en las ideas políticas, y
así se mantendrá vigente en cualquier curso escolar. Algunos de sus argumentos carecen
de rigor, pues no le interesaron las pruebas sino la contundencia de la demostración
y la elegancia para defender un principio sublime: la soberanía popular en
oposición al derecho divino, el único reconocido hasta entonces. Por lo mismo,
se trata de un pensador radical, que no se detiene entre las medias tintas,
para proponer una visión colorida para un nuevo mundo político, cuando en sus
tiempos el sistema democrático era una expectativa ilusa o un recuerdo
grecolatino.
Complementar
este conocimiento de sus ensayos políticos y sociales con la descripción de su
vida por un estudioso a quien Rousseau le resulta antipático ofrece un resultado
curioso[1].
La lectura de su vida revela la importancia de la obra literaria de Rousseau,
debido a sus innovaciones literarias, incluso en el terreno formal, como una aportación
del romanticismo. Su obra la Nueva Eloisa
logra la complicidad del lector con las emociones del personaje, de tal modo
que crea un nuevo flujo de comunicación, inusual en las novelas anteriores.
Esto revela un espíritu muy abierto dispuesto a dejarse escudriñar por el
lector, ya que el enmascaramiento del autor se reduce con esa técnica de
exposición literaria.
Literato popular
Su
misma importancia literaria y la carencia de formación profesional de Rousseau
me convencen del acento poético de sus obras teóricas. Me parece que predomina
el ánimo retórico sobre la decisión de una meditación objetiva y radical
(equilibrada entre la audacia y la prueba) sobre el fenómeno político. Si nos
guiamos por apariencias también su radicalismo político está más guiado por momentos
de ánimo (aunque sí los estimo muy sinceros) que por una convicción
sistemática. Así, sus escritos políticos democráticos al estilo moderno
contrastan con las intenciones de Rousseau de triunfar en la corte de Versalles
como músico al servicio de la monarquía. Esos estados de ánimo variables son
tan agudos, que de acuerdo a una anécdota, en cierta ocasión el ginebrino quedó
a punto de morir de hambre en París y muchas veces sufrió las mayores
privaciones, obligado desde niño a ejecutar los trabajos más penosos, padeciendo
humillaciones por su condición de pobre y sin arraigo. Por su misma vida plagada
de venturas y desventuras, de trabajos y penalidades, de triunfos y tropiezos,
tuvo una gran sensibilidad ante las cambiantes circunstancias humanas; en
alguna medida, eso explica su posición política tan plebeya, que anunció el
siguiente ascenso del “Estado llano” de la Revolución Francesa, es decir,
anuncio el protagonismo del pueblo en la modernidad.
El mito romántico
El mito
romántico de la naturaleza y de los salvajes buenos y solitarios que deambulan
entre la selva, conviviendo bajo sencillas normas de moral representa una
creación ideal, de la cual él es uno de los principales promotores. Ese mito
del buen salvaje dibuja un espejo extraño, porque surge de una polarización
imaginativa entre lo contrario de esa sociedad europea del s. XVIII cada vez
más urbana y artificial, mezclado con la repetición del sentido individualista
de la misma sociedad mercantil. El individualismo imaginado en el carácter
moral del buen salvaje es una simple proyección de su presente, pero se mezcla
con una contraproyección, con un invento sobre lo contrario a la civilización, pues
se inventa una barbarie alegre, entonces adorada como el paraíso perdido y la
fuente de toda honestidad moral. Y la aceptación de tales criterios en el
público lector de la clase media urbana del siglo XVIII indica un sentido de
condena sobre la propia sociedad, un sentido moral paradójico[2]. Este
mito romántico participaba con una amplia corriente cultural de la época,
incluso con antecedentes renacentistas[3], donde
se pensaba encontrar la regeneración moral en la vida sencilla y rural.
Independientemente de que inventara un mito, ahí mismo se perfila una nueva
sensibilidad: el romanticismo. La
relación de las emociones personales ante la vista de la naturaleza misma se
trastoca, y donde antes el caballero medieval veía una campiña como su coto de
caza, ahora se empiezan a dotar de emotividad. La literatura y pintura
romántica dan emotividad y sentimiento a los paisajes. La nueva sensibilidad romántica crea un gusto en
el reencuentro con la naturaleza al respirar un aire diferente, al beber agua
en arroyos claros, al recibir el frío de la montaña...
Al filo de la navaja: espantando al burgués
Un
rasgo que sentimos como peculiarmente moderno es la importancia del medio de
comunicación literario para Rousseau, quien se convirtió en un bestseller de su momento, un triunfador
del incipiente mercado de las ideas y los significados. Sin embargo, en este
punto hay contradicciones muy interesantes en un par de puntos. Él tuvo éxito
como crítico social, mientras que en otras facetas creativas, como su intento
de innovar la notación musical, es un fracasado. En su época, una parte de su
éxito radica en el escándalo, lo que después se llamará la técnica mercantil de
"espantar al burgués", donde el escándalo es una ventaja pues los
reproches se convierten en notoriedad y publicidad. Sin embargo, Rousseau
intentó y triunfó con la técnica de “espantar al burgués” cuando ese riesgo de
la notoriedad era mortal; pues los reyes no tenían restricciones legales para
apresar y asesinar a súbditos molestos; las iglesias podían darse el lujo de
quemar alguno que otro hereje para mantener la obligación de la fe verdadera.
Cualquier posición notoria era peligrosa, pero una posición notoria con crítica
y enfrentamiento con los demás se balanceaba sobre los bordes del precipicio. Y
la navaja del verdugo, efectivamente, pasó cerca de Rousseau en suficientes
ocasiones.
Paranoia justificada
Un
rasgo interesante durante la edad madura de Rousseau es una caída en una paranoia
cada vez más definida. Su caso semeja a lo que Artaud llamaba "el
suicidado de la sociedad"[4],
pues una persecución real se mezcla con el miedo, cada vez más enfermizo del personaje.
Las tensiones espirituales insoportables de la vejez de Rousseau se calientan
con las verdaderas persecuciones que sufre. En efecto, pierde su empleo por
falta de reverencia ante el embajador francés en Venecia, y es perseguido del
Rey de Francia. Durante un tiempo obtiene la benevolencia del Rey de Prusia, pero
luego debe de temerle. En cierto momento, los desencuentros con monarcas
extranjeros penetran al interior de Suiza y Rousseau parece quedarse sin ningún
refugio en toda la extensión de Europa. La misma tolerante ciudad de Ginebra,
que la podríamos catalogar como un oasis de libertad de su época, organiza una
persecución por las ideas religiosas y políticas de Rousseau. Algunos de los
importantes intelectuales del periodo se convierten en sus enemigos personales,
entre los que destaca su antagonismo con Voltaire, y donde se cumple el adagio
de que el más parecido es enemigo, porque ambos eran los puntales ideológicos
de la Ilustración. En fin, Rousseau se convierte en un atormentado tanto de sí,
por una psicología fuera de época, como víctima de los gobiernos despóticos que
lo acosan.
Rousseau músico
Me
sorprendió el enorme interés por la música de un autor tan reconocido como
"serio". Según la información disponible él quiso ser músico
profesional y hasta presentó dos óperas en público; este tipo de composiciones
son una gran obra, por la pretensión y las dimensiones. El adivino del pueblo se estrenó en 1752 y fue presenciada por el
mismo rey de Francia. Sin embargo, sus mismas opiniones de escándalo público le
cerraron muy pronto las puertas de la carrera musical, por ejemplo, poco
después escribió "La música francesa es un continuo ladrido"[5],
argumentando la mala calidad de la música del país. Su comentario causó
escándalo en el medio musical, a tal grado que la orquesta de la Opera de París
le prohibiría la entrada en la Opera. Además intentó trascender en el mundo de
la música innovando la notación musical, mediante un proyecto que presentó para
un concurso, que no fue aceptado como original, porque ya años antes alguien
había presentado un escrito con propuestas en el mismo sentido.
La soberanía popular: nuevos principios
La
importancia de Rousseau en la historia de la teoría política aparece bastante diáfana,
al exponer claramente el predomino de un nuevo principio para organizar al
Estado: la soberanía popular. En cierto sentido, Hobbes había iniciado una
reflexión que apuntaba en el mismo sentido, pero la pregunta planteada en el Leviatán sobre dónde radica la
soberanía queda truncada. Como Rousseau,
ya Hobbes había supuesto que originalmente la soberanía había radicado en el
pueblo, pero el inglés argumenta que
ésta había sido depositada en el rey, que por eso se convertía en el soberano y
desde ese acto de obediencia originario, la sociedad debía obedecer siempre al
soberano, el rey. Luego Rousseau radicaliza ese argumento y considera que la
delegación de la soberanía en el rey o el gobierno electo es temporal, porque
originalmente reside en el pueblo y éste puede recuperarla en un acto de
voluntad superior. La voluntad del pueblo el permite enajenar su soberanía
primera y dejarla en manos de representantes, pero conserva el derecho de
abandonar la enajenación del poder político[6].
Así, Rousseau inicia la teoría democrática de la representación política y de
la votación como medio para expresarla, pero se reconoce el origen primero, una
soberanía popular. Bajo este último detalle el sentido de la democracia de
Rousseau era muy estricto y casi nunca que ha aplicado; a veces, por breves
tiempos la soberanía regresa al pueblo, a su acción directa, pero pronto el pueblo
se desembaraza del mando.
La bondad de la memoria
La
memoria histórica ha sido benévola con Rousseau, olvidando sus escándalos personales
y exaltando sus aciertos intelectuales. En su época, su comportamiento amoroso
alejado de la moral cristiana escandalizó como cuando fue el amante de una
mujer mayor, su patrona madame Viecens. También resultó un escándalo, y ahora lo
seguiría siendo, el abandonar a todos sus hijos ante las puertas de un
monasterio. Los defectos personales quedan fuera del foco de la mirada
histórica, solamente queda la memoria del autor romántico y del político
demócrata. También quedan fuera del interés de la posteridad (el hoy mismo) sus
debilidades políticas en la disposición como secretario de un embajador o su
intención de ganar, en ciertas situaciones, el favor de la monarquía. Queda
fuera del interés del recuerdo las debilidades morales de un moralista, como
las mentiras de juventud o las mentiras descaradas para obtener un puesto como
músico en una ciudad suiza. Mucho menos interesa su enfermedad de la vejiga que
le obligaba a presionar el abdomen para poder orinar. Podemos sentir la
satisfacción del olvido, la victoria de la memoria selectiva, que se contenta
con lo agradable para dibujar el perfil medido de un personaje entusiasta, de
un carismático literato y ensayista político. ¡Bendita sea la memoria selectiva
para Rousseau!
En
contra de la bondadosa memoria selectiva se levanta la voz de un biógrafo,
Gavin de Beer, quien se esmera en mostrar los muchos vicios morales y defectos
de Rousseau. Aunque el efecto de esa crítica moralizante resulta ameno, no deja
de representar un recurso a los defectos secundarios y hasta insignificantes;
como si las fallas personales pudieran anular el sentido de la obra, para
personajes que han dejado una obra perdurable en este mundo desde hace siglos.
Una óptica que hurga demasiado en la vida personal y el otorga una importancia
superior a los acontecimientos de magnitud, concuerda con el ejemplo de Hegel
cuando recuerda que para el mayordomo no existe el gran hombre pues observa sus
defectos personales, pero esto no significa que el ayuda de cámara sea un
crítico acertado, sino que siempre se mantiene en el punto de vista de un
mayordomo[7].
NOTAS:
[2] De Beer
cree que se trata de una contradicción personal insoluble de un Rousseau que
ataca al mundo que lo sustente, como un malagradecido, pero se trata de una
parábola social, donde hay complicidad entre autor y público.
[3] Las raíces
del buen salvaje las rastrea Roger Bartra en La jaula de la melancolía.
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