Música


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sábado, 5 de noviembre de 2011

TRAS LA REVOLUCIÓN MEXICANA: LOCOMOTORA FANTASMA MARFIL


Por Carlos Valdés Martín

En lo que sigue un pequeño homenaje a la vorágine revolucionaria de 1910 vista en la retrospectiva, un momento después de la tormenta...

La pusieron a dormir en el ocaso, pero se resistió pues ese sueño semeja a la muerte y resonó su voz tan extensa como el país; así, resistiéndose a la anulación agitó su entraña pues gritaba a todo pulmón desde su edad de infante sin conciencia. Sucedía en el espacio-tiempo (dos caras de la misma moneda) del pueblo: la encrucijada de las llanuras productivas y el eco olvidado de los balazos de una Revolución negándose a quedar sepultada. Olor a establos, lejanía láctea que aún cuaja, espacio azaroso del desencuentro entre culturas fallecidas y la sangre hirviendo por el calor-fuego de aspiraciones frustradas. La fiebre del alma no termina con pastillas para el dengue-malaria-paludismo, pues las enfermedades espirituales decaen en interrogaciones sin respuesta y son peores. Las letras primarias se detienen al umbral de la escuela, mientras el campesino llano se divierte con tarros de pulque, todavía fresco por la mezcla entre Quetzalcoatl y una inundación venidera. Entonces se detuvo el tren, porque la masa popular agonizaba de tanta fiesta; hasta los obreros del ferrocarril declararon huelga antes del día de descanso y se contagiaron de soberbia (la migaja envenenada de la mesa de los millonarios). Las savias de las yerbas aromáticas inundaron el establo, como recuento de un Nacimiento cristiano convertido en otro de escala humana. ¿Y qué hacen los animales del establo cuando el campesino se levanta insurrecto? No se convierten en rebaño de silencios, como cuando hace años el sacerdote se negó a oficiar misas por demanda del lejano Vaticano, cuando destilaban mezcal para enardecer y agitar a los creyentes, convirtiendo la molicie campirana en furias cristeras.
Durante el ocaso se detuvo el ritmo de la vida, y hasta las vacas permanecieron silentes, mientras las aves (de modo extraño y hasta sospechoso) se negaron a cantar su coro nocturno. La naturaleza permanecía a la expectativa mientras el astro rey insistía en convertir sus dominios en manto anaranjado y oro. Una gavilla de revolucionarios frustrados y fuera de época, muchos años después de las venturas de Emiliano Zapata (muerto abrazando la tierra) se mantuvo en silencio montando flacos caballos (desechos de animales, ahora inútiles para el trabajo y la aventura, por eso prestados por una nieta de Cortés, el conquistador), y las miradas de una docena de hombres (los menos de ellos armados) se entrecruzaron en una interrogación colectiva. Ellos resentían que su época había pasado, ahora su causa estaba muerta y el nombre heroico de “revolución” sobrevivía en los corridos musicales, torcidos en canciones comerciales, ya listas para sonar en una (novedosísima) estación de radio. ¡Radio! Ese nombre le parecía una herejía el líder de los inconformes. La sagrada causa revolucionaria quizá estaba moribunda pero no merecía un sacrilegio tan ofensivo, pues eso era el convertirse en una cancioncilla, juguetona y entonadita por músicos de segunda categoría. Para él (en particular) los músicos y comediantes pertenecían a la raza del diablo (esa estirpe nacida en el incesto de Caín con Lillith). La raza de la ínfima descortesía y pretensión de ganarse la existencia sin el sudor de la frente, ni el riesgo del pellejo (como el militar y el revoltoso). En efecto, para el líder las heridas sufridas durante su juventud rebelde no debían olvidarse en vano, y ya sonaba la hora para detener el sacrilegio de gente inferior y sin recato.

El cabecilla del grupo, Fortino Bañuelos explicó su plan sin caer en detalles, anunciando un esquema breve para ir al grano. Ellos tomarían por asalto la fiesta de Baldomero Rosales, el hombre más rico del lugar, quien regresaba de un viaje al extranjero y esa noche agasajaba a su hija menor. Los sublevados con sus armas azuzando a los presentes, capturarían a Nicanor Banda, el director la orquesta musical traída desde Guadalajara; luego ridiculizarían al músico en el mástil de la plaza municipal, con un cartel de advertencia. El letrero indicaría: “Acabemos la desvergüenza, viva el pueblo.” El más joven de la gavilla, un campesino todavía oliendo a magueyes tiernos, interpretó que crucificaría al susodicho y preguntó: “¿y cuanto vamos a ganar en efectivo?” El líder aclaró: “Nosotros somos revolucionarios honestos, para acabar con las injusticias, y no nos confundimos con bandoleros.”
Desde la década anterior, en México casi todo se había vuelto revolucionario o adquirido ese adjetivo. Valiente, bravo, nuevo, decidido, amplio, educado, constructivo, etc. dejaron de usarse con orgullo… sustituyéndose por “revolucionario”. Entonces, Dimas Leal el segundo de abordo asomó una idea, pues para él “revolucionario” también significaba llenarse los bolsillos con el dinero ajeno y dijo: “Mejor asaltamos la casa de Baldomero y sacamos dinero y joyas”. En definitiva el cabecilla no estuvo de acuerdo, y volvió a exponer su plan, con más de detalles, pero la discusión no llegó a conclusiones porque ya se escuchaba el ruido de la fiesta.

Al otro lado y tras un muro grueso el barullo de unos quinientos invitados se mezclaba con la música popular interpretada por una banda orquestal. El muro promediaba dos metros, pero su cresta de piedra disminuía con olas descendentes cada cinco metros, así la parte baja facilitaba espiar hacia el patio principal. El grupo se apeó una cuadra antes del objetivo, agrupándose en un rincón oscuro. Contaban con pocas armas: dos pistolas, un machete y una vieja carabina. Fortino estimó indispensable atisbar primero por si se encontraban soldados entre los asistentes a la fiesta. Desde el extremo del muro se acercó con discreción, aprovechando los matorrales para divisar sobre la parte baja de la barda. Y asomando con cautela la cabeza, le sorprendió el espectáculo de damas elegantes, con vestidos largos y encajes, mezclándose con caballeros presumiendo sus casimires importados desde el extranjero. En su mente de campesino sin redención, los encajes y las joyas deslumbraban a Fortino más que mil flashes incandescentes en ataque simultáneo y sintió las piernas flaquear. A diferencia de la Batalla de Zacatecas, esos cañonazos subjetivos de los cuellos torneados y las caderas flotando entre encajes de seda satinados sí lo golpearon. Intentó resistir, pero Epifanía la hija mayor de Baldomero deslumbraba el ambiente con un traje satinado en blanco marfil, irradiando la atmósfera entera con el encanto de su luminosidad.

Desde la infancia Fortino siempre se imaginó diferente, antes sólo sentía rechazo por la alta sociedad, y en ese instante se descubrió anhelando convertirse en uno de ellos, tomando de la mano el guante recubierto con seda de una señorita educada. Ese anhelo de convertirse en lo mismo que su enemigo emergía como una boa subiendo desde sus tobillos. Aturdido y desconcertado ante el extraño e hipnótico escenario de las damas de sociedad, Fortino prefirió sucumbir al temor y tocar la retirada silenciosa, pero lo hizo tarde. Antes de voltear la cara ya la angustia y el nerviosismo treparon por su estómago y sintió náuseas, se agachó y la oscuridad antes aligerada por una luna creciente, se volvió densa. Quizá el divino Quetzalcoatl sometido al influjo del pulque también sufrió un acceso de debilidad, y si un dios caía bajo el efecto del embrujo ¿qué defensas sostienen a un incipiente caudillo ante el glamour de las damas de alta sociedad?
Intentó resistir la penumbra, pero entre la vereda un agujero se ocultaba, así, en plena retirada le atrapó un pie y tropezó de bruces. Un golpe seco y luego intentó dos traspiés, para terminar entre los arbustos. Al menos la caída no fue ruidosa, así que disimuló para mantener su prestigio. La soledad de los caudillos es enorme: carga sobre su espalda rocas imaginarias y cuando sus fuerzas enteras apuntan en contra de un molino de viento, los atacan tigres imaginarios, para derrotarlos mediante el humilde vacío de un agujero escondido. Entre los matorrales, Fortino ideó un pretexto para esa huida con tropiezo y se inventó diecisiete soldados imaginarios custodiando la fiesta, cuando todavía no observaba si había enemigos armados o el lugar estaba desguarnecido. Pero el tobillo le dolía y el flujo magnético del high society provinciano lo perseguía.
Se incorporó y disimuló su dolor, pisando con calma, como si su extremidad nada le importara. Al menos, la sensación física le ayudó a escapar del magneto fluyendo desde las damas de apariencia aristocrática, pero eso no ocultaba la conciencia de una derrota, pues ahora estaba imposibilitado para atacar.

Con sigilo (ante el mundo) y disimulo (en el fuero interno) comunicó a sus hombres el fracaso del plan, mandando la señal de dispersión; aunque también ordenó que antes abrieran la botella de mezcal que reservaban para celebrar su triunfo. Un efluvio de hierbas ácidas parecía escapar por la boquilla de la botella, y sin el trámite de los vasos, Fortino fue el primero en beber. La gavilla entera, juntando un semicírculo, se apretó codo a codo para apurar cada quien un sorbo directo del líquido quemante. El licor ardiente atrapaba la lengua y corroía la garganta, para dejar su anestésico recuerdo entre las papilas. En un juego convenido de bravura, la botella no se detendría hasta agotar el líquido, mediante una ágil ruleta de un trago directo por vez. Luego de cada buche un “Agh” discreto para indicar el gusto quemante y una risita colectiva.
Con la botella vacía y los humos etílicos en el cerebro, Fortino despidió a sus valedores. El alcohol tardaría unos minutos en surtir su efecto y el cabecilla recargó la espalda en la pared para mirar alejarse a sus camaradas, entre la penumbra. Volteó el cuello hacia arriba, para comprobar que la noche no había caído por completo, en el Poniente se conservaban líneas anaranjadas, mientras la luna se mantenía el extremo opuesto de la bóveda. Extraño espectáculo de dos dioses celestes dispuestos a compartir un mismo escenario, mientras la neblina mental del líquido de fuego se juntaba para disimular la polvareda emotiva del cabecilla. Conforme el mareo sustituía a la claridad, las sensaciones corpóreas desaparecieron de Fortino, y comprendió que el agujero (“¿la Voz de la tierra o un hoyo de una tuza?” se preguntó) era un recurso para disimular la derrota de un guerrero ante lo incomprensible. La casona metamorfoseaba en fortaleza inexpugnable, la barda tan bajita que parecía y fácil de saltar, pero un magnetismo la protegía (¿de dónde viene el resplandor de las damas de los potentados?). Quizá por eso la Revolución terminaba en un callejón sin salida. Antes el régimen de Porfirio Díaz, con la metamorfosis del nativo oaxaqueño en casi aristócrata francés, evocaba lo peor de dos universos y la colisión entre imposibilidades: la piedra convertida en ídolo humano y el encaje vistiendo las pretensiones del corazón desamparado.

Recordó su condición de líder. ¿Por qué cautivó ese puñado de seguidores? No se distinguía por costumbres ni apariencias, sino por una tensión interna, dispuesta a lanzarse en el instante de máximo peligro, como sucede con el Águila y la Serpiente. Perdió el miedo entre los tiroteos revolucionarios y mantenía su apego a las pequeñas certidumbres. Y le importaba mantener ese pequeño pedestal como jefe de una gavilla inexperta, todavía sin ningún enfrentamiento y aún desconocido entre sus futuros enemigos. No aceptaba perder su pedestal, debía recuperar su confianza, su fe en que la valentía desmedida lo lanzaría hacia una vida extraordinaria.

Con la cabeza revitalizada con vapores que rompen las trancas terrenales, Fortino decidió adquirir un asiento privilegiado para admirar a las damas de la fiesta, y en especial a Epifanía. Si bien estaba derrotado esa pérdida debía ser transitoria, al menos Fortino se convertiría en un ojo supremo, cual espíritu santo colocándose sobre un pesebre. Justo, en la parte trasera de la fiesta quedaba el establo, y bastaría un sigiloso rodeo, para salvar el muro desde atrás de la construcción. Un viejo cobertizo de madera funcionaba como establo, y refugiándose entre la oscuridad y olores de las vacas, tras los tablones mal pegados, Fortino estaría en condiciones de un observador perfecto. En su travesía solitaria, rodeando por atrás la casona y la zona de la fiesta, se encomendó repetidamente al Niño Dios, pues la inocencia protege a la astucia, según dictó la superstición.

La travesía le hizo bendecir los efluvios del mezcal, pues una alegría incontenible empezó a sustituir esos sentimientos insoportables de los minutos previos. Al deslizarse entre los tablones y quedar encaramado entre la oscuridad del establo, él restableció su identidad de pendenciero, volvió a recordar su venganza contra las humillaciones continuadas. Esas humillaciones venían de lejos; desde la más tierna infancia, y no recordaba un evento único, pues no era la pobreza, sino un continuo y permanente ser devaluado; los de Abajo representaban una especie de basura lanzada entre las sobras del campo.

En la situación presente los humores de animales no le molestaban, conforme a la costumbre de trabajar entre caporales y jornaleros, así que se concentró en descubrir el parapeto perfecto para observar el efecto magnético y resistirlo hasta recuperar el control. Mirar líneas de belleza en lugar de damas completas le pareció una buena idea, y hasta le causaba una gracia enorme, pues alejándose unos centímetros la visión se reducía a filones de imágenes custodiados por los gruesos maderos, y acercándose se ampliaba el campo de visión. Mantenerse viendo delgados filones de imágenes, custodiados por los tablones burdos le causó más gracia y entonces empezó a reír en silencio.
Por suerte, el ruido musical de la orquesta visitante ocultaba la risa tonta de Fortino, de lo contrario lo descubren por sus resoplos. Luego de la risa emergió el bienestar y se animó a mirar más en detalle aproximando los ojos entre las rendijas de la madera.
Y volvió a suceder, el magnetismo del vestido marfil de Epifanía destellaba entre la multitud del jolgorio. Era sorprendente que los visitantes no reverenciaran a la señorita y se colocaran de rodillas, según en criterio del observador. No era la cabellera negra, con jaspes brillantes, ni el sonrosado de las mejillas, ni el carmesí de los labios sonrientes, o el nacarado de los dientes, pues parecía que una fuerza sobrenatural se condensaba en el vestido y una lluvia de flashes se desprendía desde la distancia. Y el gavillero cerró los ojos con intensidad, mientras el cuerpo era sacudido por un calambre indefinido. Fortino sintió que el suelo temblaba y se arrojó al piso para no caer. Abrazó la tierra húmeda y sucia, esperando el confort de un ente grande y abrumador, y logró refrescarse con el suelo, al menos, sintió frescura. A la distancia, parecían surgir hilos de plata líquida entre las fisuras de la madera, entonces temió que la presencia del vestido de Epifanía lo abrumara por completo, así que evitó asomarse. Y tratando de serenarse giró hasta colocarse boca arriba para mirar la negrura del techo.

Intentó recuperar la calma, entonces logró estabilizar su malestar y lo precisó: ese vestido era culpable de su derrota. La venganza del pueblo contra el músico resultaba secundaria, ahora el ropaje marfil satinado debía quedar atrapado para terminar con su magnetismo. Sintiendo que el suelo se movía, como le platicaron que se movían los barcos, fue urdiendo el plan para robar ese vestido y quemarlo en un acto solemne, que castigara la impudicia de los ricos y reivindicara a los humildes. La química deteriorada del mezcal ingerido hundió a Fortino bajo un sueño profundísimo, y no se despertó cuando el último peón, el más flojo y atrasado, trajo siete vacas a reposar entre la oscuridad desatada del establo. Las vacas no se inquietaron con el bulto inmóvil del gavillero y se acomodaron a su alrededor. Al principio tímidas y luego con placidez, dos vacas pardas se acomodaron sobre el cuerpo del inocente Fortino, así, su tórax quedó comprimido bajo un “recargón” casual, entonces causa de una devastadora asfixia que duró hasta cuando el bovino sintió incomodidad y desplazó su mole.

Al amanecer, los jornaleros se consternaron por el lugareño inerte, yaciendo entre las vacas del establo. Una mezcla del licor descompuesto y una asfixia parcial dañó la materia gris del lóbulo frontal de Fortino, impidiéndole comunicarse con el exterior, atrapado sin palabras ni movimientos voluntarios. El cuerpo del cabecilla permanecía pasivo y flácido, únicamente la mirada revelaba algo de vida, entonces cuando pestañeaba con insistencia pero sin expresar emociones, los peones se acercaban esperando su reanimación. Así, por la curiosidad se reunieron los trabajadores del establo y de la milpa cercana, entonces el primer peón que lo examinó lo dio por muerto (“el bulto permanece pero el alma se perdió”, dictaminó basado en su experiencia); el segundo en mirarlo y olerlo con cuidado dijo que “ese” estaba inconciente por la resaca del alcohol; el tercer vaquero, se santiguó y murmuró “Esto es un fantasma.” Con calma observaron su ropa, sucia pero escogida para una ocasión especial, como si perteneciera a un charro elegante mostraba dibujos bordados, con temas semejantes a ejercicios ortográficos. Y con la piel tan lívida y mezclada con un púrpura de asfixia, no daba la apariencia habitual del vecino Fortino, sino la de un cuerpo descargado desde una batalla y luego perdido en un rincón campirano. Su aspecto extraño, semejaba tanto una tragedia como un milagro, así que en lugar de revivirlo, los peones se preocuparon por acicalarlo. Lo envolvieron con cuidado en un zarape para transportarlo hasta la capilla cercana y consultar con el sacerdote. Y el fraile Anselmo no aceptó recibir tan triste cargamento pues él no estaba para fabricar milagritos, sino para atender sus rutinas religiosas, pero recomendó a los peones que limpiaran perfectamente, pues entre la tierra y los restos de las reces no era agradable acercarse. Las recomendaciones sacerdotales fueron seguidas con velocidad y tino, así que rápidamente el cuerpo de Fortino fue lavado y vuelto a vestir con ropa pulcra, para colocarlo sobre un petate (textil tramado de fibra de palma, dispositivo cómodo en esa región) y en mitad de una choza desocupada.

El cuerpo posando sobre el petate daba señas de vida, pues respiraba y pestañeaba con insistencia. Los peones alborotados por la inusitada situación y satisfechos por su trabajo de aseo, invitaron a ciudadanos notables para obtener consejo, que sin involucrarse acudieron con el acicate de la curiosidad. En la tarde, avanzaba una curva serpentina de fisgones formados quienes esperaban reconocer la identidad del inerte. La fila se deshizo por un momento para dar paso al jefe político, quien se quejó amargamente de la indumentaria tan impropia del colapsado y exigió a su secretario que consiguiera ropa de etiqueta, pues no fuera a suceder que visitantes foráneos desprestigiaran a ese pueblo, debido a la vestimenta charra del desconocido.

Para la tarde ya estaba vestido el cuerpo (casi evocación de cadáver) con una camisa blanca y una levita negra, hasta colocaron el sombrero de bombín a un lado, pues resultaba imposible dejárselo montado en la cabeza mientras siguiera recostado. El detalle de una corbata negra de moñito (conforme a la moda elegante) dejó extrañados a los peones. Al enterarse de que la gente sencilla esperaba un milagro, el sacerdote envió a tres beatas ante la puerta de la choza para que rezaran el rosario continuamente y solicitaran limosnas para reconstruir una capilla.

En la improvisada fila se entremezclaron habitantes y visitantes. Por el conjuro de la fiesta del día previo el panorama de tantos visitadores resultaba inusual. Al ojo parecía una fila de carnaval, uniendo como cuentas multicolores a los aires urbanos y los terrones bucólicos. Entre ellos destacó Nicanor Banda, el director la orquesta, por completo ignorante de su buena suerte, como si a los dones del artista se sumara un ángel custodio para su protección.

Cuando terminó su espera en la fila, Dimas Leal reconoció a su socio de correrías, y quedó consternado por la semejanza con un fallecimiento y quizá también el presagio de su propio final. Se mantuvo en silencio, convencido de que la parálisis de Fortino dibujaba el mapa del desmoronamiento de sus anhelos (de justicia o avaricia, según fuera el caso) o el anuncio del próximo castigo (de la gavilla). Y al salir de la chiza se dirigió hacia su casa para juntar sus escasas pertenencias y emigrar rumbo al Norte, más allá de las fronteras, para hundirse en un horizonte inconcebido.

Al caer el Sol en la choza apareció Epifania (la resplandeciente, hermosa y dueña del vestido deslumbrante) y también arrastró aromas herbales, efluvios del atardecer. Cuando ella se aproximó a Fortino, tuvo la impresión certera de que los ojos del paralizado se cuajaban de rocío. Ella acercó su albo rostro al del Fortino, mientras un rayo de sol se colaba para rebotar en la sien de la cabeza recostada. Entonces continuó el milagro en lo hondo de la cavidad lagrimal, que vibró como si la chispa de una idea emergiera desde lo profundo de esa mente atrapada en una prisión de carne. Luego de ese extraño eco, una lágrima terminó rodando por las mejillas rígidas, formando la curva de dos rieles de cristal acerado, indicando la línea paralela (tan sólida como brillante) del ferrocarril. El espíritu líquido escabulléndose en la lágrima de Fortino, multiplicó su espacio para definirse como los rieles férreos y sólidos; entre los humos del atardecer, el espacio-tiempo volvió a avanzar, mientras coagulaba una enorme y rugiente máquina de ferrocarril. El fallido caudillo imaginó que esperaba a sus correligionarios, pues ellos debían regresar para inventar otra sublevación contra los enemigos del pueblo, pero sus seguidores nunca acudían. Sin embargo, en su espléndida visión el tren de la Revolución rugía impaciente, lanzaba humo indicando que la marcha regresaba hasta los campos de batalla de un Vámonos con Pancho Villa, y el cronómetro del maquinista seguía el ritmo enloquecido del futuro incierto. Compadeciendo a los compañeros ausentes y restablecido en su orgullo Fortino imaginó un pie en el estribo y con un gesto de su mano crispó un puño, tal como se despidieron los dioses prehispánicos de sus Conquistadores. Sobre el ancho de una cicatriz histórica la locomotora marfil avanzaba, mientras el caudillo en ciernes mantuvo paralizada (moribunda, impotente) la vista al frente, para no mirar hacia atrás y convertirse en estatua de sal cuando el viento secara las últimas lágrimas de la Revolución extraviada.

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