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miércoles, 2 de noviembre de 2011

ENCUENTRO NAVIDEÑO CON UN SEDIENTO


Por Carlos Valdés Martín

Cuando Nicanor vio con tristeza cómo su preciado regalo se hundía en un charco lodoso, retumbó en su cerebro una frase de su señora, cuando días antes le gritó: —Esta es tu última oportunidad—. Aturdido por la caída y ese agrio pensamiento, estiró la mano y jaló el aire hacia él como si pidiera que regresara su alegría. De reojo miró a una mujer furiosa, pero ya no le importaba y siguió mirando su pérdida.

Nicanor había decidido regenerarse y mantener la sobriedad, no sólo por la insistencia de su esposa, también para ganar sentido de dignidad ante su hijita. Antes, durante unos días delirantes, gastó hasta el último centavo y amaneció tirado en una sucia esquina, tembló por su debilidad: una que antes no sospechó. Su esposa gritó y lo amenazó con el divorcio, así que el lunes en la tarde asistió a una junta de Alcohólicos Anónimos y ahí juró mantenerse sobrio “sólo por hoy”, pero en su interior el objetivo era más preciso: una semana para alcanzar la cena navideña, símbolo de la reconciliación familiar. El martes en la mañana su compadre, el Toluco lo puso a prueba como cobrador del microbús y logró adaptarse. Esa oferta era bajar de nivel, pero no había más opciones. Cobró por día y regresó directo al departamento, aunque Rosa no le hablaba ni le preparaba nada para comer. El miércoles en la tarde, cuando él regresó sobrio y con olor a cientos de kilómetros de la gran capital, Rosa lo había perdonado, y en la gratitud de la reconciliación, Nicanor prometió regalarle el pavo para darse un banquete. El jueves, antes de volver a casa, se asomó al supermercado y observó los precios con preocupación: no había calculado el costo de cumplir su promesa. Con tristeza comprobó que no tendría suficiente dinero para el sábado, la gran noche de la cena. El viernes en la mañana intentó pedirle al Toluco prestado, pero el amigo sospechó que Nicanor volvía a malas andadas, y se negó: —¿No puedes aguantar sin embriagarte? Recuerda en lo que pierdes si vuelves a atragantarte con una botella más—. Y, aunque el regaño no era justo, Nicanor bajó la cabeza para no enfrentarse con el compadre y benefactor.
La tarde del viernes surgió una esperanza, cuando el supervisor de los microbuses recordó que vendía boletos para una rifa con motivo de la Navidad, y cualquier número costaría pocas monedas. En su mayoría los conductores no estaban interesados, pues ya habían comprometido su cena. Ante el desaire, el supervisor puso una cara de tristeza que resaltó su cicatriz en el pómulo derecho. Nicanor sintió que encontraría una gran oportunidad, pues con escasos participantes suben las posibilidades para ganar una rifa, y adquirió varios boletos. El sábado Nicanor trabajaría sólo medio turno y luego presenciaría el sorteo.

La señora Eloísa de Cataño era una esposa atractiva y dinámica, dedicada por entero al hogar y reconocida por las magníficas fiestas que organizaba en la casona de su marido. Ese año había sido malo en los negocios de él, y con doble motivo ella organizó una fiesta, para conjurar mejores tiempos y volver a ser el centro de los comentarios favorables. A sus amistades les anunció con un mes de anticipación: la cena, en vez de familiar, se convertía en un evento social. Como la situación lo ameritaba debió buscar ahorros para lucir y modificar los temas navideños del año anterior. La zona comercial del centro de la ciudad era ideal para conseguir a buenos precios para un nuevo juego de manteletas, especias importadas, dátiles cristalizados y hasta adornos para redecorar a imitación de una revista. Ese año fue muy malo en relación con sus hijos, que transitaban por adolescencia insoportable, y en cualquier tema le llevaban la contra y las calificaciones escolares estaban por los suelos. Su marido la recriminaba por su educación tan “consentidora” con los retoños y se ponía más bravo contra ella si, a su vez, los hijos le desobedecían o reprobaban en la escuela, lo cual sucedía a menudo. Además desde hacía medio año que Eloísa no conseguía una doméstica habilidosa. Y qué decir de la actitud de su marido, cada día más abúlico en la cama, a niveles tales que sospechaba de alguna infidelidad; pero ella no había encontrado nada en concreto, por más que revisaba en los cajones, bolsillos, portafolios y hasta en el celular del marido cuando se dormía. Esa mañana el marido se comportó hiriente, tirando el desayuno a la basura, porque los huevos fritos no habían quedado a su gusto. Eloísa estaba pensando: “¿Y eso de los huevos es mi culpa? ¡Claro que no! Esta doméstica cuando entró conmigo juró por la virgen que sabía cocinar y, nada fue cierto, ella no quema el agua porque no se puede; cuando no quema un guiso, lo deja crudo. Y qué vulgar manera de responder, siempre saca un pretexto y amenaza con renunciar; menos obedece, no hace caso. Nada más que pase esta gran cena, para que recoja el tiradero del domingo, y no pasa después del lunes: la pongo de patitas en la calle.”
Era admirable la habilidad de Eloísa para moverse en una acera tan transitada, entre vagos y compradores; ella cargando cuatro bolsas con adornos, dos cajas con regalos y hablando por celular. A veces trastabillaba por las zonas de acera húmeda, pero sin preocuparse del mal paso, se detenía a preguntar los precios de artículos que no compraría, pero sentía curiosidad y quizá regresaría en la estación de las baratas. La multitud se agolpaba en la zona de tiendas, buscando un último detalle de la cena familiar o un regalo. La decoración acotada de Santa Claus rojos, pinos con esferas, renos, estrellas plateadas, tiras de luces y enanitos alegraba ambos lados de la avenida. La noche anterior de lluvia dejó charcos y un aire frío, aunque ya había sonado la campana del mediodía. Los vehículos frenaban, aceleraban y daban bocinazos, y los peatones esperaban el paso en las esquinas, mientras el viento fresco arrastraba nubes grises que dudaban entre la amenaza de más lluvia o liberar al sol definitivamente.

Al mediodía el supervisor anunció la rifa. Había siete pavos gordos y congelados, además de unas botellas de importación y charolas grandes con dulces. La rifa se hacía frente al pequeño local de lámina de la agrupación de chóferes y Nicanor, escondiendo su alegría, observó que sólo se congregó un puñado de asistentes. De su dinero apartó sólo lo suficiente para regresar a casa y con lo demás compró boletos. Una alegría expectante surgió cuando el supervisor explicó que se entregarían todos los premios entre quienes asistían con boleto, pues los productos fueron un donativo de la sección corporativa. El acto del sorteo duró unos minutos y al finalizar Nicanor pensó “Hice el negocio de mi vida”, cuando recibió tres premios: un pavo enorme, un whisky importado y una charola con dulces.
La botella no la llevaría a su casa, conque la regaló al supervisor, quien gustoso la abrió en ese mismo momento y obligó a un brindis con los presentes. La euforia y la gratitud por obtener los premios impidieron a Nicanor rechazar el brindis. Con estricto cuidado, casi temor, Nicanor bebió el contenido de medio vasito de plástico y sintió un fuego alegre bajando por su garganta.
Antes de retirarse obtuvo permisa para una llamada telefónica desde la caseta del local de chóferes y comentó: —Ya conseguí un pavo grandote, vamos a tener una gran cena—. Aunque la esposa se mostró contenta le dijo que era complicado y tardado hornearlo, pero que la hacía muy feliz que cumpliera una promesa.
Antes de cargarlo miró bien su trofeo, una pieza completa con piel y escarchas, recién salida de un refrigerador portátil; la piel blanquecina estaba cubierta sólo de una redecilla, culminada en un eslabón de metal; al centro una etiqueta de plástico con el nombre de la “Granja Bonanza”. No lo recibió en una bolsa que lo protegiera y facilitara el llevárselo, pero consiguió un plástico que usó para cubrir, a medias, esa carne. Cuando se alejó con sus trofeos recordó que su mujer poseía un olfato perspicaz y percibiría el tufo del whisky. Imaginó que su maravillosa suerte sería arruinada por ese olor, entonces optó por gastar un par de horas paseando para asegurarse de borrar las huellas olorosas del alcohol, y, así, se dirigió a la zona comercial.

Decidió caminar varias cuadras hasta un sitio donde recordó anunciaron una nueva exposición navideña. Conforme caminaba se dio cuenta de lo pesado del pavo y el molesto problema de recargar sobre su cuerpo el bulto congelado. La dificultad no era sólo por eso, sino que era un animal voluminoso y estorbaba. Podía cargarlo en dos posiciones básicas: subirlo a la cabeza o mantenerlo al frente cubriendo el pecho. En la cabeza era muy molesto, por el frío y el olor. En el pecho no lo aguantaba más allá de una cuadra, mientras las manos sudaban por el peso y se entumían por el frío. Además ocupaba una mano para cargar una bolsa con la charola de dulces, por eso debía buscar constantes variaciones sobre la posición básica, a ratos bajaba las manos y a ratos subía al bulto hasta la cara. Pasar más arriba o más abajo, poner al lado derecho o izquierdo, conforme avanzaba; en fin, hacer cambios con el bulto. Se detenía con frecuencia, tomaba ánimos y la lucha contra el pavo se volvía entretenida; entre susurros Nicanor le apostaba al pavo que lo cargaría otra cuadra más y ganaba cada vez con más dificultad. Él era de complexión delgada y nada robusto, empero su costumbre de trabajar en la calle, subir y bajar de las unidades de transporte, fortaleció sus manos y tendones. Perdió la cuenta de las cuadras avanzadas, el sudor fluía bajo su suéter, y cuando llegó a la zona comercial se entretuvo con los alegres aparadores con adornos navideños. Añoró su infancia cuando lo que celebraban era el Día de Reyes. Pensó: “Al diablo con la exposición navideña, con un par de cuadras curioseando y ya me enfilo para la casa, cada vez pesa más este bulto frío.”

Eloísa recordó cómo, justo después del desayuno, la vecina Jenifer le habló y dijo en tono misterioso: —Ahorita no te lo puedo decir todo, hay pájaros en el alambre, pero ya descubrí las maquinaciones de tu maridito; el maldito no se la acabará con lo que vas a saber…rrrr— y siguió pronunciando la “r” como si estuviera trabada. Luego se rió. Era la vecina más chismosa del fraccionamiento residencial y colgó prometiendo llamar al día siguiente. Entonces Eloísa siguió pensando, si aquella descubrió la infidelidad de su marido, y especuló un poco sobre cuál era el mejor abogado para conseguir el divorcio, pero a quien conocía mejor también era amigo de su esposo, así que buscaría otro litigante. Mientras pensaba, Eloísa siguió mirando los aparadores, y consideró que faltaba algo; buscó de su bolso la lista de pendientes, y, en efecto, todavía debía conseguir una “serie” de lucecitas, unas rojas y otras multicolores, para que combinaran con la puerta frontal de la casa. A sus treinta y cinco años Eloísa se mantenía esbelta, cuidaba su figura, la pantorrilla con un tono dorado debía lucir entre la bota de piel importada y la falda ligeramente arriba de la rodilla. Se detuvo un instante y ante un aparador grande aprovechó para comprobar su figura y el vestido floreado “verdeamarelo” —como suena en Brasil—, que combinaba con las botas, el cinto, el bolso, los aretes y hasta el color del cabello. Le gustaba lucir perfecta, aunque estuviera en la zona de los pobres, pues procurarse bella el parecía importante, recordó: “Una nunca sabe si aparecerá de pronto una conocida.” En eso advirtió cómo la miraba un vendedor de loterías, varón bajito y sin atributos; el descarado le miraba con fijeza las pantorrillas y hasta parecía que soltaba baba por la comisura de la boca, y no en sentido figurado, sino estricto. Qué situación tan molesta para una señora de sociedad: el lotero asomaba una barba entrecana y medio crecida; y, si no fuera por su actitud humilde, agachada y sucia, aseguraría que ese era un truhán dispuesto a atacarla. Sonó el teléfono, Eloisa lo sacó de la bolsita, pero oteando que no se acercara algún desconocido por la espalda, mientras torcía la mirada atrás, de súbito dio la vuelta en la calle de Floresta, intentando alejarse de una mala presencia.
Nicanor cargando el gran pavo, giró con lentitud mientras curioseaba el paso de un Santa Claus que esquivó arriesgadamente un camión al cruzar la avenida. Giró desde la calle de Floresta y de frente cambio de dirección de Eloísa, quien lo arrolló. Chocaron las bolsas de compras contra el gran pavo. Nicanor se espantó y aflojó las manos, resbaló el bulto y su gran pavo cayó, rebotó en la acera y terminó en un chaco hediondo. Eloisa trastabilló, soltó sus paquetes de compras hacia enfrente y lanzó un grito agudo, diciendo “ayyyy”; pero ella era ágil, tocó el suelo con las manos y evitó caer de bruces. Ella sintió una agresión, como si el lotero libidinoso la hubiera tacleado, y empezó a proferir maldiciones: —Estúpido, bandido, abusivo, ya te las verás conmigo, crees que estoy manca, pero no te la vas a acabar—. Blandía un pequeño bolso de cuero y cual embravecido David, dominó a Goliat, con certeros mandobles atinaba en el pecho y los brazos de Nicanor, quien no sentía dolor sino más aturdimiento y seguía mirando hacia el charco estirando los brazos, sin comprender. Los curiosos los rodearon y Eloisa siguió gritando y lanzando su bolso contra Nicanor; hasta que, en segundos, un policía acudió manoteando y sonando su silbato. Esa irrupción aflojó el brazo de la mujer, mientras sin preocuparse del gendarme silbante, Nicanor se arrodilló hacia el pavo y lo tocó la única cresta que todavía no se hundía, y lo hizo con miedo, como acaricia una monja a un moribundo. Al sentir Eloísa que no era agredida y como su supuesto atacante estaba en posición de vencido, dejó de agitar el bolso, pero siguió voceando insultos sin ilación, y los curiosos de alrededor se acomedían para recogerle del suelo sus paquetes, la charola con dulces y su celular.
El policía, desganado pues permanecería veinticuatro horas de guardia en esa zona, preguntó si ella quería acudir hasta la Delegación Policiaca para levantar el acta legal y castigar al supuesto agresor. Nicanor volteó la cabeza anta la palabra “agresor” y abrió al máximo los ojos temiendo un problema. Eloísa respiró profundo, buscó un espejito en su bolso mientras pensaba en sus opciones; con el puro tacto encontró el espejo, y respondió: —Que este imbécil le agradezca a su media madre que no tengo su tiempo para perderlo. ¡Hoy brindo una gran cena de Navidad y me largo de aquí!

La señora se alejó sin despedir para dirigirse de inmediato a su residencia, mientras mascullaba uno que otro insulto. Nicanor siguió arrodillado mientras le daba una brevísima explicación al uniformado: —Fue un choque sin intención. Mi pavo es grande, lo he cargado desde la terminal de microbuses, y vea lo que pasó—, se lamentó mientras señalaba con los dedos.
Aunque por una amabilidad automática le tendió la mano para levantarlo, al policía el caso ya no interesaba y, como despedida, dictaminó: —Qué charco tan grande, todavía cabe ahí media persona.
Nicanor pensó que su esposa no perdonaría lo sucedido con el premio y se dijo: “Al menos quizá quedó intacta la charola con dulces.” Pero miró alrededor y había desaparecido. Permaneció de pié y alelado, observando con asco el charco hediondo, hasta resignarse ante otra esperanza que se le hundía sin remedio y, desconcertado, sintió una sed de alcohol quemando su corazón.

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