Por José Emilio Pacheco
Publicado
originalmente en la revista "Proceso" Núm. 2088, de febrero, 1991.[1]
Previo: Crónica de José Emilio Pacheco
publicada con motivo de la muerte del escritor Carlos Valdés (Vázquez),
ocurrida en ese mismo año. Como se observa en el mismo texto, ambos escritores
tuvieron una relación muy cercana durante un periodo de trabajo en la Revista de la Universidad de México (UNAM) entre los años 1962-1968. En lo
que sigue, Emilio Pacheco, ahora un consagrado de la literatura,[2]
elogia las aportaciones y calidad de Carlos Valdés dentro de su propia
generación.
I
Nadie me avisó, querido Carlos; no supe de tu muerte sino por la noticia tersa y lacónica en el diario manchado por las muertes innumerables de Irak. Pero entonces contigo se había vuelto cenizas una época literaria, el medio siglo mexicano. Más allá de las generaciones y de las fechas, la época puede encerrarse en los diez años de la Revista de la Universidad de México, cuando la dirigió Jaime García Terrés, años resumidos en los dos tomos de Nuestra década obra ya inencontrable como tus libros, excepto El nombre es lo de menos.
Nadie me avisó, querido Carlos; no supe de tu muerte sino por la noticia tersa y lacónica en el diario manchado por las muertes innumerables de Irak. Pero entonces contigo se había vuelto cenizas una época literaria, el medio siglo mexicano. Más allá de las generaciones y de las fechas, la época puede encerrarse en los diez años de la Revista de la Universidad de México, cuando la dirigió Jaime García Terrés, años resumidos en los dos tomos de Nuestra década obra ya inencontrable como tus libros, excepto El nombre es lo de menos.
Siempre te recordaré en esa
esquina que ocupaba la Revista en el
décimo piso de la Rectoría y compartimos durante seis años, o en el café La
Cascada, que ya no existe, o en Detroit 33. Allí nació la otra revista en
condiciones que Huberto Batis se adelantó a contar en Lo que “Cuadernos del viento” nos dejó (1984): “Una vez al año, en
la Revista de la Universidad, podía
aparecer un cuento o un poema de los escritores jóvenes. Pero escribíamos diez
cuentos o más al año, dos o tres al mismo tiempo, y la novela y los poemas y el
ensayo largo. Sólo se nos pedían notas bibliográficas, muchas; todas las que
hiciéramos eran publicadas: reseñas de cine, críticas de teatro, 50 y 100
pesos, hasta 75 eran buenos, y además se conseguían los libros y pases para los
espectáculos. Así, se volvía uno comentarista, crítico precoz por conveniencia
y a destajo. Pero ¿en dónde publicar la obra propia de creación? Teníamos,
pues, que tener nuestra propia revista”.
Juan Vicente Melo sentenció que la literatura mexicana no tenía consumidores y los afanes por crear un público mediante Cuadernos del Viento eran infantilismo romántico. Su reseña en la Revista Mexicana Literatura de Juan García Ponce y Tomás Segovia y la respuesta de Batis en los Cuadernos muestran hasta qué punto había un clima de crítica interna, pero abierta entre personas que convivían a diario. En una nota reciente Francisco Cervantes ha añorado la atmósfera creada por aquellas revistas y por el suplemento México en la Cultura. Si hoy existe un público, algo de ello se debe a esas publicaciones y a esas polémicas. Tú y yo también disputamos en la Revista cuando acababa de aparecer La muerte de Artemio Cruz y nuestra amistad prosiguió como siempre.
2
No quiero Carlos, hacer las memorias literarias de aquel entonces. Me siento dentro y fuera, cerca y lejos, como alguien que fue el último en llegar, estuvo allí, y ahora no va a mostrarle a nadie credenciales ni tarjetas de crédito, que certifiquen su pertenencia a un grupo o una generación. Nada más te doy las gracias por cuanto me enseñaste, por tu paciencia y por tu generosidad. Algo de esto se halla en un libro del año pasado. Ignoro si alcanzaste a verlo. Es simbólico de nuestra situación vivir en un país donde nadie se ve, nadie conversa, el correo ya no existe, el teléfono ya no funciona y aún no acabamos de entendernos con el fax y las computadoras.
Desde La voz de la tierra, hace ya 19 años, no quisiste volver a publicar. Hacia 1980 una nueva generación te redescubrió y se entusiasmó con tus libros. Rafael Vargas te hizo una larga entrevista acerca de tus trabajos y tus días. A pesar de todo te obstinaste en tu silencio. Me parece imposible que hayas dejado escribir. Tendrás muchos libros inéditos, aparte de los que conozco en manuscrito —”La catedral”, una novela de iniciación, y “El rey David”[3], un libro de cuentos— y deben aparecer los nuevos y reaparecer los anteriores. Durante los últimos veinte años casi sólo vimos tu nombre en las excelentes traducciones que hiciste para el Fondo de Cultura Económica. Estabas orgulloso en particular de los libros de Ernest Becker: La lucha contra el mal y El eclipse de la muerte. No participaste en la serie de Empresas Editoriales “Nuevos escritores mexicanos del siglo veinte presentados por sí mismos”, las autobiografías que ya han cumplidos en 1991 un cuarto de siglo. Pero en las conferencias de Bellas Artes que fueron en 1965 el antecedente directo de esa colección leíste un texto incluido en Los narradores ante el público. Allí hablabas de lo que Fidelino de Figuereido llamó “la lucha por la expresión” y decías: “Me imagino a mí mismo como el sacerdote del Gran Dios Público y de su divina consorte la Diosa Fama, con figura de prostituta. Mientras predico, miro con melancolía el recinto vacío de feligreses, el templo abandonabas. Y terminabas con un credo:
—La gran literatura es radical
porque penetra hasta las raíces de la existencia humana.
—El escritor debe ser libre, no transigir con nada, ni retroceder ante la muerte o la locura.
—El temple del escritor se prueba en la lucha cotidiana, en el heroísmo cotidiano, en la vigilancia cotidiana, en el trabajo cotidiano por mantener vivo y despierto el fuego de su conciencia.
“Creo”, finalizabas, “en la literatura, en el poder de la literatura para volver más auténtica y profunda la vida del hombre. Creo en los que creen en la literatura, en los humildes de espíritu que aceptan el misterio y que sólo atinan a ser humildes y esperan con fe el milagro de la iluminación. La literatura es una profesión de desesperanza. El que no trabaja se halla condenado al fracaso y al olvido. El artista laborioso ha recorrido la mitad del camino, pero que nadie afirme con vanagloria: ‘Estoy salvado’, porque sólo la caprichosa y esquiva gracia es capaz de salvarlo”.
—El escritor debe ser libre, no transigir con nada, ni retroceder ante la muerte o la locura.
—El temple del escritor se prueba en la lucha cotidiana, en el heroísmo cotidiano, en la vigilancia cotidiana, en el trabajo cotidiano por mantener vivo y despierto el fuego de su conciencia.
“Creo”, finalizabas, “en la literatura, en el poder de la literatura para volver más auténtica y profunda la vida del hombre. Creo en los que creen en la literatura, en los humildes de espíritu que aceptan el misterio y que sólo atinan a ser humildes y esperan con fe el milagro de la iluminación. La literatura es una profesión de desesperanza. El que no trabaja se halla condenado al fracaso y al olvido. El artista laborioso ha recorrido la mitad del camino, pero que nadie afirme con vanagloria: ‘Estoy salvado’, porque sólo la caprichosa y esquiva gracia es capaz de salvarlo”.
3
Comenta Batis en 1984: “¡La fama y la gloria! lo único que no se le dio a Carlos Valdés con todo lo que la buscó. Publicados sus libros en casi todas las editoriales, aún está esperando ser descubierto por los lectores comunes y corrientes, a los que siempre quiso conquistar. No desdeñaba ver sus cuentos en las revistas de misterio de (Editorial) Novaro, y casi se diría que le gustaba más verlos en puestos de periódicos y las farmacias que en las colecciones lujosas de las librerías elegantes. Años después ha colaborado en la colección Duda, con miles de lectores asegurados, aunque no ha querido firmar con su nombre sus indagaciones sobre lo fantástico o lo criminal”. Por qué, si escribiste tan bien y dedicaste tu vida a este solo empeño no se te ha hecho justicia, es un misterio que sólo pueden aclarar la estética de la recepción y la sociología de la literatura.
Al menos quienes estábamos lo cerca de ti que permitía tu acendrada reserva, no te ninguneamos y bien o mal reseñamos tus libros. Quizá, como dijiste en un cuento, todo llega demasiado pronto o demasiado tarde. Por eso veo con cierto asombro el comentario que hice en 1963 cuando saltó tu primera novela, Los antepasados: “Algunas narraciones extensas del volumen Dos y los muertos (1961) enlazan una literatura sustentada en la invención poética (Ausencias, Dos ficciones) y el camino llano que hoy se abre ante el personal realismo de Carlos Valdés. Los antepasados muestra el retorno a las formas tradicionales de narrar. Valdés no pretende abrir nuevos caminos ni deslumbrarnos con su sabiduría literaria: narrador, en el amplio sentido del término, se propone comunicarnos hechos a través de los cuales se manifiesta una realidad imaginaria, capaz de sintetizar una amplia porción del pasado inmediato mexicano. El novelista no se ha planteado muchos problemas ni los opone a la comprensión del lector. Quiere entretenerlo y dejar que cada cual saque sus propias conclusiones. El relato fluye directo y sin tropiezos. Nada hay en el de reconstrucción arqueológica ni de ensayo social”. Así pues, Los antepasados fue un libro de 1991 aparecido en 1963, un momento caracterizado por el frenesí de lo nuevo y el miedo más profundo a parecer tradicional o conservador. En “Arenas de oro” de Dos y los muertos habías encontrado tu Yoknapatawpha, tu Santa María, tu Macondo: Tobantlán, el pueblo imaginario de Los antepasados y La voz de la tierra que resume la historia de Jalisco desde 1850 hasta la víspera de la guerra cristera. No supimos leerte, no pudimos leer esta saga en los términos en que tú nos las habías propuesto.
4
En ese momento preferíamos relatos como “El héroe de la ciudad ” —una alegoría sobre Hitler que me sigue pareciendo una obra maestra y a la que traté de homenajear en un cuento muy posterior y muy dependiente del tuyo— y “Dos y los muertos”, —una historia doble que narra las aventuras nocturnas del joven recién llegado a la capital y la eterna rivalidad entre el general Leonardo Márquez, “El Tigre de Tacubaya”, y el general Morlet que fracasó siempre ante el lugarteniente del imperio. “En México sólo la carrera artística podía ser más oscura que la de militar honrado”, Márquez recibió el perdón de sus crímenes y murió en 1912. Disfrutó la casi póstuma venganza de observar la caída de su vencedor Porfirio Díaz. “Si alguien se hubiera asomado a las pupilas del cadáver habría visto retratada la figura de un caballo negro escapando por los llanos Márquez había olvidado a Morlet, pero a su cabalgadura aún la recordaba”. Desde luego Morlet es el anti-Álvaro Obregón: Santos Degollado (1811-1861), el general que nunca ganó una batalla y tuvo que morir (fusilado por Márquez) para que los liberales contasen al fin con los militares que los llevaron a la victoria: Zaragoza, González Ortega, Escobedo, Corona, Riva Palacio y sobre todo Díaz, que acabó con Márquez en San Lorenzo y en el sitio de la ciudad de México. Santos Degollado, “El Héroe de las derrotas” —su nombre mismo un fracaso de la concordancia gramatical como el de Mesonero Romanos— es la figura más influyente y más conmovedora de nuestro martirologio laico. Ojalá un día esta opaca deidad ya no sea el santo patrono de la vida nacional.
5
Como “Ventura Gómez Dávila” hiciste muchas crónicas de pintura que deben recogerse y estudiarse. En 1966 publicaste el primer libro íntegramente consagrado a la obra de José Luis Cuevas. Me gustaría que tu revaloración comenzara por las Crónicas del vicio y la virtud (1963). En ellas apareces como uno de los ensayistas más libres, originales y agudos del medio siglo, años pródigos en buenos ensayistas “Miscelánea amorosa” “Vicios y virtudes de la provincia”, “Psicología del transporte”, “Espejos desdichados’: “Las colas”, “Sociología del jardín”, “El cine y el ocio”, “Los papeles del café”, “Crónica pesimista de noviembre” y “Apuntes navideños” representan para mi gusto tu mejor prosa. Nunca me cansare de volver a ellos. Las Crónicas del vicio y la virtud se sitúan en un punto intermedio entre Ramón Gómez de la Serna y Roland Barthes, entre las Greguerías y las Mitologías: Rafael Vargas me señala en el texto varias de las primeras:
—Los túneles son la mala memoria
de los ferrocarriles, las necesarias lagunas mentales.
—Los espejos piden asilo de
puerta en puerta.
—La música de la banda es triste:
parece evocar infinitas mercancías fuera del alcance del bolsillo.
—El árbol de Navidad es una
reminiscencia del tiempo en que el hombre sólo tenía que levantar la mano para
encontrar su comida.
—Stephenson para crear el tren
encerró las nubes dentro de una tetera —que los latinos por su temperamento
nervioso miran como una cafetera— El secreto del maravilloso artefacto es muy
simple, reunió los símbolos del viaje y del hogar: las nubes y la tetera.
6
Tus libros reaparecerán, querido Carlos, y encontrarán los lectores que merecen. A ti no volveremos a verte nunca, pero ya estás dentro de nosotros para siempre. Imposible no evocarte con Héctor Xavier en La Veiga o en el Ginos, diciendo adiós antes de cruzar bajo la llovizna el Parque Hundido, o sobre todo en Detroit 33 y en el décimo piso de Rectoría (UNAM) mirando, cómo Gómez de la Serna, las nubes que tampoco volverán.(FIN).
NOTAS:
[1] La
versión electrónica de la revista Proceso trae falseada la puntuación, por lo
que se corrigió sobre ese texto, siendo posible que diverja esta versión del
original.
[2] Emilio
Pacheco falleció en 2014.
[3] Este
dato es inexacto no existió un volumen integrado, quedaron póstumos cuentos
sueltos del Carlos Valdés. La catedral
abandonada fue publicada por Conaculta después de su fallecimiento.
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