Por
Carlos Valdés Martín
Una masacre define la
irrupción del sinsentido por la deshumanización extrema; de ahí
nuestra condena visceral contra el holocausto y otros eventos terribles. Entre alguna muerte y una masacre el salto es abismal, pues hunde la condición humana
hasta los extremos de lo absurdo, por eso su condena permanece como una
herencia maldita, que no se lava con los años y, a veces, ni con los siglos.[1]
Un régimen que masacra queda condenado en el libro negro de la eternidad, sin
que alcance la tierra de las sepulturas para esconder esa vileza. Por eso
Tlatelolco cambió el sentido de la historia rutinaria del país, para colocar
una frontera de lo impensable: esa línea que separa la humanidad frente a lo
inhumano.
El escándalo último por
los estudiantes de Ayotzinapa depende de ese “salto de calidad”,[2]
cuando los 43 desaparecidos ya lindan una masacre y un traspasar la barrera
invisible entre la tragedia ordinaria y la extraordinaria. Aunque, por
principio, cualquiera aceptará que cualquier muerte o desaparición forzada, una
sola, basta para configurar una tragedia, conforme al principio que un Destino personal
resume entero el Destino de la Humanidad.
La herida colectiva se mantiene
vigente en el pretérito inaccesible: así como jamás se revive a los muertos,
jamás se salda por entero la herida colectiva.[3]
Por si fuera poco, existe todavía un interés presente en saldar esas culpas
pasadas y el oprobio del verdugo colectivo queda señalado como aún activo y persistente.
Cada vez son menos los
testigos presenciales del 1968; la implacable ley de Cronos los va alejando de
la escena para convertirlos en fragmentos de memoria viva. Por si algo faltara, la
muerte de Luis González de Alba líder de ese movimiento, sirve para empatar a
un protagonista con esa tragedia, como un eco lejano y preciso… suma el
recuerdo al obituario. Esa es la búsqueda, esa es la intención… fundar un eco
que no se convierta en silencio. De manera distinta se compara al individuo, en
su rabiosa separación frente a la masa, con el grupo difuso, casi se dijera que
indiferente, como señala la propia palabra “masa”.
Curiosamente, durante
décadas el evento denominado “2 de octubre” se mantuvo en términos de
colectividad sin actores individuales. Las últimas muertes de protagonistas invitan
a recrear el “Acontecimiento”[4]
en términos de individualidad, no solamente en la modalidad de gestos
multitudinarios y rebeldes opuestos a maníacos detentadores del Poder.[5]
La dualidad maniquea entre el tirano Díaz Ordaz y la juventud rebelde termina
por contener una enorme dosis de injusticia con los individuos protagónicos,
quienes con sus actos dieron el rumbo preciso a tal tragedia.
Las leyes de Cronos no permiten regresar a los
muertos, pero la dulzura de la memoria sí admite restablecer las coordenadas de
la verdad más cerca de nuestros corazones, para no olvidar la regla de la justicia
ni para los recuerdos más casuales.
NOTAS:
[1]
Curiosa la teoría de Baudrillard que atribuye al sinsentido implícito en las
masas la cualidad de abrir el espacio amoral que posibilita la matanza, incluso
como terror ciego. Cf. “A la sombra de las mayorías silenciosas”.
[2]
El término de la dialéctica de Hegel, popularizado por los manuales del
marxismo. Cf. Friedrich Engels, Dialéctica
de la naturaleza.
[3]
Quizá la mejor historia del evento es la de Sergio Zermeño.
[4]
Según Deleuze, el Acontecimiento en sentido estricto únicamente emerge entre la
herida y la muerte, como si el lado de negación completa fuera el único capaz
de otorgar ese Sentido mayúsculo para la colectividad. Cf. Lógica del Sentido.
[5]
En especial, la amargura de Luis González de Alba por la supuesta
alteración o hasta “plagio” de Elena Poniatowska en su La noche de Tlatelolco, una autora merecedora de todo respeto por su obra y ética personal.
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