Por Carlos Valdés Martín
Previo: La explosión de pasión del primer amor, con su candor y sentimentalismo, inspiró el relato que sigue, surgido de un reto para escribirlo completo con frases interrogativas únicamente. El clásico “Romeo y Julieta” inspiró este artificio, cuando muestra el momento de duda durante el encuentro de los
enamorados, pues confirma una tesis sobre el carácter dubitativo del amor juvenil para la tradición occidental. Además, actualizar un
clásico tan reconocido facilita descubrir la trama escrita en modalidad de interrogación perpetua.
“¿Quién eres tú, que así,
encubierto por la noche, de tal modo vienes a dar con mi secreto?” Romeo y Julieta[1]
¿Qué preguntas provoca cada
Primer Amor? ¿Entre todas cuál es la crucial, en la que se juega la felicidad o
irrumpe la desdicha junto con el olvido?
¿Asombrada la amada por la
presencia de él, tan súbita en ese instante, que jamás lo anticiparía por
nocturno —por la hora de lo oculto, que nace furtivo y permanecerá embozándose
a perpetuidad— y por fugaz en el sentido de breve? ¿Es esa la aparición repentina
que llamamos fantasma o Destino que escapa a modo de sueño sin retorno, tan rápido
que hasta la memoria nos engaña cuando intentamos recordar? ¿Cómo explicar que
esa imagen creció súbita cual magma bajo el volcán que se eleva a tal velocidad
y presión que su imagen queda borrosa, como las pasiones que por tan sinceras
carecen de palabras para expresarse? ¿Encerrar al óvulo enamorado de su
contraparte dentro de la chimenea de volcán, bajo presión del magma escalando a
un millón de grados caloríficos, buscando a la superficie y la cumbre (ambas a
la vez) más altas, convertidas en emoción lista para catapultarse hacia los
cielos? ¿Verdad que eso es la pasión, encarnada en rosa que anhela más vida,
tan caliente que funde la tierra, tan exaltada que vuelve la piedra (recién
cristalizada) en aerolito terrestre que persigue las nubes, mientras gime con
el rugido del volcán explotando? ¿Tanta pasión capaz de arrasar a una montaña, qué
no haría para mover a un planeta (aislado y aburrido) o a una existencia
adolescente?
—¿Te colaste al balcón
sin ser visto —ella cuestiona (she
wonders[2])
con sonrisa de satisfacción sobrepuesta a su sobresalto—, con el guardia vigilando?
¿Cómo, Dios mío?
—¿No recuerdas la manera
en que llegué la primera vez, entre oscuros presagios, durante esa noche que
anunciaba tormentas, siguiendo al frágil tordillo que eludía al gato y al
halcón, cuando mi precaución abandonó cualquier reserva y por seguirte, rompí el
juramento de prudencia y abandoné cualquier tranquilidad?
¿Se trasluce que bajo la
fraseología pomposa del enamorado la ruta de acceso es tan simple como que hay
un árbol torcido que desde la calle permite escalar y posarse sobre la barda
vigilada, además que el guardia nocturno se queda dormido por las noches? ¿El
lector captará que las noches tibias y con aroma de lavanda son mejores que las
tormentosas para los amores felices, pero que uno predestinado al fracaso debe
envolverse entre presagios de tormenta; como esas borrascas antecedidas por
lejanísimos volcanes despertando? ¿Resulta suficiente describir la alcoba
juvenil y austera que guarda a una doncella, en su virginal determinación de
mantenerse incólume hasta el día pactado para una boda, de esas bodas perfectas
que se contratan en un salón enorme e iluminado, adornando por diez mil moños
blancos y sedas artificiales, junto con adornos florales en cada mesa, con
pastel de cuatro pisos orlados con barroquismos de merengue azul y blanco; palpitante
la novia adornada por el vaporoso vestido más albo que los ensueños de las
nubes, pues un sacerdote regordete y de mirada plácida, en medio de las mil
invitaciones para todos los familiares, incluido el perrito chihuahueño de la
tía solterona? ¿Ese cuarto privado de la adolescente al descorrer el velo se
convierte en un templo y queda en recinto sacro para sitiar la
inocencia plena de quien fuera una niña despertada en mujer, latiendo a diez
mil revoluciones por minuto para soñar incansable con su Romeo, que en esta versión
se llama Booz?
¿Esa ventana siempre ha
señalado hacia un jardín adornado por setos recortados, como un laberinto
doméstico plácido de tantas caricias de los jardineros que durante décadas han
podado los arbustos boj, hasta convertirlos en cómplices del paisaje doméstico;
como señalando que la juventud no está presta para desbordarse en pasiones
ilegítimas? ¿Qué decir del portón con un escudo heráldico como para recordar
que esa no es una simple casa, sino un castillo disfrazado, que la barda ha
agregado un guardia que vigila y está literalmente armado, aunque en las noches
que preludian lluvia prefiere dormir, porque los empleos de guardia están mal
pagados y doblan turnos, por lo que jamás la seguridad de una casa-castillo es
completa, pues siempre hay galanes dispuestos a burlar murallas y balcones?
¿Era lo suficientemente brumosa para alentar la aventura del corazón juvenil y
enamorado de este pretendiente, sin duda reciente, pero sí decidido o bien esa
noche era tan tranquila no le anunciaba ningún final triste a la enamorada, que
en la pila de bautismo la nombraron Joaquina, aunque sus tías la designaban con
el apelativo de Quina, como antiguo remedio contra males tropicales?
¿Hay espacio para
referirnos a la altura del balcón y a la trama de impedimentos que evitan los
amores juveniles, siendo que la altura es poca para escalarla, posando los pies
entre una oportuna enredadera, mientras que las estaciones mantienen perene y
verde a dicha planta que se levanta, cual emblema de las complicaciones
literarias que acompañan a los enamorados febriles?
¿A qué otra edad se
desencadena el amor, si no en la juventud enérgica y pletórica de savias, de
líquidos secretos y emanaciones sutiles, provenientes tanto del aire como de la
tierra? ¿Para qué hablar de vaguedades si ella era hermosa, más que la Luna reflejada
en la laguna o las hierbas brotando al alba, más que las gotas de rocío
escurriéndose entre los pétalo, más las tonalidades rosadas del ocaso; era más
bella que los poemas cursis y doblemente radiante cuando Joaquina los
escuchaba? ¿Bajo qué hado estelar sucede que las enamoradas más ardientes son
las hermanas menores? ¿Aman más, sin medida ni clemencia, esas hermanas menores
porque la irresponsabilidad deja crecer el corazón hasta tocar los cielos y los
infiernos en un arco súbito? ¿Por qué es
más grande el amor prohibido, cuando los celos inconfesados del padre se
extienden en murallas, a modo de castillos de la pureza, con educaciones
clericales —tan equívocas como trágicas— que pretenden cavar el pozo justo a
los pies de la doncella, para que baste un paso y caiga en su pasión de
profundidades; atrapada por la ignorancia de los encierros dentro de su corazón
impetuoso? ¿Es la ingenuidad paternal la que provoca ese efecto de resorte en
los corazones juveniles cuando se les niega lo que más ansían y se les veda en
la carne lo que ha crecido en su imaginación? ¿A poco no está ya consagrado por
la tradición el dicho de que “lo más ausente es lo más querido”, como para
indicar que los corazones vacíos se colman de quimeras bajo aleteos de Cupido
que los incita a su preciosa libertad?
¿No se distrae el lector
si nos enfocamos de nuevo, en que el enamorado ya está encaramado sobre el
balcón dispuesto a la cita, ya traspasado el laberinto de los arbustos boj, y
sobrepasados el muro, la noche y el guardia?
—¿Has enloquecido Booz?
¿No te dije que ahora mi padre sí está en casa, que regresó de la campaña (referencia
a la lejana conflagración que se libra entre las arenas del desierto) y él oculta
un arma, una que presumió ante sus amigos íntimos con los cuales bebió y
parrandeó antier; que si bien por el silencio que reina ahora presumo que él duerme,
pero aún abrigo el temor de los más negros presentimientos?
—¿Debemos ceder, mi
amada, a tus negros presentimientos, cuando para mi corazón la adversidad de
una beca al extranjero levanta una amenaza ciertísima; pues he venido para
lamentar que mis padres pretenden que una carrera en este país representa poca monta,
así que han conseguido la carrera de ingeniería electrónica para cursarla en el
extranjero, la cual dura tres años, que medida contra esta ardiente pasión son
tres siglos más tres milenios, pues ya no resisto ni siquiera que una barda me
separe de ti, mi amada Joaquina?
—¿Tres años —resuena la
voz temblorosa que convierte a la sonrisa espléndida en mueca de temor— en mi
propio calendario son tres siglos o tres milenios o tres millones de siglos?
¿Bastan unas pocas líneas
para explicar que él franqueó el balcón para abrazar a su amada con una ilusión
tan simple y feroz como la determinación de obtener la “prueba de amor”, de una
vez y para siempre, antecediendo a las declaratorias de noviazgo previas,
saltándose las trancas de la boda, al fin y, al cabo, siendo una pretensión
social y hasta una ilusión de quinceañeras y futuras madres, las bodas no vedan
las pasiones amorosas, y, aún menos, se anteponen a los ímpetus de juventud?
¿Ella no se daba cuenta
que esos instantes son de los que cambian la existencia entera, que trastocan
los sueños y los planes, colocándose sobre el tobogán adicionado con agua resbaladiza
para que nada detenga la caída? ¿Qué le preocupaban a ella las escasas clases
con el tema “educación sexual” y las mil advertencias de su madre, cuando él,
su príncipe de carne y hueso, al que casi solamente conocía por mensajes,
chats, redes sociales, telefonemas y dibujos entre las nubes, le indicaba la
terrible amenaza de una separación tan prolongada? ¿No lo conocía como si
hubieran nacido juntos aunque las oportunidades para verlo fueran tres fugaces,
la primera en la boda de una prima, una mayor que sí se rodeó de los diez mil
moños blancos, vajillas y candelabros, rodeando al pastel blanco de muchos
pisos con los muñequitos de pareja coronando la escena, para redondear a la boda
en la iglesia? ¿Qué más necesitaba ella saber de las intenciones de él y sus
hábitos alimenticios que no se lo mostrara el color verde de sus ojos en un
segundo breve?
¿Toda esa electricidad de
las noches en vela cómo se transmite con un solo roce de manos y luego en un
beso, labio contra labio, torpe y juvenil? ¿Es semejando la ruptura del dique de
las aguas antiguas: diáfanas, de transparencia que alcanza las honduras de los
siglos adolescentes, aún dormidas pero impetuosas a la menor provocación, que liberadas
ya no se detendrán en sus cascadas aluviales? ¿Ella sintió lo que él captaba, sí,
él con esa fogosidad de la urgencia, para acometer en ese instante preciso lo
que soñaba en fotografías prometedoras de carteles publicitarios y revistas
para adultos; esa satisfacción inmediata de la testosterona acumulada, que no
resuelven los agotadores juegos deportivos ni las duchas frías por la
madrugada? ¿Él olfateó los siglos femeninos de reposo despertando en un volcán
de ovulaciones y latidos convertidos en piel fresca, cómplice hasta con los
hoyuelos de sus mejillas que se dibujaban al besarla, mientras ella sonríe?
¿Nadie en la mansión los
escuchaba excepto la hermana mayor, Galatea, cómplice en la habitación de al
lado? ¿Fue el resorte de curiosidad malsana lo que de inmediato levantó a Galatea
para husmear tras la puerta y olfatear la entrada de otro mancebo, como ella
misma lo logró años antes, aunque ella lo había cumplido con un ardid ingenioso
(al menos para la edad) de convencerlo para que se ocultara en la cajuela del
automóvil paterno tras un paseo inocente y sacarlo a hurtadillas, dejándolo a
resguardo, en el cuartito de la jardinería, sitio poco romántico; sin embargo,
ella era de otro temperamento y tenía la urgencia de romper con estorbosas convenciones
y con el tabú de que las niñas llegan vírgenes al matrimonio? ¿Bastará
describir el silencio general y que las alarmas electrónicas ni eran tantas ni
tan eficientes para detener intrusos juveniles, bajo la falsa impresión de que
basta una prestigiosa marca, con un rimbombante nombre internacional para que
una alarma electrónica proteja la honra de una heráldica familiar contra los
ardores de las pasiones juveniles? ¿Cómo fue que la madre de Joaquina mantenía
una fe ciega en torno a que la chica seguiría sus consejos para alcanzar la
condición perfecta para el matrimonio? ¿Sería porque la hija mayor había
cumplido a cabalidad la agenda implícita, tornándose en una joven “señora de Hirales”,
apellido de abolengo y riqueza en la comarca? ¿Habiéndose cumplido con tanta
facilidad los sueños de la madre sobre la hija mayor, para qué ocuparse
demasiado de las menores que en las comidas familiares semejaban borreguitos
obedientes y siempre reportaban calificaciones en la escuela (argumento
implícito: alta calificación escolar equivale a obediencia familiar, lo cual es
una ilusión en este caso), para qué perseguir lo que ocurre tras la alcoba
individual en una mansión?
—¿Te he dicho cuanto de
te amo, Booz, —le besaba mientras ellas le quitaba la ropa, lo cual lo
sorprendía a él, pues esperaba alguna resistencia, ante los ruegos que ya traía
preparados sobre la exigencia de una prueba de amor ante su salida hacia la
lejana beca en el extranjero otorgada por tres años que parecerías siglos o más
bien milenios— y quisiera derribar los cielos antes que permitir tu partida…
antes que nada me jurarás amor eterno, que jamás me cambiarás por una rubia
desabrida de Canadá, que la nieve esquimal (por alguna equivocación ella
suponía que esa estepa quedaba plagada de esquimales) no cambiará tu corazón?
¿Verdad que el macho y
conquistador es incapaz de resistirse cuando la iniciativa salta hacia la
hembra, presurosa y hasta desesperada para retener con otra cadena un sentimiento
que está alejándose? ¿Es consistente explicar que ante la súbita facilidad se
le empezaron a olvidar los argumentos, mientras ella lo acercaba hacia la cama
individual convertida en el “tálamo del amor” que cantaron los poetas antiguos?
¿Él se atemorizó mientras
la amada colocaba el cerrojo de la puerta al escuchar los tres golpes cómplices
de Galatea que le indicaba el encerramiento, sabedora que tras la pared de su
hermana mayor se encendería el sonido musical, cual barrera cómplice, disimulo
de sororidad, para consumar una ilusión compartida?
—¿Y si quedas embarazada,
Joaquina?
—¿No has escuchado de la
sangre derramada, del vertimiento voluntario y en íntimo sacrificio, de las
ensoñaciones que desmaterializan los embarazos, por no hablar de la contra-concepción?
¿Debo explicar que para
ella la visita era imprevista, en cuanto tiempo modo y lugar pero ya había
platicado con hermanas y amigas, además de cavilado cientos de veces la hipótesis
de consumar su pasión con Booz, bajo escenas diversas pletóricas y también
sobre las adversas consecuencias; sin embargo, en ese segundo se abrió una
hipótesis que Joaquina no había contemplado: embarazarse para obligarlo a
regresar, para que fueran uno solo en la vida, para que formaran una familia de
modo súbito? ¿Cómo controlar a la lava bajo el volcán corriendo tan aprisa que
hasta su recuerdo es borroso, magma flanqueado por pasiones de tan sinceras que
no hay sílabas para expresarlas? ¿Encarcelar al óvulo enamorado, en ebullición
a un millón de grados Celsius, trepando hasta los cielos y sus ángeles? ¿Cuánta
pasión basta para fundir la roca, volviendo líquidos los rigores y lanzándolos
hasta las nubes entre gemidos que recuerda las voces de los volcanes cuando
despiertan al sexo? ¿De qué modo crece una imagen, sino es con una emanación
visceral, cálida y expansiva, tan rápida como anclada en los siglos pretéritos?
¿Si no lo sé de ciencia cierta, soy apto para expresar, ese raudal de efluvios
que surgen en la mente por un instante, que no pretenden algo malo, sino nada
más lo pleno y lo más vibrante de la juventud que es Eros, sin embargo
arrastran decisiones que no parecen tales, sino caprichos —robustos y misteriosos
porque están en consonancia con la naturaleza humana?
¿Él comprendía los designios
ocultos que surgían en ella —no lo creo, ni lo preguntaré más para no
sobre-abundar cuestionamientos—, siendo que ni ella misma los había pronunciado
jamás en voz alta; aunque el día de mañana los compartiría con su mejor amiga,
en la que más confiaba y con quien pensaba hablando en voz alta para aclarar su
mente? ¿Al menos él se daba cuenta que las mentiras por piadosas que sean tienen
consecuencias y eso de la beca a Canadá era una mentira que le propuso su mejor
amigo, el Charly, —ese que le llevaba kilómetros en experiencias con mujeres, y
que era un donjuán nato, con habilidad para seducir hasta a señoras robustas—
quien le explicó que un motivo de separación urgente es un arma imbatible para
proponerle a una novia la urgente “prueba de amor”? ¿La mentada “prueba de
amor” no es una frase tan trillada, como el “vestido de novia”, a modo de ardid
para presionar a la contraparte hasta la intimidad, como si el querer comenzara
y terminara con un superficial probadita,
como si se requiriera una probadita
de fruta para animarse a comprar el kilo de mango en el mercado público? ¿Es ya
una tragedia la mutua ignorancia de los planes secretos de cada quien, porque
él no viajaría a Canadá por tres años cual tres siglos como milenios? ¿Qué
importa la mutua ignorancia de los planes futuros entre dos adolescentes cuando
la música atraviesa la pared cual suave murmullo, con una música romántica,
elegida a propósito y con la intensidad minuciosamente planeada por Galatea
para disimular ante cualquier insomne lo que sucede en ese cuarto convertido en
lecho nupcial para el Primer Amor? ¿Qué tan enorme es el Primer Amor, aunque
para él no lo fuera en un sentido tan estricto, cuando había estado prendado de
las imágenes de las voluptuosas e inalcanzables actrices del cine y las
revistas? ¿Cómo medir lo inalcanzable del Primero, que se levanta como pedestal
olímpico, cuando lo comparamos precisamente con tales visiones vaporosas o
eléctricas tras pantallas de cristal; pues sin importar la nitidez de las
imágenes a distancia, la íntima oscuridad nos transporta hacia otro planeta, al
de las verdades subterráneas, la últimas y primeras, desde donde nace la vida y
hasta donde termina el camposanto?
¿Tardaría en explicar esa
sonrisa cómplice y ruborosa de jóvenes que por primera vez están desnudos el
uno ante la otra, aunque la penumbra los cobije, ellos se saben desnudos, así se
sienten y sus cuerpos tiemblan de tan inexpertos, aunque no escribo “temblar”
en sentido figurativo sino en lo textual de los labios y los dedos temblando
como si una nevada súbita entrara en los huesos haciéndolos titiritar, aunque
no con frío sino calor, ese extremo de calidez brotando entre poros y dobleces?
¿Qué los escritores no conocemos el rubor de las escenas, arrodillándonos ante
lo más excelso que diseñó el Primer Motor, para permanecer en silencio un
instante cuando los corazones en ebullición traspasan el acto que fue censurado
por milenios sin que ahora seamos capaces de justificar el motivo de tantos
tabús? ¿Si el personaje solamente habita en la media luz de sus anhelos para
qué lo exponemos a una irradiación tan intensa que dejaría encandiladas las
pupilas hasta la eternidad, entonces sea definida esa media luz perpetua para
ese gesto tan incipiente como definitivo que nombramos con la frase: “la
primera vez”? ¿Cómo explicar con palabras tan sencillas sin caer en lo burdo
que el macho adolescente por su constitución apresura sus actos mientras la
hembra queda perpleja con tales prisas? ¿Bastan estas palabras para sintetizar
que la plena decisión de doncella, ese plan secreto y posterior, se enturbió por
el desgarramiento del himen —menos doloroso de lo que se supone pero asaz
inquietante— para atravesar por un torrente de edades, donde ella recorrió
desde la tierna infancia hasta la tumba de la noche cósmica para no detenerse
en la vejez, sino regresar, porque la pasión le hizo recordar algo de sus estudios,
por lo que opinó que requería de suavidades iniciales y reiniciar todo el
proceso? ¿Qué sucede con el varón, nervioso e inexperto que ha terminado en un
jaloneo agónico de unos cuantos segundo; de repente se acuerda de las
recomendaciones y, tan engreído por haber traspasado la gran puerta como
apenado por el bajo rendimiento, se mentaliza para convertir un episodio en dos
o más?
—¿Qué no hay más? ¿Tu
pasión se agota en un chispazo?
¿A caso la respuesta de él
no es obvia, junto con los pretextos de que “es que estoy tan emocionado y te
amo tanto” son evidentes, acompañados con respiraciones intensas y gestos
corporales para para continuar con la revancha? ¿Con qué pensamientos se
explica ella misma, Joaquina, que el ardor está subiendo a pesar del dolor
inicial, a pesar de la humedad subsecuente, a pesar que la mirada sobre la
desnudez no era lo que imaginaba, sino algo curioso e inesperado? ¿En qué libro
de anatomía se expone el punto físico donde el gusto juvenil se comienza a
trasladar en gemidos y efusiones? ¿Iría a prever Joaquina que sus siguientes
reacciones culminarían en una especie de gritos entrecortados que terminarían
por despertar al celoso y casi paranoico padre, quien en su estado normal era
un proveedor confiable y casi heroico?
¿Es válido colocar una
interrogación dentro de otra, como si aquí no volviéramos —a preguntar ¿cómo
transitar desde la intimidad en plenitud de los cielos que se abren y el
planeta entero baila de gozo hasta el temblor espantoso de los gritos?— en un
efecto newtoniano de que “a toda acción corresponde una reacción igual pero en
sentido contrario”, siendo que un momento pleno está adosado al horrible con
peculiar exactitud que convierte a la novela rosa en melodrama?
¿Vale argüir y
justificar: no es que el padre fuese de ordinario tan agresivo… pero los gritos
entrecortados de la noche provocan miedos que el día desconoce; y con una
pistola cerca del buró de dormir, pues solamente Dios sabe qué reacciones de galo
feudal se despierten en la oscuridad? ¿Se diría que el patriarca está despierto
o más bien somnoliento y alarmado, únicamente se despierta la bestia instintiva
dispuesta a proteger la madriguera milenaria, donde habitan la esposa y las
hijas, dispuesto a proteger con sangre y fuego ese perímetro que creía de
seguridad, y odia figurarse que sea traspasado por cualquier extraño, que de
inmediato se ha clasificado cual un ladrón, un merodeador o un criminal? ¿La
sorpresa y la ira son delitos, son arranques del alma primitiva y las buenas
intenciones son el empedrado del infierno como ya se sabe, pero estas
interrogaciones no tienen sentido si no las ubicamos en un corredor que es el
breve espacio entre la barrera de la música en el cuarto de la hermana y unos
gemidos que resuellan en amenaza? ¿El padre
somnoliento se convierte —por definición inmediata— en un asesino en potencia cunado
avanza con tiento y temores, pistola en mano, hacia la habitación de su hija
desde la que escucha un gemido extraño? ¿Una vez traspasado el corredor y
girada la perilla inútilmente, un golpe a la puerta (para no alarmar al
vecindario pero enérgico para amenazar) es suficiente para helar la sangre de
los jóvenes enamorados, y él —que desde mucho antes ha imaginado una escena de persecuciones
y tropiezos, una huida ante las furias paternas, imitando a su propio padre
chapado a la antigua, y dispuesto a usar el cinturón para corregir con
violencia cualquier falta grave— erizarse sus pelos y buscar a tientas las
ropa, ayudado por la filtración de la luz lunar que le indica el sitio de los
zapatos, pantalones y camisa?
¿A poco no es una táctica
tonta de comunicación dictada por una situación absurda el preguntar “¿Estás
bien?”, seguido de un terminante “Ábreme que estoy armado con pistola”? ¿Si hubiera
un criminal tiene caso avisarle? ¿Si fuera una orgía adolescente qué sentido
comporta el advertir? ¿Si es una enfermedad cual fiebre nocturna o sonambulismo
inoportuno para qué las advertencias y la señal de autoridad con un arma?
¿Qué entendió Joaquina
ante los gritos in crescendo de
“Abre, abre, abre” tan repetitivos como amenazantes? ¿Por qué nada más
gesticulaba hacia el amado Booz para apurarlo a que salga corriendo por el balcón,
sin atinar a decir palabras ni inventar pretextos para alejar la amenaza seria
y hasta mortal? ¿La culpa obvia por la complicidad con Joaquina retuvo a Galatea
para no tomar parte y en no utilizar un pretexto previamente convenido para
alejar a los progenitores o bien sí estaba atemorizada ante el padre,
convertido en Cronos con pistola que amenaza con devorar a sus hijos?
¿No es una figura
suficientemente ridícula y que convoca a la comedia el amante inexperto que ha
sido atrapado in fraganti en mitad de
la faena? ¿No es el súbito desvelamiento un motivo de risa bastante para
transitar desde la novela rosa hasta el melodrama o, incluso, caer a la comedia
grotesca? ¿Aunque vale de escudo el título de Primera Vez —junto con la sincera
preocupación de una adolescente doncella con el ardor entre sus piernas,
sintiendo que no sólo es efluvio, sino una sangre, rastro húmedo de intimidad—
contra un inquisidor hogareño que husmea el signo inmediato de agravio, que por
su sola presencia ya incita a quedar enmascarado por el término de violación? ¿Qué
mente juvenil es capaz de sosegar las aguas agitadas cuando los golpes sonoros
te derriban desde los cielos de la pasión mezclados con lava ardiente en las
venas? ¿Qué adolescente no quisiera gritarle al mundo “Ya cállate, de una vez,
¿no te das cuenta que he despertado en mujer plena?” como si la edad se
arrancara de un tajo, cual sábana matinal o la piel de las serpientes? ¿A quién
no se le atoraría un nudo en la garganta, con la brisa primaveral sometida a
los golpazos atrás de la puerta que son cada vez más amenazantes, cuando el sonido
seco retumba y comienza a resquebrajar la madera? ¿Cómo no justificar las
palabras pérfidas y ambiguas de Joaquina cuando se parapeta en un pretexto
insano para distorsionar lo que teme será una condena fulminante sobre su
amante que aún apura la ropa para facilitar su ruta de huida? ¿No es requisito
justificar una frase pronunciada desde labios femeninos que dijo: “Me incorporo
de este lecho de agonía”?
—¿Estás bien, hija mía?
¿Por qué no me abres de inmediato?
—¿Puedes aguardar que ya
casi…?
—¿Algo malo te sucede,
hija mía?
—¿Qué? ¿Está atrancada —a
modo de fingido desconocimiento— la puerta?
¿Y si no la juzgamos con
severidad, pues Joaquina es menor y en unos segundos transitan por su ánimo
crispado, desde los destellos volcánicos del descubrirse hasta el terror de la
muerte a manos de su propia estirpe, transitando por el espíritu protector y
cómplice, mezclados con una incapacidad para mantener una retórica coherente? ¿Qué
disfrazada maldición ha cometido la inocencia del padre que profana el acto privado
del Primer Amor para convertirlo en un falso sacrificio y, peor aún, en el
horrible sacrilegio, que se consuma conforme ella responde en términos que
intentan tranquilizar, cuando comienza a decir “aguarda”, pero no se expresa
con precisión, su voz mantiene matices agitados, tan roncos como demasiado
agudos, entonces avivan más la desconfianza del progenitor por lo que calla o
por el tono de las palabras?
—¿¡Qué no escuchas… que
abras ya con un carajo… o yo…!?[3]
¿Cuánto su lentitud dilata
al cronómetro imperioso de la amenaza, cuando el protagonista romántico se
precipita enredadera abajo, sin la camisa abotonada, sin calcetines pero
calzado y con decisión de huir que destroza la belleza del instante al
convertir en cobardía de comedia lo que fue un arrojo sublime? ¿Tan profundo es
el sueño del guardia en el muro que no ha escuchado todavía los gritos en el
corredor como para representar la indiferencia el universo entero que dormita
indiferente ante el drama privado que ocurre a intramuros en esa mansión, igual
que en cualquier otra casa? ¿Qué otro pretexto válido le queda después de
decir: “Me pones nerviosa, ya estoy tratando de abrir”; pero claro que es mentira,
nada más mueve la manija en vano sin girar el botón de seguridad, cerciorándose
de que esa puerta no cede ante los nerviosos golpes del padre, mientras alcanza
apurada la ventana para agitar las cortinas para alejar los aromas del placer
sustituyéndolos con la frescura del jardín? ¿Para qué decir media verdad si la pura
verdad es que sí está más que nerviosa, olvidándose de su apariencia física, de
que los flujos la manchan, que al ponerse una batita blanca y ligera, ésta ha
quedado manchada con color tinto y esa mancha revela una señal alarmante? ¿Es
el extraño diseño del universo que permite que el instante más sublime sea
seguido del desenlace más patético, diseño bizarro representado en un detalle
tan insignificante como la elección de la ropa de cama que trae tantas
consecuencias, quizá una bata marrón y con motas coloridas jamás hubiera levantado
las alertas y amenazas que siguieron del padre? ¿Para qué mantendría ella la
luz apagada, como para simular que dormía y que nada sucedía, pero sabedora que
su sudor en la frente y agitación de las manos la estaba denunciando, aunque
siguiera pretendiendo que el sitio ha permanecido vacío y en “santa paz”?
¿Cómo detener al que irrumpe
frenético, un Cronos sin vaticinios ni puntualidades, mera carátula de alma
desvencijada, agitado ante el misterio insondable, buscando a los fantasmas del
infortunio o a los zombis del inframundo para tundirlos a balazos? ¿La puerta
cede con “violencia” y conviene llamarle también “violento” a ese entrar de luz
del pasillo, definición contra la cual los objetos protestarán, pues el contexto sí es el violento, los
movimientos de las cosas y la luz no merecen tal calificativo? ¿De qué
telenovela americana provienen los pasos agitados de la madre, mientras la
hermana mayor con sigilo se desliza desde sus sábanas? ¿Conjura de la iluminación
artificial que recrimina acusatorias manchas amoratadas entre las sábanas y la
bata, para que el padre agarre el brazo de Joaquina para exigir respuestas que
no atinan a salir? ¿Son los inoportunos gritos preguntando acremente “¿Has sido
atacada? ¿Cómo entró el malhechor?” los que causan el mareo y sensación de
vómito de Joaquina? ¿Y no entristecerse ante las lágrimas de la madre que
lamenta la violación de su hija, si ese dictamen es contundente pero
equivocado, sincero y brotando desde un corazón atribulado? ¿Ante al bombardeo
conjunto de padre y madre cómo no pronunciar una misiva de odio o de
arrepentimiento, con un pretexto para echar hacia otros la andanada de insultos
que inundan ese cuarto que perdió su estatus de templo simultáneo de Diana y
Venus para tornarse en paraje de batallas sin destinatario ni enemigo presente?
¿Ante tantas emociones, cómo no arrancar la legua, temblar las palabras y
atorarse con lágrimas que enmascaran al amor bajo el temor?
—¿Quién fue?
¿Ante tal flamígera
espada que reconstruye hechos inimaginables para el padre, entonces cómo
pronunciar el nombre bendito del amado virginal, cómo enlodar de esa manera la
dicha momentánea del Primer Amor y convertir en reo de felonía al cómplice más
tierno? ¿Si ella, la niña menor e inocente llora y llora desconsoladamente, entonces
no prueba esa tristeza suficiente de que hay un crimen y un criminal al cual
perseguir? ¿Qué más domina el escenario sino la jerarquía de impulsos guiando al
padre para castigar al criminal? ¿El balcón abierto no es una denuncia
suficiente para asumir que esa fue la vía? ¿No es imposible que un disparo en
la oscuridad lanzado entre los arbustos sea un desquite irracional, pero de tales
actos irracionales están plagados los reclusorios y los infiernos?
—¿Cómo se te ocurre
disparar en medio de la oscuridad —inquiere la madre— una bala perdida para que
algún vecino resulte herido? ¿No escuchaste de la tragedia del infante Neftalí,
hijo de los vecinos que murió en el parque por una bala perdida percutida por
un compañerito inconsciente?
—¿A ver si con esto revive
el tarugo vigilante que luego yace dormido?
¿Sueñan los guardias con
ovejas extraterrestres, pero se convierten en sus pesadillas imborrables los
disparos en la oscuridad? ¿Despertar azorado al escuchar un tiro desde la residencia
que debe cuidar para salir corriendo de inmediato en línea recta hacia la luz
encendida del balcón de la niña menor y mover las manos desde la distancia y
gritar con un interpelación boba ante lo que distingue como la silueta de su
patrón?
—¿Están todos bien,
patrón?
¿Cómo no sentir que se rompe
el corazón de Joaquina cuando su progenitor ha lanzado una bala dirigida contra
su amado, sin que importe que la probabilidad de atinar en la noche raya en lo
imposible? ¿Cómo no iba a comenzar a gritar con más fuerza Joaquina, sin
pronunciar palabras coherentes, más que gimiendo por su “Papá, papaíto” con la
doble intención de traerlo hacia ella evocando el afecto filial y que dejase de
lanzar balazos, confluyendo con la exigencia de la madre preocupada por las
balas perdidas? ¿Y si en cada tormenta las ramas de los árboles se tuercen pero
regresan al tronco a menos que la agitación sea de tal magnitud que la rama se
rompa en definitiva? ¿Hay reconciliación si en apariencia se juntan las hijas y
los esposos en un abrazo protector, buscando remedios y explicaciones, mientras
se conjeturan, a excepción de las descendientes que sabedoras de la verdad se la
callan empecinadamente? ¿Detener las conjeturas entre la madre y el padre que
se preguntan febrilmente si se trata de un asalto anónimo o una situación
diferente que comienza a cruzar por la cabeza de los padres? ¿Extraer la verdad
entre unas pocas manchas y los sudores evidentes de la menor, si ella evita ser
examinada bajo pretexto de su misma agitación?
—¿En qué momento vas a hablar
a un…?
—¿Cómo se te ocurre —arrebatando
con temor febril la palabra— exponer a nuestras niñas al escrutinio de la
policía? ¿No sabes lo que es un médico legista y qué mirada obscena lanza sobre
cualquier mujer, ya no digamos una pequeña?
¿Sonreír ante disputas de
quienes se aman? ¿No sonreírse ante las disputas de casados que generan un
pleito secundario, como una ola discreta ante el impacto de un meteorito entre
las aguas? ¿Qué negociaciones secretas de alcoba continúan en las disputas ante
las contrariedades inesperadas? ¿Terminar la discusión con la salida obvia de
la cuñada —de profesión psiquiatra del Hospital General—, que es el único
pariente cercano con un título universitario alrededor de los traumas mentales
que posee conocimientos para una primera evaluación en el delicado cuerpo
femenino, cuando los padres todavía no logran o se atreven a mirar bajo la
batita de su hija menor? ¿Ningún adulto sospecha del secreto escondido bajo la
ropa de Joaquina, encerrando evidencia que muestre un evento distinto a la
hipótesis principal convertida en gemidos, gritos y llantos? ¿A qué velocidad
procesa una adolescente —por lo demás perfectamente normal y sana— esa mezcla
de sentimientos sublimes mezclados con oprobio y presiones insoportables?
¿Cuánta diferencia hay entre mostrar plena la intimidad piel a piel y suavidad
a suavidad amorosa, respecto de la mirada perpleja e intrigada de los padres
que pretenden alcanzar una verdad dolorosa (ardua en cualquiera de sus
hipótesis), pero obtenerla rápidamente para alcanzar la paz de una certeza
perdida entre gritos, llantos y escándalo? ¿Y si la mirada de los progenitores
es ardua ¡qué decir de la observación de extraños! aunque la esposa del tío no
sea una completa extraña, sin embargo, encadenada a una serie de supuestos
ajenos a una adolescente como son las definiciones de la psiquiatría o las
valoraciones desde una estirpe distinta? ¿Cómo no comprender que Joaquina
mientras se calmaba interiormente por fuera se mantenía exaltada y llorosa,
resistiéndose a mostrar nada bajo la batita, insistiendo en no soltarla,
aferrándose a esa mitad de tela como si se tratara de una tabla de salvación?
¿Perdonará el lector que
dejemos sin descripción alguna la visita de la pariente psiquiatra para
centrarnos en el desenlace de los jóvenes? ¿De cualquier forma, cómo narrar sin
omitir lo prescindible para dar agilidad al relato y agradar al lector? ¿De qué
manera se enteró Booz que Joaquina lo repudiaba sin descubrir que estaba
embarazada y cómo fue que transcurrieron tres años mientras él preñaba a otra y
se embarcaba en responsabilidades prematuras? ¿Nos acordamos que lo de Canadá fue
una mentira piadosa, pero la media verdad que encerraba es que el joven
entraría a trabajar a modo de un confinamiento en un rancho vecino, donde el
destino travieso le depararía el encuentro con una rancherita, que lo celaría y
acosaría para atorarlo en otro amorío adolescente, pero tan pegajoso que
terminaría por interponer una fosa ante el “Primer Amor”? ¿Cómo convencer a la Lejana
Mirada de la Decencia que: para Booz el silencio reiterado de Joaquina se
convirtió en un foso insondable, pues el nuevo guardián de la mansión jamás
dormía, por lo que frustró cualquier tentativa para saltarse la barda? ¿Cómo
condenar la proactividad del padre que adivinó las intenciones de Booz atrapado
in fraganti trepando por el muro unas
semanas después del incidente, por lo que se las ingenió para endilgarle un
delito con la bastante astucia y complicación para que el joven quedara
proscrito de la ciudad durante larguísimos meses?
¿Si el itinerario de un
corazón juvenil acosado se convierte en el camino de un ataque sistemático del
olvido y el desamor, si la hermana mayor trae confidencias falsas en las que Booz
se ha convertido en un burlador de barrio y un truhan que se mofa de haber
desflorado a otras? ¿A qué hado nefasto culpar cuando el teléfono móvil ha
quedado en manos de la madre por medida de precaución y, además, los sedantes
que recetó la psiquiatra provocan largos periodos de sueño que impiden salir de
la casa? ¿Con qué brevedad el complicado trauma se convierte en despecho
adolorido y hasta rencor contra el seductor? ¿Cuánto duele el abandono y cuánto
el silencio? ¿Y entonces si ha cesado la explosión de magma volcánica qué tan
dura solidifica la lava, o —lo que es lo mismo qué— tan oscura es y repelente a
la memoria de piroclasto líquido y explosivo? ¿Qué tan rápido un embarazo
adolescente cambia las jerarquías de la existencia? ¿Cuán difícil es para una
muchachita resignarse a quedar con el hijo de un adolescente que se aleja para
siempre cual meteoro oscuro entre la negrura de la noche? ¿Qué tanta
resignación y arrepentimiento deja un evento que es único, de tan único y
excepcional levanta un cerco de temor que debe compensarse con otra catarata de
sorpresas vitales, reajustes de existencia y hasta el reinventar el nombre,
cambiar de domicilio y decidir que ese pretérito jamás sucedió?
¿Cómo el antes enamorado Booz
regresaría, tras el paso de los años, sobre sus huellas luego de sospechar que nació
un hijo de su Primer Amor, cuando ella se cambió de nombre para ser conocida
como Rossana y bajo un apellido tan común como hija de Marte, pero inventado el
apellido y radicada en una ciudad distinta, tan populosa que en el directorio
telefónico hay decenas de miles con cada apellido? ¿Para qué volver al Primero
Amor como nostalgia y recuerdo cuando el compromiso juvenil de sostener a una prole
modesta absorbe las fuerzas y la imaginación desde la madrugada hasta el ocaso?
¿Hay preguntas antes del
amor? ¿Verdad que antes del amor no existen dudas hondas y sublimes, por cuanto
nada nos obliga a temblar hasta arrancar el alma? ¿Para el estanque de agua
serena y aislada —que jamás fue acariciado por la briza ni el guijarro de
Cupido— nada incita a la temblorosa interrogación o no? ¿En cambio, desgarrado
el velo de la oscuridad, cuando surge la chispa primera, entonces comienzan a
revolotear las estrellas y bajar para acompañarnos entre las noches más espesas?
¿Distinguimos a la duda filosófica frente a la explosiva agitación de ánimo, en
sí tan dubitativa, tan inquieta, tan ansiosa por respuestas anticipadas y tan
acariciadora de quimeras? ¿Cuántas marejadas de preguntas provoca el amor —nocturno
en su luminosidad y fugaz en su eternidad—, ese dulce Primer Amor?
NOTAS:
[1]
Cuento nacido de un reto que hizo un amigo, cuando dijo ¿cómo distinguir la
verdadera pregunta frente a la inducción del discurso? Bajo esa distinción me
retó a escribir un cuento únicamente con preguntas. Este relato homenajea al
Romeo y Julieta de Shakespeare, donde la trama moderniza a sus personajes.
Además respondo a la popularidad del juego adolescente de “Deshojar la
margarita”, pues el amor adolescente es el que más preguntas provoca, hasta
llegar a ese repetitivo ¿Me quiere o no me quiere? Mientras se deshoja la
margarita.
[2]
Extraordinario doble sentido del idioma inglés que en la misma palabra “wonder” incluye el preguntar y el
maravillarse. Basta analizar el acierto de tal conjunción entre la
interrogación y el entusiasmo para comprender cómo ese idioma ha alcanzado tal
prevalencia en la modernidad. Asimismo, Descartes descubrió que la admiración,
que aquí la maravilla es su sinónimo, representa la emoción originaria. Cf.
René Descartes, Las pasiones del alma.
[3]
Intencionada mezcla de interrogación con admiración para fusionar lo imperativo
con las preguntas y alternativas existentes en ese instante.
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