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sábado, 5 de agosto de 2017

ESCAPAR DE ESA AGITACIÓN








Por Carlos Valdés Martín

La agitación había comenzado, aunque era imposible ubicar su foco ni su origen; ante ella las tensiones en el cuartel habían alterado desde el amanecer hasta las noches taciturnas.
Ese acantonamiento fue adaptado al fin bélico sin previsión posterior y ya sabemos que lo improvisado termina imponiéndose cuando una multitud lo sostiene. En mi condición de civil ese encierro resultaba desesperante, así que decidí conseguir una escuadra. Cada mañana me levantaba y alineaba durante un pase de revista matinal, para después del desayuno regresar al espacio confinado de mi habitación. Eso no merecía llamarse trabajo ni empleo: permanecer confinado cada día, sin vacaciones ni salidas, alejado de cualquier relación familiar y sin ningún medio electrónico de comunicación.
Como fuese: tantos esfuerzos y gestos convergiendo para conjurar la agitación.
Llegaban a mis oídos los rumores de esa “agitación” y la vaga promesa de enviarme hacia un frente de guerra para dar el testimonio de reportero. Comencé a desconfiar sobre ese desenlace y acumulé hojas manuscritas en legajos con las descripciones de lo que no veía suceder, incluso, con ánimo desesperado por meses acumulados. Ninguno entre quienes pregunté demostró confianza en la veracidad de una guerra próxima, pero la agitación los mantenía preocupados, redoblando rutinas para espantar las sombras y mantener el ánimo de la tropa.
Para otro cualquiera el permanecer ocioso, enfundado en la chaqueta de civil, alimentado y con habitación individual parecería privilegio, aunque para mí no lo representaba. Tras meses de rutina desesperante vino a mi cabeza la idea de obtener una escuadra y escapar ¿A dónde y por cuáles medios? Ignoraba cualquier dato concreto, sin embargo, la selva se extendía alrededor. La habitación no estaba cerca de las conmociones del cuartel ni de la zona de ejercicios, mi ventana miraba hacia una muralla añosa que prodigaba su indiferencia. La pared alrededor del cuartel era centenaria, en efecto, levantada por piedras y adobes antiguos; hasta la pregunta misma sobre quiénes fueron sus legendarios albañiles dormitaba en el olvido. Más allá crecía esa aglomeración verde, la cual no me atraía… pero la agitación había comenzado y se filtraba entre las rendijas.
Un soldado accedió a un intercambio discreto y en un rincón me la entregó envuelta. Bajo un trapo sucio se sentía el frío metal que escondí bajo la ropa. Esa tarde nadie pareció percatarse y abrí el envoltorio en la soledad de mi cuarto.
El cuarto había sido elegido para dar intimidad; una prerrogativa pactada antes de internarme. Ese cuarto fue el gran privilegio, con una cama mullida, un escritorio de madera olorosa y una puerta ancha que impedía el paso. La privacidad se combinaba con una ventana sin cristales, cubierta con un mosquitero, que señalaba hacia la antigua muralla alrededor del sitio.
Guardé, con temor e incredulidad, el envoltorio dentro del cajón del escritorio. Al anochecer miré en solitario ese irónico regalo: no creía que se hubiese materializado un pensamiento. La pretensión de alejarse de todo latía dentro de ese objeto rectangular: lo observé nervioso como si alguien me estuviera viendo y con rapidez lo guardé.
Comencé a trazar un croquis en una hoja, mostrando rutas de escape y horas viables para burlar la vigilancia. Por lo demás, el sitio tampoco se define en el sentido de una cárcel, aunque la deserción y la sublevación son delitos castigados con el máximo rigor.
Los rumores de la agitación resultaban cada día más alarmantes. La frase “un extraño enemigo” se repetía con más insistencia.
Decidí que ya urgía escaparse cuando el dormitorio de otro civil, el primer enfermero del cuartel, fue vaciado con ostensible brutalidad. Los vigilantes sacaron los muebles al patio y los voltearon patas arriba, golpeando y estrujando para la búsqueda de un bisturí culpable. Preguntando sobre esa escena con inquietud me respondió un sargento:
—El enfermero se “entregó” a la agitación.
Temí con la hipótesis de una acusación inminente y si el ocultar el envoltorio bajo mi escritorio representaba una falta grave. Antes de quedar descubierto, las dos opciones inmediatas serían: escapar ya o deshacerme de ella. Preferí aguardar que el miedo es mal consejero.
Al anochecer por la ventana, tras el mosquitero, me inquietó una luna ensangrentada. El color inusual, evocó los malos presagios y recordé las leyendas populares sobre los lobos y otros fantasmas coagulados con luz de la divinidad Selene. Intenté no dormir para poner en claro la cadena de situaciones que me había colocado en ese cuartel renunciando al pasado.
Lo párpados somnolientos vencieron mi cavilación; se hizo la noche profunda y no escuché el llamado para levantarse con la corneta tradicional del soldado. Cuando escuché golpes contundentes tras la puerta levanté la cabeza y supuse algo de lo que vendría. Abrí con sigilo la hoja de la puerta y asomó la punta de un fusil. Casi con un susurro, escuché:
—No oponga resistencia.
Tras el fusil apareció un único soldado, aunque las indisciplinas y delitos solían ser abordados por grupos fieros, con representantes del castigo colectivo. Señaló hacia mi frente con la punta del fusil y dijo:
—Por faltar…
Interrumpió su frase. Ese soldado era un joven de piel oscura sin más rasgos peculiares y lo vi decenas de veces anteriores sin notar su presencia. Se introdujo en la habitación y continuó:
—Ya sé.
Supuse que el mismo quien me la entregó habría de denunciar.
—¿Me van a detener?
—Esperemos órdenes.
Así, son esos sitios de órdenes y reglas. Procuré moverme despacio y explicar que no daría resistencia, sino que entregaría lo buscado.
—Te la daré sin problemas —pronuncié en voz baja—, está en el cajón y es todo lo más que tengo, nada más encontrarán.
Movió su fusil en signo de aceptación y avancé despacio con las manos levantadas. Con una sola fui jalando el cajón con suavidad y removiendo los legajos de papel que protegían el envoltorio.
—Ahí está.
Con una sola mano la puede sacar despacio. El corazón agitado no quería que mi mano se desplazara con tal lentitud. Las sienes comenzaron a rebotarme y surgió un zumbido de oídos. A tientas se reveló el paquete y lo fui sacando despacio.
—Sobre el escritorio.
Extendida sobre la madera resultó una revelación como si jamás hubiera observado algo con detenimiento. La luz del amanecer filtrada por la ventana le daba tonos bruñidos; a ella serena y agresiva, como guardando su potencia letal, cual pantera negra dormitando antes de la cacería. ¿Amasijo de metal o bestia convertida en silencio? Más me impresionó su terminación que no deja de ser un hueco y el anuncio de que finaliza la vida.
También el soldado la miraba con un dejo de fascinación, por lo que confirmé representaba una pieza de calidad. Él rompió ese instante con un ademán de su fusil y le di espacio para que se apoderara de esa prueba. De inmediato pensé: “Sin balas ¿qué confirma? Dentro del cuartel se diría un regalo o un trofeo, por sí sola no es la acusación para una tentativa de fuga”.
La envolvió con el mismo trapo, la ocultó entre sus ropas y, de inmediato, se inquietó por el sonido de un motor. Con la mano me indicó que lo siguiera y se enfiló hacia una escalera muy próxima que conduce hacia la azotea del sitio.
Sin que él dijera nada opté por levantar las manos en señal de rendición. Mientras avanzábamos seguía apuntando su fusil, lo cual remarcaba su gesto en extremo amenazante. ¿Juicio sumario? En caso de que la agitación se hubiera desbordado comenzarían esos recursos crueles y sin más trámite.
Habían transcurrido meses desde la última vez que subí a esa azotea, ahora el panorama de verdores era más intenso: con árboles tras los muros del sitio y colinas dibujando la inmensidad, bajo las nubes poblando el cielo.
Desde el patio provenía el ruido de unos camiones y rumor de tropas abordándolos. El soldado siguió apuntándome de costado para él mirar desde la orilla de la azotea.
—Es hora partir; pero usted se va a esperar aquí hasta que manden los superiores que ya decidirán si hay un algo más en su contra.
Amartilló el arma para asentar la seriedad de su amenaza, se contuvo y sonrió con ironía:
—Pero eso sí, ni le diga a nadie que me quedo con esta… —dejó de lado su fusil para señalar el discreto bulto entre su cintura— esta lindura.
Los guardias suelen ocultarse entre la sombra de las casetas de vigilancia, así que las dos casetas que dominaban el rumbo de esa azotea debían esconder custodios.
Durante algunas horas seguí inmóvil y con las manos levantadas, luego me senté en el piso rendido por el cansancio. De cuando en cuando un ave oscura cruzaba ese cielo recordando el designio de los adivinos en Roma. La desesperación y la sed se fundieron en un lapso sin tiempo. Los ruidos de la selva continuaban amenazantes, pero la agitación se confundía entre lejanos pitidos y crepitaciones.
Las nubes avanzaron hacia el Poniente para tornarse plomizas. Sin darme cuenta al principio, el silencio fue avanzando, cual un goteo discreto que acallaba pájaros y grillos; creció hasta abarcar la plaza entera.
Agotado y sediento, al anochecer bajé son sigilo para únicamente descubrir corredores vacíos. En la edificación y sus alrededores selváticos no había más gente. Patios vacíos, dormitorios desiertos; ollas repletas y platos servidos sin tocar eran signos de precipitación; las bodegas sin custodia; las casetas sin guardia y el polvorín con la puerta rota.
Grité a todo pulmón “¡Oigan”! Pero no hubo respuesta alguna y las soledades de una instalación abandonada se sumaban con la selva inhóspita. Entonces lo supe intempestivamente: en ese vacío ni antes ni durante ni después existió la agitación.

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