Un cuento en recuerdo cuando la mariguana era ilegal en Estados Unidos y ahí se dedicaban enormes recursos para combatir ese producto alrededor del mundo.
Por Carlos Valdés Martín
Esa mala costumbre de Karen, siempre llega tarde. Al menos el escenario justifica este atraso en particular: una ciudad norteamericana, bulliciosa y cosmopolita.
La amiga Shaila acudió temprano y no es porque fuera tan puntual siempre.
Kevin el pretendiente de Karen también acudió puntual a la cita.
El restaurante italiano es agradable; las pequeñas mesas de roble, están adornadas con mantelillos de tonos pastel y decorados con flores artificiales. La iluminación combina las luminarias indirectas en el techo, con luces amarillas desde los costados y candelabros ingeniosos, coronados por “velas artificiales”, unos pequeños bombillos que oscilan como si fueran candelas próximas a desfallecer. El sito transpira elegancia y buen gusto. Los meseros lucen impecables uniformes blanco y negro, con moñitos en el cuello. Un violinista, desde una orilla, lanza melodías suaves.
Shaila acude primero y una hostess señala una mesa apartada a nombre de Kevin. La amiga aclara que son tres los citados y pasa al interior del restaurante.
Kevin es un hombre fornido y de mandíbula angulosa, al estilo del atleta natural; limpio y con el cabello muy corto, parece como si acabara de salir de bañarse aunque son la siete de la tarde, y en esa región del globo la oscuridad ya es completa. Saluda extendiendo el brazo como si marcara una distancia y aprieta. Shaila evalúa el saludo como demasiado frío, le busca en la cara una mueca y no percibe ni sonrisa ni desencanto. Ella practica su inglés: — I’m not the person you are looking for. I`m the friend, my name is Shaila. And you?
—So sorry, I’m Kevin from Puerto Rico.
—From Puerto Rico and don’t speak Spanish?
—Un poquito —habla despacio y por primera vez le escapa una expresión tierna, se ruboriza y tartamudea un poco, quedó una falla al descubierto—, soy Kevin Hernández.
En efecto, él creció hablando español e inglés, pero al emigrar hacia el continente ha pretendido que desconoce el español. Él ya sabe que las visitantes son mexicanas, y su jefe, Cameron, director administrativo del aeropuerto, las recomendó por motivos que desconoce. Karen miró la foto en la oficina del jefe, una de esas imágenes de grupo al terminar una convención y comentó: —I will like to dinner with a nice guy like this.
El comentario era una broma ligera, pero el jefe lo tomó como una sugerencia, además su subordinado Kevin, atravesaba por la resaca del divorcio, sin interés por hacer citas. Al jefe le pareció una idea ingeniosa forzarlo a conocer damas, pretextando alguna obligación laboral.
Shaila se anota una victoria al comprometer a Kevin para que hable en español y sigue: —¡Qué lindo acento español tienes! Me encanta el estilo puertorriqueño. ¿Vienes seguido a este sitio?
—No, ¿y tú? —la réplica es automática, una pregunta sin pensar, que un instante después Kevin reconoce que fue un error y se vuelve a sonrojar.
—Vengo del extranjero. Primera vez que visito la ciudad —y para tranquilizar esa segunda vergüenza, aclara— y es una excelente elección, un sitio de buen gusto.
Se levanta una pausa de silencio y ella estima que ha sido suficiente, comienza a monologar: —Este sitio encantador me recuerda al Fígaro azul. Un sitio italiano, como este, pero con una fuente la centro, llena de hermosos crisantemos flotando. Esas flores por lo común son blancas, pero las pintaban como un arcoíris, de todos los colores, y avanzaban los colores desde el centro, como un arcoíris redondo.
Sigue platicando y solamente arranca monosílabos a Kevin, que se limita al “sí” y “vaya”. Ella decide cambiar de tema, deja la gastronomía y le pregunta por su trabajo. Es el asesor de seguridad del aeropuerto cercano.
—¿Policía?
—No exactamente.
—¿Qué haces?
—Vigilo a cops… —mezcla el inglés y se come algunas palabras, arma las frases al estilo económico del lenguaje anglo— miro capacitación de cops… policías. Contacto a federales, estudio evolución mundial de lo criminal, estoy pendiente de amenazas de terror y narcotics… narcotráfico, reviso normativas para siempre cumplidos.
Shaila le pide detalles y Kevin comenta con más soltura; cuando se disculpa por sus fallas en español, ella ríe y lo alienta. Él pide un entremés y una copa mientras esperan a Karen.
A mitad de la copa Kevin ya sonríe y sigue explicando:
—Esta cicatriz en la ceja —y acerca la cara para mostrar un pequeña curva bajo la ceja negra— me la dejó una pistola.
Hace el gesto de un golpe con la cacha y mueve la cara. Ella hace cara de asombro y de dolor. Ambos sonríen.
—No es nada, estamos bien —resulta extraño aplicar el plural, en un evento tan individual como esa cicatriz permanente.
Voltea Shaila al distinguir una voz en la lejanía: es el timbre de voz de Karen, que todavía está afuera, discutiendo con la hostess, reclamándole que no está su nombre en la lista de reservaciones. Shaila agita la mano para llamar la atención de la amiga y ésta la descubre. Karen avanza al interior, dando continuidad a su reclamo con la hostess, pero la empleada avanza unos pasos atrás y no entiende la mitad de lo que dice.
—Hola, amiga. Mucho gusto, nice to meet you, eres Kevin… No te imaginaba tan alto y fornido… so strong.
Karen habla un tono arriba que los demás comensales y acapara la conversación, cuestiona y se responde, sonríe y establece el tema: —Bueno por teléfono eres igual de guapo, so handsome, y no me permitirás mentir amiga —da una breve pausa.
—Cierto.
—Como un actor de guapo, al actor secundario de esa película, Houses in the trees. ¿Dónde la vi? En el cine Apolo. ¡Qué sala tan grande! Mucho mejor que el cine de Madrid. Porque eso de viajar continuamente es una complicación. Recuerdo ese cine en Madrid, porque el baño estaba en obras, y era una complicación entrar y salir; atravesé un andamio. El andamio era pequeño de madera y se veía al precipicio. Una tipa no se atrevió a pasar por ese andamio porque tenía vértigo. Puso un pie en el andamio y luego lo retiró con pánico, estaba aterrada y se fue corriendo a reclamar a la administración. Gritaba: “¡Qué me caigo!” Vaya que a las demás no entró un ataque de risa. No sé si por nervios al pasar ese andamio, ese lugar daba al vacío.
Mientras seguía platicando Shaila de sus peripecias por España, acudió el mesero y tomó los pedidos.
—Al final llegó el autobús y recogió a todos los turistas, menos a uno. No sé qué pasó que el guía se distrajo y no contó bien. Bueno, el que faltaba era un inglés gordo y bilioso, un hígado andante el tipo. Cuando llegó al hotel, solito y sudoroso, gritaba su enojo, porque lo habían asaltado. Culpaba al guía y al país, de comedores de chorizos. En fin, no acostumbro estar en grupos cuando viajo, pero esa era la mejor manera de conseguir boletos para el juego de tenis, ya me andaba por ver a Nadal. ¿Te gusta el tenis? —dirigiéndose directamente a Kevin, pues ya sabía que a su amiga no le interesaba demasiado—
—Well, sí —titubeó y bajó la mirada, lo decía por cortesía en años no había mirado un juego por televisión y jamás asistió como espectador, simplemente cruzó unos pelotazos en la adolescencia— es buen juego.
—Fue un poema de juego, Nadal hizo trizas al oponente. Lo dejó en un juego en cada set. Quedé tan motivada que volví al club deportivo —y se puso a exponer lo agradable que es el deportivo al que asiste, y luego de un rato sintió que el interés decaía, así varió de tema.
El mesero sirvió la cena y comenzaron la masticación. Continuó Shaila monopolizando la conversación y siguió exponiendo un viaje a Hollywood y soltó la lista de los actores masculinos ganadores del Oscar. Comenzó con Russell Crowe de Gladiador, se acordó en perfecta sucesión de Denzel Washington en Training Day, Adrien Brody en El pianista, Sean Penn en Mystic River, Jamie Foxx en Ray Charles, Philip Seymour Hoffman de Truman Capote, Forest Whitaker en El último rey de Escocia representando al odioso Idi Amin, Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición, se saltó a Sean Penn en Milk, para terminar en Jeff Bridges. Y de ese quería anotar que lo miró a lo lejos y lo declaró de una belleza masculina única. Volvió para recordar el tenis donde estaba practicando tenis:
—Pero luego me volvió a molestar la rodilla. Es una molestia incipiente, pero no es nada cuando esté como mi madre usaré sus mismos remedios, me untaré mariguana, que es...
—¿Qué? —Preguntó interrumpiendo Kevin— se unta ¿qué?
—Mariguana, la misma yerba que aquí fuman. Este país está lleno de adictos —Shaila miró en los ojos de Kevin algún gesto vago y pensó que estaba acertando en un tema interesante—, hasta en las películas salen. Y la peor pena es las series de adolescentes. Le están dando un mal ejemplo. La juventud debe de cuidarse.
Karen interpretó de otra manera el gesto de Kevin y salió de su silencio, anotó: —En nuestro país es distinto.
—La juventud está muy descarriada. Siento que elogian sus perversiones, eso es p e r v e r s o.
—No es para tanto— dijo Karen, dándose cuenta que se podía caer en una ofensa para el anfitrión.
—Sí, no tanto— asintió Kevin.
—De cualquier manera, me parece que no sabes… la mariguana es un remedio, es medicina.
—En California también la quieren de medicina, para glaucoma. Pero es ilegal en todo el mundo. ¿Qué no en su país?
—Allá es distinto, miramos la ley de otra manera. En su origen era un remedio y para los primeros habitantes hasta era sagrada. Eso de que es una droga es un invento nuevo, los antiguos no la usaban para drogarse. Y es un remedio buenísimo. Mi madre no puede vivir sin ella, porque es artrítica. Untada es el mejor remedio para las coyunturas artríticas.
—¿Lo venden en farmacias? —preguntó Kevin.
—No, es un remedio casero, pero se debe conseguir la yerba.
—¿Cómo la consiguen?
—No es tan fácil —presumió Shaila— debí acudir al interior, a una lejana provincia. En la región selvática. De una vez conseguí para todo el año. Pero para mi sorpresa era mucha. El tipo la puso en mi cajuela y no había visto. Cuando la saqué me dije: “Van a pensar que soy narco”. ¡Qué bueno que no vi! Me hubiera dado un ataque de nervios.
—¿Era mucho? —preguntó con desconfianza, temiendo que departía con una persona fuera de la ley, una outlaw, con quien jamás quisiera tener relaciones.
Shaila, exageró su narración y abrió los brazos casi en su completa extensión: —Era un montón, no lo podía cargar, eran muchos kilos. No sabía que hacer con tanta yerba. El remedio se hace con alcohol y dura mucho, pero era absurdo. Así, que le dije a mi madre: “Llámale a tus amigas” y les das.
Alarmado, Kevin amonestó directamente a Shaila: —Elabora y distribuye un producto ilegal.
Karen intervino, mientras lanzaba una discreta patada bajo la mesa a su amiga: —Que yo sepa no es ilegal. Es un remedio casero, que usaban los antepasados para curar la artritis y los dolores de articulaciones.
Kevin lanzó un suspiro: —Cada país es distinto, pero es peligroso.
Shaila: —Para nada es peligroso, es un remedio muy seguro. Ya he preguntado a doctores y no está contraindicado con ninguna medicina. Mi madre se sigue tomando las medicinas que le recetan, pero no le hacen nada, y en cambio el remedio es buenísimo, alivia de maravilla las articulaciones. Pero, como ya te imaginas es muy difícil de conseguir, ya nadie lo vende. Antes y no te hablo de hace tanto, se conseguía en los mercados públicos. Ahora lo debe hacer uno mismo. Y es fácil de hacer, solamente pones en alcohol, dejas la yerba un tiempo, le agregas alcanfor y listo.
Kevin: —¿Qué apariencia tiene?
—Verde oscuro, según la concentración. Lo mejor es muy concentrado, así alivia rápido.
—¿Lo usas tú?
—Cuando me lastimé la rodilla. Yo no tengo artritis. Por fortuna. Pero le platiqué a una amiga en Chicago y quiere. Le hubiera traído, pero se me olvidó.
—Pero aquí es ilegal, usted sabe; drogas como mariguana y demás, aunque...— replicó Kevin.
—¿Ilegales? —interrumpió la invitada—Todo mundo sabe que en ningún lugar del mundo hay tanta droga como aquí —y repitió mientras esbozaba una sonrisa de superioridad—. ¿Cómo llega a los drogadictos de aquí? La droga pasa en sus narices... digo viaja dentro de sus narices. Ja, ja. —Rio ella sola, los demás miraban serios— En las narices de este país hay más droga que en Bolivia.
A Kevin se le subió el color a la cara, aunque intentaba controlarse.
Karen: —Me sirves otra copa de vino, de favor Kevin— interrumpió la amiga, mientras pateaba ligeramente a Shaila.
Shaila miró a Karen, sin entender, y remató: —No en balde los musulmanes creen que aquí está el “Reino del Mal” —y lo pronunció con voz gruesa y haciendo un bizco, para burlarse y convertir el tema en una broma— pero ellos están locos. Mira que tirar las Torres, se necesita estar locos de remate para dañar a tanta gente inocente.
Kevin sintió alivio con el giro de la conversación, pero todavía dijo en relación con la explicación anterior y parecía conectar lo siguiente:
—Mejor, cuidar mucho.
Y Shaila recordó las imágenes de televisión en el día infausto, y comentó que hasta lloró cuando se dio cuenta de la gente inocente que había fallecido. Luego dio una pequeña cátedra sobre sus vinos preferidos mientras el americano pedía la cuenta.
Y cuando, se despedían, Kevin, insistió varias veces: —Es importante cuidar, nunca salir de lo legal, y más si esa persona viaja, viaja mucho.
Él tenía auto, pero no se ofreció para llevarlas al hotel donde se hospedaban, lo cual se desviaba de sus instrucciones para ser un anfitrión atento, pero ahora permanecía desconfiado y sospechaba: la mujer locuaz quizá mantenía vínculos comprometedores.
El grupo se despidió con afabilidad. Las mujeres abordaron un taxi amarillo en la puerta del restaurante.
Viajando en la cabina del taxi, Karen le explicaba a su amiga a qué se dedicaba Kevin, y ambas estallaron en una risa incontenible.
—Y yo que esperaba impresionarlo positivamente. Eso de fabricar los remedios herbolarios me lo inventé de principio a fin. Quién sabe dónde consiguió mi madre un frasquito con ese remedio verde, creo que todavía lo venden en un mercado del centro de la ciudad. Te imaginas, le dije que cargué una caja con yerba. Pensaría que soy una “Ma Baker”, la de la canción— y comenzó a reír cada vez más fuerte.
—No se la ha de saber, —se interrumpió contagiada de risas— digo, la canción. Sonaba no hace tanto. Aunque, quizá sí fue hace mucho, mucho.
—¡Qué pena! No le vuelvo a hablar— lanzó un breve suspiro, mientras miraba a la lejanía, como si se alejara un barco—, es una pena porque está guapo.
—¡Qué risa!
Y volvieron a reír a coro.
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