Por Carlos
Valdés Martín
Una sonada
paradoja resuena en mi mente: el ser humano es inhumano, y también el
significado de esta frase es que escondemos
una parte animal. La indicación de la “mitad” no refiere un sentido matemático,
anuncia la irrupción de una ambigüedad. Por ejemplo, la sirena entrega una
unidad diferente: más que un medio pescado pegado a una mujer. Por su parte, el
biólogo y el médico se encuentran a sus anchas investigando a las personas como
entidades esencialmente animales, donde la distinción entre la naturaleza de un
músculo de algún mamífero y un músculo humano no es esencial sino secundaria.
Las ratas de laboratorio atestiguan ese parentesco biológico entre humanos y
animales, que las lleva a sufrir las infinitas pruebas de toxicidad de
productos que terminarán destinados como dosis médicas dentro del cuerpo humano.
Así, para la biología y la medicina este parentesco resulta fundamental. De
cualquier forma, los entramados biológicos de células, armando tejidos,
organizadas en pieles, huesos, tendones, etc. son propiedad común de la enorme
variedad de seres que llamamos vivos, y los consideramos alentados por un
principio de vida. Pero más hondo que el simple parentesco bio-médico, bajo la
piel humana emerge una condición de mixtura con esa “mitad” correspondiente al
animal. Y por cierto, si los denominamos animales es porque los
estimamos como seres animados, poseedores del principio de vida que los anima.
La repulsión por el animal
A cierto nivel, la simple mención de la
animalidad despierta repulsión, y esto parece haber iniciado desde hace
milenios, en las primeras experiencias humanas. Si creemos en el evolucionismo,
el proceso para salir del estado de pura animalidad ha significado una lucha
interna, un combate para escalar desde la identidad con el animal hasta una
capa cultural. En la raíz etimológica, recordemos que cultura se opone a
natura. Y si emergemos desde la naturaleza bajo un mecanismo de
evolución, la animalidad es un referente o espejo del cual intentamos
desprendernos. Esto significa que, en la medida que emanamos del animal
estricto, luchamos por diferenciarnos del animal, y a esto lo designamos como repulsión
por evolución. Y ese puede ser un motivo de la universalidad de la
vestimenta, además de su utilidad de protección material ante la intemperie. La
vestimenta sirve para separarnos inmediatamente del animal, y hacernos parte de
una sociedad, pues la manada convive desnuda mientras la sociedad, vestida.
La psicología freudiana nos ofrece un segundo
significado de la repulsión del animal, que no es contradictoria con la
explicación anterior, pero revela otro matiz. En esta explicación, la
animalidad es la necesidad que se reprime, y en primer lugar, es el principio
del placer que es combatido. Así, las necesidades reprimidas, en especial las
sexuales toman la forma de un animal, porque las identificamos con ese estadio
primario, del cual procuramos escapar. Si la civilización es sustitución de la
gratificación directa por la contención y desplazamiento constante de
necesidades, entonces la animalidad debe ser cazada como una bajeza. El animal,
para esta psicología simboliza la pulsión sexual, las emanaciones del placer
que nos han sido prohibidas, entonces a esto lo llamamos repulsión por
negación libidinal. En las leyendas modernas, los vampiros se convierten en
entidades eróticas y poderosas, asociadas al contacto y a la sangre, como
fuentes de fascinación mítica. El vampiro natural no contiene nada de imagen
sensual, pero su reconfiguración literaria y cinematográfica, siempre nos
revela un lenguaje de sensualidad desbordada, que rompe los diques de la moral
y de la decencia. Así, la potencia de seducción ilimitada se atribuye a un ser trans-humano,
asociado a una animalidad esencial y metafísica, que rompe con los códigos morales
y contenciones sexuales. Sin esa hipotética mitad animal se pierde el contenido
erótico de los vampiros, precisamente vinculado al deseo, la sangre, la
carnalidad y la maldad.
El miedo en la repulsión hacia el animal
El miedo destaca como el centro de los motivos
particulares más importantes de la repulsión del animal. Se teme al lobo y se
organiza una red de leyendas sobre su maldad y su fuerza. Bajo la luz del miedo
los peligros se hacen enormes y los animales temidos se convierten en bestias
gigantescas. La moda del “chupacabras” en América, legendaria bestia sin
comprobación de existencia, que ferozmente devoraba ganados de granja, fue una última demostración del temor que
despiertan animales cuando son imaginados.
Los miedos se pueden interpretar como un
peligro físico evidente, de una bestia salvaje que nos pudiera hacer daño, pero
fácilmente encontramos más vertientes. El animal que daña internamente el
cuerpo, de una manera casi metafísica era una constante los pueblos, quienes
imaginaban o creían poseer pruebas de alguna relación entre animales y las
manifestaciones de una enfermedad. Como la naturaleza era la fuente de
enfermedades y de curas, en particular, temían que un animal generara
contagios, así, creían erróneamente que los peces emitían una enfermedad, pues los
afectados gravemente hinchando párpados y labios se asemejan sus rasgos a la
fisonomía de los peces.
Finalmente con la ciencia, esta antigua
angustia por el animal que enferma se trasmutó en los reales y odiados gérmenes, bacterias y
virus, que pueden atacar desde el espacio microscópico, por los sutiles poros
de la epidermis. La ciencia sabe que tales gérmenes dañan, pero las personas
temen a esos enemigos invisibles, y sienten aversiones, como si fueran sus
enemigos personales, mostrando una vieja faz de enemistad con el reino animal.
La aversión a las bacterias rebasa el campo de cualquier peligrosidad real como
lo atestiguan los hipocondriacos.
Esa
otra existencia doble
Al colocar imaginariamente un animal visible
entroncado a una persona, ya tenemos una nueva entidad. Estamos fuera del
entorno de lo familiar, y ya no importa tanto si lo sentimos cerca o lejos al
reino animal. En esta imagen sentimos a la animalidad cerca, la percibimos
íntimamente. En este puente de avance no importa si nos atrae o repele la
animalidad, sino que se ha creado algo distinto a lo que creemos definido como
un perro o representado como un microbio. Con el implante de dos componentes ha
surgido algo nuevo. Y la mayoría de los pueblos antiguos mediante sus
mitologías, se acostumbraron a estas presencias: las sirenas y los tritones en
las aguas, las harpías y sílfides en los cielos, los faunos y las ninfas en los
bosques, en fin, con estos seres poblaban los espacios naturales. Ellos no
veían directamente a esos entes, pero en la huida del ciervo o en el paso fugaz
de los delfines adquirían suficientes pruebas de que tales seres existían
suficientemente para integrar sus relatos. Lo que quiero argumentar es que esas
presencias de seres duales son tan universales y extensas, que no se explican
por las confusiones en las lejanas apariciones de ciervos y delfines. Existen
razones más profundas para que las leyendas estén tan abundantemente pobladas por
seres duales, animales humanizados y humanos animalizados.
Ya que los trato reiteradamente como una
entidad especial, conviene usar una palabra de síntesis, que en adelante la nombraré
bajo el título de “humanimales”[1], por la conjunción de humano y
animal. En este párrafo prefiero dejar asentado y claro, que estos seres mixtos
poseen una personalidad peculiar, superando enteramente a la humanización
otorgada cotidianamente a los animales domésticos. Al perro, gato y caballo
principalmente terminaron adoptados dentro de la familia humana, y actualmente
aceptamos el sentir una fuerte proyección afectiva. A las mascotas se les trata
y mira con afecto y hasta respeto como a parte de la familia. Este nivel de
humanización de las mascotas se acepta hasta entre los más civilizados
racionalistas, sin embargo, por muy integrados dentro del hogar, entrañables y
amados, se sigue creyendo que son animales.
La definición
en palabra y concepto de humanimal implica una
separación, refiriéndose a la unión de ambas partes, estableciendo una
distancia doble, tal como el agua no es ni oxígeno ni hidrógeno sino la nueva “cosa
líquida”. Es la separación de una unión,
pues reconocemos los rasgos de ambas partes, superpuestos y el resultado no
encaja por completo ni en humano ni en animal. Sin embargo, los seres humanimales
de la mitología todavía nos invocan una intimidad más radical, pues hasta engrosan
las filas (imaginarias) de la estirpe humana. Estos humanimales pueden desempeñar
el papel de los padres y madres originales de las tribus, como en los ídolos
totémicos. Según una leyenda, Cadmo, héroe amado y venerado por su pueblo, al
final de sus días fue convertido en ofidio a consecuencia de haber matado a la
terrible serpiente Pitón[2]. Tremendo y paradójico destino: un
héroe convertido en serpiente, y no sólo él sino también su esposa sufren esa
transformación. No es un caso único, el amado y admirado Quetzalcóatl también
sufre esa misma trasmutación. Repetidamente es el paso del reino humano al
animal, paso mítico de una frontera, y a medio camino quedan las extrañas
aleaciones, los hombres serpientes y las serpientes humanas. En Cadmo el relato
nos devuelve al prócer, en Quetzalcóatl nos regresa al dios; ambos ejemplos,
indican que la unidad crea una novedad, una definición
de humanimal que escapa a lo convencional.
Al poco rato de repensarlo la indicación de las
mitades entre los reinos del humano y el animal me sobresaltó. Las mitades no
son una afirmación de exactitud, sino una metáfora de justicia, de
ambivalencia. La sirena queda a mitad entre lo humano y mitad dentro del reino
marino, por eso sus mitades solamente son indicaciones de calidad, y no signos
de precisión cuantitativa. El hombre
lobo (licántropo) en noches de plenilunio es más lobo que humano y en el día es
más humano que lobo, las mitades se desbordan y se sobreponen, como en un
cambio de piel. Mi insistencia en las mitades solamente genera un sentido de
claridad, para indicar que están plenas y completas las dos partes
constituyentes. Y esto es justo, porque al hombre lobo no le podemos restar su
faz salvaje o civilizada, porque dejaría de anudar esa lúgubre criatura, peor
que el lobo natural[3] y peor que el humano civilizado.
Por lo mismo, cuando aquí hablo de mitad se debe entender una proporción
suficientemente grande para amarrarse hondamente en la esencia. Esa mitad de
lobo está arraigada tan adentro que no se puede extirpar del licántropo.
La cantidad biológica animal que contenemos es
mucho mayor de la que nos agrada reconocer. En sentido estricto el parentesco
con los grandes simios permanece arriba del 98% de nuestro código genético. Por
simple cercanía de genes contenemos animalidad en un 98%, de tal forma que una mitad de un animal lejano no es un
ingrediente tan ilusorio. Dentro de ese altísimo porcentaje de mensaje genético
compartido, casi cualquier rasgo corporal lo podemos asimilar a lo que poseen
los demás mamíferos. Y por si fuera poco existe la huella de la evolución
abreviada en el viaje del feto, que viene de un medio acuático, y nos recuerda
una transformación de millones de años de las especies. Así, pues el parentesco
estricto, marcado en los genes y en las células rebasa cualquier consideración
de mitades, las novedades genéticas de lo específicamente humano en nuestro
cuerpo se reducen, a lo mucho, a un 2%. Claro, esos pocos nudos genéticos
contienen elementos importantísimos, donde radica la inteligencia, las
capacidades prácticas y la socialización, los pilares sobre los cuales los
humanos se han separado de sus parientes animales. Sin embargo, con una carga
material del 98% resulta fácil identificarnos y sentir las huellas de la
animalidad dentro de nosotros.
Desde el punto de vista de la cuenta de genes
la capa humana es delgada, y difícilmente opaca la bios animal. Es muy
delgada esa piel de genes distintos a los animales, y frecuentemente traiciona
las intenciones civilizadoras. Esa capa pareciera integrar un primer avance en
la superación de la vida instintiva, de las leyes establecidas de la vida, en
el sentido de un dispositivo ineludible de mensajes que poseen las células, y
nos obligan a obtener ciertos nutrientes y a padecer enfermedades hereditarias.
Esta delgada capa de novedades genéticas frente al animal, por si fuera poco,
no corresponde enteramente a “alcances” específicamente humanos. La delgada
capa de bios humano nos recuerda al hielo sobre el estanque, a veces
quebradizo pues no soporta las pisadas de los visitantes.
Con un porcentaje tan alto de herencia
biológica, dominando cada una de nuestras células nos podemos preguntar si la
representación de seres ambivalentes, con parte animal, en vez de mistificar
más bien hace explícita una realidad. Ciertamente esa explicitación del animal
dentro del humano nos la entrega una narración de talante propiamente
legendario. La sirena con su mitad de pez contiene el acierto de que millones
de años de evolución arrastraron a las criaturas marinas para convertirlas en
terrestres, y que cada feto vivió como si fuera un pez dentro del vientre materno,
nadando en líquido permanentemente durante unos nueve meses. En la memoria inconsciente
está la evocación de un período acuático de vida, y las divagaciones mentales
sobre seres semi-marítimos nos recuerdan esa premisa, de la cual quedan signos
dentro del cuerpo, como el funcionamiento indispensable del agua dentro de
nuestro metabolismo.
Y la memoria, aunque esté olvidada, también nos
permite universalizar ciertos símbolos, como la asociación del agua con un período
previo a las formas, una situación de la latencia de la manifestación, que es
la fuente de la manifestación. De agua vienen los gérmenes de la vida, es
considerada la fuente, y la inmersión acuática, como un bautismo, es una
regresión momentánea a lo pre-formado, de tal manera que se alcanza un origen,
que purifica. El agua por este lado soporta cuantiosos simbolismos, pero sus
simbolismos están anclados en razones biológicas y en experiencias reales, por
más lejanas que estén. Nuestra experiencia fetal es como una inmersión en el momento
anterior a las formas, una pre-formación. Y conservamos esa impresión del agua,
provocando también un motivo para el profundo temor que la presencia del mar despierta
en muchas personas.
Ya observamos una parte humana y otra animal,
un aspecto terrestre y otro acuático, pero el resultado difiere de las partes separadas
en la mesa del bisturí analítico. El resultado es una unidad de humanimal.
Cuando la mezcla es perfecta, las partes se evaporan, quedan al olvido. Nace el
emblema de imaginación, alimento de leyendas.
El canto de las sirenas, coro que seduce a los
marineros hacia su perdición reflejado en la Odisea. Este canto exalta a bellas
figuras anfibias, multiplica su signo: hermosura trágica e imposible. Ellas
están indicando el camino hacia la perdición, por medio de una evocación, el
canto está a la distancia, y puede embrujar al marinero, que pierde la cabeza
tras la persecución de la belleza. No solamente emerge la figura de ellas, las
sirenas, también la del marinero macho, capaz de perder el sentido y la vida en
una empresa fatal, en la niebla marina de la ilusión. Enamorarse de un lejano
canto, caer seducido por una apariencia bella, ahí está uno de los rasgos
típicos de esta leyenda. La fuerza de atracción de lo femenino y de lo mágico,
la acción a distancia, representada por el canto y la visión arrebatadora, eso
revela Ulises, el capitán del navío atado a su mástil por propia voluntad. El
marinero está obligado a tapar sus oídos, para no ser engañado. El sentido
humano puede fallar y caer cegado ante la seducción de lo falso y de lo
imposible. Alcanzar a las sirenas es un signo de imposibilidad, por lo que
conviene esquivarlo. Ante el engaño de los sentidos, vence la astucia de la
razón simbolizada por la cera que tapa los oídos y los lazos que detienen al
capitán de barco, el astuto Ulises.
Paradójicamente, la imposibilidad para tocarla
le confiere un nuevo prestigio a la sirena. Ella entra al reino de los seres
vedados, que no pueden ser mellados por la mano real, así comparte la
restricción de los objetos sagrados y tabuados, que serían profanado por la
acción de la mano impura. La leyenda, bajo cuerda, nos confiesa que relata
sobre entidades que no son de este mundo, y el agarre no las materializa. La
sensualidad de la sirena posee la perfección legendaria de lo que no se toca,
es el apetito lejano de lo imposible. Esto la deja al resguardo de las fuerzas
marinas primordiales, que no son parte de las formas definidas, sino que permanecen
en la pura posibilidad primigenia, la imposibilidad de la lucidez y la
posibilidad del ensueño. Resulta una especie perfecta de humanimal, unificada
en el reino de lo intocable, dentro de ese más allá donde emanan las leyendas
perdurables.
Con las sirenas la atracción está afuera, es el
marinero quien se enamora de un espejismo para sucumbir o puede evitar la
seducción y sobrevive, regresando a su reino terrestre de existencia cotidiana.
Arriba comenté la repulsión psicológica por el animal, pero por efecto de la
ley de los contrarios psíquicos, no hay repulsión sin atracción. Y esta
atracción por la animalidad no está confinada a un contenido sexual
inconsciente (indicado por el psicoanálisis), sino es una amplia magnetización:
observemos los motivos de la fuerza.
El tema de los animales de fuerza y poder
ligados con los humanos, resulta esclarecedor para comprender el otro vínculo.
Las cualidades de velocidad, destreza, sigilo, resistencia, vuelo, nado o
fiereza motivaron la mayor admiración, justificando suficientemente la
identificación y deificación de especies animales. El león africano traspasó
fronteras y se convirtió en un emblema para las dinastías europeas. Los aztecas
procuraron asimilar los poderes del tigre y del águila para sus mejores guerreros.
El caballo fue el motivo para asimilarse en los guerreros montados, reflejada
en el término, todavía cotidiano y polifacético de caballero. La búsqueda de la
asimilación se muestra en los distintos esfuerzos para adquirir las cualidades
de esos animales, que se invocaban en rituales, se colgaban en amuletos, se
atraían mediante invocaciones, se coleccionaban en trofeos, se representaban en
los palacios y templos, eran los familiares fundadores de los pueblos, etc. Lo
interesante es que las cualidades animales buscadas también incluyen unas
características que no aceptamos como cualidades animales, así algunos pueblos
creen que la civilización proviene de animales mágicos. Si en un inicio
afirmamos que la civilización misma es un motivo de repulsión del animal, en el
pensamiento antiguo encontramos las afirmaciones contrarias, donde emana del
animal la fuente de la civilización, como lo establece el oso entregando los
primeros elementos de civilización a los chinos[4]. De esta aseveración podemos
encontrar interpretaciones curiosas como la de Los viajes de Gulliver, donde los caballos siguen siendo
civilizados y los humanos, salvajes. También debemos de tomar nota, que la
presencia de las alas es una característica, divinizada para interpretarse como
signo corriente de los dioses y de los representantes de los dioses, tal como
existe en la iconografía de los ángeles.
Entonces, la fuerza animal que nos atrae
también puede ser completamente polifacética, y se asocia con cualquier
cantidad de situaciones, apreciadas desde diferentes culturas y pueblos. En el
extremo están los relatos de la civilización y sabiduría de los animales, que
son la fuente del conocimiento primero para los humanos, y también los relatos
de los animales que avanzan hacia un campo más allá de lo animal y lo humano,
como entes de puro esoterismo diviniforme; en este punto el impulso será elevarse
hasta el animal. En la zona media encontramos los relatos más comunes donde
son las cualidades evidentes de fuerza física y características palpables las
que otorgan ese atractivo al animal, en este punto correspondería el alcanzar
al animal. En la profundidad, están las afirmaciones que reconocen un
parentesco entre los dos reinos, por eso insisten en un parentesco completo,
donde destacan los antepasados brutos y el animal que es “doble efectivo” del
humano como su alterego, por lo que en este punto acontecería un
vivir en el animal.
Cuando la fuerza del animal es divina y
sublime, el esfuerzo por alcanzar su existencia, resulta un ascenso. El águila,
animal mensajero de lo más alto, por su fuerza de vuelo, y por las muchas
representaciones emblemáticas que captura, es el representante típico de esta
tendencia. A las águilas siempre se las quiere alcanzar, se pretende
infructuosamente tener su punto de vista, cercano a las nubes y la divinidad.
Resulta impresionante que ya existieran tantos sueños y ensueños del vuelo
desde milenios anteriores, antes del real vuelo físico que solamente se alcanzó
con los aviones[5]. Antes el vuelo se imaginaba a lomo
de pájaros gigantescos o mediante la conversión en aves. Las águilas y otras
aves divinas eran el vehículo típico de comunicación con los dioses, de ahí la
exótica costumbre de exponer cadáveres para que fueran devorados por los
buitres pues esas aves los remontarían hasta el cielo. De forma similar, los
ángeles parecen aliar una mixtura entre las aves y los humanos, vehículo
perfecto para unificar la existencia terrestre con los cielos.
El ascenso metafísico se complementa con la
posibilidad de una caída, por lo que el hundimiento en lo diabólico, también es
representado por la presencia animal. En este caso, son los terrestres y
cavernarios, los adecuados para significar el vínculo con las potencias descendentes.
Si bien la serpiente posee una compleja representación legendaria, en la
tradición judeocristiana se opta por su lado subterráneo para asociarla con la
caída del Génesis. En este caso, reiteradamente la animalidad está asociada o
insinuada con la sexualidad, que refuerza la hipótesis de la repulsión del
animal por negación libidinal.
En el campo intermedio, las múltiples
asociaciones con el animal las conservamos culturalmente de infinitas maneras,
ya que son un recurso inconsciente que nos transporta al terreno del movimiento
físico. En el movimiento, la unidad con el animal es esencial, ya que el
sencillo movimiento del ser vivo constituye su herencia en nuestro interior.
Las perfecciones del movimiento, ya sean nado, carrera o vuelo, las reconocemos
como una presencia o herencia del animal. Por eso basta la simple existencia
viva, que se mueve y existe, donde el animal merece admiración, y quedamos
obligados a reconocer una intimidad, en la medida en que nuestro cuerpo es
una existencia esencialmente biológica. Concluyentemente, la atracción hacia
el animal es básica, y se mantiene, múltiple y universal, siempre presente en
cada sociedad civilizada.
NOTAS:
[1] En inglés el equivalente “humanimal” lo
popularizó Wells en su Isla del Dr.
Moreau, con la clara ficción de un “científico excéntrico” que desea crear
una especia intermedia entre ambos. Lo tendencia refractaria del español no ha
permitido la popularización de esa síntesis, que tiene la misma raíz que en
inglés.
[2] OVIDIO, Las
metamorfosis.
[3] El tema de la justicia solamente vendría a
colación si reconsideramos que el lobo verdadero es muy distinto de su leyenda
negra, porque el lobo no es una bestia sanguinaria, sino un cazador natural en
peligro de extinción.
[4] WONG, Eva, El taoísmo, Ed. Taurus.
[5] Ampliamente observado por BACHELARD, Gaston, El aire y los sueños, Ed. FCE.
3 comentarios:
Vaya tema interesante y la palabra humanimal unifica los dos reinos, resultando una nueva entidad. Esta bien planteado.
Esto lo deben leer los de la "sociedad protectora de animales"
Hasta que lo encontrè
JOE
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