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domingo, 13 de enero de 2008

J (invertida) M (escurrida)



Sigue un cuento que muestra el carácter excepcional de algunos británicos que se opusieron a las acciones coloniales contra China. Los misterios de la conciencia conducen hacia la locura o, por lo contrario, rescatan la razón bajo las situaciones más difíciles.


Por Carlos Valdés Martín



Las revelaciones del doctor que atendió a Sir Ernest... 

A su doctor le sorprendía siempre la mirada inocente y el gesto de cuidado que ponía Ernest Fillington durante su reclusión. No era que le agradara especialmente esta persona o que reverenciara a los aristócratas, sino que descubría un fondo de valor y honradez constante. La mayoría de los afectados, resultaban de traumas infantiles y de una familia desintegrada, este no era el caso. Bajo un aspecto turbio descubría una entereza que le enternecía. Procuraba observarlo con atención y a distancia prudente. En la mirada perdida de Ernest, su doctor leía atentamente un pasado intenso, que se adivinaba por chispazos. Dejaba órdenes precisas para protegerlo del entorno, pues le interesaba recuperar esa brillante mentalidad que el paciente tuvo en el pasado, cuando cumplió con una atractiva carrera diplomática.

En un rincón del discreto manicomio londinense, con cabello encanecido hirsuto y la mirada lateral, Sir Ernest Fillington, garrapatea obsesivamente las siglas JM. Con esta escritura personal una pared está llena, y ahora corrige atento una letra, la jota debe quedar exactamente invertida, la rellena bien para resaltar la letra inversa, boca abajo. Después escupe sobre la letra eme, y sonríe cuando observa que el color escurre, como se escurre la negra pintura de párpados cuando una dama suelta una lágrima.
Se le acerca el celador, ligeramente fornido y ardientemente malencarado. Menea la cabeza, eso de permitirle pintar una pared a un lunático no le parece correcto, pero así lo decidió el médico en jefe, pues esa era una forma para mantener al paciente tranquilo. Cuando a Ernest no se le permitía escribir la sigla se malhumoraba, y a veces, tan de malas que entraba en furor, gritaba blasfemias, amenazaba de muerte; en fin, entonces sin su “arte manual privado” era peligroso. En cambio con una pluma o un pincel para trazar el anagrama JM, permanecía tranquilo, y así jamás peleaba, jamás reclamaba.
El celador no estaba de acuerdo con esos tratos considerados, pero respetaba la nobleza aristócrata de Ernest, quien no tuvo alto rango, pero suficiente para que una institución médica inglesa le otorgara privilegios.
Mientas el doctor mira a prudente distancia, el celador se acerca y le ordena despacio y claro: hora de comer. Hablar despacio y claro era otra deferencia, de lo contrario el paciente no entendía. Aunque a veces sí comprendía, respondía a una conversación, incluso aunque no era invitado, soltaba alguna frase irónica, como esa de que “la prueba del pudín está en comerlo, pero la prueba de que estoy muerto está en mi cabeza”.
Así, que Ernest deja su tarea, lanza un último escupitajo sobre la M, observa el escurrido de tinta y murmura en términos que no entendió el celador: “esto es una advertencia, que no se repita”. Con pasos inciertos se dirige al corredor, algo oscuro por falta de iluminación, frío debido a una ventana rota por la que se cuela una ventisca.
En el corredor hay un ligero eco, es el año 1880. Cada paso trae un suave eco, y las resonancias llevan los pensamientos a regiones lejanas. La imaginación de Sir Fillington reconfortada se encamina hacia su juventud, hace veinte años cuando desembarcó en Shangai, el puerto de China. Esos recuerdos quedaron plasmados en su diario privado, rescatados cuidadosamente por su doctor, diario al cual tuvimos acceso privilegiado.

Primera: La moda era enviar a los hijos de la aristocracia, especialmente en sus estratos bajos, a internados donde aprenderían los principios de la cultura y la educación, habilidades matemáticas como trigonometría y geometría, raíces griegas y latinas, algo de lenguas extranjeras, amplios fundamentos de la lengua de Shakespeare, amplias nociones de la ciencia moderna, una visión del globo terráqueo, un firme sentido patriótico, arraigo en la doctrina cristiana, y muchas ideas, nociones y vivencias, no menos trascendentes para la juventud británica. Juventud británica: la promesa esplendorosa de una isla que se proyectaba como cabeza de un imperio mundial, a golpes de modernismo industrial y de audacia militar.
Pero cada individuo percibe el mundo de acuerdo a ciertas predisposiciones particulares y retoma solamente aquello que ahonda raíces en su persona. Sir Ernest Fillington tenía la cabeza llena de mundo al salir de la escuela, pero encontró que el negocio familiar de Comercio de ultramar era un tanto limitado frente a sus bríos de recorrer mundo y explayar ciertas capacidades para los idiomas y la literatura, por eso él se adentra en nuevas rutas, acercándose al medio diplomático. Después de un par de años de formación inicial y de tensiones familiares diversas, toma un puesto diplomático en la lejana China, más por alejarse de ciertas decepciones amorosas que por estimar una verdadera oportunidad de hacer carrera, ya que el puesto era una agregaduría cultural que no encajaba en grandes aspiraciones. Al mismo, tiempo China representaba un compromiso, por ser una plaza lejana donde podía velar por los intereses comerciales de su familia, representados por la Oceanic Comercial and Constructions; empresa que practicaba un floreciente comercio de té y opio en la triangulación entre la India y China, desde los últimos tratados comerciales.

Segunda: Año 1854. Veinticinco años antes del final del diario de Ernest en el floreciente puerto chino, en Shangai. El joven Sir Ernest Fillington recién desempacado como agregado de la embajada de su majestad británica. Sus papeles decían que era un agregado cultural y periodístico, enviado a propalar la cultura occidental entre los orientales y a reportar novedades a la metrópoli del imperio de su majestad británica. Además de la experiencia diplomática y periodística, que sí eran de importancia personal, además en lo económico, su verdadero interés era conocer el negocio del té y el opio, que ya había valido tantos conflictos con las autoridades chinas y una primera guerra ganada por Inglaterra, por medio de la cual los súbditos británicos tenían ciertos derechos comerciales y políticos en China.
Para Ernest el interés económico estaba en la floreciente rama de un negocio importante: la Oceanic Comercial and Constructions, abreviada como OC&C, del cual sus familiares eran los principales accionistas. Esta empresa comerciaba cantidades de té y opio en el triángulo entre la India, China y la Metrópoli. En la empresa existía el convencimiento de que había una conspiración china para entorpecer el floreciente negocio de esa droga, pues el comercio estaba decayendo notablemente. En efecto, la dinastía imperial china jamás vio con buenos ojos el tráfico de opio, variando sus políticas entre la prohibición completa del comercio a permisos aceptados a regañadientes con las potencias europeas, que solicitaban enfáticamente “libertad de comercio”.
Recordemos: en ese periodo no existía la misma opinión sobre el opio que en nuestros días, cuando está prohibido el opio como una droga perversa que destruye mentes y cuerpos sin piedad. En ese entonces una parte de los ingleses estimaba el opio y sus derivados, imaginándolo una sustancia completamente neutral y hasta medicinal. Se conocía del uso alucinógeno cuando se fumaba en pipas, el cual no era bien visto por las autoridades ni por la población de la metrópoli inglesa, pero existía gran aprecio por las cualidades sedantes del opio. El opio era estimado en medicina como la cura de muchas dolencias; decenas de productos derivados o combinados se promovieron con fines medicinales, para dolores diversos, desde los simples dolores de cabeza, hasta casos de intervención quirúrgica severa.
Buena parte de los ingleses sabía que el opio no era una sustancia neutral sino dañina, pero estimaba sus virtudes comerciales. En Asia representaba una oportunidad comercial completamente redonda, porque desde Inglaterra podían aprovechar las posesiones de la India, para obtener cosechas abundantes y baratas de opio, llevarlas a China, y de ahí obtener mercancías baratas y exportables, o bien obtener plata acuñada a cambio del estimulante.


Tercera: Establecido en Shangai, uno de los puertos donde podían desembarcar las poblaciones occidentales con libertad extraterritorial y se comerciaba intensamente, Sir Ernest rápidamente se aclimató. El idioma resultaba difícil, la alimentación local algo extraña, y los chinos desconfiaban de los occidentales, pero él tenía habilidades. Sus estudios y gusto por los idiomas facilitan integración en ese ambiente enrarecido. Como ilustrado británico Sir Fillington es perspicaz y se interna en los entretelones de la sociedad china. Observa las relaciones entre las autoridades locales de la dinastía y sus súbditos, las costumbres ancestrales, las peculiaridades del carácter chino, y poco a poco encuentra los caminos para ganar la confianza aquí y allá. Las relaciones entre la autoridad y la población estaban alborotadas por los ecos cercanos de la revolución Taiping. Esta “revolución”, en cierto modo, semejaba una repetición casi ritual de las enormes mareas de descontento que explotaban cuando terminaba cada reinado de un Emperador Celeste, y sobre todo cuando quedaban dudas sobre la legitimidad de su sucesión. En 1850 había quedado acéfala la dinastía manchú, y el nuevo emperador no entraba por línea directa. Durante tales cambios dinásticos, durante milenios habían surgido revueltas campesinas, algunas de las cuales derribaron dinastías e inauguraron nuevos reinos. En el mismo año de la entronización de nuevo emperador, se sublevó Hong Xuiquan, un dirigente que logró arrastrar una multitud en el sur de China, y en un par de años apareció capturando Nanquín. En cada provincia, aunque lejana al epicentro revolucionario los aldeanos se dividían entre los leales al Emperador y los dispuestos a sumarse a la sublevación, si bien se ignoraba exactamente lo que pretendía Hong, quien se refería a sí mismo como un profeta iluminado de Dios.

Le agradaban los chinos a Sir Ernest por su carácter amable, respetuoso pero tan discreto, casi retraído como las ostras bajo las aguas del muelle. En su infancia le agradaban los misterios, los retos a la imaginación de tal modo que la dificultad para entender a un pueblo era reto mental, que lo alegraba. Le resultaba especialmente extraña la religión de los chinos, que parecía no tener una noción clara de un dios, pero estaba llena de reverencia y respeto ante la naturaleza y el prójimo. En cierto sentido, esa religión le parecía una escolástica abstracta, una mezcla de filosofía con recetas prácticas, pero armada delicadamente como una geometría con movimiento en espiral. Los ideogramas eran demasiado para él, pero aprendió los rudimentos del idioma. Entendía lo básico del habla del pueblo y de los giros lingüísticos de la casta gobernante, los mandarines, pero prefería contar siempre con algún traductor para evitar malentendidos.
Era difícil superar los obstáculos del recelo local ante los extranjeros. Tardó meses en entablar relaciones de alguna confianza con personas de la cuidad. Su gran descubrimiento fue una mujer con cierto conocimiento del inglés, por influencia de unos misioneros establecidos en la ciudad, pero quien además tenía excelentes relaciones en cualquier rincón de la florecientes ciudad de Shangai.

Dos años de ardua labor le permiten a Sir Ernest armar el cuadro mental de las barreras que impiden el florecimiento del negocio del opio y no son las trabas de las autoridades chinas las más importantes. En gran medida son las costumbres religiosas y el liderazgo de algunos monjes, que predican la vida recta, huir de alimentos tabú y de la intoxicación.

Cuarta: En una noche de mayo ocurren dos ataques a centros donde se fuman las pipas de opio, ataques promovidos por una secta de chinos puritanos. Sigilosamente un grupo puritano entró a los locales y rompió el mobiliario, pintando amenazas en las paredes. Sir Fillington sabe que esta secta se integra con un grupo aislado de estudiantes locales.
De antemano él ha indagado, que no existe una única secta, sino una gran cantidad diseminadas en la cuidad, que normalmente las sectas no son adictas al gobierno Chino. Si bien, ninguna de las sectas locales eran verdaderos partidarios del Taiping, algunos tienen simpatías. En particular, los autores del atentado a los fumaderos son miembros de un minúsculo grupo denominado “abanico amarillo”. Los miembros de ese grupo son tradicionalistas, sin ningún interés político, y odian a los Taiping por considerarlos enemigos de la tradición.

Dentro de eventos que para otros ojos podrían ser de poca monta, para el agregado británico existe el fuego de enormes peligros, porque podrían regresar en China las políticas de prohibición. Personalmente no observa que exista una conspiración de grupos internos orquestada en contra el comercio del opio, pero las circunstancias favorecen la bandera anti-opio en las autoridades chinas. Sir Ernest comenta con el embajador Bowling (que más precisamente se debería llamar cónsul, porque su autoridad no abarcaba la representación diplomática, sino solamente de algunos puertos principales) y en el calor de la plática exagera la gravedad de la situación, argumentándole que posiblemente los ataques a los fumaderos de opio son parte de una conspiración mayor, por lo que se deben mover los hilos posibles del poder para contrarrestarla.

Quinta: Sir Fillington se adentra aún más en la vida china. En la ciudad era sencillo acudir a los servicios de cortesanas, y una de ellas le presenta a su sobrina Li, quien le resulta sumamente agradable. En principio solamente la asume como una intérprete eficiente y notoriamente culta, además le consigue informes diversos en cualquier medio social. Él recaba informes y establece una estrecha relación con Li, pero no le revela a la china el fondo de sus intereses en el comercio del opio.

Sexta: El embajador le comenta a Ernest que la situación se ha puesto al rojo vivo, pues las autoridades chinas están dispuestas a detener el contrabando de los occidentales a cualquier precio. El Emperador chino teme la fuerza de los occidentales, pero estima que la influencia extranjera es la fuente de las agitaciones, cree tener evidencias de que la rebelión Taiping ha sido fomentada por la influencia occidental.

Séptima: Sir Fillington le pide a Li que lo acompañe a una misión especial a Hong Kong. Ella y Sir Ernest llegan a Hong Kong en un velero tras una travesía sin incidentes. En la colonia inglesa el Embajador Bow recibe a su visitante. Le explica que las disputas con el Gobernador chino de Cantón son constantes, y que los chinos están entorpeciendo el comercio, que nada ha progresado en dos años, pero que pronto llegará una escuadra de guerra y piensa aprovecharse de la situación para presionar al máximo a los gobernantes locales chinos. Ya ha escrito al ministerio del exterior explicando la delicada situación y la importancia de la máxima presión.
Desde hacía años que el gobernador local de Cantón, el estratégico puerto del sur de China ubicado casi frente a Hong Kong, no permitía la entrada de extranjeros a la ciudad china, pero existían bodegas propiedad de extranjeros que comerciaban desde los barcos, que atracaban en el puerto y sobre la delgada franja del muelle. Para adentrarse en la cuidad solamente se podía entrar en misión diplomática o con salvoconducto especial.

El embajador Bow de Hong Kong comenta con fingida agitación que las autoridades chinas han abordado una embarcación y detenido a doce marineros, acusándolos de contrabando de opio. Le indica a Sir Fillington que debe aguzar su ingenio para magnificar la situación y convencer a la Metrópoli de uso de la fuerza. Sir Fillington no duda en hacer lo que se le ha solicitado, pero siente un ligero temblor interior al pensar sobre las consecuencias de sus actos. Detiene el hilo de sus ideas prefiere no pensar.

Octava: Al día siguiente, llega una misión china a Hong Kong con un “cargamento” de prisioneros chinos del Arrow, que serían devueltos a la autoridad inglesa. El embajador rechaza a diez prisioneros devueltos y una carta del Gobernador chino. La carta es rechazada sin abrirse. Les grita a los representantes chinos que no aceptará menos que una “satisfacción completa del honor inglés” y que esté bien sabido que los chinos merecen un escarmiento por la ofensa sufrida.

Novena: Esa misma noche Sir Ernest escribe: “Las autoridades chinas han ultrajado a la bandera británica, capturando una embarcación y deteniendo a su tripulación completa. El Embajador inglés indignado exige una satisfacción al Gobernador chino, por el ultraje a la bandera y una indemnización por los daños causados.”

Décima: El Embajador le indica a Sir Fillington que tiene un permiso especial para acudir a negociar con el gobernador chino, que esa la única oportunidad antes de iniciar las hostilidades. Lo único que puede aceptar como respuesta es la aceptación incondicional de un pliego de cinco exigencias: disculpas públicas, permiso para que los ingleses entren libremente a Cantón, establecimiento de ruta de navegación comercial en los ríos principales YangTsé y Huang Ho, castigo público a los oficiales chinos que subieron a bordo del barco, una indemnización equivalente a 100,000 libras y entrega de los cañones de “destrucción masiva” de los fuertes del puerto.

Sir Ernest desembarca en Cantón acompañado por Li con un salvoconducto. Es recibido por el gobernador local, quien lee la carta con calma. Dice: “Me doy cuenta de que ahora el embajador Bow, quiere guerra, porque pide asuntos que escapan de mi autoridad. Yo no puedo autorizar la entrada de las embarcaciones a las provincias interiores. Eso es asunto del Emperador. Pero dígale que aceptaré completamente lo que se relaciona con la provincia de Cantón, que incluso vaciaré el tesoro provincial. No quiero la guerra, mi gente sufrió demasiado hace veinte años con la anterior guerra.” Tomó un respiro, llamó a sus auxiliares, susurró algo y prosiguió: “Mañana en la mañana al mediodía tendrá mi carta de respuesta oficial aceptando todo lo que concierne a Cantón, y las peticiones de navegación las remito al Emperador, indicando lo delicado de la situación, recomendando que acepte sus peticiones.”

Décima Primera: En la noche se quedan Sir Fillington y Li en el hotelete cerca de la plaza del mercado, junto al puerto. A la mañana siguiente la plaza está llena de transeúntes y comerciantes, pletórica de pregones comerciales. La habitación tiene la ventana hacia la calle, a lo lejos está el mar, con barcos ingleses de guerra que se acercan lentamente.

La pareja platica sobre las peticiones inglesas y la amenaza de guerra. Ella opina que es un abuso muy poco disfrazado, pedir facilidades comerciales e indemnizaciones con la amenaza de una guerra. Él justifica la expansión, como necesidad del dinamismo inglés, su ímpetu interior obliga a la expansión y esta trae roces con los pueblos del mundo. Pero no existe una mala intensión.
Después de discutir se reconcilian, ella le dice que es él es muy bueno y que quiere tener un hijo de él, pero que no se preocupe ella lo puede cuidar sola, que él puede regresar a su país cuando deba hacerlo. Él le explica lo complicado que es un matrimonio entre razas distintas, las dificultades de adaptación que puede tener un niño entre pueblos tan diferentes.

Atardece, y los barcos se aproximan al muelle cercano a la plaza. Las cañoneras británicas abren fuego sobre la ciudad, dirigiendo lo más nutrido hacia la multitud de compradores. Antes de que puedan correr a improvisados refugios caen cientos de personas. Las naves bombardean la plaza y el mercado como si fueran un ejército enemigo, sin declaración de guerra. “Y sin previo aviso” piensa Sir Ernest “ni a mí me avisó el cónsul, yo podría haber sido un muerto fresco desde el primer disparo”. En minutos la multitud de la plaza ha desaparecido, pero quedan cuerpos esparcidos por cualquier lado. Se siguen escuchando gritos y quejidos, muchos quejidos. Después de quince minutos de fuego intenso los buques se alejan hacia la izquierda del puerto, a la proximidad del cuartel militar norte, con intenciones de continuar el bombardeo.

Al salir del hotelete Sir Ernest y Li miran entristecidos los heridos y cadáveres. Él comenta, lo que ya pensaba, que no podía concebir que se atacara la ciudad mientras él estuviera como enviado a las negociaciones. Ella comenta lo increíble de que los ingleses atacaran la población pacífica de la cuidad sin que existiera una guerra declarada. Pregunta si esa es costumbre cristiana, y Sir Ernest no contesta nada, escucha las palabras irónicas pero no tiene fuerzas para contestar, está consternado y se acerca a un anciana que perdió una mano. La vieja lloraba hace unos momentos pero ha dejado de llorar, cabecea como si se fuera a dormir, pero no va a dormir, es la agonía que se acerca.


Décima segunda: De regreso Sir Fillington en Hong Kong, el embajador le dice a Ernest, que debe esmerarse con su mejor prosa porque volaron versiones hasta Londres de que ellos, los funcionarios británicos, habían ordenado una carnicería de civiles indefensos, y si no se desvirtuaban esas versiones se terminaba la carrera diplomática de ambos.

Esa noche en la soledad de un escritorio Ernest escribe: primero lo que ha visto “con mis ojos, vi a los barcos del gobierno de su majestad británica asesinar a sangre fría a mujeres ancianas y a niños desarmados”. Después lo tira y escribe: “una banda de sectarios Taiping en sorpresivo ataque a Cantón quemó el mercado, cortando cabezas como repollos, salpicando de sangre las calles de la ciudad, hasta que llegaron los soldados a someter a esa banda de asesinos y a restablecer la paz”.
Un calambre en el estómago lo detenía. Después escribía en otra hoja: “conté más de ciento sesenta muertos y otros tantos agonizantes, cercanos a la muerte, caía la tarde la sangre se acumulaba y engrosaba el arrollo lateral”. Tiraba la hoja. Y reiniciaba. Al amanecer tenía terminado el escrito que satisfacería al embajador y dos cestos llenos de papeles rotos.

Décima tercera: El embajador lo felicita, y le indica, pero necesito que envíe otros tres escritos, que en este caso son urgentes, porque el “Manchester Post” sacó información que no nos favorece para nada. Sir Fillington le comenta de su cansancio, pero el embajador se exalta diciéndole: “Esto es una emergencia necesito de su talento”.

Décima cuarta: Llega la madrugada y Sir Ernest solamente ha terminado un artículo. En el escritorio empieza a soñar, luego gotea sangre de su nariz, entonces semi-despierta y cae en somnolencia, imaginando que la gota de sangre nasal, es un río de sangre formado de minúsculos hilillos, que manan de seres del tamaño de un pelo habitando en la caverna de la nariz, porque un huracán de rocas ha golpeado a los seres-pelo-nasal (delgados, temblorosos y quebradizos) que cae heridos y muertos, en una masa agónica, que se lamenta, clama hacia lo alto sin entender el motivo por el cual esa tormenta los está aniquilando. Casi al amanecer queda, finalmente, dormido, pero el ruido de la calle lo despierta a los pocos minutos.

Décima quinta: Al atardecer está demasiado cansado y nervioso, una sesión en el fumadero de opio de Hong Kong seguramente le ayudará a dormir. En el salón se acomoda y empieza a fumar. Al lado suyo, dos ancianos comentan la muerte de sus nietos. Ellos hablan fuerte y despacio, los entiende claramente, solamente entiende a los locales cuando conversan muy despacio. Ellos son lentos para pronunciar y se repiten. Han muerto dos nietos bajo los obuses de los barcos, sí hace un par de días, masacrados en el mercado; luego se llevaron los cuerpos en carretillas y no han podido ver los cadáveres, ya que son viejos para acercarse a Cantón. Ellos especulan sobre una fosa común para sus nietos que no descansarían en paz, creen que un espíritu no descansa si está amontonado, cree que deben llevarlos al panteón familiar.
Durante la plática las imágenes mentales se desdibujan hasta que el sueño lo va venciendo. Duerme inquieto, imagina cadáveres y gritos, pero no despierta, hasta que llega un sueño en el que Li está comprando melocotones anaranjados, intensamente anaranjados, como farolas, el vendedor presume de sus melocotones fluorescentes únicos en un mercado, cuando los barcos disparan desde lejos, y una granada del barco estalla fluorescente, segando la vida de ella. Una parte de su cabeza le indica que está soñando y se regaña para despertar, mas no puede. Se abre un laberinto subterráneo por el cual escapa, tocando paredes terrosas y oscuras, porque también lo persiguen soldados para matarlo; las cavernas rebotan gritos de ayuda, que semejan a su propia voz.

Cuando Ernest despierta en el fumadero ya es de noche. Está intranquilo, le parece que ha pasado mucho tiempo y sigue preocupado por Li. Recorre las callejuelas de la cuidad montado en el palanquín que jalan los coolíes, acudiendo a los lugares habituales y no la encuentra por ningún lado.

Décima sexta: El embajador cita a Fillington en su despacho y le dice que ahora se deben difundir amplios informes distorsionados a la prensa con los desmanes graves de los chinos, que han provocado a la flota inglesa, matan a sus propios civiles, y ahora incendian los barrios del puerto. Esa es la idea general para presentar escritos más fantasiosos que los anteriores. El cónsul no escribe con estilo literario, sino que la división del trabajo es precisa. Sir Ernest, olvidando su anterior colaboración, le objeta al embajador que estarían mintiendo descaradamente, que nada hay de provocaciones de los chinos, sino una alevosa carnicería de una ciudad civil sorprendida y mal armada. El embajador molesto solamente le alarga una frase cortante para el caso: “En la guerra todo se vale y ya iniciamos la guerra”.

Décima séptima: Al amanecer Sir Ernest solamente ha escrito en un papel “Justificando Masacres”. Con tanto cansancio acumulado Ernest durmió y había estado soñando en que China era un país de cabeza, que estar al otro lado del mundo los ponía de cabeza, pero que al girar el mundo, también Londres estaba de cabeza. En China al invertirse la sangre les subía a al cerebro hasta que empezaban a gotear hemoglobina por la nariz y las orejas. Las personas se convertían completas en gotas de sangre invertida. Esa semi transparencia de la piel convirtiéndose en rojiza a él le daba tanto asco.
Cuando lo despertó un asistente, Sir Fillington no lo entendió, lo escuchaba tan extraño como si le hablara en otro idioma, un argot incomprensible de montañeses. También esa cara de se le hizo extraña y un asco insoportable lo invadía. Los sonidos y las figuras estaban inundados por una tonalidad rojiza, como de sobrantes de una carnicería en el ocaso. Ya no soportaba la saliva en su boca, contaminada por una sensación de hiel y solamente cuando escupió en la cara de su asistente alivió ese asco. Pero el alivio fue momentáneo, quien se acercaba le parecía más extraño. Empezó a gritar y a escandalizar, pues cada persona le parecía más extravagante y asquerosa que la anterior.

Décima octava: Cuando le comentan el deplorable estado mental de Sir Ernest, el Embajador comenta: “es una lástima, Ernest era un hombre tan bien dotado, hábil con la pluma y perspicaz para conocer a las sabandijas chinas, --y como si estuviera nostálgico siguió-- es una lástima, esta victoria de la armada británica, en gran parte es obra, suya ... creo que se habría sentido tan orgulloso de la buena marcha de la diplomacia y los negocios... bueno dejemos los lamentos a un lado, como sea debemos enviarlo con su familia a Inglaterra, porque una embajada no es un manicomio”.

Décima novena: Año 1880. En una colina a las afueras de Shangai, se encuentra una pareja singular en un día de campo, fastidiados de los ajetreos del puerto comercial. Ella, la china Li, a pesar de su edad no indica ninguna cana entre su cabellera negra y lacia. Ella lee la última hoja de un manuscrito de ficción autobiográfico intitulado “JM”. Él es Sir Ernest, estrenando una casaca que recibió hace una semana directamente desde Londres. Se acerca Sir Ernest, quien luce alegre y tranquilo, con veinte años más pero sin achaque ninguno. Ella le dice: “Ahora entiendo porqué abandonaste la embajada y te enemistaste tanto con tus compatriotas, casi no tratas con nadie de tu gente; dejaste de escribir para periódicos y cambiaste el negocio familiar por el comercio de la exportación de porcelanas. Me alegran tantos cambios. Porque triste el destino de quien se arrastra justificando lo injustificable”. El responde: “gracias al recuerdo de que estabas tú, en algún lugar desconocido, pero firme como las rocas del Gibraltar,… Mi existencia hubiera sido un desastre; el ataque de nervios que sufrí en la embajada fue real, no te lo había contado. Antes de que me embarcaran volví en mí y no acepté salir a Londres. El Dr. Somerseth, ese buen hombre, me recetó unos calmantes, que transitoriamente me aliviaron. Pero el alivio completo lo obtuve cuando envié un escrito detallado y documentado a mi corresponsal periodístico y hasta a miembros del Parlamento. Entonces sí que el Embajador gritó por todos lados que yo estaba loco, pero lo amenacé con mandar pruebas de negocios que él mantenía con varios contrabandistas locales, y se calló para siempre, jamás volvió a comentar nada sobre mi persona. Al menos aquí, porque desde hace trece años lo trasladaron a la India. Creo que escapé de las penas de esos días a tiempo, y las pude enterrar, antes de que las penas me enterraran a mí. Pero, por desgracia siguieron dos años de guerra, las mentiras y las ambiciones desatadas no se calmaron hasta que mis paisanos tuvieron una tajada económica de privilegios de este país. Al menos, no esclavizaron a tu gente, quizá esas eran las intenciones del embajador...” La mirada de él se pone ligeramente vidriosa, el tono de voz ligeramente ronco, entonces ella, lo distrae preguntándole, con risa de niña: “¿Es verdad que existen monos enormes en Gibraltar, que aúllan al atardecer? ¿Me estabas jugando bromas, porque cuando me dijiste...”

Dos epílogos verdaderos:
Anotaciones históricas:
Los hechos no corresponden a un personaje histórico, pero sí reflejan los eventos reales de las relaciones entre Europa y China del siglo XIX durante las llamadas “guerras del opio”. Más que solamente justificar masacres, los europeos colonialistas fueron protagonistas de eventos vergonzosamente violentos como el bombardeo de la ciudad de Cantón en base al ridículo pretexto de que autoridades cantonesas capturaron a contrabandistas chinos en la barcaza denominada “Arrow”, la cual ostentaba falsamente una bandera inglesa para encubrir sus operaciones ilegales. Lo que nos muestra la experiencia histórica es una dualidad dentro de la conciencia europea. De un lado, en el siglo XIX predomina claramente la vertiente colonialista sostenida por las enormes ventajas económicas y militares que tenían frente al conjunto de los demás pueblos, sometidos a diversas modalidades de colonialismo. Algunas regiones, como China, resultaban todavía refractarias a la conquista directa, representando una presa difícil para la cacería colonial. Pero casi cualquier rincón del globo resultaba débil ante los fusiles y cañones de las nacientes potencias capitalistas europeas. Ante sus ventajas una parte de los europeos se engolosinó en la empresa colonial y estuvo dispuesta a sacrificar cualquier consideración cultural, ética, religiosa o hasta de conveniencia práctica para favorecer sus empresas coloniales. Ellos eran los típicos colonialistas, agentes duros de la empresa colonial. Algunos de estos típicos colonialistas, resultaban todavía peores y enmascaraban la vileza de sus objetivos bajo justificaciones religiosas y morales, entre las que destacaba la promoción de la fe cristiana. Sin embargo, en pleno auge de la empresa colonial una parte importante de los europeos escapaban o resistían la empresa conquistadora por diversos motivos. Aunque ellos fueron marginados y marginales en el siglo XIX, significaron un freno para los desmanes de sus compatriotas. El maltrato a los pueblos colonizados fue combatido por una minoría moralista, que ocasionalmente logró convencer e involucrar a las naciones europeas refrenando los abusos; una minoría importante que unas veces mostró fuerza y otras debilidad, astucia e ingenuidad, decisión y ambigüedad. Pero en su pureza estos dos bandos cristalizaban los extremos. De un lado, los agentes del colonialismo y su hambre por territorios y riquezas fáciles, y del otro, quienes sabotearon conscientemente la empresa colonial. En el arco de la existencia humana están quienes vacilaban, pero de forma aún más interesante quienes variaron su posición ante la experiencia, porque la vida podía mostrar los filones secretos y los enormes panoramas velados por la distancia, lo que jamás imaginaban los habitantes de las metrópolis quienes vivían a enormes distancias de la realidad colonial.

Esta minoría no-colonialista sembró la sensibilidad europea en el largo plazo, ganando una sensibilidad que sacó a la humanidad de mitad de siglo XX de un dilema ominoso, cuando las colonias estaban maduras para una rebelión anticolonial y las potencias occidentales habían extendido una mancha de poder en el globo entero, pero quedaban debilitadas para mantener ese régimen colonial, esencialmente despótico y discriminatorio. Esa labor que socavó las convicciones imperiales en Inglaterra, Francia, Portugal, España, etc., y permitió una retirada “honorable” de gigantescos territorios, si bien las enormes luchas de los pueblos coloniales hacía inminente una extensión de estallidos de rebeliones. Algunos pueblos, como Argelia y Vietnam, solamente se soltaron del yugo imperial a sangre y fuego; pero no fue necesario un baño de sangre en cada rincón del planeta, pues muchos pueblos encontraron el camino abierto después de las refriegas de los demás. La prevención de ese baño de sangre fue la obra de los nativos visionarios de las colonias, pero también de europeos quienes en pleno auge colonial del siglo XIX no aceptaron la condición de opresores como su propio destino, convirtiéndose en los sembradores de la sensibilidad y la ética presente.

Anotaciones lingüísticas: La letra jota tiene importancia metafísica por ser la inicial de Jesús, por lo mismo su inversión debe ser interpretada como el signo de la inversión de los valores. Sin embargo, en la evolución de los lenguajes ciertas palabras pasan de la letra i a la jota, de tal manera que una vocal se convierte en una consonante. El término de justificación es un derivado del concepto de la justicia, que es de cuño antiquísimo. El latín para justicia es “iustitia”. Esta forma deriva hacia la letra jota en español, francés, portugués e inglés, y hacia la letra ge en italiano. El tema mismo de la justicia es la valoración del ser humano, y el tema de la justificación es la conversión de la justicia en una dinámica. Mientras la justicia, que como diosa romana ofrece su imagen en la mujer con la balanza en la mano, la justificación es una dinámica, por eso no posee un signo fijo. La justificación se supondría que es poner en operación la justicia para la valoración del mundo, por lo que su inversión es una ausencia de justicia. Pero la inversión de la justificación va más allá, por eso el vacío completo de justificación también es el vacío de significado.

Si bien la letra eme es una consonante que se pronuncia con la boca cerrada, por lo que su contenido es una invitación al silencio, también es utilizada para los extremos de la vida. Esta letra indica la muerte y la madre, lo extremos del caso de la vida, su origen y su final. La masacre refiere al superlativo de la muerte. Aunque en algunos idiomas se considera un galicismo, su raíz parece ser también latina. Resulta interesante, que en inglés se use con la doble ese, como indicando su condición de masa, de situación masiva. Pero la muerte intencional contiene el signo de lo lamentable, ya mancha la conciencia, por eso el deseo de su inversión revela la mancha sobre la mancha. Invertir la m de la masacre: una pequeña defensa sobre la gran ofensa de la muerte, tal es la intención de lavar con líquidos corporales una pena.

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