martes, 13 de abril de 2010
EL ECO SUBLIME DEL RETRATO
Por Carlos Valdés Martín
Con paso suave y los brazos levantados duraba horas resoplando una oración. A pesar del esfuerzo de brazos y el calor inclemente, destellaba un brillo simpático desde sus pupilas, un brillo como chispas, que observadas con atención resultan gentiles. Con trazos intermitentes de su voz ronca vociferaba como pregonero y así lo llamaron en definitiva. Pregonero, en efecto, esa labor ahora casi desaparecida, de quien repite incansable una frase para atrapar al oído distraído. Pero las sílabas remachadas cuando transitan distancias empiezan a convertirse en ruido, en traca-traca de máquina desgastada por su rutina neumática. En la plaza de Cuitzeo de Abasolo, región de Guanajuato, ya casi no lo escuchaban, se habituaron con los meses. Correspondía al viajero notar esas palabras, sospechando un sentido y preguntar señalándolo: “¿Qué pretende ese?”
Al forastero los vecinos con cortesía lo previnieron para no confundir al vocero con un mendigo vulgar, pues sufriría un disgusto. El propósito del Pregonero era implorar monedas, pero no como limosna sino con el orgullo de una causa, para él, sagrada. La cantidad entregada (debía quedar claro) correspondía a la merced de ese retrato que mostraba orgulloso y protegido, como el guerrero blande su escudo ante el invasor. Si el viajero descuidado osaba insinuar ese donativo como una caridad, entonces aparecería una cólera verbal pero sin amenazar con los puños. El Pregonero saltaba de la monotonía al exabrupto, aunque emitía la misma voz cascada, la convertía en gritos de indignación; detractaba a quien lo igualara con un pordiosero. Y su argumento lapidario se sintetizaba en: nadie respeta al auténtico Padre de la Patria, ninguna mirada lo distingue.
“Es indigno que espíritus maliciosos no reconozcan al Padre de la Patria, ‘ofrendador’ de sangre por su gente… Pueblo desagradecido, gente ingrata, que sume en miseria a su Libertador… Aunque me vean pobre soy digno y merezco humanidad…No quiero limosna, no acepté soborno de Maximiliano, el gran traidor, quien sirve al Francés… Despierte pueblo, levántese de tanta humillación… Distinga con sus propios ojos… No me ofenda, señor…” En su discurso fluía una mezcla de orgullo herido y la imagen del prócer, mientras ingenuamente reclamaba por el supuesto pariente, hasta calmarse con el pulmón vacío y su molestia aplacada.
Fuera de tales arrebatos verbales se conservaba tranquilo, incapaz de inquietar a los vecinos. Además se mantenía alejado, una bendita distancia pues la proximidad del Pregonero martirizaba al olfato: despedía tufos rancios, con mezcla de mugre y un vaho de pantano manando de la garganta. En su irritación saltaba la sana distancia y además inyectaba miradas de reclamo durante el parloteo.
Siendo un “pelado”, gente de clase humilde, desprendía briznas de educación, no profería groserías ni vulgaridades. De sus labios franqueaban pocas palabras atolondradas como esa de ‘ofrendador’.
Para su fortuna, el Pregonero no causó una repulsión general, incluso se notaba un discreto aire de admiración entre los comerciantes ambulantes y las ancianas limosneras (ellas sentadas junto al atrio de la iglesia, amparando la mendicidad con santidad). Varios minoristas escondían la simpatía hacia una temeridad: él durante sus breves enconos, en plena intervención militar francesa, se atrevía a vociferar contra los invasores. Esos excesos patrióticos, por fortuna, no contrariaban al Jefe político de Guanajuato, quien abrigaba esperanzas de un cambio próximo de régimen. Además, el Pregonero era un apolítico imaginándose como semi-aristócrata, pues presumía descender en línea colateral del mismo Miguel Hidalgo y Costilla. Ningún apellido compartía con el prócer, pero probaba su familiaridad mediante ese retrato, y lo alzaba como escudo permanente. Quizá ese gesto al elevarlo contenía una chispa de razón: protegerse con una imagen y bandera.
Las ideas del Pregonero flotaban en un mundo privado. Después de cuarenta años regresó a la población y parecía un viejo. Cuando volvió ya traía ese retrato consigo. Los vecinos sentían curiosidad por descubrir con exactitud el motivo de su extravío mental. Él esporádicamente dijo que vagó perdido entre un desierto enorme, donde los apaches lo capturaron y ahí quizá el Sol o el peyote calcinó su cerebro. Un arriero lo aceptó como a un pariente alejado, aunque posiblemente lo dijo por caridad y le dio alojamiento humilde dentro de un establo abandonado, al margen oriental de los caseríos.
El Pregonero rechazó favores adicionales del arriero (supuesto sobrino), tampoco quiso trabajos ni regalos, únicamente solicitaba el dinero para construir luego una capilla adornada con un altar patriótico, donde colocar al retrato. Su esfuerzo por recolectar no avanzó raudo, los lugareños se fastidiaron del Pregonero y las monedas eran escasas. Cuando él se acercaba huían por el olor y también por evitar una discusión desagradable. Si no demostraban aceptar que el dinero regalado serviría para esa futura capilla, entonces seguía una reprimenda: “El Padre de la Patria merece más que unas monedas, yo no acepto limosnas… Los días del agradecimiento volverán luminosos, cuando en cada plaza levanten monumentos a Hidalgo, que lo plasmen fielmente…” Entonces no existían estatuas públicas en Cuitzeo ni en las ciudades vecinas y el Pregonero no pretendía ser profeta.
De ánimo solitario, fuera de sus pregones evitaba pláticas y tratos con los habitantes. De los vendedores obtenía un magro regalo de tacos y agua. Al sonar la campanada del mediodía unas viandas en donación silenciosa, junto a la sombra de una columna,. Colocaba con suavidad su trofeo, recargándolo en la columna y permanecía de pié mientras almorzaba. A pesar de sus desvaríos intuía lo desagradable de comer en su proximidad y se mantenía en esa esquina apartada.
Los ciudadanos acomodados toleraban con dificultad al Pregonero. Dos mantenían un motivo concreto de enojo. A Salustio Ávila, mayorista de alimentos y dueño de un olfato sensible, incluso escucharlo a la distancia le disparaba un resorte. Y el mecanismo no se detenía hasta asesinar su apetito. A Vicencio Gómez, cura titular de esa localidad, le parecía un orate injertado con azufre de herejía, ya que durante sus exabruptos también clamaba por más expropiaciones liberales contra los bienes eclesiásticos. Por eso lo alejó de las misas y ordenó al capellán le impidiera ingresar a la iglesia. Ningún otro escondía un motivo significativo de queja, simplemente, era el personaje del pregón monótono y la hediondez, un inútil que “roba el aire y afea” esa plaza de Guanajuato.
Al amanecer empezaba el pregón: “El Padre de la Patria merece respeto… darle una digna capilla… el amado liberador de la Patria… una moneda”. Mientras pregonaba, blandía suave el marco con el óleo ya maltratado y en cada ocasión subía la voz durante la palabra “padre” para anotar un énfasis emotivo. Al mediodía detenía el pregón, descansando un rato al alimentarse. Continuaba hasta que el reloj de la plaza marcaba las tres en punto, momento elegido para descansar de su labor. Solitario, con garganta y brazos agotados, se retiraba hacia el corral vacío, donde divisaba el horizonte y cuando oscurecía soñaba tranquilo. Ahí permanecía casi como recluido y nunca lo miraron pasear, ni acudir a entretenimientos como la feria estacional. A las misas dominicales sí le hubiera gustado asistir, pero tenía prohibida esa visita. A veces, demoraba en retirarse de la plaza principal y, como para agradecer una cortesía recibida platicaba sin mucha coherencia con algún lugareño, manteniendo la distancia física para respetar a su interlocutor.
Tras pocos años su voz se volvió más ronca y como desvanecida hasta a corta distancia. Su expresión cascada era indicativa de una laringe desgastada, un dispositivo sonoro escaso de vigor a fuerza de tanto emplearlo.
A nadie reveló el origen o autor de esa obra. Quien le preguntó siguió confundido, pues platicaba vagas anécdotas de indígenas desérticos y soles calcinantes, sin concretar una respuesta definida.
Por el daño de la intemperie sobre el retrato, un comerciante comedido le sugirió que lo cubriera. Tras la sugerencia aceptada encapuchó el cuadro con telas y lo ocultaba parcialmente. Luego, como la imagen pareció seguir deteriorándose, el Pregonero prefirió taparla por completo al temer un daño grave. Pero en ocasiones, para agradecer una contribución más generosa de lo usual, él insistía en destapar la imagen por unos segundos.
La pintura de óleo oscuro mostraba a un adulto mestizo, visto desde los tres cuartos de perfil, dotado de mirada aguda y nariz aguileña. El pulso del artista desconocido no correspondía al mejor realismo, pero transmitía gracia estética. El personaje se adornaba con vestimenta austera al estilo de los frailes. La elección de tonos oscuros para el cuadro contribuía con un halo de misterio para incrementar las dudas de los vecinos escépticos.
Las personas que vieron el retrato unánimemente coincidieron: un rostro inquietante, una mirada de lince, una nariz exagerada. El rostro no reflejaba la paz que se atribuye a los sacerdotes sino, al contrario, ansiedad nerviosa. La tez morena no correspondía a las ilusiones comunes de una paternidad criolla para la nación. El pelo caía abundante y ligeramente quebrado. Las opiniones sobre la autenticidad del retrato se dividían: la mayoría dudaba de la legitimidad, suponiendo la equivocación de una mente enferma, pero una minoría importante agregaba a favor que, incluso, en una pequeña caligrafía barroca se leía, entre la capa de mugre, “Miguel”, junto con una dedicatoria rubricada.
A partir de una madrugada otoñal Salustio no soportó más al Pregonero. Entre las tinieblas del alba se lo tropezó. Coincidentemente, Salustio avanzaba muy distraído mientras el Pregonero en callado contrasentido al doblar una esquina colisionó de frente, cayéndole encima. Un simple traspié donde nadie salió lastimado, pero por el abrazo involuntario mientras caían, los olores fétidos se impregnaron entre las ropas limpias de Salustio. Éste con la sorpresa y la prisa corrió para enfrascarse con su escrupuloso trabajo y así no logró regresar a su casa hasta tarde para lavarse. La impresión olfativa lo abrumó. Permaneció el desagrado durante el resto del día. En la noche se bañó a conciencia y agregó lociones intentando erradicar esa huella olfativa sin lograrlo. En su lecho se revolvió sin dormir hasta el canto del gallo y a la tercera noche, aún afectado de insomnio, decidió que su disgusto no era soportable hasta para el más cristiano. Antes de actuar mantuvo un último freno y acudió al confesionario para consultar. Alarmado por esa furia a punto de estallar, el párroco firmemente le rogó evitar la violencia. Salustio salió arrastrando los pies y contrariado de la capilla. Sometido en su primer impulso pero inconforme, se alejó. Finalmente, si él no debía tundir a golpes al enemigo, atacaría al retrato, esperando que tal venganza, por un efecto misterioso, después también alejara al indeseable.
Salustio planeó por una semana su ataque. En su monólogo silente se convencía de que el Pregonero era un foco infeccioso potencial, pues quizá terminaría acarreando las temidas brisas de peste sobre la población. Convenía alejarlo, y además Salustio incluyó en su justificación enderezar hasta el honor del Padre de la Patria, quien no merecía un supuesto pariente y defensor tan desagradable. Incluso le pareció que el óleo resultaba una invención calumniosa, pero dudó en cuanto a la pintura misma: Salustio sufría de miopía y desde la distancia le semejaba un cúmulo de manchas oscuras.
Mientras en el día el cuadro era custodiado, durante la noche permanecía ingenuamente colocado junto a la pared de la entrada del corral. A la mitad de la noche, Salustio envió a su empleado, el cargador de más confianza, para arrebatar el cuadro. Ya cometido el hurto, Salustio tuvo curiosidad de verlo y antes de lanzarlo a un pozo abandonado observó con mucho detenimiento los precisos rasgos y la caligrafía de óleo.
El infeliz despertó con su universo alterado, sin el ancla donde lo sostenía un propósito en la vida. El Pregonero gritó su desgracia con la misma voz enronquecida. Desconocía el registro emocional del luto, así parecía turbio y desconcertado.
En la plaza cambió su pregón a un tono más grave y próximo a un gemido sin consuelo: “Ha muerto el Padre de la Patria, otra vez.” Minimizada su oratoria a causa de la congoja, repetía, una y otra vez, su frase. Las manos con mímica sostenían un cuadrángulo de aire. A ratos, sin motivos especiales, se detenía a llorar para luego de unos minutos recobrarse y continuar. La apariencia de Pregonero, en la percepción de los vecinos, pasó a lo patético. Sus corazones cristianos se anegaron con angustia y pena ajena. Por sus negocios Salustio recorría hacia los extremos de la plaza y entonces con cada desplazamiento sentía palpitaciones como de conejo perseguido. En la iglesia los ruegos y exvotos hacían referencia al ánima en pena viviente arrojada a diario en la plaza de Cuitzeo. También Vicencio se consternó.
El cambio lamentable del Pregonero fue pronto el tema de conversación en Cuitzeo de Abasolo. Cargado de sospechas, el cura interrogó directamente a Salustio y el comerciante atormentado con culpas no tardó en enterarlo del robo. Sin acordarse de sus propios rencores el párroco Vicencio amenazó a Salustio con las penas del infierno y le recomendó devolver el cuadro.
Salustio quedó enredado en un predicamento, pues su secuaz arrojó el lienzo dentro de un pozo abandonado y era imposible recuperarlo. Como remedio Salustio ideó modificar con arte otro retrato, por fortuna oculto en un rincón de su desván. Esa otra obra retrataba a un lejano tío suyo. Ese personaje fue un clérigo honesto, quien vivió en otro país y del cual recibió noticias de su fallecimiento. Ignoraba la ruta por la cual ese cuadro terminó en sus manos, creía que transitó desde el tío a una prima, hasta que su madre lo heredó sin pedirlo. La pintura poseía claras virtudes artísticas. Casualmente, los más meritorios rasgos de la mirada profunda y digna, el perfil noble y la posición elegante de la figura, además de coincidir en proporciones también superaban en acabados a los del cuadro robado.
El lienzo, por afortunada casualidad, medía casi igual que el hurtado. Salustio mantenía ocultos sus dones de artista del pincel, suficientes para modificar el cuadro heredado. La miopía le afectaba para la lejanía, en el detalle demostró la precisión de su pulso. Procuró disimular las alteraciones, únicamente le agregó una cabellera gris-blanca y larga coronada por una coronilla calva (signo usual de la profesión monástica), que le recordó al cabello del Pregonero, pero en una versión elegante y pulcra. Sobre el lienzo su tío sonreía con ligereza, como sospechando un destino benevolente, quizá eso inflamaba más unos ojos hipnóticos, como si esas pupilas reflejaran una antorcha recién encendida.
Y Salustio lo terminó, colocando abajo una hábil caligrafía para señalar la familiaridad del óleo modificado. Le parecía dotado de un parecido indudable con el Padre de la Patria (de quien jamás se rescataron retratos auténticos) y en un segundo plano incluso con su enemigo. Surgió una semejanza doble como la convergencia de líneas en ángulo agudo, así, en la línea oscura de la vejez era el Pregonero, y sobreponiéndose dominaba la otra línea ideal, donde emanaba la dignidad de un líder carismático, merecedor del título de libertador. El pintor secreto sonrió satisfecho.
A la medianoche Salustio dejó el retrato modificado entre las pertenencias del Pregonero y éste amaneció feliz, sin distinguir la frontera entre el cuadro perdido y el nuevo. Para él se cumplió un milagro, una versión mejorada de lo mismo cristalizado en un “siempre”, una chispa del eterno retorno. Cargó el nuevo lienzo con renovado orgullo y casi corrió hasta la plaza para anunciar el triunfo del libertador restituido. Su propia humilde existencia retomó el cauce.
En la plaza los habitantes notaron la mejoría del retrato sin ocuparse de la causa verdadera. El comentario alcanzó un veloz consenso y la opinión pública coincidía en que, ahora sí, había aparecido una perfecta representación del prócer.
Y la opinión rápidamente se convirtió en noticia. Los días de mercado desde las rancherías acudían los curiosos. El Pregonero estaba contento, pero regañaba con menos ahínco a los visitantes confundidos.
Poco después visitó Cuitzeo un Pintor de la Academia de San Carlos, artista reconocido en la capital de México, estimado por su calidad de dibujante y aceptado como excelso retratista hasta por el emperador Maximiliano . El Pintor platicó con el Pregonero para ganarse su confianza, mostrando don de gentes. Convencido de la calidad de la obra intentó comprarlo recibiendo una negativa empecinada. Cambió su táctica indagando los orígenes del lienzo, pero de la narración nada obtuvo en claro. Luego, mediante insistencia y buenos modos, al final logró negociar una jornada completa de silencio para realizar sus bosquejos en la plaza pública, así, el óleo permaneció quieto como estandarte. Sus trazos compensarían las molestias del viaje y los ruegos. Casi en trance al delinear los bocetos, el Pintor sonrió satisfecho ante esa mirada inmóvil que le pareció digna de un Rembrandt.
El Pregonero imaginó, momento agraciado, que por esa vía colocaría el cuadro en la capilla de sus sueños. Esa tarde los comerciantes admiraron la destreza del artista. A los ausentes, les bastó el comentario de segunda mano y entonces la opinión pública fue arrolladora: el arte del forastero sí engalanaría la imagen de un prócer, pronosticando un trazado superior al original.
Salustio jamás comentó a nadie sobre la reposición, ni el cura Vicencio quiso averiguar.
El Pregonero murió poco después. Entonces ya su pelo había cambiado a blanco plateado sin faltar ningún mechón, y al lavarse la cabellera asomó hermosa bajo el cristal del féretro. Ese tono mezclaba el descanso de la bruma y la pureza del cisne, entonces los vecinos quedaron convencidos por entero del parentesco con don Miguel Hidalgo.
En la noche del velorio y previniendo mantener su ardid a cubierto, Salustio rescató furtivamente las pertenencias del Pregonero, entonces lanzó dentro del pozo profundo y seco el retrato consagrado de su tío lejano. Un eco mortecino saliendo del hoyo lo hizo pensar en la fragilidad de la memoria en esta tierra. Asomó la cabeza buscando un reflejo inexistente del óleo perdido y santiguándose en completo silencio pidió perdón.
Tras largas veladas de intensa labor, el Pintor convirtió sus rápidos bocetos en un magnífico óleo colorido, una obra sobresaliente. Su talento intensificó las emociones y los matices relativos a un auténtico libertador. En la escena parecían seguir temblando los cañones y humeando la pólvora, los fogonazos de una batalla imaginaria daban todavía más brillo de la tez del libertador. Ganó laureles de triunfo por esa sublime visión del Padre de la Patria, con rasgos ejemplares de liderazgo, garbo, valor, atrevimiento en los ojos, religiosidad, desprendimiento personal, fervor por la nación… Colocó decenas de cualidades cristalizadas en un solo gesto grandioso y, en el ancho territorio nacional, el público sensible aclamó al momento. Elaborado sin el modelo de carne y hueso ni fotografías fieles nos convenció del mejor retrato para recordar al libertador. Y luego vendría una manada de reproducciones, estatuas, estampitas y logotipos como el eco imaginario atrás del rayo.
Desde entonces admiramos un semblante elegante del prócer bajo los reflectores de la eternidad, mientras la oscuridad de un pozo encierra el secreto del Pregonero y Salustio, títeres del destino.
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