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viernes, 2 de abril de 2010

ESGRIMA DE HUMO








Por Carlos Valdés Martín










Después del entrenamiento europeo era imbatible y los rivales cayeron casi sin resistencia.

El timbrazo de salida era una carrera hacia delante, moviendo mi florete deportivo como un rayo. Por instinto defensivo, y reconociendo su debilidad, mis contrincantes retrocedían y zigzagueaban su arma pero inútilmente.

Luego de ganar siete rondas seguidas estaba confiando en terminar ese día invicto. De la lista de rivales ninguno me inquietaba.

La euforia me hacía sudar profusamente bajo la oscura careta. El motivo de esa agitación era el boleto para el campeonato panamericano casi en la bolsa y no el cansancio físico. Alcanzado ese grado de agitación, el uniforme húmedo y molesto se convierte en baño sauna. Completamente cubierto y enfundado bajo la máscara salté hacia el frente para aniquilar rápido a cada competidor.

Era curioso jugar la final contra Eleonora, una atleta muy enérgica y coqueta. En el pasado campeonato regional había flirteado conmigo, pero entonces el entrenador me mantenía bajo una estricta disciplina: nada de arrebatos carnales antes de ganar. Supongo que entonces se sintió despreciada, pero tampoco tenía su número telefónico y mi vuelo partía esa misma noche, así inútilmente imaginé su larga cabellera castaña perfumando una almohada.

Al sonar el arranque me lancé demasiado confiado, adelanté la pierna con una fintada  y estiré el brazo. Mi florete había sido rechazado al lado y desperté de mi soberbia con la chicharra anunciando un punto en contra. Sorprendido por la adversidad, puse atención completa y la velocidad al límite. Mi fuerza superior en el siguiente lance puso a temblar su arma, pero Eleonora retrocedió, y al franquear en línea recta mi espadín sucedió algo muy extraño. El público no se dio cuenta, ni los jueces objetaron. Al consumar mi lance su pecho estaba perfectamente desprotegido, avanzó la punta del arma y al tocar su uniforme la tela retrocedió. Con la velocidad que yo avanzaba y ella retrocedía los espectadores no lo percibieron; mi mano captaba perfectamente el borde las tela hundiéndose, pero sin detenerse ante ninguna dureza. Y sin obstáculo para detenerse no se marca el tanto. Era como si me hundiera en el aire.
Además de sentir claramente que Eleonora se desvanecía ante el impulso de mi arma deportiva, coincidió que entre la malla de su careta salió una brizna de humo. Sí, lo juro, salió una fumarada que se disipó casi tan pronto como apareció.
Cuando me recuperé de la impresión ya había perdido el encuentro.
La derrota no significaba demasiado, al día siguiente venía un repechaje donde yo estaría colocado como primer contendiente y sin enemigos de importancia.

Durante el ritual de despedida hacia los jueces ella no se quitó la careta y casi salió corriendo. ¿Era otra competidora? Hice una rápida memoria y ese día nunca le miré la cara.
Para mayor desconcierto, cuando ella se retiraba volví a sentir esa impresión: un sutil halo de humo saliendo de su careta.
No podía ser mi nueva medicación deportiva la causa de esas impresiones.

Por fortuna la villa de las atletas quedaba próxima. En la noche, ya bañado y recuperado acudí al conjunto de edificios. Por casualidad, el conserje del lugar me dio una referencia equivocada y terminé justo en la azotea del edificio de enfrente. No dio un número el conserje pero obtuve como referencia un departamento con cortinas rojas y un dibujo psicodélico. La luna entre nubes daba suficiente claridad a la noche. Desde la azotea miré el departamento de las cortinas carmesí, y en ese instante se asomó ella. ¿Una coincidencia? La luna perdió su brillo, entonces el perfil la joven esgrimista no fue tan claro; bajo el pincel de la luz plateada su mejilla resplandecía pero desprendía un vaporcito como si humeara. Su nariz se infló con la noche fresca y estuve a punto de gritarle, pero imaginé que despertaría a algún atleta madrugador y me contuve.

Mejor apuré camino al departamento.
En menos de dos minutos estaba parado en la puerta dispuesto a tocar, retocando mentalmente el pretexto para esa visita sin previa cita.

Para mi sorpresa la puerta únicamente estaba emparejada y se abrió ante un mínimo roce.
Entré desconcertado, pisando con suavidad mientras repetía su nombre a modo de pregunta “¿Eleonora, Eleonora, Eleonora?” El ambiente estaba cargado de inciensos y cuatro varitas aromáticas todavía estaban encendidas. El departamento tan pequeño se componía de una habitación, una mini sala y un baño anexo. El sitio permanecía en leve penumbra. Sobre la cama ella había dejado su uniforme de esgrimista, como una sombra fraguada en tela de marfil. Junto al espejo sobre el buró, una vela anaranjada daba un tono romántico al ambiente, y esa luz se mezclaba con una rendija de luna entrando en ángulo descendente. En el vértice conjugado de iluminación lunar y penumbra bailaba el humillo del incienso y me entretuve mirándolo.

Una grabadora tocaba una melodía suave, cantaba Emanuel, un trovador antes de moda: “mi chica de humo”. Primero, supuse una broma, pero el ambiente emanaba romance. Con la mirada seguí distraído las espirales del incienso contrapuesto al rayo de luna.

Mi vista ya estaba acostumbrada a esa media luz así que pronto observé un recado grande arriba de la veladora. El papel anunciaba: “Te esperé un año, ahora tú espérame, regreso en un minuto. Sirve un trago para los dos”

No crean que me precipité en servirme ni emborraché por calmar la ansiedad de la espera. La medicina deportiva es traicionera y con medio trago ya me sentía flotar.

Un cansancio atroz me invadió mientras curioseaba mirando cepillos y ojeando revistas de moda. Imaginé que desde mi regreso de Europa casi soy irresistible, pero también sentí un breve espanto suponiendo que Eleonora en realidad esperaba a su novio y yo era un intruso que estaba completamente confundido.

Me senté en la cama, buscando más distracción y tranquilidad, antes de que regresara ella pensé: “nada más patético que un deportista cansado”.

Cuando ella entró el golpe de aire apagó la vela. La luz fría del pasillo me deslumbró un instante, y ahí entraba esa presencia femenina tan vaporosa y ligera. Perfectamente delineada con una bata de seda oriental, estampada con dragones sonrientes. En la trasparencia de la penumbra, un flujo magnético escapaba desde su cuerpo, y ese halo no lo miraba con los ojos pero lo sentía intensamente.

Y empezó a hablar, a dar explicaciones no pedidas y a acercarse. Cómoda y como si tuviéramos semanas de salir diario me bromeaba y reprendía. A la segunda copa me sentí el Casanova irresistible y me abalancé sin fuerzas para solicitar ya un abrazo, creyendo en un pacto resuelto. Juro que no fui rudo ni descortés, imagino que precipitado pero ya estaba confundido y ella requería más tiempo. Volvió a poner esa música, mientras me recostaba sobre la cama y Eleonora enfrente, sonriendo y platicando en sentido horizontal. Contó a modo de justificación que en su ciudad había empezado una relación, no tan seria, pero se disculpaba y no quería desanimarme. Al menos ella me esperaba, yo era su invitado. Siguió dando explicaciones como en monólogo, y luego incluso a esa reunión la declaró cita formal.

Mientras seguía dando explicaciones que me parecían superfluas, como gran concesión puso mi mano sobre su cadera. Era agradable sentir la mano sobre una almohada carnal tan suave, y recordé del efecto de mi arma avanzando en vano durante el torneo. Quería preguntarle sobre el torneo, pero existía una nueva prioridad y cuestionarla resultaría lo menos apropiado del mundo. Ese argumento casi implicaba acusarla de tramposa o demostrar que soy un pésimo perdedor. No era momento, pensé: “primero lo primero.”

Me envolvía con sus palabras. Yo, incluso torpemente, le insistía que se acercara más, para franquear esa distancia de diez centímetros entre ambos. Luego de varios ruegos aceptaba acercarse un centímetro más.

El ambiente seguía encantador. Los inciensos seguían haciendo danzar al rayo de luna. El sonido de su voz era más próximo a una melodía. Con su mano izquierda daba explicaciones que enamoraban los murmullos de la veladora. Procuraba contener mis ansiedades y disfrutar de la cama convertida en un bote avanzando entre la brisa nocturna. El cansancio de mis párpados se confundía con la penumbra y perdía el sentido completo de sus frases mientras parecían cada vez más seductoras.

En una última aclaración de su monólogo intermitente se acercó para revelarme una palabra íntima directamente al oído. Su labio rozó el lóbulo al pronunciarla. Entonces, vagamente el último centímetro entre nosotros había colapsado y en ese momento una corriente de intenso calor me invadió. Más que un cuerpo creí que abrazaba a una nube flamígera y durante el breve apretón incluso el incienso se condensaba descargado relámpagos azules y anaranjados. Entonces me sentí completamente agraciado, arrastrado entre un torrente de sensaciones y así al instante caí en un ensueño tranquilísimo.

Ahora, mirando desde la distancia, prefiero aceptar que fue un sueño.

Desperté al día siguiente hasta muy tarde. La competencia de repechaje había terminado, por mi inexplicable ausencia había perdido el boleto del campeonato siguiente. En la administración de la villa confirmaron que ese departamento no correspondía a Eleonora, se lo prestó una deportista vecina para esa noche singular.

¿Un engaño para descalificarme? Eleonora tampoco se presentó al campeonato panamericano ¿Una amenaza? Meses después, el edificio donde se habían hospedado los esgrimistas se incendió. ¿El destino siempre vence? Por una lesión manejando automóvil me retiré del deporte al final del año y desistí de averiguar sobre sentimientos melancólicos

Como el cazador frustrado conservé el disco compacto con la canción de esa noche y cuando miro a la luna repito esa melodía: “mi chica de humo…”

1 comentario:

josé javier dijo...

Preciosa historia sobre una dama duende, Carlos, romanticismo de calidad.