Por Carlos Valdés Martín
Después del entrenamiento europeo era imbatible y los rivales cayeron
casi sin resistencia.
El timbrazo de salida era una carrera hacia delante, moviendo mi florete
deportivo como un rayo. Por instinto defensivo, y reconociendo su debilidad,
mis contrincantes retrocedían y zigzagueaban su arma pero inútilmente.
Luego de ganar siete rondas seguidas estaba confiando en terminar ese
día invicto. De la lista de rivales ninguno me inquietaba.
La euforia me hacía sudar profusamente bajo la oscura careta. El motivo de
esa agitación era el boleto para el campeonato panamericano casi en la bolsa y
no el cansancio físico. Alcanzado ese grado de agitación, el uniforme húmedo y
molesto se convierte en baño sauna. Completamente cubierto y enfundado bajo la
máscara salté hacia el frente para aniquilar rápido a cada competidor.
Era curioso jugar la final contra Eleonora, una atleta muy enérgica y
coqueta. En el pasado campeonato regional había flirteado conmigo, pero entonces
el entrenador me mantenía bajo una estricta disciplina: nada de arrebatos
carnales antes de ganar. Supongo que entonces se sintió despreciada, pero
tampoco tenía su número telefónico y mi vuelo partía esa misma noche, así inútilmente
imaginé su larga cabellera castaña perfumando una almohada.
Al sonar el arranque me lancé demasiado confiado, adelanté la pierna con
una fintada y estiré el brazo. Mi
florete había sido rechazado al lado y desperté de mi soberbia con la chicharra
anunciando un punto en contra. Sorprendido por la adversidad, puse atención completa
y la velocidad al límite. Mi fuerza superior en el siguiente lance puso a
temblar su arma, pero Eleonora retrocedió, y al franquear en línea recta mi
espadín sucedió algo muy extraño. El público no se dio cuenta, ni los jueces
objetaron. Al consumar mi lance su pecho estaba perfectamente desprotegido,
avanzó la punta del arma y al tocar su uniforme la tela retrocedió. Con la
velocidad que yo avanzaba y ella retrocedía los espectadores no lo percibieron;
mi mano captaba perfectamente el borde las tela hundiéndose, pero sin detenerse
ante ninguna dureza. Y sin obstáculo para detenerse no se marca el tanto. Era
como si me hundiera en el aire.
Además de sentir claramente que Eleonora se desvanecía ante el impulso
de mi arma deportiva, coincidió que entre la malla de su careta salió una
brizna de humo. Sí, lo juro, salió una fumarada que se disipó casi tan pronto
como apareció.
Cuando me recuperé de la impresión ya había perdido el encuentro.
La derrota no significaba demasiado, al día siguiente venía un repechaje
donde yo estaría colocado como primer contendiente y sin enemigos de
importancia.
Durante el ritual de despedida hacia los jueces ella no se quitó la
careta y casi salió corriendo. ¿Era otra competidora? Hice una rápida memoria y
ese día nunca le miré la cara.
Para mayor desconcierto, cuando ella se retiraba volví a sentir esa
impresión: un sutil halo de humo saliendo de su careta.
No podía ser mi nueva medicación deportiva la causa de esas impresiones.
Por fortuna la villa de las atletas quedaba próxima. En la noche, ya
bañado y recuperado acudí al conjunto de edificios. Por casualidad, el conserje
del lugar me dio una referencia equivocada y terminé justo en la azotea del
edificio de enfrente. No dio un número el conserje pero obtuve como referencia
un departamento con cortinas rojas y un dibujo psicodélico. La luna entre nubes
daba suficiente claridad a la noche. Desde la azotea miré el departamento de
las cortinas carmesí, y en ese instante se asomó ella. ¿Una coincidencia? La
luna perdió su brillo, entonces el perfil la joven esgrimista no fue tan claro;
bajo el pincel de la luz plateada su mejilla resplandecía pero desprendía un
vaporcito como si humeara. Su nariz se infló con la noche fresca y estuve a
punto de gritarle, pero imaginé que despertaría a algún atleta madrugador y me
contuve.
Mejor apuré camino al departamento.
En menos de dos minutos estaba parado en la puerta dispuesto a tocar,
retocando mentalmente el pretexto para esa visita sin previa cita.
Para mi sorpresa la puerta únicamente estaba emparejada y se abrió ante un
mínimo roce.
Entré desconcertado, pisando con suavidad mientras repetía su nombre a
modo de pregunta “¿Eleonora, Eleonora, Eleonora?” El ambiente estaba cargado de
inciensos y cuatro varitas aromáticas todavía estaban encendidas. El
departamento tan pequeño se componía de una habitación, una mini sala y un baño
anexo. El sitio permanecía en leve penumbra. Sobre la cama ella había dejado su
uniforme de esgrimista, como una sombra fraguada en tela de marfil. Junto al
espejo sobre el buró, una vela anaranjada daba un tono romántico al ambiente, y
esa luz se mezclaba con una rendija de luna entrando en ángulo descendente. En
el vértice conjugado de iluminación lunar y penumbra bailaba el humillo del
incienso y me entretuve mirándolo.
Una grabadora tocaba una melodía suave, cantaba Emanuel, un trovador
antes de moda: “mi chica de humo”. Primero, supuse una broma, pero el ambiente
emanaba romance. Con la mirada seguí distraído las espirales del incienso
contrapuesto al rayo de luna.
Mi vista ya estaba acostumbrada a esa media luz así que pronto observé
un recado grande arriba de la veladora. El papel anunciaba: “Te esperé un año,
ahora tú espérame, regreso en un minuto. Sirve un trago para los dos”
No crean que me precipité en servirme ni emborraché por calmar la
ansiedad de la espera. La medicina deportiva es traicionera y con medio trago ya
me sentía flotar.
Un cansancio atroz me invadió mientras curioseaba mirando cepillos y ojeando
revistas de moda. Imaginé que desde mi regreso de Europa casi soy irresistible,
pero también sentí un breve espanto suponiendo que Eleonora en realidad
esperaba a su novio y yo era un intruso que estaba completamente confundido.
Me senté en la cama, buscando más distracción y tranquilidad, antes de
que regresara ella pensé: “nada más patético que un deportista cansado”.
Cuando ella entró el golpe de aire apagó la vela. La luz fría del
pasillo me deslumbró un instante, y ahí entraba esa presencia femenina tan
vaporosa y ligera. Perfectamente delineada con una bata de seda oriental,
estampada con dragones sonrientes. En la trasparencia de la penumbra, un flujo magnético
escapaba desde su cuerpo, y ese halo no lo miraba con los ojos pero lo sentía
intensamente.
Y empezó a hablar, a dar explicaciones no pedidas y a acercarse. Cómoda
y como si tuviéramos semanas de salir diario me bromeaba y reprendía. A la
segunda copa me sentí el Casanova irresistible y me abalancé sin fuerzas para solicitar
ya un abrazo, creyendo en un pacto resuelto. Juro que no fui rudo ni descortés,
imagino que precipitado pero ya estaba confundido y ella requería más tiempo.
Volvió a poner esa música, mientras me recostaba sobre la cama y Eleonora
enfrente, sonriendo y platicando en sentido horizontal. Contó a modo de
justificación que en su ciudad había empezado una relación, no tan seria, pero
se disculpaba y no quería desanimarme. Al menos ella me esperaba, yo era su
invitado. Siguió dando explicaciones como en monólogo, y luego incluso a esa
reunión la declaró cita formal.
Mientras seguía dando explicaciones que me parecían superfluas, como
gran concesión puso mi mano sobre su cadera. Era agradable sentir la mano sobre
una almohada carnal tan suave, y recordé del efecto de mi arma avanzando en
vano durante el torneo. Quería preguntarle sobre el torneo, pero existía una
nueva prioridad y cuestionarla resultaría lo menos apropiado del mundo. Ese argumento
casi implicaba acusarla de tramposa o demostrar que soy un pésimo perdedor. No
era momento, pensé: “primero lo primero.”
Me envolvía con sus palabras. Yo, incluso torpemente, le insistía que se
acercara más, para franquear esa distancia de diez centímetros entre ambos.
Luego de varios ruegos aceptaba acercarse un centímetro más.
El ambiente seguía encantador. Los inciensos seguían haciendo danzar al
rayo de luna. El sonido de su voz era más próximo a una melodía. Con su mano
izquierda daba explicaciones que enamoraban los murmullos de la veladora.
Procuraba contener mis ansiedades y disfrutar de la cama convertida en un bote
avanzando entre la brisa nocturna. El cansancio de mis párpados se confundía
con la penumbra y perdía el sentido completo de sus frases mientras parecían
cada vez más seductoras.
En una última aclaración de su monólogo intermitente se acercó para
revelarme una palabra íntima directamente al oído. Su labio rozó el lóbulo al
pronunciarla. Entonces, vagamente el último centímetro entre nosotros había
colapsado y en ese momento una corriente de intenso calor me invadió. Más que
un cuerpo creí que abrazaba a una nube flamígera y durante el breve apretón
incluso el incienso se condensaba descargado relámpagos azules y anaranjados. Entonces
me sentí completamente agraciado, arrastrado entre un torrente de sensaciones y
así al instante caí en un ensueño tranquilísimo.
Ahora, mirando desde la distancia, prefiero aceptar que fue un sueño.
Desperté al día siguiente hasta muy tarde. La competencia de repechaje
había terminado, por mi inexplicable ausencia había perdido el boleto del
campeonato siguiente. En la administración de la villa confirmaron que ese departamento
no correspondía a Eleonora, se lo prestó una deportista vecina para esa noche
singular.
¿Un engaño para descalificarme? Eleonora tampoco se presentó al campeonato
panamericano ¿Una amenaza? Meses después, el edificio donde se habían hospedado
los esgrimistas se incendió. ¿El destino siempre vence? Por una lesión manejando
automóvil me retiré del deporte al final del año y desistí de averiguar sobre
sentimientos melancólicos
Como el cazador frustrado conservé el disco compacto con la canción de
esa noche y cuando miro a la luna repito esa melodía: “mi chica de humo…”
1 comentario:
Preciosa historia sobre una dama duende, Carlos, romanticismo de calidad.
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