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sábado, 8 de octubre de 2011

LA RODILLA DEL GLADIADOR


Por Carlos Valdés Martín


—Es sorprendente la rapidez con que esa chica del barrio, flaca y casi sin atributos, se convirtió en estrella —dijo otra vecina, que la trató de niña, mientras señalaba hacia la gran camioneta negra que transitaba lentamente.
Tiara volvía al barrio y esa tarde su magnetismo capturaba la atención de quienes descansaban en el parque. Con el avance lento de su camioneta lujosa, provocaba en las mujeres una envidia reverente como aquélla de los rústicos aldeanos ante el carruaje de gala que pasea a la reina cuando visita una comarca; pero los aldeanos quedan envidiando otro mundo que jamás les pertenecerá y están resignados pues advierten que la monarca representa un cielo aristocrático y ellos pertenecen a la ruda tierra. La envidia reverente es tan discreta que parece admiración y algunas hasta bajaban la mirada y contenían la respiración cuando la estrella se acercaba.
Su vehículo avanzó despacio y con los vidrios laterales abajo, mostrando el perfil de Tiara Solórzano, quien fingía estar distraída. Circuló alrededor del parque y luego dobló la esquina para entrar a una propiedad que se había convertido casi en un castillo, desde que una constructora convirtió esa casa ajada en una residencia lujosa. Por encargo, elevaron todavía más los muros, haciendo imposible la observación de sus ventanales desde cualquier azotea contigua; en fin, el sitio se remodeló para protegerse en sintonía con el éxito: altos muros físicos para arropar a la diva glamorosa.

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Esa tarde de ocios, Clara observó el paseo de Tiara con desconfianza pues desde la infancia tuvieron desencuentros, y creía que la Solórzano era capaz de cualquier cosa y eso no lo consideraba audacia sino descaro. Y recordó los años mozos cuando en vacaciones, los chicos de la cuadra jugaban con una pelota y la volaron tras la barda de Maribel Angustias, una vieja amargada y gritona que jamás devolvía lo que traspasara su propiedad. Mientras los varoncitos discutían y se lamentaban por su único balón, la niña Tiara tomó la iniciativa y se encaramó sobre la barda, escalando por una enredadera. Lo sorprendente eran las piernas desnudas y ágiles que levantaron un murmullo discreto. En un minuto Tiara había lanzado de regreso cinco pelotas que dormían tras la pared ajena. Al regresar ella era una especie de heroína y los chicos, antes casi indiferentes empezaron a buscarle con el pretexto de la hazaña. Y Marcelo, el que le gustaba a Clara empezó a hablar demasiado sobre los atributos de la Solórzano.
También entonces crecieron los desencuentros de las chicas contra Tiara y cada una contaba su anécdota, pero con aire ambiguo entre acusación y disculpa. Entre sus recuerdos buscaban una explicación para que Tiara, la chica común de barrio, ahora apareciera en la portada de la mejor revista de modas. Una contaba el día que se robó un sostén en el supermercado, pues en esos días era casi pobre. Otra recordó cuando le rompieron la nariz en un juego de básquet y la atendió el cirujano del hospital público con un resultado mediocre.
La explicación favorita era atribuirle a Tiara un gusto por los señores con fortuna. Sin datos precisos, a coro las amigas del barrio recordaban que un día la descubrieron con un profesor canoso, con un estilo de universidad. No existía consenso sobre quien era el profesor, sin embargo insistían a coro unánime que la vieron sobre un convertible rojo con una pintura impecable y con la capota abierta.

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Los cambios sucedían tan rápido que la adolescente semejaba una serpiente mudando la piel, desnudándose para una primavera diferente. Un día estrenaba ortodoncia para enderezar los dientes frontales; a la semana se quitó las gafas y lucía unos pupilentes verdes; a la otra usaba zapatillas con tacón de aguja; aparecía con mallas negras bajo la falda; a la semana siguiente vestía fino satín negro; cambió la nariz por segunda vez… Todavía no terminaba la escuela preparatoria y Tiara ya parecía una extraña en vez de una adolescente del barrio. Empezaba a mirar de manera distinta, aún les sonreía a los vecinos, pero de pronto evitó los juegos deportivos donde antes siempre participaba.
Debajo de la superficie los cambios debieron empezar antes, porque a los siete años Tiara perdió a su madre en un accidente. Con la tragedia todos esperaban visos de una herida en el alma, pero sólo descubrieron que se le ensombrecieron los párpados con un aire triste. Por lo demás, las adultas la trataban con más deferencia y le preguntaban si extrañaba a su madre; ella respondía con una mueca lateral y pedía dejar ese tema para mejor ocasión, una ocasión que nunca llegaría.

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Osvaldo recordó: “En esa lejana tarde Tiara estaba dispuesta a las confesiones. La calle estaba lluviosa y la nevería casi solitaria, sólo éramos dos adolescentes en una mesa lisa color crema; su padre estaba atrasado pero prometió recogernos. Ella se acercó y, cuidando que el mesero no oyera, bajó la voz para musitar una confesión: —Mi padre es lo único que tengo y estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Entiende “cualquier cosa”, sí, hasta una vileza cualquiera y no es que me lo pida, porque él nunca pide. Está conforme y sólo me admira y quiere me vea bonita, para que no llore cuando abraza el retrato de mamá en la sala. Porque sí llora, no lo digo a la ligera; muy seguido queda sentado en silencio y tiembla, entonces yo lo interrumpo y le digo que tengo planes para esta vida, para ser alguien, que él nunca sufrirá ni tendrá tristeza. Entonces sonríe y se limpia las lágrimas con la mano. Calla y mira la televisión mientras me abraza, y a veces se queda dormido…
Los minutos pasaban y animado por su confianza, esa misma tarde yo le correspondí con otra confesión, le dije que me gustaba mucho, porque ella era distinta a las demás. Sonrió y miró como si ella fuera una mujer grande tratando a un niño, y volvió a hablar bajito cuando dijo: — A mí me interesan los tipos grandes y con futuro.
Luego guiñó el ojo, extendió su diestra y me acarició el pelo como a una mascota, y concluyó: —Osvaldo, no sabes de amores, pero te adopto como amigo, un amigo de verdad.
Recordaba con claridad que ella dijo “adopto”, cuando debería de haber dicho “acepto”, porque los pactos se aceptan; pero, en fin, cumplió su promesa; ahora que sus pies tocan las nubes, sigo siendo el único del vecindario a quien recibe.”

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Desde que la metamorfosis de Tiara culminó, ya pocos chicos se atrevían a abordarla. Si la saludaban de mano, decían titubeantes “hola” y quedaban clavados al piso. Ella sonreía con su fila de perlas y continuaba su andar cadencioso como siguiendo el compás perfecto de una bailarina oriental y tan ligera como si supiera cómo se levita para no tocar el piso.
Las chicas empezaron a sentir un rechazo, casi un calambre abdominal en su presencia y evitaban conversar en las aceras. Después ya no cursaban en la misma escuela, así que no había chismes que compartir y el trato frío fue lo normal, hasta para quienes habían crecido en la misma cuadra.

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Osvaldo platicaba con Marcelo de nuevo, repasando lo sucedido con Tiara. Ambos permanecían como árboles plantados en la acera del barrio, mientras la estrella regresaba como los cometas. Marcelo era el enamorado platónico y secreto que, ya casado y con hijos, seguía imaginando con nostalgia lo que nunca sucedió.
Marcelo levantó el tarro de cerveza y acercó su cara a Osvaldo para decir: —Para mí el cambio ocurrió el día que saltó ella la barda. Por ese tiempo se reunía con nosotros para jugar, era sencilla. La pelota voló y de esa casa nunca regresaban nada, era inútil timbrar. Los chicos le teníamos miedo a la dueña, una amargada de pelo crespo. La barda era grande; más de dos metros y no le importaron la dificultad ni la dueña. Tiara sin preguntar se trepó sobre la enredadera que cubría el muro. Era flaca y despreocupada; pero vestía una falda corta con los muslos desnudos. Clara hizo un gesto como para detenerla pero era tarde. Ya se estaba encaramando Tiara, y no me veía. Desde abajo quedé sorprendido al ver sus piernas. Nunca antes la miré con esa picardía, en eso yo estaba tierno; un chico un poco mayor me codeó y señaló con una risa nerviosa hacia las piernas. Tiara llegó hasta arriba sin mirar atrás y de un rápido giro desapareció del otro lado. Hasta ahí todo sucedía normal, pero algo extraño pasó. Ella lanzó cinco pelotas, no sólo la nuestra, pues había más; eso no es lo raro. De regreso, cuando subió había un fulgor en su mirada. En la cima estaba agitada y un poco sucia en los brazos, porque esa barda era difícil. Y ella regresó diferente, yo no podía quitarle la vista de encima. Hizo una mueca, entre sonrisa y amenaza; desde lo alto movió la mano como si debiéramos aplaudir. Y la aplaudíamos en nuestro interior, pero algo diferente me asombraba y no sabía qué. Mientras Tiara bajaba con esfuerzo una brisa movió su falda, y ahora de grande eso lo recuerdo tan bien y lo comparo con esa escena de Marilyn Monroe cuando el aire del subterráneo le sube la falda. Esto era por completo distinto, a penas empezaba la adolescencia, y en ese instante quedé prendado. Cuando ella bajó me miró como una fiera herida marca sus dominios y quedé atorado. Tú sabes que nunca fui tímido, al crecer supe ganarme a las muchachas más lindas. Lo raro es que Tiara todavía era fea y flaca pero creí verla semejante un ángel bajando de su nube. Cuando se alejó, recuperados del asombro le gritamos “hurra” a la distancia.
Osvaldo se sonrió y disfrutó más el privilegio de considerarse el único amigo de Tiara en el barrio.
—Le mandaré tus saludos a Tiara. Pero ya sabes, le he insistido tanto y con nadie de antes acepta reunirse. Además tu señora se enojaría muchísimo…
—No le digas esto tampoco a Tiara.

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Osvaldo estaba intrigado y apuntó en su memoria el relato de Marcelo para comentarlo en su visita dominical.
A la hora del crepúsculo Tiara lo esperaba en la enorme sala de su mansión, descansando sobre un sofá negro y mirando al vacío como persiguiendo un pensamiento esquivo. Para Osvaldo dentro de esa casa el efecto magnético de la diva quedaba suspendido, como si un aire neutral disipara el embarazo de su lucha contra la atracción femenina. Ahí, para él esa lucha interior por controlar sus emociones resultaba sencilla.
La actriz cambió el semblante cuando su amigo invocó ese recuerdo. De momento no dijo nada, pero después de servirse una bebida doble y encender un cigarro comentó:
—Nunca lo olvidaría. Esa barda era un desafío, y no por la altura sino que entre la enredadera había gusanos babosos. Tenía miedo de los gusanos; en mis pesadillas se convertían en gigantes cilíndricos que me destrozaban; pero había decidido derrotarlos costara lo que costara. Ahora parece hasta tonto, pero llevaba tiempo luchando contra ese temor. Así era yo entonces: un costal de miedos y debía derrotarlos uno por uno. No suena a una niña normal y yo no lo fui. Los lamentos por la pelota que voló fueron como la señal de salida para un caballo en el hipódromo. Corrí para acercarme al pie de la barda. Subir fue más difícil de lo pensado aunque no encontré ningún enemigo… digo ningún gusano. Alcancé la cima, agitada y con ánimo, entonces sin medir distancias me abalancé del otro lado y se rompió la rama de la hiedra. Caí sobre el pié izquierdo y el golpe repercutió hasta la rótula. En el momento fue un dolor intenso, pero me resistí y no me lamenté. Además creí ver la silueta de la dueña tras una ventana oscura. Me agaché y comprendí que no había nadie: eran los nervios. Buscando de prisa encontré varias pelotas y no noté bien cuál era la extraviada así que empecé a lanzarlas al otro lado. Subir fue un problema. La pierna izquierda perdió las fuerzas, pero entonces yo era liviana y acostumbrada al deporte. A cada zancada el dolor amenazaba con dominarme y luché. Recordé a mi madre muerta, a papá trabajando en las afueras de la ciudad y nada me vencería. Al terminar la escalada sentí que trepé a una gran montaña y me senté para gozar de la reacción de los chicos. A penas me acomodé y entonces, por el rabillo del ojo, percibí que algo se arrastraba en el filo de la barda y solté un manazo. El gusano no sonó cuando lo aplasté con la palma; imaginaba que los gusanos tronaban al morir y esto fue silencioso. Estiré la palma de la mano en dirección de los chicos, pero ninguno distinguió que en la mano quedaba ese rastro como de saliva espesa. Y ellos se veían tan pequeños. Juro que nunca antes miré a las demás personas tan enanas y era más que un sentido físico, era más profundo. Sobre la barda olvidé el asma y el sepelio de mi madre, dejé de sentir el cuerpo: extraña anestesia del cuerpo y los recuerdos. Y bajé despacio. Los chicos quedaron a la distancia de pie como sorprendidos y separados por un viento dulce que los mantenía alejados. Me fui despacio sin decir palabra, Clara y los chicos seguían plantados como arbolitos vivientes. Con alguna curiosidad, mientras me alejaba, voltee y ya no tuve ninguna duda: los seguí mirando pequeños, como pollitos en un gallinero. Cuando a la distancia lanzaron una “hurra” seguí de frente, ya sin prestarles atención.
—Y ¿la rodilla quedó dolida?
—De momento, el dolor quedó dominado, pero era un error; como se dice en el deporte, “la lesión estaba caliente”. En casa se puso hinchada y morada, dolió como un diablo, pero entonces papá tenía un empleo de segunda, así que fuimos con un médico del sistema público. Fue mal atendida, una férula barata que de momento pareció arreglar el daño, pero la rodilla quedó débil. Al otro año tuve una recaída y terminé con un tornillo en el hueso. Si te acuerdas bien me tapé las piernas; usé mallas y pantalones. Me molestaba y hasta rengueaba al caminar. Con esfuerzo y disciplina volví a dominar el paso y a usar zapatillas altas, aunque dice el ortopedista que no debería. Uso calmantes y a pesar de eso, cada invierno regresa un dolor…
La interrumpió el teléfono. Tiara respondió en inglés y se alegró mientras con el dedo índice sobre los labios le indicaba a Osvaldo silencio y paciencia. Dialogaba en inglés veloz y con gramática correcta, aunque traslucía ese sonido hispano del que tanto nos burlamos aquí, pero que fascina a los anglos. Habló con dulzura fingida, mientras coqueteaba mirando al vacío y se reía. Repetía “Darling” como un tic y lanzaba besos al auricular.
Tanta melosidad molestó a Osvaldo, que se dirigió al extremo de la sala para no ver ni escuchar más la plática. Primero su mente voló hacia un maniquí colocado en el pasillo de la mansión; una réplica de mujer madura con un velo y ropa de luto, como se acostumbraba en su infancia; así, que supuso era un homenaje excéntrico a la madre de Tiara. Sin embargo, la explicación del homenaje no lo satisfacía, pues el maniquí semejaba vida estática y era como un soldado de guardia ante el Palacio de Buckingham: inmutable y alerta.
Sin prestarle más atención a su inquietud, se incorporó para observar el gran retrato que dominaba la sala. Era un cuadro del Che Guevara, coloreado en rojo y tornasoles: un detalle fuera de ambiente, más propio de una recámara estudiantil o de un partido izquierdista. Dentro de la típica boina del retrato se plasmó una ciudad roja y negra, con una trama de edificios inclinados hacia los lados, especie de torres de Pisa modernistas; y en las ventanitas siluetas crispadas. Recordó que Tira le explicó que en esos minúsculos edificios se representaba a las masas sublevadas, gritando por un mundo mejor, como si fuera una ciudad-mente del guerrillero heroico; cargándolo con un voltaje sobrehumano que se miraba en la cercanía visible y a distancia confundido como una mancha.
Al terminar su telefonema Tiara asomaba un efecto inicial del alcohol y explicó su demora:
—Mi admirador es gordo y ridículo como una morsa, pero está dispuesto a financiar una película donde yo luciré a lo grande. ¡Puede ser mi siguiente gran éxito! Ya sé que me estoy pasando de los límites. Es más, lo voy a visitar a Miami y quizá hasta le conceda algún deseo; aunque tú me mires como juez de distrito arriba de un púlpito. No me gusta el tipo pero iré dispuesta a pagar el precio.
Osvaldo próximo al enfado ya no quiso seguir imaginándola en Miami, así que se desvió hacia el tema del cuadro.
—No me parece bien un retrato del Che para recibir visitas de la gente del espectáculo. Recibes seguido a periodistas también ¿o no?
—Sí, los de las mejores revistas, fotógrafos y también de la televisión vienen algunas veces. Pero yo soy como Guevara. Lo admiré desde que supe que con la espantosa enfermedad del asma se subió a la Sierra Maestra y aguantó la adversidad. Lo adoré desde que supe que murió de un modo triste. Bueno, otro día te cuento cómo murió, pero yo tengo mi asma controlada. Lo imagino en la Sierra cuando llueve y con el asma en la garganta, apretando hasta casi matarlo.
—También lo admiré, hasta compré una camiseta cuando cursé la universidad, pero entonces era diferente.
—El Ché y yo nos parecemos: él nunca se detuvo ni se espantó.
En la estancia sonó una chicharra con un botón rojo que se iluminaba: la llamada de servicio junto a la cama de su padre. Tiara se disculpó para atender a su papá inválido y despidió a Osvaldo con el afecto de una posible hermana.
En una habitación de la mansión, el señor Solórzano, su padre, yacía incapacitado; tumbado sobre una cama desde hacía años y con enfermeras al cuidado; desde que un infarto lo dejó en estado lamentable, sin fuerzas ni interés para nada, se entretenía mirando la televisión cada día. Cuando Tiara remodeló la casa instaló una habitación exclusiva para la atención médica, con equipo hospitalario moderno, incluyendo monitores para signos vitales y tanques para oxígeno.
Al padre le gustaba simplemente mirar que Tiara estaba cerca, compensando las giras de trabajo que la alejaban por semanas. El señor sonreía pero el labio izquierdo se caía en vez de subir, así parecía un tonto más que un enfermo. Casi no hablaba pero se mostraba contento de escuchar los comentarios de Tiara; sonreía de lado, con la mueca torcida.
Ella le pidió a la enfermera que saliera un rato y se recostó con cuidado junto al padre. Acercó la cabeza al oído y comentó con suavidad: —Es cansado siempre estar alerta, mirar a lo lejos enemigos ocultos, ni borracha caigo en un descuido. Al gordo de Miami le enviaron prensa paparazzi a seguirlo y no es un tipo fotogénico como para retratarme junto a él. Debo reunirme pero organizaré una cita súper discreta, que sea clandestina. Una foto besando a un bombón de media tonelada puede dañar mi carrera, no soy una debutante. Su patrocinio suena atractivo y no lo voy a despreciar. Además es un gordo tierno y está solito; encerrado en un cuerpo espantoso jamás conquistaría una mujer decente; está convencido de que valgo mi peso en oro. ¿Lo desengaño? Debajo de mi cara maquillada está la niña fea de siempre; por más cirugías s-i-e-m-p-r-e seré la misma pequeña fea. Que el gordo millonario siga engañado y pague. Aunque estoy cansada, mañana desde las cinco de la madrugada necesito “hacer gimnasio”, al menos un par de horas. Esta rodilla no se deja controlar tan fácil, debo fortalecerla para seguir con el paso de modelo; una artista cojita causaría burlas y, entonces, sí que le digo adiós a la fama. En Miami aprovecharé para comprar cosméticos y tratamientos, a eso le llamo “mantener a raya a la niña fea” que amenaza con salir por los párpados ajados o por la cintura gorda. A esa niña fea le advierto que no salga, que se quede escondida bajo los tratamientos. Hasta hoy la fea sólo se asoma, pero asecha empujando el calendario y esperando tomar venganza cuando llegue la vejez, pero no la dejo salir. Cada mañana comienza la lucha contra ella: madrugar y revisar sus amenazas, estirar los músculos, tonificar la piel, prevenir las arrugas…

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Después de que circuló la camioneta con las ventanillas bajas mostrando el perfil magnético de la diva, Clara evocó esa desconfianza contra la vecina exitosa; pero moviendo la mano sobre la cara como quien espanta una mosca, ya no prestó más atención a sus recelos. En su mente se sobrepuso una curiosidad intensa, y recordó la revista de modas, así que caminó hasta la tienda cercana.
Ahí, hojeó la revista antes de comprarla y cuando miró las páginas interiores Clara empezó a sonreír con la última fotografía. En la parte superior, Tiara posaba con la mirada perfecta dirigida hacia una nube imaginaria; la cabellera sedosa flotando sobre los hombros, acompañada por unas joyas como Pléyades sobre terciopelo negro, y esa perfección envuelta en el vestido de cóctel y sostenida en pose radiante; luego estaba la línea de la falda vaporosa, pero abajo se destacaba una rodilla extraña, surcada al centro por una línea vertical como una varilla de hierro.
Y Clara acercaba la revista hasta convencerse que no era una ilusión óptica y reía cada vez más. Destacaba una rodilla inclinada, con un nudo bajo la piel doblada, donde se amalgamaban poder y derrota. Esa no era la de una diva glamorosa, sino la rodilla del gladiador: ese guerrero esclavo sosteniendo una fantasía de esplendor. La señal feroz de un nudo profundo, al fin, provocó sonoras risotadas.
Al carcajearse le escurrieron unas lágrimas dulces, conque para Clara fue un atardecer radiante y liberado de la envidia reverente.

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