Música


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martes, 28 de agosto de 2012

ROMANCE Y DESFALLECIMIENTO DEL AÑO

 

 

 

 

 

 

 

 

 Por Carlos Valdés Martín 

 

 

Ella piensa: “Este apasionarse por alguno tan joven es absurdo; enamorarse súbita y perdida no rima conmigo. Estoy desvariando, este amor es tan ciego como ilógico. Me romperé la cabeza contra esta pasión y terminará mi invierno de calma. ¡Qué digo la calma! Mi mínima reputación rodará por los suelos. Si la infidelidad provocada por una dama aristocrática tardó tanto en ser perdonado ¿quién me lavará la cara cuando se enteren de que este jovencito robó hasta mi último aliento?” 

Justo esta noche cuando la alegría corre a borbotones y la música suena, tenía que aparecer ese desconocido con tez fresca de mozuelo y mirada dulce de conquistador. Multitudes de visitantes acudieron al gran salón, una orquesta tocó melodías suaves y las sonrisas se esparcieron como un bálsamo aromático. No había lista de invitados, así que gente de cualquier rincón del pueblo pisó la duela limpia del recinto. Los magnates se mezclaron con los humildes, las casadas con las doncellas y pronto sonó el rumor de una algarabía confusa. Exigiendo un instante de atención el alcalde anunció que faltaba poco para lanzar los juegos pirotécnicos, esta vez más espectaculares. 

 

Él se asomó ahí sin intención, pleno de inocencia o carente de malicia: que es decir lo mismo de otra manera. Abría los ojos, como sorprendido, mientras miraba a cada objeto y persona que se le atravesaba. Por mera cortesía, a los saludos les devolvía sonrisas, pues no dominaba las palabras ásperas de los aldeanos ni acostumbraba tratar con desconocidos. Casi unánimes, las damas añosas lo miraban con ternura, pero no se atreverían a tildarlo de niño; los señores mayores, implicados en poder y negocios desconfiaban de su apariencia de fuereño. En su mayoría las jovencitas lo observaban con simpatía; los chicos, con rivalidad. Algunos quedaron incómodos con la mera presencia; un mesero perspicaz sintió repugnancia por su piel, pues tan fresca —casi emanando un vapor matinal— semejaba a un neonato; un guardia se contrarió por su mirada, escurriendo un exceso de candor, como el loco del Tarot. Cada cual se hacía una idea distinta de él, al menos, nadie era indiferente. 

 

¿Por qué se fijaría él en ella? La explicación de los polos opuestos que se atraen resulta la más sencilla, así que la navaja de Occam recomienda no usar más hipótesis. De esa manera lo explicó una cocinera, cuando descansaba las pantorrillas, luego de preparar cientos de platillos para esa cena festiva. Mientras reposaba también observaba el baile y le llamó la atención esa pareja: juntos como imanes, polos contrarios que se mueven al unísono. La perfección de ese baile lindaba en el descaro, los cuerpos pegados, ni el grueso de una hoja separaba sus siluetas en movimiento; sin embargo, los ataba un imán carente de sexo. 

 

El vestido de ella era de elegancia soberbia, con tonos oscuros y alguna chispa deslumbrante en los hombros: alegoría perfecta para el ocaso del sol, cuando su rayo final alegra el horizonte y manda un mensaje: el tiempo de soñar ha llegado. Las damas de mayor rango, preguntaron entre ellas para localizar al diseñador de ese vestido y ninguna supo. El traje de él parecía un manto de niebla matinal, todavía dominada por una lana gris y somnolienta, salpicada del alba y cantos de pájaros del bosque. Ni la mínima sospecha de que ese traje fuera de diseñador, sin embargo, enmarcaba perfecto a un espíritu joven. 

 

Cuando terminó la agitación, su esposa le contó al alcalde que la dama abordó al joven extraño; le dijo: —Debió haber perdido cualquier recato; lo sacó a bailar y parecía salivar como una tigresa en celo. Todas nos dimos cuenta de sus intenciones; claro, que tú no lo notaste: los caballeros son tan poco perspicaces. 

Eufórico por el evento respondió: —¡Eso qué me interesa! Nuestros fuegos artificiales valieron su peso en oro; lucieron puntuales a la media noche y esplendorosos. Creo que nadie les quitó la vista de encima. 

—Ese momento fue cuando aprovechó ella, y a jalones arrastró al jovencito. Hasta deberías de reportarlo como rapto, tengo la corazonada que él es menor de edad. 

—No digas disparates, mujer. El fuereño apenas existe, es una sombra fugaz y de ella ahora ni me acuerdo. 

 En efecto, aprovechando la algarabía de los fuegos artificiales ellos se alejaron de la multitud; el espacio suficiente para que librarse de miradas indiscretas, pero no tan lejos, pues sentían la presencia de todos. Bastó un instante para alejarse. Quien creyó que ella lo llevaba arrastrando se equivocaba, era una ilusión: con mutua complicidad avanzaron hasta el sitio más discreto. Sonrieron para contemplarse un instante, cada cual en la pupila del otro; fluía la chispa más pura de amor y vida: de un lado la pasión que es ocaso y memoria, del otro lado, el fuego que todo lo crea. 

Apartados de las murmuraciones, ella le confiesa al Año Nuevo: —Jamás imaginé que nuestro único encuentro de amor sería una despedida definitiva. 

Él suspiró y dijo: —¡Qué triste es conocer a una madre y perderla en ese mismo instante! 

Después sobrevino un silencio, mientras el soplo de lo irremediable la alejaba y él la miraba hundirse en el pasado, el cual también persiguió a la doceava campanada hasta desvanecerla.

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