Por Carlos Valdés Martín
Es de noche...
y el corredor...
permanece oscuro,
la joven Helga empuja con gran dificultad un enorme bloque cúbico que gira sobre un eje, la aspereza de granito y metal lastima sus delicadas manos que nunca acostumbran el esfuerzo físico. Por el tacto ella adivina algunas letras extrañas y figuras buriladas sobre la superficie pétrea. Un cabello rubio cae enredado en una gota de sudor mientras escucha el eje resistente cuando el bloque cede unos milímetros. El bloque se ha desalineado y eso marca una ligera falla en la fila de una cara monolítica, enorme como la faz de una esfinge. Ella escucha el sonido de pasos o botas militares que se acercan, con alarma cesa su esfuerzo y quiere escapar.
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Isaac arrastra en silencio los pies, el hueso de la espinilla le duele por las astillas de un lejano interrogatorio. Ha aprovechado la niebla, que llega cada madrugada. Los guardias, están débiles por el hambre que asola al campo de prisioneros; un puñado de sobrevivientes duerme profundamente. Dormir es pecado capital entre los vigilantes. Pero a Isaac el temor y el dolor lo despiertan, ecos del único búho sobreviviente en el bosque lejano los imagina salidos de aves de rapiña agónicas o degeneradas. Además, en la profundidad oscura de las 3 a.m., Isaac resulta algo más joven; la oscuridad absoluta lo revitaliza como a un Romeo enamorado, aunque atrapado en ese cuerpo ajado por la adversidad.
Isaac avanza con sigilo, la niebla lo protege y, además, esa ruta la conoce por la repetición, avanza pegado al muro rugoso hasta que termina el sucio corredor. Sabe que arriba está el cielo con un manto estrellado y se imagina la construcción dibujando un singular Golem pétreo, formado de bloques enormes. El sitio de su meta semeja a la misteriosa esfinge, pero armada con una tecnología extraña. Una brisa fría proviene del Golem, que se mantiene escondido de los ojos del mundo, en fin, es un sitio secreto. Lo construyeron pieza a pieza, cuando había cientos de prisioneros en el sitio y los obligaban a levantar a fuerza de músculo cada una de las piezas burdas. Cuando Isaac entró al campo de prisioneros creyó que era un monumento enloquecido, pero descubrió que el propósito era más perverso y personal. Poco a poco los demás prisioneros fueron muriendo de cansancio y abandono. Le incomodaba que el director de la prisión, Fritz, lo tratara de un modo distinto, apartándolo del trabajo pesado y manteniéndolo —por motivos apasionadamente personales, por la deuda de un amorío juvenil— como un conejillo de indias, una víctima privilegiada de ese experimento.
Los pasos sigilosos siguieron hasta el punto donde el muro termina y comienza la abertura de la escalera descendente. Él contaba los escalones con una memoria automática, una diferente a la usual, porque evitaba recordar. Los recuerdos eran peligrosos, aunque no en ese momento: en un proceso tipo laboratorio se los extraían. Esa era la lucha y el motivo de su privilegio: el director y el científico a cargo buscaban arrancarle los recuerdos, no solamente los personales, sino los de su linaje, los de tiempos legendarios, cuando su raza fue heroica y presumía de una relación con Dios. Isaac evitaba los recuerdos y procuraba sustituirlos por un automatismo silencioso, una copia pobre de los recuerdos. Aunque en la soledad no se los podían extraer debía mantener la disciplina de nunca recordar, era mejor mantenerse vigilante. Por lo mismo, soñaba poco no fuera a ser que, algún mal día, encontraran la manera de meterse en sus sueños y robar sus recuerdos.
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Fritz leyó en una revista de divulgación científica una idea descabellada y la creyó, luego les comentó a sus superiores que habría de encontrar el modo moverse en el tiempo, traspasar los límites entre el ahora y el pasado. Para el Instituto Militar el viaje en el tiempo era una posible arma final, pero mantenían la idea como una hipótesis audaz de sabios febriles. En días de guerra las hipótesis extremas no se descartan, la nueva Gran Guerra corría silenciosa, las potencias se habían alineado tras el escudo electromagnético y atómico que protegía los cielos pero el odio se arrastraba por los suelos. Los viejos odios de razas y religiones tomaron por asalto las ciudades y villas, asolaron los campos y quemaron los bosques.
Tras el decreto de la ley marcial, Fritz convirtió a su villa en un campo de prisioneros. Al inicio de las hostilidades, recibió armamento y muchos recursos, pero algo terrible sucedió en los alrededores: el río quedó contaminado de podredumbre nuclear y el sitio quedó aislado a perpetuidad. Más que un director, Fritz se convirtió en un rey tribal gobernando un campamento sitiado, conservó a los adultos varones y se deshizo de las familias, de todas las familias excepto la suya. La guerra es asunto de varones, la prisión también. La zona habitacional dejó de ser funcional, poco a poco fue siendo demolida y convertida en un centro para prisioneros.
Fritz tenía a su personaje complementario, la encarnación de Dédalo, pues el Instituto Militar le envió a un sabio oscuro que insistía en fabricar el arma del viaje en el tiempo y llevaba meses importunando a sus superiores, suplicando convertir su sueño en realidad. La hipótesis de este nuevo Dédalo —a quien los archivos oficiales nombraban Teineins, como jocosa burla a Einstein— buscaba efectuar este viaje en el vehículo de la mente humana. La máquina que diseñaba era psico-crónica usando la configuración psíquica para romper la barrera del tiempo.
En la villa faltaban técnicos pero sobraba mano de obra, así que Fritz empujó hasta convertir ese campo de prisioneros en una organización funcional al proyecto. La vieja iglesia resultó ser la única construcción lo bastante grande y solida para sostener la parte arquitectónica del proyecto Golem. Al principio, los remordimientos cristianos incomodaron al jefe y provocaron murmuraciones de los guardias, pero el sacerdote huyó junto con las mujeres y niños, así que terminaron los reproches en voz alta por la metamorfosis de esa edificación. Poco a poco, la fisonomía de la iglesia terminó semejante a la gran esfinge egipcia, armada en la fachada mediante cubos casi del tamaño de una persona.
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Algunas noches de luna llena, Fritz se embriagaba con el único licor de sitio. Perdía el sentido de la compostura y se portaba locuaz. Repetía que estaba próximo a lograr el arma definitiva, pues el viaje en el tiempo daba un poder absoluto, semejante al de Dios. Fumaba un pipa absurdamente grande, acababa en un rato con su ración de tabaco, y escupía afirmaciones sobre su futura grandeza. A ratos abrazaba a los guardias y los obligaba a cantar, pero no les compartía licor, con lo cual se agregaba un resentimiento y crecía el sentido de jerarquía. El superior le explicaba a la luna y al viento que modificaría el curso de los acontecimientos tanto que el planeta entero sería irreconocible, sometido a su mano, tan inmensa como el manto de la noche de un próximo milenio.
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Isaac subió las escaleras entre oscuridad y silencio. Seguía el mismo procedimiento automático y sin memoria, mientras ascendía sin pausa ni prisa. La ropa delgada, de color como hojas muertas, lo separaba de los húmedos bordes de las paredes. En la solapa llevaba un número desgastado, una cifra enorme que resultaba ridícula cuando en ese sitio solo sobrevive un puñado de personas. No recordaba a los prisioneros muertos, en verdad los había olvidado, no así su juventud e infancia, que atesoraba como al primer amor: sus recuerdos más dulces y verdaderos eran rehenes involuntarios. El primer pastel dulce y el juguete que recibió en navidad eran cautivos preciosos, sellados bajo una compuerta especial en su cerebro. Los recuerdos recientes no importaban, podían fluir sin riesgo.
La escalera ascendente terminaba en la parte trasera de la cara enorme de roca. ¿Qué hacía él ahí tras la cara de la esfinge? Los bloques debían perder la alineación, así la máquina psíquica se debilitaba. Con secreta satisfacción se puso a empujar, sus huesos agotados se quejaban pero su alma sentía una satisfacción incomparable al sabotear los esfuerzos de Fritz y de un lejano Instituto. Sabía que al amanecer se sentiría con la mente más fresca y menos acosado por ese Golem.
A modo de un ritual pagano, cada domingo Fritz lo colocaba en el sitio del atrio, atado a una silla de rústica madera, con los cables de electrodos puestos en su cabeza. El proceso tardaba varias horas. El oscuro científico se movía con torpeza entre monitores con rueditas, que al chirriar semejaban perrillos falderos. Ajustaba un monitor, pegaba y despegaba un electrodo, movía perillas, refunfuñaba. Un guardia mantenía la posición de firmes y si flaqueaba un poco, Fritz lo regañaba con furia. Mientras llovían los regaños el guardia miraba a Isaac de reojo para susurrarle en silencio su frase favorita: “Eres un puerco privilegiado, por mí te mataba ahorita”. Pero mientras Fritz estuviera presente, el aire quedaba saturado de solemnidad y marcialidad. El jefe del lugar, acentuaba el paso y los saludos, se movía con redoblada rigidez por un motivo secreto: él no era un verdadero militar, de hecho la villa jamás había sido pisada por uno. Fritz era un administrador dependiente del Instituto Militar que envidiaba la fuerza y jerarquía de los soldados; cuando mucho, era un burócrata militarizado que se ingeniaba para imponer su autoridad en un periodo de emergencia.
Una vez que estaban alineados y afinados los aparatos, el científico comenzaba una tediosa búsqueda, en su monitor (ovalado cristal líquido) debía aparecer un rastro de recuerdo (mosto del licor cerebral) valioso, luego empleaba un control remoto (manivela de la vara de Merlín) del edificio Golem hasta lograr una transferencia. La estructura sólida de la vieja iglesia se cimbraba completo cuando los dínamos interiores alimentaban la esfinge, un flujo dimensional parecía disolver las rocas y un zumbido enorme alcanzaba las montañas, con espanto las aves y los animales huían del bosque vecino. Tras largas horas de pruebas un labio enorme o un párpado pétreo parecían temblar: a unos metros de distancia surgía la apariencia de ilusión óptica del lejano oasis, el aire se curvaba y la materia sólida emparentaba con el líquido. A la distancia del relato desconocemos cuánto se debió a una ilusión y el efecto directo, pues nadie fue observado puliendo los bloques de roca, por sí mismos se deformaban. Cuando las vibraciones de los dínamos parecían insoportables y el ambiente se combaba con reverberaciones, el científico mascullaba y aseguraba que la esfinge terminaría adquiriendo más vida que ellos mismos: entonces se abriría el vehículo para viajar en el tiempo.
De cuando en cuando, Teineins le hacía notar a Isaac que había atrapado un recuerdo. Le murmuraba al oído: “¿Te acuerdas cuando el maestro de matemáticas tachó tu cuaderno cuando copiaste y tu vecinito se burló cuando salieron de la escuela?” Isaac procuraba no contestar, pero Teineins sabía que acertaba pues miraba su monitor con rueditas. Luego Teineins informaba (o se burlaba: no era clara la diferencia en él) lo que venía: “Pues, ya no vas a tener este recuerdo, ahora será del Golem” Los dínamos bajo el suelo sonaban más fuerte y en unos minutos terminaba la sesión.
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El científico, deleitándose de su superioridad, no sólo en ese microcosmos carcelario, sino ante la humanidad entera, prefería el ostracismo. No confesaba sentimientos ni sus intenciones. En especial, despreciaba al director del sitio, pues lo sabía un oportunista, parasitando su capacidad superior. El deportista estelar que, por una ironía del destino, está supeditado al mozo del vestidor no siente más aversión, cada vez que el mozo pretende ser quien da la cara a los superiores sobre los éxitos en un campeonato. De modo bastante burdo, Fritz pretendía adjudicarse la mayor gloria posible sobre el Golem. El científico no tenía más opción que callar y mantenerse reservado, ya tendría oportunidad de mostrarle al mundo que el director era menos que el mozo del vestidor cargando los calcetines sucios y entregando las toallas limpias.
Carecía de familiares vivos y los científicos del mundo exterior eran sus rivales, sabía que estaban listos para ridiculizarlo, en cuanto observaran la mínima señal de fracaso. Su única relación personal era con la entidad encerrada en el Golem; paso a paso la escultura de roca adquiría rasgos de una personalidad. Los zumbidos de los dínamos parecían palabras elegantes pronunciadas en una lengua extranjera. Cuando tenía oportunidad de descansar, miraba como el enamorado a la amada inmóvil, y hubiera velado sus sueños, si le fuera permitido.
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Al principio Isaac no imaginaba cómo sabotear las tareas del científico hasta que empezó a alejarse de los recuerdos. El recurso era útil, pero eso solamente prolongaba las sesiones. Como gambusino en una mina empobrecida, Teineins pasaba más horas con sus monitores hasta que encontraba la pepita de oro de una imagen pretérita. A pesar de las pérdidas, Isaac conservaba montones de sucesos pasados, pero el extravío de algunos significativos sí lo lastimaba: sabía que ganó una carrera en una ciudad cercana. Recordaba los entrenamientos y los comentarios posteriores, las imágenes de su medalla brillante, enmarcada en la pared de la salita hogareña, pero el momento del triunfo y las lágrimas de su madre cuando le colocaban una medalla habían desaparecido. Había un hueco en la sucesión de eventos. Se lo confirmó el guardia, que solía ser despectivo, pero parlanchín e indiscreto. El guardia presumía que existía un archivo completo de las memorias de Isaac encerrado en una caja fuerte inaccesible.
El segundo medio para sabotear el avance del Golem era mover ligeramente los grandes bloques graníticos que lo conformaban. Cada piedra sin alineación causaba algún desperfecto en el funcionamiento del sistema. ¿Por qué? El guardia no lo sabía y el científico era discreto, así que a Isaac le bastó un mensaje de Helga para creer en una posibilidad.
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Helga era la única mujer en la villa. Por un sortilegio que unía la longevidad biológica con su amor encapsulado en el suspenso, ella se mantenía con apariencia joven y corazón inocente, atrapada por un sitio envejecido y rencoroso. Ella no sabía el significado de los odios. A su padre no lo podía odiar, los guardias y el científico le resultaban indiferentes y a Isaac lo amaba desde la adolescencia. Ante Fritz guardaba silencio, callaba desde que su pasión adolescente quedó prohibida por el abismo de su virginidad perdida en una aventura con el vecino de raza impura. Para colmar el silencio diario tarareaba canciones de cuna y adornaba con ramas y flores la casita privilegiada fuera del campo de prisioneros.
Prefería pasar el día entre la casita y los prados contiguos en dirección del bosque. De día era desgarrador mirar al único prisionero sobreviviente, le escurrían lágrimas por su amor imposible y su padre se turbaba, perdía el aire marcial y la acompañaba andando hasta la casita. El recorrido era breve y se terminaban las lágrimas. Helga había amenazado con suicidarse si mataban a Isaac, así que en voz muy baja, el padre le decía al oído: “No te preocupes, lo cuido, no le pasa nada”. Ella sabía que Fritz mentía, a Isaac lo maltrataba y torturaba con discreción, y, sobre todo, quería arrancar de su memoria ese amorío, el que impidió casar a Helga de blanco con un pretendiente rico. Una vez, ella miró en el diario de su padre la palabra “mancillada”, escrita una y otra vez. Su padre no olvidaba.
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Otro guardia era el cómplice de Helga y le indicaba cuando entrar sin dejar rastros durante las noches sin luna, también daba mensajes a Isaac y avisaba cuando los bancos de niebla bajaban por la montaña. Tras una indiscreción del científico, el mismo guardia dio la noticia: las rocas desalineadas entorpecían el funcionamiento del Golem.
No es que Helga sintiera que sus escasas fuerzas físicas fueran una diferencia, sino que su sudor mezclado con perfume era una fórmula de recuerdo segura y reciente; dejando una huella que era ajena a la búsqueda de su padre y el científico. Empujaba largos minutos y casi nunca sentía un resultado, empezaba y terminaba ante el mismo muro colosal: el lado interior de un rostro indiferente. A veces, sentía una mínima variación y le provocaba alegría; de cualquier modo, ella sabía que Isaac acudiría alguna noche posterior a intentar la misma tarea de Sísifo y se impregnaría con esa fragancia que ella preparaba con flores silvestres. Imaginar ese momento la seducía y evocaba a una novia antes de su noche nupcial.
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A su manera, Teineins era un genio, de esa estirpe casi inhumana que persigue una idea sin importar los costos ni las consecuencias.
El científico tenía razones para suponer que las vibraciones de los dínamos desalineaban los ejes de las rocas giratorias. Para Teineins eso resultaba un inconveniente más de su trabajo, por lo demás titánico, pues él solo estaba obligado a reparar los aparatos electrónicos y efectuar sus investigaciones. Mediante comunicados electrónicos suplicaba al Instituto el envío de asistentes, pero el río era tóxico y su proyecto no reportaba aún avances interesantes, como para arriesgar más personal en ese ambiente hostil. A pesar de la pobreza de recursos la tenacidad daba resultados, cada parte de un gigantesco rompecabezas había embonado.
La noche anterior exigió a Fritz que abriera las botellas de champán para celebrar, pues sus ecuaciones eran correctas y el Golem ya tenía el poder para desplazarse en el tiempo. Estaba alegre y locuaz, Teineins proyectaba reinventar el premio Nobel para que inmortalizara su nombre, pues sus méritos eran superiores al creador de la dinamita. Se reía, pero Fritz no le encontraba la gracia a la frase que repetía obsesivamente Teineins: “Una explosioncita, contra el viaje en el tiempo.” Siguió riendo hasta caer borracho.
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A la parte interior de la cara del Golem se accedía desde 5 pisos distintos, conectados por la escalera interior.
Isaac primero empujó en un bloque de la nariz, pero no sintió el olor de la lejana amada. Luego se dirigió hacia arriba, persiguiendo su olfato. Jugaba a adivinar cuántas noches habían transcurrido desde que Helga había presionado una roca. Sin duda el enorme ojo derecho asomaba la huella más reciente. La roca no solamente olía con intensidad, además una tersura y calor misteriosos le respondieron al tocarla. Después del lento y parsimonioso viaje el prisionero estaba acostumbrado a la oscuridad y la salida de la luna llena, escapando del abrazo de la niebla. La luminosidad lunar escurría entre las rendijas de las rocas giratorias, era una luz suave que crecía y mostraba el perfil de los misteriosos signos dibujados sobre la superficie. A Isaac le gustó esa iluminación, le pareció un espectáculo premonitorio: tendría éxito.
Recordó la leyenda de Sísifo ¿Terminó algún día ese personaje legendario? En cuanto abrazó al granito, la luz y el olfato se confundieron, su mente se alejó y viajó hasta el momento de su carrera infantil, cuando ganó y su madre lloró de gusto. La página estaba arrancada del tiempo, la miraba con claridad, un corte arrancado burdamente como el brazo se separa del tronco. No estaba soñando ni imaginando, él estaba ahí, arriba del momento justo en que un juez deportivo, barrigón y musculoso, le colocaba esa medalla, ese día, en ese sitio del espacio tiempo. Parecía que Teineins había cumplido su promesa de traspasar la gran barrera. Isaac estaba físicamente en el sitio, un segundo antes y uno después de que la página quedara arrancada. ¿A dónde habían ido esos momentos de triunfo infantil? Desde ese curioso sitio, como otro espectador en una fila de padres vitoreando sus hijos, sintió enojo. Comprendió la frase “una página de la vida” que le hablaba a su corazón con una pregunta. ¿Quién se la robó? ¿En qué sitio la pusieron?
Isaac seguía parado en la fila de progenitores, pero con su mismo cuerpo de prisionero, mancillado y flaco, con las piernas adoloridas y el estómago vacío. Rozaba la tela de sus vecinos y le sorprendía que no lo expulsaran por ser un invasor, que descubrieran su embuste pues él era habitante de otro tiempo. En algunas caras parecía descubrir el gesto de sorpresa contenida por su uniforme de hojas muertas y su número, pero disimulaban. Deseó alejarse y comprendió que su cuerpo material permanecía en el muro, tras el Golem.
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Isaac lo entendió, la máquina en operación y ahí, en la roca del ojo derecho en esa noche de luna llena estaba abierta la puerta dimensional. Volvió a empujar la roca y la mezcla entre la tecnología del Golem con su mente lo condujo hasta esa otra escena robada: se observaba bajo la figura de niño triste y regañado, acongojado por la prueba copiada, mientras el vecino ya había dejado de burlarse de él. Para comprobar la consistencia de ese mundo tomó un guijarro y lo lanzó contra la ventana del vecino. Tras el sonido del cristal roto, el padre del vecino salió furioso amenazándolo, pero se detuvo a medio camino, pues su vestimenta rara desconcertó al ofendido.
Deseó alejarse y resultó sencillo, bastaba cerrar los ojos, centrarse en otro ambiente, como quien se decide a despertar. Tuvo curiosidad y dudas ¿Viajaba físicamente atravesando las barrera del calendario?
Volvió a empujar y apareció en la panadería del pueblo, un sitio delicioso, donde cada día exhibían charolas llenas de panes dulces y salados. Se dirigió hacia su golosina favorita, una concha cubierta de azúcar, cortó la mitad y la puso en su bolsillo. La dueña le puso mala cara. Deseó alejarse y resultó más fácil.
Al regresar al interior de la construcción del Golem esa mitad del pan seguía en su bolsillo. Saboreó lentamente cada migaja, mientras sonreía e imaginaba el potencial.
Se sentó en el suelo y pensó. Había una pequeña oportunidad. Sintió tristeza por Helga, por él mismo y su familia muerta, por la guerra y hasta por Fritz que lo perseguía por un rencor sinsentido.
Meditó y su mente se dirigió al principio, al inicio. Tomó una decisión.
Volvió a empujar y apareció antes de la Historia; surgió Isaac completo, con cuerpo y respiración, bañado por un aire sin contaminación y rayos de sol sin radiaciones gama.
En esas colinas los plácidos rayos solares anunciaban la tarde y a lo lejos, con amargura, discutían Caín y Abel. Ya sabía que eran ellos; entonces, se acercó Isaac con paso firme y ellos, sorprendidos por la ropa extraña de color hojas muertas, cesaron la discusión. Con argucias y autoridad Isaac le indicó a Caín que lo siguiera hasta un desfiladero, pues ahí recibirían un premio divino. Atrapado por la curiosidad Caín fue dócil y Abel los miró alejarse, paso a paso ascendiendo por una ladera polvosa.
Un grillo verde que debió escapar del paraíso se posó tercamente en el hombro de Isaac y Caín supuso que era un presagio. Como viejos compañeros caminaron hasta el borde de un desfiladero y juntos miraron el horizonte. Pisaron el filo de una roca y abajo de ellos dormía el abismo. El joven admiró el horizonte mientras el visitante señalaba con el dedo en dirección de la inmensidad, susurrándole al oído palabras extrañas de confort y resignación. De alguna manera, Caín entendía esas sílabas extranjeras y rodó una lágrima furtiva, para luego cerrar los ojos con resignación.
Sin aviso alguno, Isaac lo tomó de los hombros y lanzó al precipicio. Antes de que la gravedad cumpliera su fatal misión, abrió los brazos y lo siguió en el viaje al vacío. Un halcón que volaba sobre la cañada se sorprendió.
En la fracción de segundo que trae la lucidez antes del final definitivo, el suicida se preguntaba ¿Cómo pudo surgir una estirpe guerrera si él acabaría con la simiente?
Luego, con dos golpes secos terminó la semilla de la futura raza guerrera.
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