Por Carlos Valdés Martín
Unificación paulatina
La unificación nacional puede observarse desde varios
puntos de vista, por ejemplo, el filosófico y el ideológico. La unificación de
la nación en el momento de la Conquista es una simplificación cuando se aplica
al caso indoamericano, pues las tribus locales no se sometieron a coro cuando los
gobernantes aztecas o incas fueron derrotados. La caída de Tenochtitlan no
garantizó la dominación de los cientos de pueblos dispersos en el territorio. Además
los pueblos aliados al europeo recibieron un trato especial y, al inicio de la
ocupación, mantienen una autonomía dentro del nuevo reino. La Conquista no
finaliza con ese acto único de la derrota militar de los vencidos; sin embargo,
la visión filosófica de lo Uno exige simplificar, reducir a un acto de fuerza
(la guerra, la conquista) ese largo proceso de formación, que es más amplio. La
teoría histórica nos indica que cuando el pueblo conquistador posee un nivel de
civilización (en el sentido de base tecnológica, pero no moral o cultural) menor,
termina por asimilarse al pueblo vencido, como sucedió con las hordas de
mongoles en Persia e India que se mimetizaron con la cultura local. Sin
embargo, también sería una simplificación (y hasta una aberración) aceptar la
superioridad de los conquistadores europeos sobre los indígenas americanos,
pues las culturas son irreductibles a un poder externo o una nivelación. En el
caso de México, para empezar la Conquista no termina con un evento, sino que la
resistencia local se mantiene durante la Colonia, de tal manera que los grupos
más apartados mantuvieron su modo de vida casi inalterado, tal como lo
atestigua la sobrevivencia de los lacandones. En sentido estricto, la unificación
de la población local (aborigen, indígena, sometida) bajo un sistema externo (molde
de Conquista o imperio, sistema importado, trasplante de realidad) es
imposible, forma un objetivo ideal del conquistador, al cual este busca
acercarse con la ilusión de la línea asíntota, la cual se aproxima (unas veces oscilando
y otras veces en curva simple) hacia otra, y la oscilación se va reduciendo,
pero no desaparece. Esa unificación de los pueblos bajo la espada es un evento
inicial, que no define a la comunidad sometida de manera precisa. La masa
indígena queda como grupo derrotado, pero ¿en qué se convertirán? En la punta
de la espada, los vencidos no adquieren un nuevo modo de vida; son las órdenes
del gobierno advenedizo (de su raíz, “advenir”, que significa lo que viene)
donde se marca el sello de la nueva comunidad. La verdadera unificación
comienza después de la Conquista,
donde la nación (eslabón a eslabón) adquiere un cuerpo complejo y hasta dinámico.
Algunos grupos escapan a la conquista y se resisten a la integración en los
márgenes territoriales, en las regiones más inaccesibles; bajo la nueva
religión permanecen antiguos ídolos y creencias. La nación comienza, primero
bajo la figura de territorio sometido, con dependencia política y económica
bajo la Corona conquistadora, hasta terminar formando una textura completamente
nueva, de comunidad nacional independiente.
Territorio desmembrado
Sin alguna clase de territorio no existe espacio
nacional, pero su formación puede ser contradictoria. La mutilación territorial
de México, como atinadamente ha señalado Arturo Carrasco, resulta insostenible
desde muchos puntos de vista, y, en especial, desde el legal[1]. Antes de la Independencia
de México, inicia el proceso histórico de las “ventas territoriales” de los
reyes “españoles”, desmembrando ilegalmente los enormes territorios de Luisiana
y Florida (con un gigantesco territorio adicional y no sólo los estados que
actualmente llevan ese nombre). Corresponde a un proceso de
“territorialización” por reducción de espacios que coloca a la nación mexicana
en su figura clásica.
Aquí, cabe hacer alguna observación en su nivel más
abstracto. ¿La relación entre las naciones y el territorio es unívoca y
exclusiva? Como base de la existencia material, el territorio (que implica a
las aguas) es fundamento esencial de la existencia nacional. Cada nación vive y
se identifica con un territorio; el caso de naciones sin territorio corresponde
a la demostración de una sobrevivencia extrema, como la travesía por el
desierto y la diáspora. Quitar el territorio o exiliar es una de las agresiones
más extremas que se pueda desplegar contra las naciones, por eso el derecho
moderno plantea la soberanía territorial y exige el respeto más estricto a este
principio de exclusividad territorial
para cada pueblo[2]. La mutilación
masiva al territorio de Nueva España y luego de México independiente tras la
guerra de 1847, pareciera una excepción por la relativa ausencia de
traumatismos posteriores, en cuanto el país pareció recuperarse con rapidez a
las heridas y prosperar con una identidad
propia. Debo subrayar que los traumatismos posteriores no son de
manifestación escasa, ya que la guerra de 1847 causó un enorme impacto en los
hechos bélicos y en la conciencia inmediata del país. Las explicaciones más
sencillas para esta rápida normalización y la casi inexistencia de “nostalgia”
nacional por lo perdido, corresponden que
esos eran territorios escasamente poblados (a la distancia se imaginan vacíos
sin serlo en sentido estricto) y a la situación de sometimiento imperial
durante el virreinato (pues no había despertado
la nación mexicana antes de 1810). Por enormes que fuesen las pérdidas
territoriales, el proceso de conformación de la comunidad e identidad nacional
pareció no quedar alterado, y siguió su curso con un vigor normal, sin
paralizarse por un dilema interior, como parece ser la situación de los
periodos de división en Alemania o Irlanda. Incluso, por una especie de
paradoja, las tendencias centrífugas de algunas regiones se esfumaron como
resultado de éstos y otros riesgos externos[3].
Panteón nacional:
personificación nacional
Los héroes de la patria sirven como construcción y
fundamento. Los líderes de una comunidad encaran muchas tareas y entre sus más destacadas tareas está la forja
de la nación. Este evento, que por tan reiterado, parece una estructura
forzosa, se repite en las distintas latitudes y vincula con la formación de la
nación moderna. La historia (en su nivel general) nos ofrece estos dos
procesos: personificación y despersonalización. Algunas situaciones se
convierten en personajes, como el rayo rugiente y el viento ululante se
convertían en Zeus y Eolo. La mente nos provoca para que formemos perfiles de
personajes en las nubes o conchas de cangrejos[4], de modo espontáneo
jugamos a descubrir caras y cuerpos. La actitud opuesta para despersonalizar la
naturaleza es una tendencia bastante moderna, la ciencia antigua no soportaba
un universo sin rostro, y nuestros ancestros han observado esos rostros y figuras
de animales en las montañas, troncos leñosos y estrellas.
El caso de los héroes describe el camino singular de
personas destacadas que imprimen sus rasgos en la historia. En particular, los
personajes que dan nacimiento a una nación o la salvan del enemigo amenazante
son quienes dan rostro a la patria. La costumbre de venerar y darle estos
rostros a cada patria es universal. La dificulta consiste en separar
el lado estricto del aspecto mítico, pues la tensión en esa herida del independizar
o de la nación en peligro, facilita las deformaciones. Por ejemplo, la prisa
por dar una explicación sencilla al nacimiento del México nos empuja a pensar
que Miguel Hidalgo gritó “Qué viva México”, cuando la nación aún no recibía un
bautismo de nombre y la gesta independentista todavía estaba en una fase
primera, donde el objetivo de independencia no se había fijado. Que el proceso
de surgimiento de una nación sea complejo, y la nueva comunidad esté mezclada
con la vieja sociedad no implica un demérito moral, sino que trae aparejado un
problema de justeza en el análisis.
Ahora bien, la comunidad nacional (por tendencia
republicana) es una sociedad entre iguales, que para el caso de la Nación es
una igualdad de nacimiento, ya sea por evento biológico o por ambientarse bajo
los aires de la Patria adoptiva. Y, al mismo tiempo, por esa igualdad de
nacimiento existe la interrogante de la “persona” originaria, y eso conduce
hacia los “padres de la patria” y los “héroes que nos dieron patria” como el
vínculo personal. Un conglomerado nacional sin perfiles precisos o sin
héroes-persona no resulta suficientemente cálido y satisfactorio para la
comunidad. Entonces los héroes-padres (y más feministamente, también madres) de
la patria resultan un componente indispensable en la ardua forja de la nación.
Si para el proceso sociológico (la estructura objetiva) el personaje que abre
la puerta al proceso nacional parecería resultado de un conjunte casualidad,
pues si no lo hace alguno lo haría otro, pero a nivel de la experiencia
concreta los héroes de carne y hueso (primero, luego de mármol y bronce)
resultan indispensables. Que el segundo salvador de la patria sea un Presidente
de sangre indígena resulta crucial para el rápido mestizaje y sincretismo
cultural, que alimentó al nacionalismo mexicano desde el siglo XIX. La
presencia indígena y popular del Presidente Benito Juárez alimentó un sentido
de justicia e inclusión en los sucesivos periodos del país; tras el largo plazo
y la persistencia de la estructura social de la desigualdad (el mercado, el
capitalismo, las trasnacionales y las finanzas planetarias) que se repite la
imagen del mismo Presidente renace como un acicate en la arena política: el
acicate que exige la igualdad. En su momento, el grupo liberal decimonónico,
con Juárez a la cabeza implicaba la vanguardia para construir a la nación, sin
embargo, este evento (en su 1867 como restauración de la nación independiente
al derrotar al Imperio) luego pasa a ser una piedra de fundamento, que permanece en la red social y política del
país. Después de siglo y medio, la estructura de igualdad ante la ley de un
sistema republicano liberal sigue sirviendo como referencia y base legal al
país. Algunos, filósofos de la nación como Ramos[5] y Paz[6] estiman que esta trama
legal constitucional representa una unificación ilusoria, pues la desigualdad real
sigue extendida en el país, sin embargo, cualquier espacio humano se moverá
entre contradicciones, contraponiendo lo que sí es y su “deber ser”, su perfil
de facto y la cara legal. El deber ser de legalidad donde se define una
igualdad ante la ley es tanto un supuesto de comunidad nacional como un
mecanismo para cohesionar esa comunidad, y, quizá no sea la única posibilidad,
pero sí corresponde a la figura moderna de nación.
La distancia entre el héroe y la gente común genera
una perspectiva mejor y también sirve para la narrativa, con el barniz del
tiempo los personajes toman el matiz de héroes y sus defectos desaparecen en la distancia, pareciéndose más a
montañas y metamorfoseando su envoltura de entes carnales. De ahí se levanta un
panteón para la patria que mezclando la narración histórica real con algún
ingrediente de necrofilia[7] y la necesidad de mantener
referente fijos (míticamente eternos). Una vez definido este panteón nacional
sirve para definir de manera más precisa a una comunidad. Las comunidades del
periodo premoderno se contentaban con personajes más próximos a la magia o la
religión como Moisés y el Príncipe Amarillo, para el periodo moderno exigimos
personajes históricos revestidos del silencio sepulcral del panteón patriótico.
Debemos reconocer que este panteón representa un territorio especial, ese
espacio donde la muerte y el pasado ya no
nos permiten tocar, y únicamente la memoria favorece a la referencia. En
ese espacio singular, los mausoleos y las estatuas sustituyen a las personas,
las conmemoraciones remplazan a las
acciones, y, a pesar de sentido rutinario de las fechas conmemorativas, esos
perfiles del pasado siguen sirviendo bien para mantener el espacio de una
nación.
Con el tema de los héroes de la patria colocado en
el panteón nos encontramos con una contradicción (evidente y hasta “natural”)
del fenómeno nacional, pues esas figuras petrificadas en mármol sirven para
indicar un punto sin cambio, y ese
punto invariable (un “landkmar” señal de frontera en inglés) marca una
unificación. La unificación de los héroes indica lo que ya no cambiará de la
nación (su historia invariable, junto con sus costumbres), que se contrasta con
que cada nación es una entidad viva,
y que sin vitalidad cesa de existir. Esta unificación, tema con el cual inicia este
texto, posee ingredientes reales pero una parte de su material es ilusorio,
pues la unificación jamás es completa[8], siempre está sometida a
las leyes de transformación de los grupos vitales. Como el árbol, nunca será
suficiente con raíces, el complemento está en sus extensiones celestes: las
ramas que señalan al cielo del mañana.
NOTAS:
[1] CARRASCO BRETÓN, Arturo,
Conferencias sobre la ilegalidad de las separaciones territoriales de México,
textos en preparación, 2012.
[2] Este
tema tiene dos interrogantes. La interrogante histórica pues los sistemas
feudales permiten un control asimétrico de los territorios en base a soberanías
parciales (falsas soberanías) de los aristócratas vinculados. La interrogante
legal en cuanto los sistemas de derecho entregan al Estado (el órgano político)
la soberanía, aunque reconozcan al pueblo como depositario legítimo de tal
soberanía.
[3] Al parecer el riesgo de la
sublevación indígena en la guerra de las castas eliminó las aspiraciones
autonomistas en Yucatán.
[4] Por
ejemplo, Sagan Carl, Cosmos, cuando
se refiere a la reverencia de los pescadores tradicionales del Japón hacia un
tipo de cangrejo al que creían la rencarnación del príncipe Heike ahogado en el
río, pues la parte baja de su concha les recordaba los rasgos del personaje. Esta
narración se estima fue el motivo para una selección artificial pues los
pescadores respetan a los cangrejos que tienen parecido con el rostro del
príncipe samurái.
[6] PAZ,
Octavio, El laberinto de la soledad.
“Cada una de las nuevas naciones tuvo, al otro día de la Independencia,
una constitución más o menos (casi
siempre menos que más) liberal y democrática. En Europa y en los Estados Unidos esas leyes correspondían a una
realidad histórica: eran la expresión del ascenso de la burguesía, la
consecuencia de la revolución industrial y de la destrucción del antiguo
régimen. En Hispanoamérica sólo servían para vestir a la moderna las
supervivencias del sistema colonial. La ideología liberal y democrática, lejos
de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba. La mentira
política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral
ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos
movemos en la mentira con naturalidad.”, p. 11.
[7] Como
cualquier tendencia humana, el exagerar esa veneración al pasado, encierra un
rasgo enfermizo, como lo marcó Freud en Totem
y tabú, y remarcó Fromm en El corazón
del hombre. El salto del amor al pasado hacia una necrofilia marca la caída
en la enfermedad, y una cadena con el pasado.
[8] Según
la estructura ontológica del ser, la totalización del individuo-sociedad jamás
es completa. Unificación es hacer de lo múltiple la unidad; y el proceso se
detiene en un punto previo a su grado supremo. En un punto dado, el fundamento
está en la práctica y la libertad, que se mantiene como corazón del proceso. En
este ejemplo, el culto a los héroes debe servir a los vivos, de lo contrario se
cae en una enajenación extrema. Cf. SARTRE, Jean Paul, Crítica de la razón dialéctica.
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