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jueves, 8 de noviembre de 2012

QUITAR LA ANESTESIA A LA PERCEPCIÓN NACIONAL




Por Carlos Valdés Martín

El primer problema para la débil conciencia nacional es un efecto de anestesia general, y esto no es motivo de una maldad nacional ni de una conspiración externa. Resulta hasta natural que la repetición de un evento o situación por completo familiar nos termine pasando desapercibida.
Cuando miramos un único automóvil que surge súbito en el horizonte, de seguro nos llamará la atención, pero si nos montamos durante el día entero en el tráfico asfixiante de la megalópolis, seremos insensibles a la presencia del mismo vehículo. La sensación de un evento único se sustituye por un flujo y desaparece esa percepción de lo único bajo una especie de automatismo. Se empieza a ver sin percibir.
Un ejemplo, que se liga a la tradición gastronómica nacional es el chile picante. Este condimento, provoca un engaño al neurotransmisor del gusto, y mediante la sustancia llamada capseína, manda una señal al cerebro indicando una sensación de quemadura. Esa ilusión química molesta las mucosas de la boca, pero la adaptación lanza una andanada de endorfinas del propio cuerpo, que compensan el picante y mitigan el efecto. Quien se acostumbra a ese picante, termina por no sentir ninguna sensación con cantidades de picantes que estén debajo de su nivel de adaptación. Según una leyenda rural, los maridos machos castigaban a las mujeres cuando el chile no era suficientemente picante, obligándolas a comerse toda la salsa picosa que cocinaban.
De modo experimental, es posible comprobar este efecto de anestesia aplicando pequeños pellizcos repetidos a una zona de la piel, sin llegar a dañar. Si el gesto se repite de un modo mecánico, la sensación terminará por resultar nula y perdiéndose la percepción del pellizco.
Con la peculiaridad (tan variada y múltiple de una nación) sucede esto de modo ampliado. Cuando los colores y estilos visuales entran por los ojos, por ese efecto anestesia, ya la mente deja de percibir alguna peculiaridad nacional, al contrario, todo parece normalidad. Ante la normalidad, se requieren puntos de comparación, una separación clara y señales para contrastar entre lo nuestro y lo ajeno. Sin embargo, el sistema de comunicación dificulta esta separación debido a una enorme masa en flujo de mercancía y mensajes provenientes principalmente de Estados Unidos y otros países desarrollados.
No se piense que esta anestesia es un narcótico exclusivo que afecta al tema nacional; en general, el flujo de la posmodernidad, con su sistema tenso de producción-distribución-consumo promueve esa falta de sensibilidad[1]. Esto lo explica Toffler en la visión de una cultura mediante flashes, mediante descargas de intensidad-adrenalina que compiten por captar la atención[2]. Cada quien está sometido a un “efecto discoteca”[3] por una sobre-estimulación sensorial y de situaciones con exigencia (el tráfico, el riesgo, las alarmantes noticias, las exigencias de estatus y de éxito, los productos novedosos, los cambios en la tecnología, etc.). En especial, la combinación entre una oferta de confort (la venta de sistemas de mínimo esfuerzo: el mundo al alcance de un botoncito, la cultura del “control remoto”[4]) y una presión de cambio y éxito tremenda, al combinarse causan una tensión física y mental enorme.
En su extremo, el flujo de impresiones sensoriales y ansiedades generan un embotamiento que lo debemos definir como una anestesia permanente ante estímulos y emociones de menor intensidad. Para una mente anestesiada solamente algunos estímulos acceden al campo de conciencia, hasta que desaparece el efecto anestésico y surge la sensibilidad.

Despertar del cataléptico. ¡Volver a la sensibilidad! ¡Qué dulce episodio! Quien se ha privado de las sensaciones básicas con motivo de una catalepsia, ha descrito lo espléndido del verdor de una simple hoja y la majestad de una florecilla silvestre. De modo similar quien ha sufrido la amargura de un secuestro prolongado también descubre un efecto multiplicado en cada sensación posterior, pues la recuperación tras el traumatismo, genera efectos tan inusitados como descubrir la sonoridad del silencio más profundo o los tonos de la noche más espesa[5]. El vaivén afortunado entre la anestesia (en este ejemplo por privación sensorial) y la recuperación debió ser clave para santones y eremitas que habitaban en cavernas. Sin embargo, los urbano-habituados debemos contentarnos con métodos más sencillos, donde una sobredosis usual de estímulos o el despertar de una noche tranquila tengan el efecto de lo experimentado por el eremita tras meses de cautiverio voluntario.

Una visita a cualquier pirámide. Propongo algo sencillo y accesible para restaurarse y salir de la anestesia ante la propia nación. Cualquier día en cualquier gran urbe sirve como saturación de mensajes y contenidos no-nacionales (el anestésico usual sobre el que se efectuará un rescate práctico), entonces de modo intencionado y consciente se toma el camino hacia cualquier vestigio arqueológico. Si el sitio está aislado y fuera de la mancha urbana resulta mejor, pues el efecto del viaje genera ya un efecto de baño refrescante. Si tenemos la fortuna de viajar y elegir la música que nos acompañará se recomienda usar cualquier tipo de música ambiental sin palabras y sin uso de temas típicos de la cultura de otras urbes (por ejemplo, evitar temas de películas de Hollywood). Basta una hora para que el sentido del oído se limpie de ese influjo de frases y abrir la sensación sonora de un modo más perfecto. Es recomendable, al bajar del vehículo automotor, intentar escuchar el viento, el canto de las aves o cualquier sonido de la naturaleza que nos rodee. De modo intencional evitar desde un par de horas antes (y si fuera posible desde el amanecer) bebidas embotelladas y con un sello distintivo de trasnacional, pudiéndose elegir agua de frutas o natural. De modo similar, cuando se ingieren platillos ligeros y que evoquen a la propia tierra se logra una mejor sintonía.
Cuando visitamos en un día tranquilo algún antiguo centro es posible subir a las pirámides, entonces encontramos un escenario ideal. Nuestra mirada vaga por la lejanía, se detiene casualmente entre escalinatas o piedras labradas. La imaginación evoca cuando el sitio fue erigido por sus habitantes cargando cada roca. Si tenemos la calma, con el potente sol del mediodía en los filos de las pirámides, entre la roca y el fondo, veremos una separación sutil más tenue que un filo de navaja. Es el mismo sol que ha acariciado la dura piedra durante siglos y seguirá haciéndolo sin importar que cambien nuestras expectativas y afanes. En esa perspectiva se aprecia el latido de un pasado lejano con una raíz auténtica que no poseen todos los pueblos del mundo; pues algunos han crecido sin vínculos con un lejano origen.
Desde el sitio de destino se viaja en sentido inverso hasta regresar al entorno cotidiano y se puede contrastar la gran ciudad o el pequeño pueblo invadido de anuncios de productos con nombres extranjeros. Imaginemos que en lugar de espadas y caballos los conquistadores solamente lanzaran hamburguesas y refrescos embotellados para doblegar a los antepasados. La escena imaginaria resulta ridícula, pero se parece a nuestra actualidad: medio libres, medio conquistados.  

Ya sensibles. Viajar hasta un centro arqueológico es un deleite, sin embargo, tomarse esa jornada nos regala una sensibilidad distinta: la visión despierta. Cuando antes no se ha percibido a la propia nación con intensidad conviene hacer esa peregrinación para la renovación y para no quedarse como el marinero, que aletargado tras semanas en altamar, deja de percibir el oleaje marino. Estas pequeñas excursiones de sensibilidad son importantes todavía más cuando alguien siente devaluada su identidad y fija demasiado su atención en modelos extranjeros. Y nada tengo contra las creaciones de otras latitudes, lo preocupante es una especie de síndrome de cenicienta (otra cara del llamado malinchismo): creerse necesitados de un príncipe azul de “allende las montañas”, de blonda cabellera y ojos azul cielo. Ahora no es un príncipe en persona, sino un producto de nombre gringo o europeo, una novedad comercial para llenar un vacío en el corazón, pero el corazón no se llena con baratijas[6], al contrario caer en el fetichismo de las mercancías garantiza que el vacío se agrandará. Despiertos y sensibles no damos cuenta que el príncipe azul no existe ni existirá, solamente lo que tiene tus raíces nos regresa el secreto de la identidad.


[1] Para Baudrillard este efecto quedaría ajustado al sistema de consumo, pues coloca en el eje la creación de nuevo “consumo” como una novedosa costra de significados sociales, que recubre la economía completa, en Economía política del signo, El espejo de la producción y El sistema de los objetos.
[2] Cf. TOFFLER, Alvin, Las tercera ola y El cambio del poder. El concepto mismo del cambio de sistema con una aceleración del tiempo histórico nos genera este efecto; donde la cultura no está integrada sino dislocada en “chips” de intensa información.
[3] Cf. VALDÉS MARTÍN, Carlos, La totalidad y el caos de la discoteca.
[4] Por ejemplo, en la amplia obra de psicología aplicada a la sociedad de Erich Fromm desde El miedo a la libertada hasta Tener y Ser.
[5] A menos que la privación llegara más allá de lo concebible, como imaginó Poe el regreso de quien ya está muerto sin remedio como El caso del señor Valdemar o como sucede con el estrago de una estirpe en La caída de la Casa Usher.
[6] Cf. FROMM, Erich, El corazón del hombre.

1 comentario:

Unknown dijo...

...joven Carlos; interesante exposición; como mencionas, la mayoría de los mortales se encuentran inmersos en la falacia que el (o los) sistemas se interesa en tenerlos, para así moverlos a su antojo hacia donde les interese ubicarlos..., aunque válida, la opción de buscar escape en sitios remotos con pasado histórico dura, lo que dura la escapada, en cuanto regresan vuelven a entrar a su marasmo existencial cotidiano..., pero lo que si es efectivo (experiencia propia), es adentrarse en las obras sociológicas que desmenuzan y nos ubican en éstos aspectos; en Fromm y Toffler, entre otros, me zambullí con mucho placer y puedo decir, que, tal vez, soy de los pocos que ya no sucumbe al cantar de las sirenas, utilizado por el sistema para hacernos naufragar en sus deseos, cambiándonos materia por espíritu, dejándonos al final, en la misma vacuidad inicial, la cual, con el único propósito de deshacernos de ella, volvemos a recurrir a las consabidas trampas del mismo, convirtiéndose en un círculo vicioso, que para muchos, es difícil superar; te mando un abrazo y un cordial saludo...